El viaje de los siete demonios (17 page)

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Authors: Manuel Mújica Láinez

BOOK: El viaje de los siete demonios
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Volvieron a brotar de sus manos las vasijas oscuras y a saltar los corchos. Repartiéronse finos cristales de Venecia. Brindaron y reiteraron los brindis. A poco, les brillaban los ojos, vacilaban y se abrazaban. Mammón bebió llorando.

—Ha sido subsanado el deterioro —proclamó Satanás—. En cuanto a ustedes —dijo, dirigiéndose a los transportes—, han cometido una falta gravísima. Se amotinaron, y por culpa suya, Belfegor corrió serio peligro. Por esta vez, los excusaremos, dada la causa, pero si se repite, experimentarán el peso de mi ira.

Se adelantó la sirena, impulsando su curva con la de nácares.

—Hemos decidido —murmuró— agremiarnos, en defensa de nuestros derechos.

—¿Qué?

—Las ventajas son evidentes, puesto que gracias a ello hemos resuelto el problema de nuestro compañero el Vellocino.

Se sonrojó y añadió:

—Mis compañeros me han designado delegada obrera ante Sus Excelencias. No lo quise aceptar, pero tanto insistieron y tanto hicieron valer la circunstancia de que soy la única susceptible de comunicar nuestras aspiraciones, que no me ha quedado más remedio que acceder.

—¡Ah! —vociferó Lucifer—. Ya comienza a actuar sobre ustedes la nefasta influencia terráquea. ¡Un sindicato!

—En mi opinión —intervino Belcebú—, lo que han determinado es justo, protegen sus intereses.

—¡No me ataque los nervios, Excelencia, con sus innovaciones! ¡Y no discutamos! Más bien, sírvanos otra copa.

Hízolo Belcebú, de buen talante, y hasta distribuyó el noble liquido entre los monstruos, pese a las protestas de Mammón.

—¿Dónde estaremos? —demandó Leviatán, oteando en torno.

Se hallaban en un sendero, circundado por una vasta llanura verde, que manchaban vegetaciones grises y nudosas, elefantinas. Sembrados de cereales, alternaban con campos en los que pastaban vacunos. Algún flaco molino rotaba lánguidamente, con crujidos herrumbrosos. Multitud de pájaros se balanceaban en los alambres telefónicos y en los que dividían las propiedades. Buena parte de ellos, habitaban nidos de barro, redondos, como hornos diminutos.

—Ésta debe ser la República Argentina —calculó Lucifer.

—¿Las célebres pampas?

—Las célebres pampas.

Enormes nubes circulaban por el cielo, como si se empujasen. Las contemplaron, haciendo visera con las palmas, porque ya reinaba el sol. El Haut-Brion de 1914 fluía en sus venas diabólicas, haciéndolos tropezar y reír. Por el camino vieron avanzar a una mujer vieja, una paisana, que llevaba un caballo de la brida. Vestía de negro, y se cubría la cabeza con un pañuelo negro también, anudado bajo el mentón.

—Divirtámonos —propuso Asmodeo— y démosle un susto. Con mostrarnos tal cual somos, bastará.

Aprobaron, gozosos, felices de adaptarse al estímulo infantil que es inseparable de todo demonio. Apostáronse en una encrucijada de la senda, a la sombra de un ombú, y adoptaron las posiciones y los gestos que juzgaban más terribles. Sus alas se encresparon; se descubrieron las fauces del cocodrilo y la jeta del cerdo; silbó la serpiente; se enarcó el grifo; empináronse los monos; fulguró el cetro de Lucifer; las moscas construyeron una masa fantasmal; relampaguearon las garras; tintineó el esqueleto de Mammón. Formaban un fabuloso relieve, una pesadilla, un ensamblaje de horrores, más temible aún por su contraste con la bucólica paz que los enmarcaba.

Y, por el sendero, la vieja seguía adelantándose. Tironeaba del caballito, y sólo entonces advirtieron los infernales que éste era cojo y que venía muy cargado de bolsas de pasto.

Hasta que se encontró a escasos metros del pavoroso grupo, no lo notó la mujer, pues se lo impedía la dura claridad frontera. Se detuvo, se frotó los ojos que velaban las lágrimas, permaneció silenciosa un instante y después los increpó:

—¡Ah, mandingas! ¿Nunca concluye el Carnaval para ustedes? ¡Vagos, inútiles! ¡Muchachones desgraciados! ¡Vuélvanse al pueblo! O ¡váyanse a levantar la cosecha, en lugar de salirle con bromas a una vieja ocupada! ¡Arre, arre, Juancito!

Se inclinó, hurgó en el suelo, halló una piedra, dos piedras, y se las arrojó, desmañadamente. Dobló por el camino de la izquierda, con el caballo cojitranco, y los dejó absortos, mientras se afanaban en sacar el pecho, en fruncir las cejas y en emitir unos bufidos ineficaces. Pronto desapareció entre los cardos, y ellos, sin resignarse a ser desdeñados y vencidos, persistieron en sus posturas, hasta que Belcebú, oscilando por efecto del alcohol, dijo:

—Nos reconoció. ¿Observaron, Excelencias, que nos llamó mandingas?

—Es una exclamación, un apóstrofe —lo corrigió Asmodeo—. Y una casualidad. Lo que pienso es que aquí deben inventar unos disfraces formidables.

—Eso sucede en el Brasil —le señaló Leviatán—, un país limítrofe. El Carnaval de Río.

Estiró Satanás los brazos, en brusco desperezo y rugió:

—¡Larguémonos! ¿Para qué perder el tiempo con una loca insensible? ¡Ganas tengo de liquidarle el jaco!

—¡Déjela Excelencia! —lo tranquilizó Asmodeo—. ¡Partamos ya!

Imprimieron a las alas un ritmo creciente y se elevaron, espantando a la pajarería para vengarse de su desilusión. El soberbio pretendió iniciar la «Marcha de las juventudes Demonistas», pero no lo secundaron los otros. Volaban solemnemente, imbuidos de su excelsa condición de embajadores del Diablo. Vieron pasar, a la distancia, un racimo de duendes opalinos, trémulos como mariposas. Vieron también a una cuadrilla de ángeles, hermosos, transparentes, con palmas e incensarios, que se taparon las caras con las mangas flotantes, al distinguirlos.

Meditó Belcebú:

—Son, si bien se mira, nuestros hermanos. Salimos del mismo tronco. ¿Creen ustedes que alguna vez tornaremos a ser ángeles?

—¿Para qué, Excelencias? —le contestó Lucifer—. Estamos bien así.

—Yo imagino que cuando el Mundo no exista ya, si es cierto que el Mundo está destinado a perecer, todos regresaremos al Paraíso.

—¿También el Diablo?

—También.

—Su Excelencia ha leído a Giovanni Papini.

—Yo no leo nada. Confieso, eso sí, que me agradaría cocinar en el Cielo, preparar suspiros de monja, panecillos de San Roque, cabellos de ángel…, en una cocina donde todo fuese de azulejos blancos, pero no frío como en el Pandemónium… Sí… se me ocurre que al término del Mundo, se cerrarán las puertas del Infierno, que lo despoblarán, y que, como no tendremos nada que hacer, nos llevarán al Paraíso…

—¡Clausurar el Infierno! ¡Eliminarnos! Su Excelencia es un anarquista, como los semidioses chinos. Y divaga. El Haut-Brion se le subió a la cabeza.

Se deshacía la tarde. ¿Qué tarde era aquella? ¿Qué día, de qué año? Y los demonios continuaron su migración, encima de las nubes.

De repente, el timbre del reloj quebró su ensueño. Lo consultaron; consultaron el mapa luminoso; sacaron la ficha.

—¡A trabajar! —resumió el Almirante—. La vieja pampeana tendría que estar presente ahora. ¡A ver si nos tildaba de inútiles! ¡Vieja maldita! ¡Qué falta de sentido de lo tétrico! Estamos en Bolivia; vivimos el año 1865; y a Su Excelencia Belcebú le toca ocuparse. Nos chuparemos los dedos, sin duda. ¡No nos vaya a salir con nostalgias angélicas! ¡Nada de cabellos de ángel!

Iniciaron, como cigüeñas seguras, el retorno a la Tierra. Cuando ésta apareció, divisaron un lago tan extenso que el de Ch'ien Lung, en el Palacio de Verano, se les antojó un centro de mesa con patos de porcelanas multicolores.

—Es el lago Titicaca —dijo Mammón.


Le lac de Titicaca
—improvisó Asmodeo, con bufonería estudiantil, acentuando en francés la última sílaba:


Le lac de Titicaca, oú condor fait caca
.

El viento misterioso que impulsaba su viaje los arrebató, sobre el techo accidentado del globo, haciendo contraerse, retorcerse y agrietarse a sus pies, como espinazos de bestias anteriores al Diluvio, inmovilizadas en medio de un feroz combate, a las cumbres de la cordillera andina. Bajo esa confusión de vértebras azules, celestes, rojas y grises, que coronaba el blancor de la nieve, como una espuma de rabia, serpenteaban los desfiladeros ofidios. Aquí y allá, se apelotonaban las aldeas. Algunas poblaciones de más cuantía, pastoreadas por sus campanarios, abrevaban en los ríos sus majadas de tejas. Por fin se detuvieron los demonios, y Lucifer consultó el planisferio.

—Nos hallamos —dijo— encima de la Villa Imperial de Potosí. Ese, pardo y cónico, debe ser el Cerro Rico, el Cerro de la Plata.

El Almirante rebuscó en su memoria:

—En doscientos ochenta y cinco años les produjo a los españoles quince mil setecientos noventa millones de pesos fuertes, el quinto de los cuales fue para la Corona. No está mal. Pero ahora… ¿en qué año vivimos?

—En 1865.

—Ahora, Potosí es una ciudad muerta, o letárgica…

—No lo parece —intervino Satanás, quien la indicó durante el descenso.

Efectivamente, mientras caía la tarde, Potosí se animaba. Encendíanse luces en sus callejas y, en las plazas, las antorchas llameaban y se apagaban, como cerillas. Un alegre rumor de músicas escoltó a los viajeros que se aproximaban a la Tierra. Pero no se posaron en el centro de la villa, como imaginaron al principio. El vendaval los empujó hasta las faldas del cerro «que llora plata» —según reza su nombre indígena—, donde se escalonaban oscuras chozas, y allí los abandonó. Superunda y su crío, que no habían sufrido el mal de la altura cuando volaban, por razones difíciles de explicar (si explicación tienen), no bien se asentaron en el suelo, sangraron de las narices. A casi cuatro mil metros encima del mar, los aquejaba el soroche, y Belcebú medicinó a la delegada obrera y a su hijo con unas píldoras de coca.

Los siete demonios se habían perchado, como aves de presa, sobre la más mísera de las cabañas. Abajo, en el laberinto callejero, crecían la iluminación y los sones. Sin duda, una banda militar alternaba las marchas guerreras con los valses, y a esa bulla se añadía, doloroso, agonizante, el doblar de las campanas, en las treinta y dos iglesias, en los diez conventos… en los que conservaron las campanas… porque los había en ruinas…

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elcebú o la
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ula

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a chocita sobre cuyo techo de paja pesaban tan poco los siete emisarios del Averno y sus siete cabalgaduras, albergaba a un solo morador: Don Antonino Robles. Dicho con más justicia, cobijaba a dos: a Don Antonino y a su Ángel de la Guarda. En esos momentos del despertar de la noche, mientras rivalizaban las campanas y la orquesta para atraer a los habitantes de Potosí —las unas, hacia el rezo piadoso; la otra, hacia el pagano zapateo—, Don Antonino, como siempre, optaba por las primeras y, los brazos en cruz, de rodillas en el duro piso, recitaba, una tras otra, las avemarías interminables. Un cabo de vela, también puesto en el piso, iluminaba apenas la única habitación, y pincelaba de leve amarillo el altarejo delante del cual el anacoreta repetía sus devociones. Mostraba éste, cuando la debilidad del resplandor lo permitía, una acumulación de elementos dispares: pobres y truncas imágenes de yeso; estampas del santoral, que orlaban viejos cadáveres de moscas; flores y festones de papel; alguna insólita pintura colonial, cuyos oros desaparecían bajo la capa de mugre; restos de muñecos infantiles, de trapo, apolillados y colgados de las vigas; barquichuelos de madera, rosarios de cobre; el latón de tristes exvotos: miembros, orejas y bocas; y hasta un escarpín extrañamente nuevo, que pocas horas antes había calzado a un niño de meses, y que se balanceaba en el aire frío, delante de un cráneo de vicuña. Esa profusión abigarrada absorbía el interés de Don Antonino, y si de súbito un soplo de viento acentuaba la ronquera del trombón, el tronar del bombo o el escándalo de las risas, el penitente apartaba aquellos ecos de la mundana salacidad, con un movimiento de su seca mano y, transportado por el tañir de los bronces, reanudaba su oración. Al alzar reiteradamente la cabeza monda, liviana, de pájaro, en la que brillaban los ojos como otros cirios, hacia el desorden del altar, y al levantar las palmas juntas, se advertía la extrema delgadez de su cuerpo, en el que la ropa pendía como si no le perteneciera. Hubiese sido imposible pretender asignarle una edad concreta, y por otra parte él mismo ignoraba la que le correspondía. Entre cuarenta y setenta años podía tener Don Antonino. Lo indiscutible, en cambio, era la mezcla de sus sangres. Rasgos indios y españoles afloraban en su rostro arrugado, cobrizo, y de la combinación provenía un fruto inesperadamente aristocrático, en el cual estaban presentes la impasibilidad incaica y el orgullo peninsular. Pero los largos decenios de lucha contra las pasiones habían suavizado su expresión, y si alguna huella prevalecía de sus procesos lejanos, Don Antonino la disimulaba bien. Menudo, endeble, descarnado, enteco: así lo entrevieron los demonios, por las fisuras de la choza, cuando por primera vez se enteraron de su existencia. Parecía formar parte del altar que había inventado y adornado. A su izquierda, en el suelo, un cántaro de agua y un puñado de granos y raíces explicaban su escualidez. La verdad es que hacía años y años que no probaba más alimento, y que en ciertas ocasiones, si el frío arreciaba mucho y también la furia de las tormentas de nieve, ni siquiera ése se llevaba a la boca, porque las buenas mujeres que lo dejaban a su puerta y que le pedían que rogase por ellas y por el pequeño que les abultaba el vientre, no conseguían escalar el cerro hasta la terraza donde se escondía su tugurio.

El Ángel de la Guarda resultaba entonces el único compañero del solitario. Morocho, ceñida la frente por una vincha de dibujos geométricos, compartía su cabaña, en cumplimiento de la misión que se le asignara desde que nació el eremita, y si bien no formulaba queja alguna, con referencia a su trabajo, pues era sinceramente angélico, acaso se le ocurriera, a veces, que podía haberle tocado una tarea menos monótona, porque lo cierto es que tenía muy poco que hacer. Su función se reducía a contemplar al contemplativo; a verlo enriquecer, con aportes dudosos, la indigencia de su retablo; a observarlo cuando malcomía, hundiendo los dedos agudos en la escudilla áspera, y sin abandonar por eso, entre un bocado y otro, el silabeo de la oración. Al principio, el Ángel se presentaba en el Cielo, semanalmente, con informes minuciosos de la actividad de Don Antonino, pero estos eran tan idénticos entre sí, que a cierta altura no hubo quien atendiese allá, donde están harto ocupados, la repetición de sus comunicaciones. Espació, pues, más y más, esas gacetillas, para que no lo consideraran fastidioso, hasta que terminó por suprimir las crónicas iguales. Consecuentemente, y a fin de llenar las horas, se materializó ante Don Antonino, quien acogió ese portento como una prueba de la divina generosidad. Múltiples fueron las conversaciones que iniciaron, mas era tal la diferencia de su preparación, que el custodio concluyó por renunciar a elevarlas al plano de la teología, en el cual se movía con holgura, y por limitarlas al nivel de las cuestiones caseras, que Don Antonino dominaba mucho mejor. Y dentro de éste, se redujo también, con angelical modestia, más que al ejercicio de la cotidiana discusión, al de las faenas prácticas, ayudando a su protegido a barrer, a lavar, a hervir los alimentos y a decorar la capilla, no obstante que ésta no le gustaba demasiado. De esa suerte se estableció entre ellos una respetuosa camaradería, y llegó a ser tan honda la confianza que el Ángel cifró en Don Antonino, alejado, por lo demás, de la probabilidad del pecado, que el querube no vacilaba en abandonar, pasajeramente, su puesto de centinela, para distraerse de uniformidad tan beata con paseos por el contorno. Esa tranquila certidumbre enmoheció un tanto la eficacia patrullante del policía celeste quien, cómodamente seguro, algo desatendió sus obligaciones. Sólo con estos antecedentes se justifica lo que después se referirá. Y los refirma el hecho de que en la ocasión excepcional en que sobre el techo de la choza de Don Antonino se posaran siete demonios, con sus siete monstruos respectivos, el Ángel de la Guarda no los reconociera, y que si le pareció que individualidades extrañas perturbaban la paz de su refugio, lo atribuyó, como otros días, a grandes pajarracos hambrientos, de aquellos que solían merodear por la zona.

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