Read El viaje de los siete demonios Online
Authors: Manuel Mújica Láinez
El Ángel de la Guarda despertó, alertado por el alboroto. Se acomodó la vincha y salió, para investigar su motivo, y vio evolucionar, camino de la ermita, sorteando rocas y eludiendo precipicios, a una serpiente luminosa que erguía sobre su cabeza una cruz ardiente. Por acostumbrado que estuviera a los portentos y a las miríficas alegorías, no dejó de sorprenderlo la singularidad de la peregrinación, cuyo símbolo no acertó a reconocer, pues hacía ya muchos años que vivía en retirada soledad, pero su inocencia calculó que aquél, tan fantástico, era el premio sobrenatural que correspondía a Don Antonino, como recompensa de sus beatos desvelos. Se apresuró, pues, a sacudir al varón bienaventurado, y al reaparecer ambos a la puerta, se encararon con la mamada vanguardia melgareja, que alternaba las preces con los canturreos rijosos. También Robles, azuzado por su Ángel, imaginó que venía hacia él el galardón celeste, y cayó de rodillas, al paso que el famoso Melgarejo, tomándola de manos de Belcebú, se internaba con su efigie en la cabaña, y la colocaba en el medio del altar, desplazando los yesos de la Virgen María y de San José. Sólo en ese instante, cuando el gentío invadió y rodeó la choza, el de la Guarda se dio cuenta de la gravedad sacrílega de su error. Asustado, se remontó en el aire, en demanda de refuerzos, pues creyó advertir que en la turba de soldadesca y de enmascarados, se disimulaban varios demonios. No le alcanzó el tiempo para prevenir al magro e ingenuo Don Antonino, quien rendía el tributo de su devoción a la imagen del caudillo, con el mismo fervor que dedicaba a todo su excéntrico santuario.
El vino no cesaba de fluir, y Melgarejo encabezaba el frenesí de los bebedores. Abarcando con un brazo la ancha cintura de Belcebú, imprimía a su corpachón un balanceado meneo y canturreaba los latines que había aprendido del cura de Tarata, y a los que las quenas adicionaban su comentario melancólico. El de la gula explotó la oportunidad para proponerle que agasajara con un festín a Don Antonino.
—Permítame Su Excelencia, como un favor especial, encargarme de la comida —le dijo en un quechua vago—. Le juro que no se arrepentirá. Soy un cocinero notable.
El tigre estaba de buen humor. Su inclusión en el retablo abría ante él perspectivas novedosas, en el dominio eterno. Acarició a Juana y lanzó una risotada, que acompañaron los más próximos.
—No habrá cordero ni buey —continuó Belcebú—. Concédame Su Excelencia quince minutos.
—Está bien —le replicó el jefe, previendo una travesura del bufón—, pero si no cumples, te cortaré la cabeza.
Desaparecieron los siete demonios, en el tugurio en el que habían dejado a la delegada obrera y a Supernipal, en tanto que la tropa derribaba las ruinas del tercer bohío existente en esos contornos, y las utilizaba para armar una hoguera enorme.
—El indio está loco —dijo Melgarejo, y desenvainó la espada—. Dentro de un cuarto de hora, se despedirá de este mundo; antes, nos procurará una diversión.
Los siete encontraron a Superunda y su hijo muy serenos. Los monstruos los velaban con solicitud familiar. Belcebú se arremangó, meditó un instante, e informó:
—Les daremos buey y cordero, mas no los reconocerán.
Menos del tiempo solicitado le sobró, para aderezar unas viandas cuya cocción le hubiese requerido la noche, si hubiera sido posible hallar los múltiples elementos imprescindibles, en el aislado Potosí. Bajo sus manos hábiles, inspiradas, surgieron obesas ollas y preclaras sartenes, y en ellas la delicia del «boeuf mode», sazonado con lonjas de tocino fresco, pimienta, tomillo, zanahorias, cebollas, hierbas aromáticas y laurel. Lo regó con vino blanco y coñac e inflamó a este último. También aprestó el buey braseado con aceitunas, mechado con ajo y perejil, sobre el cual volcó, murmurando frases cabalísticas, el Madera seco; las chuletas de cordero asadas, con puré de cardo; las asadas a la Soubise; el cordero entero con salsa de pimienta. El perfume exquisito sahumó la estancia. Relamiéronse los demonios, los machacos, el grifo, la serpiente y el sapo (nada herbívoros ni insectívoros), que trajinaban, cortando puntas de espárragos y arrojando puñados de guisantes y de trufas. Superunda y Supernipal abrieron los ojos y se extasiaron. Y Belcebú, en el corazón del ajetreo, se destacaba, triunfal, haciendo brotar de la nada las botellas de su Haut-Brion preferido y del champagne de la Viuda; probando, aquí y allá, los condimentos, con un redondo cucharón que hacía las veces de varita mágica; tarareando la «Marcha de las juventudes Demonistas»; y tornando a enriquecer y a revolver las ollas. Se excedió en los postres, libre ya de la restricción que le imponía la uniformidad de las carnes patrias. Los macarrones de pistacho, avellana y chocolate; las rosquillas de frambuesas; los bizcochos bañados en café, en fresas y en kirsch; los merengues de piña; las pastillas de grosella; las bombas de albaricoque y marrasquino; el queso helado de crema y naranja; la «mousse au chocolat praliné» y el «clafoutis» del Limosín, logrado con cerezas oscuras, desbordaron de las fuentes. Eran éstas de plata maciza y de porcelana de Limoges, y Belcebú extremó su refinamiento, como en los cubiertos y en los platos, hasta imprimir en la vajilla las iniciales del Capitán General. En cuanto a las servilletas de damasco, con tal sabiduría las plegó que semejaban veleros, liebres y tricornios. Cuando todo estuvo listo, distribuido y ornamentado, salieron los diablos a la meseta, portadores del banquete.
Se pasmó el público, pese a la embriaguez, ante el espectáculo, y el Presidente Provisional perdió el uso de la palabra, porque aquel cortejo que avanzaba, en la noche, entre el vapor de los manjares vistosos, como si fuese una comitiva quimérica, exhumada del seno de un volcán, sobrepasaba de lejos, lo mismo que la anterior pirámide de antorchas, las creaciones de la boliviana alucinación. Al día siguiente, no bien el héroe y su hueste recuperaron la lucidez, se entabló una polémica acerca del increíble caso. El servicio y los roídos restos de los comestibles se habían esfumado; otro tanto aconteció con los siete indios misteriosos; y se sucedieron las tesis más diversas, para explicar el fenómeno. Alguno, más leído, se inclinó por la sugestión colectiva; algunos, por los efectos de un sueño utópico, atribuible al abuso de los brebajes; hubo quienes optaron por la reproducción del milagro del maná, imputable a la santidad de Don Antonino y a la omnipotencia de Melgarejo; y Melgarejo opinó que era cosa de brujas.
Pero eso fue al día siguiente, luego de que se levantaron, vidriosa la mirada y ácida la lengua. Esa noche, cuando atestiguaron la presencia de vituallas tan finas como distintas, dimanadas de una casuca enclenque, en lo único que pensaron fue en gozar de su sabor. Su estado, la niebla que les forraba los cerebros, no les permitía discusiones. El dictador, zigzagueando, guió al abismado Don Antonino Robles hasta la fogata; le otorgó el sitio de honor, sobre una piedra cóncava; y se sentó a su lado, con Juana Sánchez a su derecha. Los demás se desparramaron según su antojo, y la fabulosa sucesión de vitaminas y suavidades, de picantes y dulzuras, de sorpresas y satisfacciones, se produjo mientras hincaban los dientes, hacían crujir las mandíbulas, halagaban los paladares y sentían ambular, por sus canales digestivos, entre eructos y rumores varios, el caudal líquido y sólido que alegraba su humanidad. Prorrumpían en vítores, anticipados por los del exuberante Melgarejo, quien, como es lógico, no cercenaba su admiración. La banda, en cuanto trocaba los bocados por los trombones, y los tenedores por los palillos de tambor, insistía soplando y batiendo. Y los monstruos invisibles e infernales —más que ninguno, el toro asirio— zampaban cuanto podían. Oponíase al arrebato, la paz adusta del paraje, bajo el cielo estelar. Melgarejo, antes de comer, hacía probar una tajada, por temor de que lo envenenasen, al Coronel Aurelio Sánchez, hermano de su querida, un rufián, el mismo que lo asesinó en Lima, seis años después, sin que Juana abandonara, ante el crimen, su dura indiferencia.
Como nunca necesitó Don Antonino, la noche en que recibió el retrato del Protector, el apoyo material y moral de su custodio. Chirriaban y silbaban sus entrañas famélicas, hartas de elementos míseros, frente a la gloria de la excelsa gastronomía. Los ojos se le saltaban de las órbitas, en pos del «boeuf mode», que olía a coñac, del cordero espolvoreado con pimienta y de los merengues al kirsch, y los apartaba dolorosamente. Musitaba antiguas oraciones, apretando los labios, al par que Melgarejo le tendía unos platos monumentales. Puestos alrededor, los demonios lo codeaban; le describían las recetas; le servían cucharas derramadoras de salsas epicúreas. En especial, Belcebú lo asediaba con sabrosas instigaciones. El pobrecito se retorcía las manos, e indagaba con inútil ansiedad por su Ángel ausente. Y entretanto insistía la disimilitud de los aromas, que le sitiaba la nariz; de las formas y los tonos, que le atormentaban la imaginación y le humedecían la boca con saliva amarga. Por fin dejó escapar un quejido casi infantil, puso en blanco los ojos, y se arrojó a comer. Comió de todo y varias veces; comió como quien se tira al agua, a nadar con fruición; comió con el cuerpo entero, extinguiendo nostalgias, indemnizando angustias, corporizando ensueños terribles. Y bebió, bebió; se duchó en champaña; se sumergió en vino tinto; se roció con licores. El desquite jamás pensado, subconscientemente añorado, le hizo latir el corazón y florecer las venas. Sufría, al principio, bajo las tenazas del remordimiento, pero la felicidad que le procuraba la represalia tardía, ahogaba su inquietud.
—Este hombre —le dijo Belcebú a Lucifer— no ha pecado hasta ahora por falta de oportunidad y porque no le alcanzaron los medios. Observe qué pronto ha caído.
—No se quite méritos —le respondió el soberbioso—. Su Excelencia ha trabajado más que bien, y ¡a qué velocidad!
Melgarejo, simultáneamente, redoblaba las libaciones. Como otras veces, sucumbió ante la tentación sensual del exhibicionismo. Era sabido que, en la cúspide de la borrachera, caía en la extravagancia salvaje de desnudar a su hembra en público. Más aún, había establecido una especie de liturgia fetichista del cuerpo de Juana, a quien debían rendir culto sus ministros y sus generales. Sin ropas, la muchacha presidía los consejos republicanos, y los miembros del gabinete se inclinaban y arrodillaban en torno. El tirano los acechaba, para detectar el menor signo de deseo, pronto, si éste se manifestara, a abatirlos, de modo que los funcionarios actuaban como si la carne de la joven, tan vital, correspondiese a una inanimada escultura. Le arrancó, pues, los vestidos a tirones, hasta que quedó como vino al mundo, o como Lucifer en apariencia de demonio. Parecía sumisa, pero si levantaba los párpados, por su mirar cruzaban relámpagos de odio y de vergüenza. De pie junto a la hoguera, encima de una roca, exponía el esplendor de sus pechos, de su vientre, de sus piernas, cuya áurea lisura lamían las llamaradas. Detrás, de mármol negro, Holofernes relinchó y sacudió las crines. Nadie, por alcoholizado que estuviese, osó decir palabra. El fuego enrojecía la inmovilidad de las siluetas en cuclillas, a las que transformaba en huacos vetustos. Las emplumadas caretas de los bailarines auguraban desenfrenos abominables. Don Antonino se cubrió el rostro con ambas manos y sollozó. Le destapó la cara, de un ponchazo, el Capitán General, pero el ex asceta no dio pruebas de interesarse por la mujer. Belcebú le ofreció más «mousse au chocolat».
—Me equivoqué —se corrigió el demonio, dirigiéndose a Lucifer, nuevamente—, Don Antonino no pecaría con Doña Juana, aunque se le brindara la ocasión. Es cierto, sin embargo, que todos los órganos no tardan el mismo tiempo en herrumbrarse.
—Si yo me hubiese encargado del asunto —intervino el lujurioso Asmodeo—, supongo que lo hubiera convencido, mas no me corresponde esa tarea. Prosiga Su Excelencia con la suya, que cumple de manera ejemplar.
Y Belcebú prosiguió, hasta que la panza del ermitaño se negó a embarcar más alimentos; se retorció su organismo frágil, de marcada osamenta, tan delgado como el del avaro Mammón, y vomitó lo que había ingerido.
Melgarejo cubría a Juana, que prorrumpía en estornudos, con la capa roja. La abrazó tiernamente.
—Insista, Excelencia —le reconoció Satanás al goloso—. Ahora su candidato está vacío.
Hízolo Belcebú, y Don Antonino, sin poner reparos en el orden del menú, tornó a devorar bombas de albaricoques y «blanquette» de mollejas de cordero, rosquillas a la Soubise y
beefsteaks
con naranjas, todo ello empapado en Haut-Brion. Se incorporó, y con lengua torpe, ensayo un brindis:
—¡A la salud del General Mariano Melgarejo! Desde que su imagen está en mi cabaña, cambió mi vida. ¡Es el santo de la abundancia, loado sea Dios!
Lo aplaudieron; el flamante santo se regodeó; tiró de la brida de Holofernes y le escanció una copa de champagne, que el bruto chupó sin dejar gota.
—¡Cómo lo hubiera atraído nuestro General a Suetonio, y qué acertadamente hubiese completado su galería! —suspiró Asmodeo—. Es un César de la decadencia, con toda su petulancia y su delirio. A mí me gusta más y más.
—En mi opinión —dijo Leviatán— este asunto está resuelto. No cabe duda de que Don Antonino ha pecado. Mírenlo, Excelencias.
Las Excelencias lo miraron, con interés impertinente, aunque el cuadro que componía no era de los que regocijan el alma. Si ellos reflejaron un júbilo que pocos hubiesen compartido, fue por razones profesionales. Don Antonino yacía, como muerto, entre el producto informe de sus arcadas y un derrumbe de vasijas y de sobras. Manchado, embadurnado, la causa de su desbarajuste no había eliminado su lividez, antes bien la había convertido, con toques realistas, de virtuosa en culpable. El viento del altiplano, que se desató, hubiera podido acarrearlo en su cólera glacial —tan escurridiza y tenue resultaba su estructura—, de no mediar los cuerpos tumbados en derredor, que plasmaban con el suyo una trabazón de miembros, algo así como un pulpo inconcebible. Dicho pulpo estiraba sus tentáculos numerosos en el páramo, y promiscuaba la vanidad de los uniformes militares con la modestia de los ponchos groseros, interpolando condecoraciones y ojotas, hasta suscitar también la ficción de un campo montañoso, después de un combate. Contribuían a esta última impresión los ayes que, aquí y allá, se oían y, a veces, el titubear incierto de un brazo o el deslizarse gemebundo de una sombra. Melgarejo, acurrucado sobre los pechos desnudos y ateridos de Juana, roncaba como si agonizase. Sólo Holofernes, sólo el intacto terciopelo radiante de Holofernes, quedaba en pie, en medio de la derrota. Coceaba, fogoso, y erguía el belfo despreciativo.