Elminster. La Forja de un Mago (42 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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—Haré todo lo posible para que estés a salvo aquí —dijo. Luego añadió torpemente—: Si hay algo que yo... o mis hombres... podamos hacer... Eh... aunque no nos atreveremos a hacerles frente, con su magia y todo lo demás...

—Me has dado cobijo y me has tratado de manera amistosa, y eso es más que suficiente —afirmó sonriente—. Es cuanto necesitamos casi todos en Athalantar... y no tenemos.

El hombre le sonrió de repente, tan satisfecho y orgulloso como si lo hubiera nombrado caballero. Se movió nervioso, plantando el peso ora en un pie ora en otro.

—Vuelvo enseguida, señora —dijo, vacilante.

—¡No le digas a nadie que estoy aquí! —instó Elmara en un susurro urgente.

El granjero asintió con un vigoroso cabeceo y salió. Al poco rato regresó con un tazón de leche fresca, un trozo de pan y una loncha de queso.

—¿Te ha visto alguien? —preguntó Elmara, que apoyaba la barbilla en el borde del pajar.

El granjero sacudió la cabeza.

—¿Crees que quiero tener soldados y magos poniendo mi granja patas arriba, quemando lo que no pueden romper y valiéndose de la magia para hacerme hablar? ¡Puedes estar tranquila, muchacha!

Elmara le dio las gracias. El hombre no vio su mano relucir con fuego reavivado debajo de la capa y volver a apagarse y adoptar su aspecto normal.

—Que los dioses te guarden esta noche —le deseó con voz ronca, conmovida.

El hombre volvió a apoyarse en un pie y en otro alternativamente, hizo una pequeña inclinación con cierto empacho y contestó:

—Y a ti también, muchacha. A ti también. —Levantó la mano en el saludo acostumbrado entre los hombres del campo y salió presuroso.

Cuando se hubo ido, Elmara se arrebujó en la capa y miró a través de la ventana del pajar, con los ojos muy brillantes. Contempló la luna mientras ascendía en el firmamento y pensó acerca de muchas cosas.

Por si acaso, antes de amanecer se había marchado de allí.

Su camino hacia el oeste había sido rápido, ya que procuró poner tierra por medio en caso de que hubiera algún informe sobre ella. En Torel Lejano apenas si quedaban tropas, pues los soldados regresaban a puestos más seguros en el sur. Al parecer los planes de los señores de la magia de derramar sangre elfa habían sido cancelados... por ahora, al menos. Esta noticia fue una gran satisfacción para Elmara mientras caminaba sin descanso, ganándose ampollas que se curaba cuando ya no podía aguantarlas más.

Viajaba al amanecer y al anochecer principalmente, a campo traviesa. Cuando giró al norte, hacia Heldon, encontró su camino interceptado por varios campamentos de soldados, y un grupo de aprendices de mago que se entrenaban bajo la atenta supervisión de unos cuantos señores de la magia. Con un suspiro de cansancio, decidió ir hacia el oeste, por el valle Embrujado, e intentar llegar al bosque Elevado por aquella dirección. Nunca se le había pasado por la imaginación que luchar contra los señores de la magia supusiera tener que caminar tanto...

Era ya tarde cuando un día tuvo que luchar de nuevo. Subía penosamente una colina, cuando vio una brecha reciente, pisoteada, en la cerca de una granja, y, frunciendo el ceño, pasó por ella. El campo estaba desierto, pero la cumbre de la colina en el campo siguiente estaba abarrotada. Un gran grupo de soldados athalantes formaba un amplio círculo en torno a una solitaria figura —una mujer vestida con túnica— a la que disparaban con sus ballestas.

Un granjero se encontraba de pie en la puerta del cercado, apoyado en un sólido bastón, donde se unían los dos campos. Los labios le temblaban de rabia mientras observaba la escena, y los ojos le echaban chispas. Volvió la cabeza como un león enfurecido cuando Elmara llegó junto a él, y extendió el bastón para cortarle el paso.

—No sigas, muchacha —advirtió—. Esos perros han salido buscando sangre, y matarán a quien sea sin importarles ni poco ni mucho. No se habrían atrevido cuando era más joven, pero los dioses y el paso de los años me han arrebatado todo salvo una lengua mordaz y esta granja...

La mujer de la colina sabía magia; las saetas de las ballestas salían desviadas al rebotar en escudos invisibles, y también estaba conjurando pequeñas bolas de fuego y arrojándolas para consumir algunos de los dardos disparados contra ella. Sus hombros se doblaban por el cansancio, y cuando se apartó de la cara un mechón del enredado y largo cabello se notó fatiga en el gesto. Los soldados estaban agotándola rápidamente.

Elmara dio unas palmaditas en el brazo del viejo, pasó alrededor del bastón interpuesto en su camino y echó a andar a paso vivo por el campo, encaminándose hacia el círculo de soldados. Mientras se aproximaba, una saeta se clavó en el hombro de la hechicera. La mujer se tambaleó y después cayó de rodillas al tiempo que soltaba un sollozo y se llevaba la mano a la oscura mancha que se iba extendiendo en torno al astil de la saeta.

—Cogedla —ordenó el señor de la guerra, que estaba fuera del círculo, haciendo un gesto imperioso con la mano enfundada en un guantelete.

Los soldados se adelantaron presurosos, pero la hechicera mascullaba algo y gesticulaba con una mano ensangrentada. Los soldados que se acercaban a ella frenaron la carrera, y uno de ellos se derrumbó, desmadejado, sobre la hierba pisoteada, seguido por otro, y luego por un tercero, y un cuarto.

—¡Atrás! —bramó el señor de la guerra—. ¡Atrás, antes de que os haya dormido a todos! —Cuando los soldados se encontraron de nuevo retirados y formando un irregular círculo, tras dejar atrás a muchos de sus compañeros tirados en el suelo, despatarrados, el comandante los miró ferozmente y gruñó—: Disparadle, pues. ¡Ballestas preparadas!

La hechicera, arrodillada, observaba impotente, con ojos borrosos, cómo las ballestas eran amartilladas y cargadas a su alrededor.

Elmara se sentó en el embarrado suelo y pronunció una de las plegarias más poderosas que sabía, calculando el momento con cuidado.

—¡Ya!

A la orden del señor de la guerra, los soldados dispararon los dardos y Elmara se inclinó hacia adelante con ojos ardientes, para observar la ejecución de su conjuro. De repente, el señor de la guerra se encontró en medio del círculo, y la hechicera apareció tirada en el suelo, donde había estado él, fuera del cerco. Una veintena de saetas alcanzaron el blanco con golpes sordos. No pocas atravesaron la opulenta armadura o encontraron la zona del rostro que la visera del yelmo levantada no cubría. El señor de la guerra se tambaleó, bramó, traspasado por muchos dardos, levantó una mano... y después se desplomó lentamente de bruces y se quedó inmóvil.

Los soldados todavía miraban boquiabiertos el cuerpo de su comandante cuando la segunda plegaria de Elmara, pronunciada precipitadamente, surtió efecto. Por todo el campo, las armaduras brillaron rojo oscuro, y los hombres empezaron a gemir, retorcerse y gritar, brincando con frenesí y tirando de las armaduras.

El calor se hizo más intenso, más brillante. Los hombres aullaban ahora. El hedor a carne quemada y cabello chamuscado se sumó al tufo metálico, mientras los soldados se despojaban de sus armaduras y las arrojaban en todas direcciones desesperadamente, chillando y rodando desnudos sobre el campo.

Elmara se volvió y regresó junto al granjero. El viejo se encogió al verla acercarse, aferrando con fuerza el bastón contra su pecho como un arma defensiva, pero aguantó el tipo.

—Ahora podrías ocuparte de ellos —dijo la joven con calma; echó un vistazo atrás, a los hombres que chillaban y se retorcían, y añadió—: Me temo que he estropeado bastante de lo que tenías plantado.

Cerró una mano en el aire y cuando la volvió a abrir tenía un puñado de gemas que soltó en la palma del atónito viejo. Luego lo abrazó y, acercándose a la velluda oreja, musitó:

—Pareces un buen hombre. Intenta seguir con vida; necesitaré de tu servicio cuando esta tierra sea mía.

Luego se apartó y echó a andar. Darrigo Torretrompeta se quedó de pie, con las gemas reluciendo en su mano como tantas lágrimas derramadas, y siguiéndola con la mirada.

La delgada mujer de ajada capa cruzaba el campo a grandes zancadas, dirigiéndose hacia el oeste. La ensangrentada hechicera flotaba en el aire, detrás de ella, como si la remolcaran en algún lecho invisible, ingrávido.

Sólo un soldado se movió para detenerla; amartilló su ballesta, la cargó y se la apoyó en el hombro. Sintió la mano que le quitó de un golpe la ballesta, pero no llegó a sentir el sólido bastón que lo hizo dar con sus huesos en el suelo, ni ninguna otra cosa. La saeta salió disparada hacia el sol, y nadie vio si llegó a él o no.

Darrigo Torretrompeta se erguía junto al soldado muerto con una mirada feroz en los ojos.

—Por fin puedo sentirme orgulloso de algo antes de morir —gruñó—. ¡Vamos pues, lobos! ¡Venid y acabad con un viejo y decíos a vosotros mismos qué grandes héroes sois!

Éste era el momento de utilizar una plegaria que siempre había querido probar, pero que nunca había encontrado la ocasión indicada para hacerlo. Los dictados de Mystra era muy estrictos: sus sacerdotisas nunca podían invocarla para su propio provecho; y Braer le había advertido lo escasos que serían los recursos que le facilitaría para sus invocaciones. Pero sentía que ahora era el momento indicado.

Elmara no solía utilizar la letanía para restañar sangre, así que tuvo que tomarse su tiempo para rogar a la diosa para que se lo concediera. La noche había caído sobre el valle Embrujado cuando Elmara tomó a la hechicera en sus brazos y pronunció las palabras de la última plegaria que le quedaba, la que las transportaría al único refugio cubierto que recordaba: la cueva al pie del prado alto, desde donde se divisaba el destruido Heldon.

Cuando las colinas bañadas en luz de luna se desvanecieron y una oscuridad familiar y con olor a tierra la rodeó, Elmara sonrió débilmente. Nunca había oído hablar de una señora de la magia ni era lógico que los soldados se volvieran contra una. Si esta hechicera vivía, podía ser la maestra y aliada que necesitaba en su lucha por liberar Athalantar.

—Sola no puedo derrotar a los señores de la magia —musitó, admitiéndolo por fin—. ¡Los dioses saben que casi fui incapaz de enfrentarme a una espada encantada como es debido!

Mucho más tarde, Elmara suspiró con desánimo. La hechicera no había vuelto en sí, y su carne recientemente sanada ardía de fiebre bajo los dedos de El. ¿Habría estado emponzoñada la saeta de la ballesta? Los rezos de Elmara habían hecho desaparecer aquel dardo, detenido la hemorragia y cerrado la herida del hombro, pero, a decir verdad, sabía muy pocos encantamientos curativos; las plegarias que Mystra concedía a sus fieles incluían muchas barreras y conjuros que hacían pedazos al enemigo y que arrojaban cosas, pero no era pródiga en sortilegios que sanaban y restablecían.

Todavía inconsciente, la mujer yacía en un lecho de capas y ropas. Su carne febril estaba empapada de sudor y, de vez en cuando, murmuraba cosas que El no alcanzaba a entender, y se agitaba débilmente sobre las empapadas capas. Su piel —incluso en los labios— estaba lívida.

Todos los esfuerzos de Elmara por recurrir a su voluntad e insuflar su fuerza curativa en el cuerpo de la hechicera resultaron un completo fracaso. Elmara era capaz de convertir plegarias de conjuros memorizados en energía curativa para sí misma, pero Mystra no le había dado los medios de ayudar a nadie más.

La hechicera estaba muriéndose. Quizá durara hasta el amanecer o un poco más, pero... tal vez no. Elmara ni siquiera sabía su nombre. El cuerpo de la mujer se agitó, inquieto, otra vez, mojado con una película de sudor que volvía a aparecer nada más enjugarla Elmara.

La joven contempló fijamente a la mujer que había rescatado, y se limpió el sudor de su propia frente. Tenía que hacer algo más o al llegar el nuevo día estaría compartiendo la cueva con un cadáver. Con una repentina resolución, cogió la bolsa de la mujer, que contenía un buen puñado de monedas, y abandonó la cueva, en cuya boca lanzó un conjuro de protección contra los lobos.

Al sur de Heldon había habido un santuario de Chauntea, Madre de Granjas y Campos. Quizá con dinero suficiente podía persuadirse al clérigo que cuidaba sus cultivos para que viniera desde allí a hacer una curación. Sería demasiado esperar que mantuviera la boca cerrada respecto a la cueva y a las dos mujeres; pasara lo que pasara, tendría que encontrar otro refugio.

Elmara suspiró con gesto taciturno y empezó a caminar prado abajo, apresurándose todo lo que la prudencia le permitía en la oscuridad de la noche. La memoria de unos tiempos en los que había jugado por aquí a menudo hizo que sus pies encontraran fácilmente huecos entre los árboles. ¿Cuánto tiempo hacía de eso?

Entonces salió de la arboleda a las ruinas de Heldon y allí se frenó en seco. Había luces al frente, antorchas luciendo donde no debería haberlas. No se movían como si las manejaran hombres que buscaran algo, sino sostenidas bien firmes, en alto, como si siempre estuvieran ardiendo aquí. ¿Qué había ocurrido en las cenizas de Heldon?

Superada la sensación de desmayo, Elmara echó a andar sigilosamente, en silencio, manteniéndose en las sombras más densas. Una empalizada se alzaba delante de ella, un muro oscuro que se extendía un buen trecho, cercando... ¿qué? Al seguirlo con la mirada, divisó un yelmo en la esquina, donde giraba el muro.

Con toda clase de precauciones, El retrocedió y desanduvo sus pasos en la noche hasta encontrarse ante un peñasco al que se había encaramado a menudo de pequeña. Oculta a los ojos de cualquiera que vigilara desde la empalizada, ejecutó un conjuro que la transformó en una sombra deslizante y silenciosa que se dirigió hacia el muro.

Bajo esta forma, podía desplazarse rápidamente sin preocuparse de no hacer ruido. Pronto había recorrido todo el perímetro del muro, que cercaba un espacio cuadrado y que tenía dos portones. El hueco por debajo de uno de ellos era lo bastante amplio para pasarlo en su forma de sombra. Poco después, estaba dentro. Se incorporó al abrigo de la oscuridad proyectada por el muro y echó una rápida ojeada en derredor. Este conjuro no duraba mucho, y la joven no tenía el menor deseo de tener que luchar para abrirse paso en un campamento defendido a saber por cuántos soldados.

Porque aquí había soldados en abundancia: dos barracones llenos, por lo menos, a juzgar por las apariencias... custodiando leñadores, por lo visto. Había troncos cortados y apilados por todas partes; Elmara sacudió la cabeza en un gesto agrio. Si fuera una maga elfa, una bola de fuego lanzada sobre la empalizada convertiría este campamento alumbrado por antorchas en una inmensa pira funeraria. Quizás alguien debería sugerírselo.

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