El viaje de los siete demonios (6 page)

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Authors: Manuel Mújica Láinez

BOOK: El viaje de los siete demonios
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Descendió Lucifer suavemente, con lenta pompa de paracaídas, y se posó en el suelo. El ruido provocado por el agitar de sus plumas, al intensificar su vibración por la necesidad de detenerse, habrá hecho que alzasen la cabeza los habitantes de los contornos. Si hubiesen vivido cinco centurias más tarde, habrían inferido que un poderoso motor, quizás el de una avioneta, se paraba en la proximidad. Como vivían en el siglo XV, se persignarían, barruntando, mucho más probablemente, que un dragón volátil disminuía su marcha en él bosque.

Lucifer se mostró muy contento. Sonrió, enseñando la blancura de sus dientes buidos. Lo rodearon, lo palmearon, le sirvieron la sopa caliente de verduras, y él produjo una serie de fotografías, en relieve y en colores, con música y con perfume, que circularon entre los demonios. Mientras sorbía el potaje, daba las respectivas explicaciones:

—Ese es el castillo de Tiffauges. Su construcción comenzó hace doscientos años y se atribuye al hada Melusina. Presten oído al preludio melancólico que lo acompaña. Observen la torre cilíndrica central; se llama la Torre Vidame; en ella encerraba a sus niños el señor de Rais. Dicen que su espíritu, en traza de leopardo, la ronda. Yo no lo he visto. La mancha que hay en alto, a la izquierda, no es una mancha: es el hada Melusina quien, a lo que parece, suele revolotear por los alrededores. Ya no se ocupa de albañilería, desventuradamente, pues lo requiere harto el destartalado castillo. Hubimos de chocar, ella y yo, en el aire, pero viré a tiempo. Tiene la cola de serpiente y sus alas son similares a las mías, aunque menos donairosas. Lleva un sombrero en forma de doble cornamenta. La saludé, por supuesto, y ella me contestó, pero advertí que lo hacía de puro correcta, pues no abriga ni la menor idea de quién soy.

Leviatán le pasó una cartulina, tan entenebrecida y opaca que nada se distinguía en el grabado.

—Es la sala principal del castillo. La foto no está velada por defecto de la exposición: reproduce exactamente la lóbrega realidad, tal cual la conocí. Lo que sucede es que, desde la ejecución de Gilles, avanza el abandono, y a la fortaleza no la cuida nadie. No hay, financieramente, con qué. Las telarañas han invadido el aposento. Cubren las ventanas, los tapices espectrales, las vigas, la chimenea. Caen desde la techumbre, como barbas, como estalactitas. Los escudos de Rais, de Laval, de Craon, de Montmorency, de Thouars, se eclipsan bajo el bordado gris y espeso de las tarántulas. Las estatuas de du Guesclin y Clisson, antepasados del Mariscal, parecen con fundas. Eso se reitera de una estancia a la otra. Y las ratas caminan despacio, arrastrando ropajes de redes cenicientas. Todavía no me he podido quitar de las patas el puerco tejido.

—¿Y estas señoras?

—Son Madama Catalina de Thouars y sus damas de honor, las dos que le quedan, del ejército que antaño la seguía doquier. Fuera de los tres personajes que ahora tienen ante los ojos, no residen en el castillo más que dos guardianes. A estos últimos los divisé, jugando a los dados, en uno de los pasadizos de ronda.

—¿Cómo se encuentra Madama Catalina? —inquirió Belcebú.

—Compañero Excelencia… ¡parece mentira que Ud. sea Príncipe de los Serafines del Infierno…! Madama Catalina está desesperada. De ahí deriva la acentuación angustiosa de la música que escuchan Sus Excelencias. Su marido, después de exaltarla con sus victorias a la vera de Juana de Arco, la sumió en la vergüenza, luego del proceso y la condena de Nantes. La señora padece la enfermedad de la vergüenza. No olvida que en una época fue una de las primeras mujeres de Francia, si no la primera, luego de las de la casa real. Durante la coronación, en Reims, se doblaban a su paso los nobles, como delante de una emperatriz. Tanto pesaban sus joyas, que se la hubiera creído una emperatriz de Bizancio. Y hoy, ya la ven, junto a un fuego mustio, con ademán distraído, se escruta las manos, como Lady Macbeth. Nadie la visita. Se terminaron las reverencias. De noche, imagina oír los gritos sepulcrales de los pequeños que Gilles profanó y mató. Ella misma es un fantasma. Sólo espera, gimebunda y trémula de humillación, el final. Y lo que más la preocupa no son las actividades privadas del Barón Gilles, sino que hayan tenido estado público.

—¿Y esta fotografía? —consultó Satanás.

—Es la de la chimenea de piedra frente a la cual, según se cuenta, el Mariscal sacrificaba a los niños. Precisamente de ella hablaban los alabarderos cuando me aproximé, invisible, en el camino almenado, y a uno le oí decir que una noche, luego de darse placer con dos mellizos y de haberlos degollado con su daga, colocó sus cabezas chorreantes sobre la repisa labrada de esa chimenea, y las estuvo considerando, con atención crítica, para resolver a cuál juzgaba más hermosa, hasta que se decidió por una y la besó en la boca. Después rompió a llorar.

—He ahí —acotó Asmodeo— algo que olvidé mencionar, cuando desarrollaba su biografía, aunque es cierto que la condensé tanto que descarté en la ruta muchos detalles que mis empleados me transmitieron. El Mariscal fue un excelso llorón; lloraba a menudo; lloraba luego de ultimar a sus víctimas y les pedía que en el otro mundo implorasen su gracia; lloró en el cadalso. Habrá que inferir de eso que fue un notabilísimo sentimental.

—Un romántico —añadió Mammón—. Gastaba sus lágrimas como su dinero. Un romántico, un loco.

La última imagen no requirió aclaraciones. Mostraba a Lucifer en «pose», apoyado elegantemente en una balaustrada. Había entreabierto las lujosas alas de vampiro, que lo encuadraban con marco sentador. Apoyaba una mano en la cintura flexible y la otra se afirmaba en el cetro de ébano. Tenía fijos los ojos en la cámara y sonreía levemente. Se bañaba en su propia soberbia, como en una aromática ducha. Del retrato surgieron cadencias triunfales.

Lo escamoteó el fotografiado:

—Esa —dijo, encogiéndose de hombros— carece de importancia. La máquina insistió en tomarla, a lo que parece, y me sorprendió.

Cambió de tema:

—Madama Catalina no disimula su derrota. Si alguna vez ha sido arrogante e inflada, llama ahora la atención por el exceso de su humildad, fruto del desprecio y del ultraje. Pienso que ha llegado al fondo de la confusión, del bochorno.

—¿Y es a Madama Catalina, que ya no sabe dónde meterse, que rehuye al mundo y que el mundo desdeña, a quien tiene Su Excelencia que tentar con el pecado soberbioso? Será un ejercicio arduo, casi imposible —dijo Satanás.

—Es, por derivación, a Madama Catalina a quien debo persuadir de que se impregne de nuevo del más alto orgullo.

Levantaron sus protestas los demonios. Si el Diablo le había preparado a Lucifer una trampa tan compleja ¿qué les aguardaba a ellos?

—¿Meditó Su Excelencia algún arbitrio? ¿Hay forma de resolverlo? —le preguntaron, aflautando las voces.

—Sí, tengo una idea.

La curiosidad picó a los infernales, quienes se aproximaron más aún al demonio desnudo.

Y en seguida, apagando el tono, para que ni siquiera los búhos que empezaban a merodear lograran captar sus frases, expuso su proyecto. Lo hizo rápida y claramente. Cuando calló, un coro elogioso resonó en la floresta. Abrazaron al príncipe, lo palmotearon con más efusividad todavía que a su llegada. Belcebú escanció champagne, del extraseco y los vivas estremecieron al follaje, de manera que los vecinos cayeron de rodillas, a leguas de distancia, pensando que el aquelarre de las brujas ardía en el bosque de Tiffauges, y que la viuda de Rais se signó, compungida, suponiendo que su marido, el leopardo, andaba por la umbría, destripando labradores, por no perder la innata costumbre. Los demonios bebieron una copa más, se dieron las buenas noches, y se durmieron con los brazos cruzados sobre el pecho, como aconsejan los doctos en superstición, para evitar las pesadillas.

Al alba siguiente se desperezaron. En seguida, Lucifer encaró la labor que le correspondía y procedió a las diversas metamorfosis. A Belfegor lo transformó en obispo, y a sus fieles chimpancés en cuatro lacayos robustos, portadores de la silla de manos en la que se balanceaba el ocioso. Ni la carga de la mitra y del báculo, ni el cambio de vestiduras por la dalmática opulenta, en la que el gusto de Lucifer mudó a la concha de tortuga, consiguieron despertar al aliado de Morfeo. Dormía Belfegor, sin cerrar los párpados, y siguió así, cabeceando, roncando, resoplando, jadeando, hipando, durante todo el transcurso de la operación. Su apariencia no carecía de dignidad. Habíale colocado Lucifer unas gafas sabihondas, que se le deslizaron hasta el extremo de la nariz, y detrás de ellas sus ojos verdes y soñolientos brillaban, inmóviles, como vitrales. A los demás colegas, el diablo negro los enmascaró de estudiantina; con ropas talares severas. Se encaprichó Leviatán en conservar las medallas, y le fue concedido, como le fue concedido a Belcebú, por razones más que obvias, el acarreo de la cesta de inagotables provisiones. Así partieron, a través de la maraña, precedidos por Lucifer, que se vistió de diácono. Vacilaba la silla episcopal, forrada de raso violeta, cuando la rozaba el ramaje, y entonces si un rayo de sol se colaba entre las hojas, titilaban las gemas en la mitra, en el cayado de marfil, en los guantes lilas que exornaban los luminosos camafeos. Los estudiantes entonaron la «Marcha de las juventudes Demonistas», pero en latín, modificándole apenas unas palabras y sujetándola a la cadencia del canto gregoriano. Dos de ellos mecían altos abanicos de plumas de avestruz, para alejar las moscas verdes y su eterno zumbido; Belcebú zamarreaba unas triples campanillas; y los restantes balanceaban incensarios, con lo cual su rastro se colmó de fragancias untuosas, eliminando toda huella del hedor a azufre. La mañana pulía al paisaje; se llamaban, entre si, los pájaros; las liebres escapaban por el sendero, y la comitiva ambulaba solemnemente, hacia Tiffauges.

Por fin divisaron la mole del castillo, sus torres espesas, su barbacana, el espejo acuático, el levadizo puente. No apretaron el paso; procedieron con la misma grave ceremonia. Se adelantó Lucifer e hizo sonar una trompa de bronce. En lo alto del portal, asomaron dos cabezas, las de los alabarderos, y en su expresión se reflejó el asombro que les causaba el aparato del séquito, confirmador de que allá, como había informado el propio Lucifer, nunca llegaban visitas. Descendió el puente con graznidos roncos; flameó en la torre mayor un ajado estandarte, y la compañía entró en un ancho patio, sorteando los hierbajos, hormigueros y feas pirámides de residuos, que presto atacaron las moscas.

—¡Ave María! —solfeaban los foráneos, y los sahumadores volaban, trazando aureolas de humo alrededor del obispo aletargado, mientras danzaban las campanillas de Belcebú.

Volvió a sonar la trompa de Lucifer; improvisó una bocina con las manos y gritó:

—¡
Siamo italiani
! ¡Somos italianos! ¡Somos la escolta de Monsignore Belfega, quien desea entrevistarse con la señora Baronesa de Rais!

Corrieron a los tumbos, por los pasadizos, los dos mesnaderos. A poco bajaron y guiaron a los huéspedes en el interior del castillo. No fue cómoda la subida de la angosta escalera de caracol, y los monos lacayos sudaban por el peso de la silla, sobre la cual Su Ilustrísima se bamboleaba, ausente de cuanto acontecía en su contorno. Desembocaron en el primer piso, e inmediatamente comprobaron la exactitud de la descripción de Lucifer. Las telarañas lo infestaban todo. Varios salones atravesaron a tientas, como si recorriesen grutas, luchando, entre el campanilleo frenético, contra los densos jirones de inmundicia, que pretendían aprisionarlos y que convirtieron a las blancas plumas de avestruz en depósitos de mugre. Huían los roedores, moviendo los cortinajes plomizos que colgaban como banderas trágicas. Satanás tropezó con la imperceptible estatua de du Guesclin, trastabilló y ahogó un vocablo que no hubiera sonado bien en esa aristocrática atmósfera. Tal fue el camino que los condujo a la antecámara de Madama Catalina. Una vez en ella y a salvo —pues allí se manejaba de tanto en tanto una escoba— los siete (el prelado también) carraspearon, escupieron, se sacudieron como canes, volvieron a expectorar y a regurgitar, se limpiaron las pestañas, y esperaron a ser introducidos. Lo fueron al instante, y se hallaron en la habitación cuya fotografía les había enseñado Lucifer.

Estaban en ella Madama Catalina y sus dos decrépitas damas de honor, las tres de desteñido escarlata. Un rescoldo triste titubeaba en la chimenea. Adelantóse la viuda y besó el guante enjoyado del Obispo Belfegor. Lucifer hizo las presentaciones.


Questo, Illustrissima Signora, e Monsignore Belfega, vescovo di Bolonia. Desde allá, cosí lontano
, venimos con Monsignore, nosotros, sus discípulos, entregados a una noble y equitativa misión que no dejará de interesar a la Signora Baronesa.

Se inclinaron los otros cinco, y uno de los mozos se ingenió para que Belfegor agitase la cabeza mitral y para enderezarle las gafas. Perfumaban los inquietos incensarios, y las campanillas sublineaban el discurso de Lucifer con toques argénteos.

Quedó atónita Madama de Rais. Un segundo, cruzó por su mente la idea aciaga de que los extranjeros acudían a solicitar su ayuda para alguna empresa caritativa, por ejemplo para cristianizar negritos en África, pero rápidamente la desechó, calculando que la sola visión de los aposentos telarañudos hubiera sido suficiente, en ése caso, para que desengañados retrocedieran. Infirió que si habían continuado de cámara en cámara, pese a los contrastes que los telares de los ácaros imponían, era por una razón remota del plano económico. Los invitó, pues, a sentarse, lo que hubiesen hecho de buen grado de existir en qué. Permanecieron en posición vertical, rodeando al zangoloteado Monsignore. Y Lucifer comprendió que debía enfrentar el momento de explicar su embajada:

—Illustrissima Signora —dijo—, Monsignore y nosotros, sus criados y aprendices, vamos por Europa, realizando una obra de trascendente responsabilidad. Hemos recorrido ya la Italia entera y gran parte de Francia y, doquier, hemos hecho acopio de testimonios que nos refirman en la esperanza de llevar a término nuestro benemérito propósito.

Las dos damas de honor, una de ellas coja y la otra más, que habían abandonado el aposento, regresaron trayendo unos trocitos de pan, cierta rancia manteca y unos vasos de licor dudoso, que provocó la mueca asqueada de Belcebú cuando mojó los labios en él.

—Permítanme, Ilustres Señoras —dijo el demonio
gourmand-gourmet
— que les ofrezcamos unas naderías, completando su agradable convite.

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