Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
La sensación perduró hasta que salió del agua a un muelle en desuso y empezó el camino de regreso a casa, empapado y tiritando. Si hubiese sido Farl, habría aprovechado su información acerca de los que habían muerto esta noche en el salón, para hacer una redada en unas pocas casas que merecieran la pena y hacerse con riquezas que sus dueños ya no podían reclamar —y antes de que parientes u otros buitres de segunda fila supieran siquiera que faltaban— y desaparecer en la noche con total tranquilidad.
—Pero no soy Farl —dijo el joven en voz alta—. Ni siquiera soy un buen ladrón. En lo que sí soy bueno es corriendo.
Para demostrarlo, dejó atrás a un soldado que dobló en la esquina en ese momento, alabarda en mano, y que con un grito de sobresalto reconoció al joven que casi había atravesado en la escalera de la casa de Havilyn pocos minutos antes. La persecución los llevó a lo largo de una sinuosa y empinada calle flanqueada por los muros que cerraban los jardines de los potentados. Mientras corrían bajo las ramas de los árboles, una sombra oscura se agachó desde una de ellas y golpeó al soldado, fuerte y en plena cara, con un adoquín.
El hombre se desplomó con un ruido metálico, y Farl descendió ágilmente de la rama.
—¡Eladar! —llamó.
Elminster se volvió en lo alto de la cuesta y miró atrás. Su amigo estaba plantado en mitad de la calle, con los brazos en jarras y sacudiendo la cabeza.
—Por lo que veo, no puedo dejarte solo ni una noche —dijo Farl mientras Elminster regresaba, resoplando, calle abajo.
Cuando llegó junto a su amigo, éste se había agachado, con una rodilla plantada en el cuello del soldado, y lo registraba hábilmente en busca de bolsas de dinero, dagas, medallones y cualquier otro objeto de interés.
—Algo importante ha sucedido —comentó Farl sin alzar la vista—. Havilyn entró corriendo, falto de aliento, y le dijo algo a Fentarn. Nos ordenaron a todos salir de la casa, con los soldados detrás de nosotros para asegurarse de que nos quedábamos en la calle, mientras que todos ellos iban corriendo a otro lado. Corriendo, El, te lo aseguro. No sabía que ningún mercader rico y poderoso recordara cómo se corre...
—Me encontraba donde ocurrió ese algo importante —dijo Elminster sosegadamente—. Por eso me perseguía éste.
Farl alzó la vista hacia él, los ojos chispeantes.
—Cuenta, cuenta —fue todo cuanto dijo.
—Después —contestó Elminster—. Primero describiré a los muertos y, una vez que los hayas identificado, podemos hacer una visita a cualesquiera confiadas casas de incipiente duelo con probabilidades de tener el más abultado botín aguardando a que lo tomen.
Farl sonrió con ferocidad.
—Supón que hacemos eso exactamente, oh, príncipe de ladrones. —En su excitación y con el ajetreo de levantar el cuerpo del guardia, no vio que Elminster se ponía rígido al oír la palabra «príncipe».
—Nos estamos quedando sin sitio ahí —dijo Farl con satisfacción cuando se encontraron a una distancia segura de la tienda abandonada y clausurada con tablones en la que escondían su botín—. Ahora vayamos a alguna parte donde podamos hablar sin ser vistos.
—¿Qué tal al cementerio otra vez?
—Me parece bien... en cuanto nos hayamos asegurado de que está libre de amantes.
Así lo hicieron, y Elminster le relató a Farl lo ocurrido. Su amigo sacudió la cabeza cuando El le describió al Magíster.
—Creía que sólo era una leyenda —protestó.
—Pues no —dijo El sosegadamente—. Era aterrador, pero... ¡ah, que magnífica la forma en que hizo caso omiso de los mejores conjuros de los magos y la tranquilidad con que juzgó a cada uno y los ejecutó! ¡Qué poder! —Farl miró de soslayo a su amigo. Elminster contemplaba fijamente la luna, con ojos brillantes.
»Poseer ese gran poder algún día —musitó—, ¡y no tener que volver a huir de los soldados!
—Creía que odiabas a los hechiceros.
—Eh... sí, claro... al menos, a los señores de la magia. Pero sentí algo al ver lanzar los conjuros, que...
—Te fascina, ¿verdad? También lo he sentido yo. —Farl asintió en silencio a la luz de la luna—. Lo superarás después de que hayas intentado disparar una varita mágica o pronunciar un hechizo una y otra vez sin que ocurra nada. Aprendes a admirarlo de lejos y manteniéndote a una respetable distancia... o acabas muerto antes de lo que quisieras. Hechiceros... ¡Bah! Que los dioses los maldigan. —Bostezó—. Bueno, ha sido una noche de trabajo muy provechosa. Echemos un sueño al amparo de Selune o estaremos roncando en alguna parte cuando sea pleno día.
—¿Aquí?
—No. Dos de esos muertos, al menos, tienen criptas familiares aquí. ¿Y si sus sirvientes, enviados a limpiar las tumbas para el funeral, tienen miedo de caminar entre los muertos y piden una escolta de soldados? No, tenemos que encontrar un techo en otra parte.
Elminster tuvo una repentina idea que lo hizo sonreír.
—¿Qué tal en casa de Hannibur?
—Sus ronquidos despertarían a un muerto —comentó Farl, igualmente sonriente.
—Exactamente.
Los dos prorrumpieron en carcajadas y regresaron a buen paso por las oscuras callejas de la ciudad, evitando los grupos de soldados que marchaban sin rumbo fijo en la noche, buscando a un joven vestido con ropas de cuero oscuras, que corría, y a un viejo mago que se desplazaba por el aire, y, sin duda, esperando para sus adentros no encontrar a ninguno de los dos.
Cuando las primeras luces que anunciaban el alba se deslizaron sigilosamente río abajo hasta Hastarl, El y Farl se acomodaron en el tejado de la casa de Hannibur, extrañados por el silencio en el cuarto que tenían debajo.
—¿Qué ha pasado con sus ronquidos? —susurró El, y Farl expresó su propio desconcierto encogiéndose de hombros.
Entonces escucharon un ruidito abajo que indicaba que Hannibur había descorrido la mirilla de la puerta trasera. Los dos amigos se miraron y arquearon las cejas al mismo tiempo en un gesto interrogante; luego se inclinaron para asomarse al callejón, justo a tiempo de ver a Shandathe Llaerin, llamada «la Sombra» por el silencio con que podía moverse, y quizá la mujer más bella de toda Hastarl, acercarse con pasos ligeros por el callejón hasta la puerta trasera de la tienda de Hannibur. Luego la oyeron decir:
—Ya estoy aquí, cariño.
—Por fin —retumbó el panadero mientras entreabría la puerta cautelosamente—. Creí que no ibas a llegar nunca. Ven al lecho al que perteneces, ahora.
Elminster y Farl intercambiaron una mirada divertida y se estrecharon las manos con feroz regocijo. Después, desechada toda idea de dormir, se pusieron cómodos para escuchar lo que acontecía en la habitación de abajo.
No había pasado ni un minuto cuando los dos se habían quedado profundamente dormidos.
El ardiente sol despertó a los dos exhaustos y sucios ladrones a una hora avanzada de la mañana y, una vez que estuvieron despiertos, el aroma a panecillos y barras recién cocidos que subía del establecimiento de Hannibur los mantuvo despabilados.
Con los estómagos rugiéndoles, los dos ladrones se asomaron cautelosamente al dormitorio de abajo. Sólo alcanzaron a ver un codo de Shandathe, que dormía plácidamente mientras transcurría el día.
—Me parece injusto que ella duerma cuando nosotros no podemos —protestó Farl mientras se frotaba los ojos.
—Déjala dormir —contestó Elminster—. Se lo ha ganado, sin duda. Ven.
Se descolgaron con cuidado por los maltrechos alféizares y los travesaños de madera de la fachada posterior de la tienda de al lado y fueron a los baños de una pieza de plata, donde se encontraron con una fila de gente esperando.
—¿A qué viene este repentino apremio por la limpieza, mi buen señor? —preguntó Farl a un vendedor de salchichas que conocían de vista.
—¿No os habéis enterado? —preguntó a su vez el hombre, que los miraba con el entrecejo fruncido—. ¡El mago real y otra docena de magos fueron asesinados anoche! El cortejo fúnebre es al mediodía.
—¿Asesinados? ¿Y quién se las arregló para acabar con el mago real?
—Ah. —El vendedor de salchichas se acercó con actitud confidencial, fingiendo no ver a las ocho o nueve personas que salieron de la fila y se apelotonaron para escuchar—. ¡Algunos dicen que fue un mago a quien sacaron de su tumba, después de despertarlo de su largo sueño desde la caída de Netheril!
—¡Qué va! —intervino una mujer que estaba cerca—. Fue...
—Y otros —prosiguió el vendedor de salchichas, levantando la voz para tapar la de ella— dicen que fue un pobre desgraciado al que habían capturado y pensaban comerse
vivo
para algún asqueroso rito mágico, pero que, cuando se sentaron a la mesa, ¡se convirtió en dragón y los quemó a todos! Otros cuentan que fue un ojo observador, un desollador mental o algo mucho peor.
—Que no —insistió la mujer—. No es en absoluto lo...
—Pero en mi opinión —dijo el vendedor de salchichas, apartándola de un codazo y levantando la voz otra vez hasta el punto de que retumbó en la pared opuesta del callejón—, creo que la primera historia que me contaron es la verdadera: que fueron castigados por su crueldad por la propia Mystra en persona.
—¡Sí! ¡Exacto! ¡Os digo que eso fue lo que pasó! —La mujer estaba dando brincos por la excitación y su generoso trasero se agitaba como fardos en los muelles cuando hay tempestad—. El mago real pensó que tenía un conjuro que la pondría a sus pies como un perro y así podría utilizar sus poderes para destruir a todos los magos excepto a los nuestros y conquistar todos los países desde aquí al Gran Mar, más allá de Elembar. Pero estaba equivocado, y ella...
—¡Los transformó a todos en jabalíes, les metió espetones por los traseros y los tostó en la lumbre de la chimenea! —La jocosa voz pertenecía a un hombre que estaba cerca y que apestaba a pescado.
—¡No! Me han contado que les arrancó la cabeza a todos... ¡y se las comió! —comentó una vieja con tono orgulloso, como si el rey Belaur en persona se lo hubiera dicho.
—Bah, vete a paseo. ¿Para qué iba a hacer algo así? —El hombre que estaba a su lado le pisó un pie, con fuerza.
La vieja pegó un brinco de dolor y agitó un índice bajo la nariz del individuo.
—¡Espera y verás, listillo! ¡Espera y verás! Cuando pase el cortejo, si les han puesto máscaras de madera en las cabezas o se las han cubierto con las mortajas, entonces tendré razón. ¡Hay ciertas personas en Hastarl que pueden decirte que Berdeece Hettir nunca se equivoca! ¡Espera y verás!
Farl y Elminster habían estado intercambiando miradas divertidas, pero ante este último comentario Farl sonrió y dijo, sin apenas abrir los labios y cambiando la voz para que sonara ronca y lejana:
—Supongo que no te atreverías a hacer una apuesta, ¿eh?
Un instante después, en el callejón reinaba un tremendo alboroto donde las buenas gentes de Hastarl, con los rostros congestionados, gritaban y levantaban los dedos para indicar sus apuestas.
—¡Un momento, esperad un momento! —pidió Elminster, y se hizo un repentino silencio: Eladar el Oscuro
nunca
hablaba—. Siempre me aflige veros apostar —dijo mientras miraba seriamente a su alrededor—, porque después todo son discusiones y gente furiosa con los que no pagan. Así que si queréis apostar, y sabéis que no soy de los que tiran su dinero de esa manera, apuntaré vuestras apuestas y así todo podrá liquidarse correctamente, después.
Hubo mucha charla, y luego un reconocimiento general de que era una buena idea. Elminster arrancó la manga de la andrajosa camisa que llevaba puesta, obtuvo un poco de tinta de un escriba callejero a cambio de una pluma que había robado por una ventana unos cuantos días antes y que todavía llevaba metida en una bota, y se puso a trabajar, garabateando números con una aguja despuntada.
Con las prisas, ninguno de los presentes reparó en que Farl aceptaba varios de los envites más fuertes, apostando siempre a favor de que los magos estaban descabezados. Elminster avanzó a lo largo de la fila hasta el principio, se metió en el edificio para continuar anotando apuestas, colgó la manga repleta de apuntes en una clavija alta, y se zambulló de cabeza y completamente vestido en la tina que ahora servía de bañera y que anteriormente se utilizaba para pisar uvas. El agua estaba ya turbia por la suciedad, y Elminster salió tan rápidamente como había entrado en ella, perseguido por el enfurecido propietario. Corrieron alrededor de la aguatocha de aclarado mientras Farl hacía funcionar la palanca, empapándolos a los dos con un agua bastante más limpia, y entonces Elminster puso cuatro monedas de plata en la mano del hombre, saltó para recoger la manga de las apuestas y salió corriendo al callejón otra vez, seguido de Farl.
—¡Que los dioses os maldigan! ¡Hoy cuesta una pieza de oro por cabeza! —chilló el hombre a sus espaldas.
Elminster giró sobre sí mismo, asqueado, y arrojó un puñado de monedas de plata hacia el dueño de los baños.
—Es más ladrón que nosotros dos juntos —rezongó a Farl mientras se dirigían hacia un buen sitio donde esconder la manga. Resultaba muy apropiado que la gente de Hastarl estuviera dispuesta a pagar buen oro para ver pasar por última vez al mago real, además de un puñado de señores de la magia, y deshacerse de ellos para siempre.
—O hacer apuestas —se mostró de acuerdo Farl.
La noticia de lo ocurrido se había difundido por toda la ciudad; la gente no hablaba de otra cosa a su alrededor mientras caminaban, y había un aire de fiesta por las calles. Elminster sacudió la cabeza ante las risas sin tapujos, incluso entre las patrullas de soldados.
—Pues claro que están contentos —explicó Farl a su perplejo compañero—. No todas las noches un atento y joven ladrón, aunque éste prefiera otorgar todo el mérito a un misterioso mago que tan convenientemente se materializó en el aire y que tan amablemente volvió a desaparecer en él, acaba con el hombre más temido y más odiado de todo Athalantar y con muchos de sus colegas, por no mencionar un puñado de hombres a los que los tenderos de esta ciudad deben un montón de dinero. ¿No lo estarías tú en su lugar?
—No se les ha ocurrido pensar que algún otro cruel señor de la magia se adelantará para proclamarse a sí mismo mago real y los hará sentirse aún más atemorizados que antes —replicó Elminster con tono lúgubre.
Las amplias avenidas por las que pasaría el cortejo fúnebre ya empezaban a llenarse; las personas que poseían atavíos (y servicios de baño propios en los que asearse para lucirlos) llegaban para coger los mejores sitios, sin pensar en la riada de vecinos, menos amables y más pobres, que pronto vendrían empujando para situarse en los lugares estratégicos, sin reparar en quienes pensaban que ya eran suyos. En la mayoría de las procesiones de este tipo, un buen número de personas acababan aplastadas bajo las ruedas de los carros al salir lanzadas de un empellón hacia adelante por la multitud vociferante que no cesaba de empujar.