Elminster. La Forja de un Mago (18 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
10.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se produjo un estallido luminoso y un retumbo. Elminster se zambulló de cabeza como si en ello le fuera la vida cuando el conjuro de Gavilán redujo la mitad del balcón a un montón de ruinas de paneles y piedra hechos añicos. Desesperadamente, el joven ladrón se arrastró sobre un suelo que se desmoronaba en pedazos detrás y debajo de él.

Con una sacudida, seguida de un ensordecedor estruendo, la mayor parte de las baldosas del destrozado piso del balcón se desplomaron sobre el suelo de piedra del salón de banquetes, en medio de una nube de polvo. Los cascotes se quedaron apilados en un montón alrededor de una solitaria columna ladeada que había sostenido ese extremo del balcón un momento antes. Despatarrado en los restos de la balconada, Elminster volvió la cabeza, presuroso, y vio al Magíster de pie en el aire, despreocupadamente, en medio de un círculo de indefensos y asustados hombres que flotaban a su alrededor.

—¿Eso es lo mejor que sabes hacer, Gavilán? —El anciano sacudió la cabeza—. Ni siquiera debiste abrigar la idea de que algún día serías lo bastante poderoso para desafiarme, con unos conocimientos mágicos tan débiles... y un cerebro tan obtuso para ejecutarlos. —Suspiró.

Elminster vio que la cadena de cristal se había enroscado en torno al cuello de uno de los hombres que flotaban. La cabeza del individuo se volvió, obligada por una lenta, terrible e invisible fuerza hasta quedar colgada, sin poderlo evitar, mirando los ojos del anciano.

—Así que eres un señor de la magia, Maulygh... de amplio servicio, según veo, y te consideras demasiado astuto para mostrarte abiertamente ambicioso. Sin embargo, tu deseo es gobernarlos a todos, y esperas cualquier oportunidad para acabar con estos otros y apoderarte del trono. Además, tienes planes; tu reinado no sería agradable.

El Magíster hizo un ademán de rechazo, y los eslabones de cristal que rodeaban el cuello del hechicero estallaron en brillantes fragmentos. El cuerpo decapitado de Maulygh sufrió una sacudida y luego colgó fláccido y goteando sangre. La cadena acortada se deslizó en torno al siguiente hombre.

—Así que sólo un mercader, ¿eh? Othyl Naerimmin, alcahuete, contrabandista y comerciante de perfumes y cerveza. —La voz temblorosa casi parecía esperanzada, pero cuando sonó de nuevo tenía un tono de decepción, bajo y amargo—. Organizas envenenamientos.

La punta de la cadena volvió a estallar, dejando tras de sí otro cadáver colgante.

Alguien chilló de terror, ahogando casi los frenéticos murmullos de varios hechizos en ejecución. El Magíster hizo caso omiso de todo ello y observó cómo la cadena trazaba su mortífero y sinuoso avance en el aire. Un hombre —un orondo mercader que jadeaba y miraba con ojos desorbitados por el terror— fue pasado por alto y salvó la vida. Descendió al suelo, flotando suavemente, y cayó cuando la magia lo liberó; de inmediato, se incorporó atropelladamente, lloriqueando, y salió corriendo del salón.

El siguiente hombre era otro mago que se mostró desafiante y fue a la muerte bramando con ira. Cuando estuvo decapitado, unas pulsaciones de resplandor púrpura llamearon alrededor de su cuerpo. El Magíster las observó atentamente.

—Una interesante red de fuerzas mágicas, ¿no te parece, Gavilán?

El mago real barbotó una palabra que levantó ecos en el salón, y de pronto hubo un estallido de fuego. Elminster se agazapó en el rincón y se cubrió la cara al sentir una súbita oleada de calor. Enseguida pasó y, en medio de los crujidos de piedra enfriándose y la turbulenta ráfaga de aire, se oyó el suspiro del anciano.

—Bolas de fuego... Siempre lo mismo. ¿Es que vosotros, los jóvenes, no sabéis conjurar nada más?

El Magíster seguía erguido en el aire, indemne, observando cómo la cadena —ahora mucho más corta, su superficie resquebrajada y ennegrecida por el fuego— serpenteaba hacia el siguiente hombre, que resultó estar muerto ya, de miedo o por algún conjuro propio mal ejecutado o por algún fragmento de cristal extraviado, así que la cadena reanudó su avance.

Estalló dos veces más y después otro mercader salvó la vida. Huyó sin dejar de sollozar, dejando sólo al mago real de Athalantar, colgando vivo frente al Magíster. Gavilán miró a derecha e izquierda, a los cuerpos decapitados que flotaban a su alrededor, y lanzó un gruñido de terror.

—He de confesar que matarte me proporcionará una gran satisfacción —declaró el anciano—. Sin embargo, me complacería aún más que renunciaras a todas tus pretensiones sobre este reino, aquí y ahora, y aceptaras servir a Mystra bajo mi dirección.

Gavilán barbotó una maldición y, con manos temblorosas, intentó ejecutar un último conjuro. El Magíster escuchó cortésmente y después sacudió la cabeza, haciendo caso omiso de la tenebrosa bestia provista de garras que apareció en el aire ante él.

Las crueles zarpas pasaron a través del anciano y después se disiparon mientras los últimos eslabones de la Cadena del Sometimiento estallaban. La sangre salpicó el suelo de piedra, allá abajo.

Dejando los cadáveres colgando en una formación horripilante, el Magíster se volvió para mirar al joven agazapado en la única esquina que quedaba del balcón. En sus ojos había un brillo peligroso cuando se encontraron con la mirada despavorida de Elminster.

—¿Eres un mago, chico, o un sirviente de esta casa?

—Ni lo uno ni lo otro. —Apartando los ojos con gran esfuerzo, Elminster saltó del balcón y fue a aterrizar en las losas salpicadas de sangre.

El anciano estrechó los ojos y levantó un dedo. Un muro de llamas brotó en círculo alrededor del ladrón, que giró sobre sí mismo velozmente, con el fragmento afilado de una vieja espada de combate en su mano. El miedo dio coraje a Elminster, y su voz sonó temblorosa por ambas sensaciones cuando se enfrentó al viejo que se cernía en el aire por encima de él.

—¿Acaso no ves que no soy un maldito brujo? ¿Es que no eres mejor que estos crueles magos que rigen Athalantar? —Agitó la corta cuchilla frente a las rugientes llamas que lo rodeaban—. ¿O es que todos los que dominan la magia están tan envilecidos por su poder que se vuelven tiranos que disfrutan mutilando, destruyendo y sembrando el terror entre la buena gente?

—¿No estabas con éstos? —preguntó el Magíster extendiendo la mano para señalar los cuerpos que colgaban, silenciosos, a su alrededor.

—¿Con ellos? —escupió Elminster—. ¡Los combato siempre que me es posible, en la medida de mis fuerzas, y espero acabar con todos ellos algún día para que los hombres puedan vivir libres y felices en Athalantar otra vez! —Su rostro se puso tenso con una súbita idea—. Mis palabras parecen más las de un juglar, ¿no? —añadió, ya más tranquilo.

El Magíster lo contemplaba pensativamente.

—Esa forma de pensar no está mal —dijo con voz queda—, si sobrevives a los peligros de expresarla en voz alta. —Una inesperada sonrisa le iluminó el semblante, y Elminster se sorprendió correspondiendo con otra.

Invisibles para los dos, un par de ojos aparecieron en un extremo del salón en medio de puntos de luz arremolinados, en las titilantes llamas que lamían los despojos de la destrozada mesa de banquetes. Observaron al muchacho y al mago flotante con expresión pensativa.

—¿De verdad puedes ver todo lo que esos hombres son y piensan? —preguntó Elminster torpemente, de buenas a primeras.

—No —fue la escueta respuesta del Magíster. Sus viejos ojos castaños se prendieron en los resueltos azulgrisáceos mientras hacía que el chisporroteante muro de fuego se extinguiera por completo.

Elminster apartó los ojos un instante para ver qué había ocurrido, pero no hizo intención de huir. Plantado en el suelo manchado de sangre y alfombrado de escombros, levantó la vista y sostuvo la mirada del viejo mago con firmeza.

—¿Vas a hacerme volar en pedazos o me dejas marchar?

—No siento el menor interés en matar gente buena y honrada, y apenas me preocupan los asuntos de quienes no tienen magia. Veo que posees visión de mago, muchacho... ¿Por qué no pruebas con la hechicería?

Elminster le lanzó una mirada sombría.

—Esas cosas no me interesan ni tampoco convertirme en la clase de hombre que maneja la magia —respondió con tono despectivo—. Cada vez que miro a los magos, veo serpientes que utilizan sus conjuros para hacer que la gente los tema, como un látigo con el que obligar a otros a obedecer. Veo hombres crueles, arrogantes, que pueden tomar una vida o... —sus ojos recorrieron con una dura mirada la destrucción que lo rodeaba; otros ojos vigilantes se metieron tras las llamas para evitar ser descubiertos— destruir un salón en un visto y no visto, a quienes no les importa lo que hacen, siempre y cuando sus deseos se vean satisfechos. Exclúyeme de las filas de hechiceros, señor.

Entonces, con la vista levantada hacia el apacible semblante del anciano, Elminster sintió un súbito temor. Sus palabras habían sido desabridas, y el Magíster era un mago como cualquier otro. En los apacibles y viejos ojos, sin embargo, parecía haber... ¿aprobación?

—Aquellos a quienes no les gusta poseer el poder de la magia resultan ser los mejores hechiceros —respondió el Magíster. De repente, sus ojos parecieron profundizar en el alma de Elminster, buscando, hurgando, y en su voz volvió a sonar la tristeza cuando añadió—: Y aquellos que viven del robo al final casi siempre acaban quitándose su propia vida.

—No robo por gusto —replicó Elminster—. Lo hago para poder comer... y para perjudicar a los señores de la magia donde y cuando puedo.

—Y por eso deberías prestar atención —dijo el Magíster mientras asentía con la cabeza—. De lo contrario, yo no habría malgastado saliva.

Elminster lo miró pensativamente; de pronto, se puso tenso al oír el estruendo de botas corriendo y retumbando, cada vez más cerca, en los pasillos aledaños al salón. Ese sonido sólo podía significar una cosa: soldados de Athalantar.

—¡Ponte a salvo! —exclamó sin pararse a pensar cuán ridícula era semejante advertencia para el archimago más poderoso del mundo entero, y corrió hacia el pasaje más próximo donde no retumbaban las pisadas.

Todavía se encontraba a tres zancadas de distancia de él cuando unos hombres con alabardas y ballestas irrumpieron en la estancia, pero el jadeante mercader que los acompañaba señaló hacia arriba con el dedo, al mago suspendido en el aire.

—¡Allí! —gritó.

Para cuando la andanada de saetas y las llamas conjuradas precipitadamente atravesaron el aire, repentinamente vacío, tanto el muchacho que corría como los ojos escondidos tras las lenguas de fuego que lamían los despojos de la otrora magnífica mesa habían desaparecido. Un instante después, los cuerpos flotantes cayeron bruscamente y se estrellaron contra el suelo de piedra con golpes sordos que hicieron un desagradable ruido de chapoteo. Los soldados, demudados, retrocedieron al tiempo que suplicaban a Tempus en voz alta que los defendiera y a Tyche que los ayudara.

Elminster salió de la cocina por una de las puertas y se encontró en el callejón sin salida de las despensas; regresó a todo correr a la cocina y ya se dirigía a otra puerta más pequeña, al tiempo que alzaba su propia plegaria a Tyche para que al otro lado no hubiera otra alacena, cuando oyó la enfurecida voz de Havilyn gritando:

—¡Encontrad a ese muchacho! ¡No pertenece a mi servicio!

Maldiciendo en voz alta, Elminster abrió la puerta de un tirón. Sí, éste era el camino por el que los aterrorizados cocineros habían huido. Subió los peldaños de dos en dos hasta que, en un recodo de la escalera, varias alabardas chocaron delante de él, haciendo saltar chispas. Unos soldados intentaron, encorajinados, soltarlas de la barandilla de la escalera y las giraron con trabajo a fin de lanzarlas hacia abajo; pero El ya había visto a otro soldado que corría por el pasillo de más arriba con una ballesta amartillada en las manos. Desanduvo el tramo de escalones de un solo salto y aterrizó con un fuerte golpe en las posaderas; acto seguido se zambulló de lado, hacia un nicho maloliente.

Un segundo después, la saeta de una ballesta rebotaba en la pared cercana y caía, repicando, a la cocina. La siguió una segunda saeta que se hundió profundamente en la garganta del soldado que iba a la cabeza, corriendo escaleras arriba.

Elminster no perdió tiempo en ver cómo caía el hombre al tiempo que exhalaba un gorgoteo; estaba muy ocupado buscando en el oscuro nicho la puerta de la trascocina. ¡Ahí estaba! La abrió de un tirón y se escabulló a través de una habitación silenciosa, entre un laberinto de tableros inclinados donde se desangraba la carne y de cubos donde se echaban desperdicios, esperando que la casa fuera lo bastante antigua para que tuviera... ¡Sí!

Elminster agarró la anilla del tirador y levantó la trampilla del pozo de desechos. Pudo oír el estruendo de la fuerte corriente del río en la oscuridad, allí abajo, mientras se deslizaba hacia sus aguas con los pies por delante.

La zambullida era desde más altura de lo que había imaginado, y el agua estaba entumecedoramente fría. Los talones de Elminster tocaron un fondo cenagoso durante un momento, y el joven se retorció hacia un lado para emerger a un costado de la trampilla de encima.

Intentando no hacer caso de los invisibles pegotes babosos que flotaban en el agua a su alrededor, salió a la superficie jadeando, a tiempo de oír el choque de una saeta disparada desde la trampilla, en algún punto por encima y detrás de él, seguido de un grito:

—¡Las alcantarillas! ¡Está ahí abajo!

Elminster nadó a favor de la fuerte corriente, procurando no hacer ruido. No podía confiarse pensando que los ansiosos soldados no se zambullirían tras él ni descolgarían antorchas y probarían su puntería con las ballestas a lo largo del túnel fluvial. El frío del agua se le fue metiendo en los huesos mientras lo transportaba al otro lado de un recodo y al exterior.

Le pareció que era la primera oportunidad que tenía desde hacía largo rato de poner en orden sus ideas. El mago real y al menos otros tres señores de la magia habían sido barridos en la misma noche, pero Elminster no había intervenido en su muerte. Ni siquiera había sacado un bocado de la cena o una pequeña moneda de la casa en compensación por sus esfuerzos.

—Elminster, da gracias a Tyche —murmuró en la oscuridad de la corriente. Se las había arreglado para conservar la cabeza en aquella estancia de muerte; suponía que eso ya era algo... algo que ni siquiera hechiceros poderosos habían logrado hacer. La prudencia contuvo el grito de júbilo que pugnaba por escapar de su garganta, pero le levantó el ánimo al tiempo que la corriente lo sacaba de la oscuridad a la azul penumbra de las luces de lámparas en la noche, debajo de los muelles. Volvió la cabeza para alzar la vista hacia las oscuras torres de Athalantar y les dedicó una sonrisa desafiante.

Other books

Rose of rapture by Brandewyne, Rebecca
Dream Dark by Kami Garcia
A Little Yuletide Murder by Jessica Fletcher
The Skin by Curzio Malaparte
Dover Beach by Richard Bowker
Dead Floating Lovers by Elizabeth Kane Buzzelli