El viaje de Mina (21 page)

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Authors: Michael Ondaatje

Tags: #Novela

BOOK: El viaje de Mina
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Debido al impedimento que suponía la niña, Pacipia se entrenaba antes de que saliera el sol; cualquiera que estuviese despierto oía los rebotes sobre la cama elástica y veía, en la semioscuridad, las volteretas de Pacipia, para caer después sobre la espalda o las rodillas, y saltar y girar una vez más, siempre a oscuras. Cuando salía el sol estaba empapada en sudor, caminaba hasta el pozo de un agricultor y tiraba de la cuerda para sacar el cubo lleno y rociarse una y otra vez. Siempre era placentera el agua de un pozo. Con la ropa empapada —que se secaba con el calor del sol— regresaba a la tienda donde la niña se estaba despertando. La independencia de la que hasta entonces disfrutaba parecía haber desaparecido. Nunca se había casado, no tenía hijos, pero ahora era responsable de aquella niña hasta que regresara su hermano.

Hay una historia que siempre está por venir. Que apenas existe. Sólo de manera gradual te apegas a ella y la alimentas. Descubres el caparazón que la contendrá y que pondrá a prueba tu carácter. Es así como encuentras el camino de tu vida. Y así, al cabo de pocas semanas, se podía ver a Asuntha en el aire, sujeta por un brazo extendido, luego lanzada para que la agarrase otro brazo, que descendía, balanceándose, al mismo tiempo, desde otro árbol. La niña tenía los huesos fuertes y ligeros de su padre y una considerable autosuficiencia que le permitió superar sus primeros miedos. Necesitaría olvidarlos por completo para llegar a tener confianza. Pacipia la ayudaría. También su tía había sido muy autosuficiente en otro tiempo, una de esas criaturas en apariencia aturdidas pero llenas por dentro de indignación; había asustado a sus padres y a los amigos de sus padres. Pero los acróbatas siempre necesitan confiar en las personas a su alrededor.

El circo actuaba junto a cualquier trozo de carretera rural que estuviera bordeado de árboles. La gente de los pueblos traía esterillas y se sentaba sobre el asfalto a última hora de la tarde, cuando ya no hacía demasiado calor pero antes de que las sombras se alargaran tanto que los artistas tuvieran dificultades para ver. Luego se escuchaba una fanfarria, en parte desde las profundidades del bosque, y en parte, de manera más mágica, desde las ramas altas del árbol donde se había escondido un trompeta. Y un hombre aparentemente envuelto en llamas, el rostro pintado para representar a un pájaro, descendía por una cuerda, balanceándose a poca distancia de las cabezas de los espectadores y dejando atrás un rastro de humo, para después pasarse a otra cuerda y alejarse cada vez más, siempre entre balanceos, a lo largo del trozo de carretera ocupado por el público. Se oían sonidos de arpa y silbidos que procedían de él hasta que desaparecía en un árbol y no se le volvía a ver.

Luego comparecía el resto de los artistas, con ropas manchadas y hechas jirones pero llenas de colores, y durante la hora que seguía saltaban desde los árboles al aire vacío, y los brazos de otros, que parecían caer desde alturas todavía mayores, los atrapaban. Uno de ellos, cubierto de harina, caía sobre la cama elástica central y se alzaba de la nube de polvo que dejaba atrás. Otros caminaban por la cuerda floja tendida entre los árboles, transportando cubos llenos hasta el borde, fingían tropezar a mitad de camino, se quedaban colgando sólo de un brazo y derramaban el contenido del cubo sobre los espectadores. Unas veces se trataba de agua, otras veces eran hormigas. Cada vez que uno de los funámbulos caminaba por la cuerda floja, el tamborilero avisaba del peligro y de la dificultad, y el trompeta chillaba y reía con la multitud. A la larga, todos los que pasaban por la cuerda floja caían al suelo. Se hacían un ovillo al alcanzar el asfalto y al instante se ponían en pie. Eran los únicos, hasta que los espectadores también se ponían en pie. El espectáculo había terminado, a excepción de uno de los acróbatas, todavía allá arriba, todavía pidiendo ayuda, colgado de la cuerda por un pie.

Al principio sólo Pacipia cogía a Asuntha. Pero no era una cuestión de confianza. Procedía de la creencia de que si aquella mujer de su familia no la detenía mientras caía por el aire y la salvaba, daba lo mismo que perdiera la vida al estrellarse contra el suelo. La prueba más importante llegó cuando Asuntha estaba en una rama muy alta, Pacipia se apartó y le ordenó que se arrojara en brazos de otro acróbata. Sabedora de que el miedo iba a crecer si pensaba y retrasaba el salto, Asuntha se decidió al instante. A decir verdad, quien tenía que sujetarla apenas tuvo tiempo de adelantarse.

Así fue como la chica entró en el caparazón que la estaba esperando. Era ya parte integrante del circo de siete personas que recorría las provincias de la costa sur, vivía en una de las cuatro tiendas y recibía en todo momento las advertencias de Pacipia, que desconfiaba de los músicos adúlteros. Un día, a mitad de una actuación, mientras estaba en los árboles, Asuntha, al ver a su padre entre el público no demasiado numeroso, descendió hasta su nivel colgada de una sola mano, lo abrazó y ya no se apartó de su lado durante el resto del espectáculo. Niemeyer se quedó algunos días. Para ser sinceros, como no tenía nada que hacer, estaba demasiado impaciente para que Asuntha y Pacipia se sintieran tranquilas. Pronto se dio cuenta de que su hija se hallaba en el sitio más seguro posible. Tendría su propia vida en aquel circo, algo que no le sucedería si vivía con su padre.

Asuntha ni siquiera había pensado en marcharse con él. Y, a partir de entonces, en los diferentes encuentros entre padre e hija, era como si la persona adulta fuese ella, mientras él se hundía en las profundidades de una vida de delincuencia. Niemeyer la visitó en una ocasión cuando estaba en el paraíso artificial que le proporcionaba su adicción a las drogas y Asuntha se desentendió de él, limitándose a ver cómo se hacía amigo de Sunil, el acróbata que se presentaba con la cara pintada para asemejarse a un pájaro, cómo compartía risas con él y cómo trataba de cautivarlo con aquella voz suya tan peculiar.

Eran muchas las historias que se oían sobre Niemeyer durante los tres años en los que apenas lo vio: su padre se había convertido en un delincuente popular, casi querido. Encabezaba un grupo, algunos de cuyos componentes eran asesinos que frecuentaban el mundo de la política, que entraban y salían de él. Siguió usando aquel apellido extranjero como una insignia, o como un insulto contra la clase dirigente. Era una herencia ridícula la que se atribuía, tomada de algún posible y distante antepasado europeo, aunque posiblemente ni siquiera aquello era cierto, de manera que el apellido era motivo de burla, ante la insistencia del «heredero». Sólo de tarde en tarde deseaba Asuntha su presencia como consuelo. Tenía que enfrentarse por su cuenta a otros peligros. En su calidad de acróbata se había roto una vez la nariz, luego la muñeca en la que aún lucía el último regalo de su madre, fabricado con cuero y cuentas.

Más adelante, cumplidos ya los diecisiete años, y adquirida toda la habilidad y confianza que necesitaba, tuvo una caída grave. Estaban ensayando para representar un accidente fingido. La joven saltó desde una rama muy alta y golpeó con el pie el tronco del árbol para separarse, pero quien se suponía que tenía que recogerla no lo consiguió. Asuntha cayó a la carretera y un lado de su cabeza rebotó contra un mojón kilométrico. Cuando recobró el conocimiento no oía lo que Pacipia, con gesto preocupado, le estaba diciendo. La joven asintió con la cabeza y siguió asintiendo a pesar del dolor, decidida a fingir que entendía lo que le preguntaban. El miedo que antes no había sentido hizo acto de presencia. No pudo seguir colaborando con los otros seis acróbatas que se habían convertido en su familia. Un mes más tarde, todavía completamente sorda, desapareció del mundo que había elegido.

Cuando la compañía circense se dio cuenta de que Asuntha no regresaba, Pacipia envió en su busca a Sunil, que era quien la había atrapado aquella primera vez, cuando la niña de once años tuvo que confiar en alguien que no era su tía, y que también se había esforzado frenéticamente por detenerla en su última caída. Sunil desapareció en Colombo. Pacipia no volvió a saber de él.

Sunil estaba en la vista previa del juicio de Niemeyer cuando vio a Asuntha en la galería abarrotada del juzgado de Colombo. Al término de la sesión la siguió a distancia por una calle estrecha con pretiles inclinados hasta un callejón donde trabajaban los orfebres, Chekku Street, con aire de exuberante calle medieval. Asuntha siguió andando y luego, en algún lugar de Messenger Street, desapareció. Sunil se detuvo. Supo que aunque él no la viera, ella lo veía. Asuntha se daba cuenta enseguida de todo lo que sucedía a su alrededor y, dado que su miedo había vuelto, sin duda su capacidad de percepción se habría agudizado. Sunil, por otra parte, no sabía ya dónde estaba. Había vivido la mayor parte de su existencia en la provincia meridional de la isla; de hecho, no conocía la capital. Una mano poderosa lo agarró de un brazo. Asuntha le hizo entrar en una habitación del tamaño de una alfombra. Sunil no habló. Sabía que a ella la sordera le resultaba embarazosa. Se sentó y se quedó quieto.

La joven hablaba con dificultad: arrastraba las palabras. Parecía considerarse despreciable, creía desaparecido su talento. Sunil se quedó en la habitación toda la noche, sin perderla de vista, y a la mañana siguiente la llevó, como habían planeado, a la cárcel donde estaba encerrado su padre. Sunil esperó fuera cuando a ella le permitieron verlo.

Su padre se inclinó hacia adelante y le dio un nombre,
«Oronsay
».

—Sunil y otros estarán en el mismo buque, para cuidarme.

El transatlántico se dirigía a Inglaterra y aquel grupo le ayudaría a escapar. Luego casi introdujo el rostro entre los barrotes y siguió hablando con su hija.

Ya en el exterior de la cárcel, la joven vio la esbelta figura de Sunil esperándola. Se acercó a él, lo sujetó por la nuca y le habló al oído para decirle lo que creía que tenía que hacer, dado que su vida ya no era suya sino de su padre.

El Mediterráneo

Ramadhin se colocó en la sombra.

Cassius y yo estábamos agazapados en el bote salvavidas que colgaba en el aire. Y en la cubierta, por debajo de nosotros, Emily le susurraba algo al oído al artista llamado Sunil. Habíamos adivinado dónde podían estar y oíamos lo que decían, sus susurros ampliados dentro del caparazón del bote salvavidas. Todos los sonidos que producían llenaban nuestra oscuridad, mientras esperábamos allí, en aquel calor claustrofóbico.

—No, aquí no.

—Aquí —dijo él.

El frufrú de una tela.

—Entonces deja…

—Tu boca. Tan dulce —decía él.

—Sí. La leche.

—¿Leche?

—Comí alcachofas en la cena. Si comes alcachofas y después bebes leche, la leche sabe dulce… Incluso aunque sirvan vino, yo pido leche. Si he comido antes alcachofas.

No entendíamos de qué estaban hablando. Quizá utilizaban un código especial. Hubo un largo silencio. Luego una risa.

—Tengo que volver pronto… —dijo Sunil.

Fuera lo que fuese, no entendíamos lo que estaba ocurriendo. Cassius se inclinó hacia mí y susurró:

—¿Dónde está la alcachofa?

Oí que alguien encendía una cerilla y pronto empezamos a oler el humo del cigarrillo de Emily. Player’s Navy Cut.

De repente, como si fueran desconocidos, iniciaron una conversación mucho más cauta. Era desconcertante. El diálogo sobre alcachofas nos había dejado en un sitio distinto. Ahora se hablaba de horarios, de con qué frecuencia el vigilante nocturno patrullaba por la cubierta de paseo, las horas a las que el preso comía y cuándo lo sacaban a pasear.

—Hay algo que quiero que hagas —estaba diciendo Sunil, y luego pasaron a susurrar en voz muy baja.

—Pero ¿de verdad puede hacer una cosa así? —la voz de Emily sonó de pronto con gran nitidez en la oscuridad. Parecía asustada.

—Sabe cuándo sus guardianes estarán más distraídos, o cansados. Aunque todavía está débil a causa de la paliza.

—¿Qué paliza? ¿Cuándo ha sucedido eso?

—Después del ciclón.

Recordamos entonces cómo, poco antes de llegar a Adén, el preso no había dado algunos de sus paseos nocturnos.

—Deben de haber sospechado algo.

¿Sospechado qué
?

Era como si Cassius y yo oyésemos cada uno los pensamientos del otro en la oscuridad, la lenta maquinaria de nuestros jóvenes cerebros tratando de asimilar aquella repentina información.

—Tienes que asegurarte de que viene a reunirse aquí contigo. Dinos cuándo. Estaremos preparados.

Emily guardó silencio.

—Le interesas muchísimo —rió después de decir aquello—. Bastará con que no lo rechaces.

Creí oír a Sunil mencionar el apellido Daniels, pero luego empezó a hablar de alguien llamado Perera y poco después apenas era ya capaz de mantener los ojos abiertos. Cuando se marcharon, quería quedarme a dormir allí mismo, pero Cassius me zarandeó y nos bajamos del bote salvavidas.

El señor Giggs

Durante la primera parte del viaje, los pasajeros habían dado poca importancia a la presencia de un oficial inglés a bordo del
Oronsay
. Lo veíamos deambular solo por las cubiertas y luego subir a la estrecha terraza delante del puente, donde se sentaba en una silla de lona como si fuera el propietario del buque. Pero de manera gradual se llegó a saber que el señor Giggs era un oficial británico de alta graduación al que se había enviado a Ceilán y formaba pareja —según los rumores que circulaban— con una persona del Departamento de Investigación Criminal de Colombo que viajaba de incógnito. Los dos tenían el encargo de escoltar a Niemeyer, el preso, que iba a ser juzgado en Inglaterra. Se decía que el investigador de Colombo iba en clase turista. Pero no teníamos la menor idea de dónde dormía el oficial inglés. Se daba por sentado que en algún camarote de más categoría.

El señor Daniels anunció en nuestra mesa que se había visto al señor Giggs hablando muy enfadado con los carceleros algún tiempo después de que Niemeyer recibiera una paliza tremenda. Nadie sabía con seguridad si Giggs los acusaba de brutalidad o si estaba sencillamente indignado porque la noticia de la agresión había llegado a oídos del pasaje. O, con toda probabilidad, argumentó la señorita Lasqueti, a Giggs le preocupaba que el ataque pudiera proporcionar una salida, una posibilidad de escapatoria ante sus inminentes juicio y condena.

Del oficial inglés me fijé sobre todo en sus brazos, cubiertos de un vello rizado de color rojo anaranjado, que me resultaba muy desagradable. Vestía camisas muy bien planchadas, pantalones cortos y calcetines casi hasta la rodilla, pero aquel vello rojizo me resultaba perturbador y, cuando durante uno de los bailes del barco fue en busca de Emily y empezó a valsar con ella, me sentí ofendido de una manera casi paternal. Hasta el señor Daniels, pensé, sería mejor partido para mi preciosa prima.

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