Elminster. La Forja de un Mago (24 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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Polvo y vacía oscuridad. Elminster atisbó en todas direcciones pero no parecía haber ningún tipo de mobiliario en el templo de Mystra, sólo columnas de piedra. Cauteloso, caminó hacia un lado hasta encontrarse bastante lejos de la puerta —por lo general las trampas se colocaban justo delante de ellas— y luego avanzó hacia el frente.

Había algo raro en este sitio. Oh, sí, ya había contado con la sensación de sentirse observado, y que su piel se pusiera de gallina por la vibrante tensión de conjuros aletargados que estaban a la expectativa, todo en derredor... Y todo eso le estaba ocurriendo, sin lugar a dudas. Pero había algo más, algo que...

Por supuesto. En un sitio tan grande y vacío, los ruidos que hacía deberían haber levantado ecos, pero no los había. Elminster abrió una bolsita del cinturón, cogió uno de los guisantes secos que todos los ladrones llevan consigo para esparcir en el suelo y hacer que los perseguidores resbalen con ellos, y lo lanzó hacia adelante, en la oscuridad.

No lo oyó caer. Elminster tragó saliva y avanzó un paso, receloso. Se encontraba en un vestíbulo de entrada, separado de la gran cámara abierta que había más adelante por una hilera de columnas enormes, suavemente curvadas; unos cilindros lisos, por lo que alcanzaba a ver. No se movía nada en la gruesa alfombra de polvo que cubría el suelo. Elminster echó un vistazo por encima del hombro a la puerta que había cerrado tras de sí y luego caminó hacia la oscuridad.

La gran cámara era circular y se elevaba hacia lo alto hasta perderse de vista en las tinieblas; seguramente llegaba hasta el tejado que Elminster había visto desde fuera. Había un altar, una piedra circular, en medio de la estancia, y balconadas —tres pisos de ellas— rodeando el vasto espacio abierto. La cámara estaba oscura, vacía y silenciosa.

Y eso era todo. Nada que profanar. Ningún acólito. De repente, la puerta se abrió a sus espaldas y, en el mismo momento en que unos hombres con antorchas entraban en el vestíbulo, Elminster corrió hacia la parte trasera del templo, buscando resguardo tras las columnas. Eran muchos hombres; soldados, dos patrullas como mínimo, con lanzas en las manos.

—Desplegaos y buscad —ordenó una fría voz—. Nadie osa entrar en un templo de Mystra por mera travesura.

El hombre que había hablado se adelantó un paso, levantó una mano e hizo una especie de saludo corto o un gesto respetuoso hacia el altar.

—Tendremos luz —dijo después con calma y, a sus palabras, aunque no ejecutó conjuro alguno, las propias piedras alrededor de Elminster empezaron a brillar.

Y lo mismo ocurrió con toda la piedra del templo, hasta que un suave y nacarado resplandor inundó la estancia, dejando al joven ladrón a la vista de todos. En este caso, «todos» eran más de una veintena de soldados, que avanzaron por la cámara con expresiones sombrías y las lanzas dispuestas. El hombre que había hablado se encontraba en medio de ellos.

—Sólo es un ladrón —dijo—. No arrojéis las armas.

—¿Y si intenta huir, señor?

—Mi magia lo obligará a caminar en la dirección que yo quiera —afirmó el hombre de la túnica, que esbozó una sonrisa.

Hizo un gesto, y Elminster sintió un repentino tirón en sus extremidades; un cosquilleante y entumecedor hormigueo semejante al que había sentido aquel espantoso día en la pradera por encima de Heldon, hacía mucho tiempo. Su cuerpo ya no le pertenecía, y se encontró volviéndose, asaltado por una angustiosa y creciente desesperación, y dirigiéndose hacia los hombres.

No. Hacia el altar. Un bloque de piedra circular, simple y liso, sin una sola runa de adorno. Los soldados levantaron las lanzas y lo rodearon a medida que se acercó.

—La ley decreta que aquellos que profanan templos sean ajusticiados —gruñó un viejo soldado—, en el acto.

—En efecto —contestó el hombre de la túnica—. Sin embargo, seré yo quien decida dónde y cuándo. Una vez que ese necio esté en el altar, podéis arrojar vuestras lanzas a voluntad. La sangre fresca en el altar de Mystra me permitirá realizar un conjuro que deseaba probar hace tiempo.

Elminster caminó sin detenerse hacia el altar, retorciéndose de rabia por dentro. Había sido un necio al venir aquí. Todo se había acabado. Esto era el fin, tanto de su vida como de su absurda lucha contra los señores de la magia. «Lo siento, padre, madre...» Elminster echó a correr de repente hacia el altar con la esperanza de liberarse de algún modo del hechizo y sabiendo que no podía hacer nada más. Al menos, moriría intentando hacer
algo
.

El hechicero se limitó a sonreír y dobló un dedo. La atropellada carrera de Elminster se redujo a un suave trote hasta encontrarse frente al altar. El mago lo hizo volverse otra vez hasta que los dos estuvieron cara a cara.

—Saludos, ladrón —dijo el hechicero al tiempo que hacía una leve inclinación—. Soy lord Ildru, señor de la magia de Athalantar. Puedes hablar. ¿Quién eres?

Elminster comprobó que podía mover los músculos faciales.

—Como tú mismo has dicho, señor de la magia, un ladrón —replicó con frialdad.

—¿Por qué has venido aquí esta noche? —inquirió el hechicero, que tenía una ceja arqueada.

—Para hablar con Mystra —respondió Elminster, para su propia sorpresa.

—¿Por qué? —Ildru entrecerró los ojos—. ¿Eres un mago?

—No —escupió el joven—. Y me enorgullece decirlo. Vine a pedir a Mystra su apoyo para derribar a los señores de la magia como tú... o a maldecirla si rehusaba.

Las cejas del brujo se levantaron de nuevo.

—¿Y qué te hizo pensar que Mystra te ayudaría?

Elminster tragó saliva y descubrió que no podía encogerse de hombros ni mover ningún otro músculo del cuerpo salvo los de la cara.

—Los dioses existen —dijo lentamente—, y su poder es real. Necesito ese poder.

—¿Ah, sí? El camino tradicional —comentó el mago con tono grato— es, para la mayoría, toda una vida de arduo estudio y rebajarse a la categoría de aprendiz, y arriesgar la vida probando conjuros que no se comprenden o desarrollando nuevos encantamientos propios. ¡Qué arrogancia tan colosal pensar que Mystra iba a darte algo sólo con pedírselo!

—La única arrogancia colosal en Athalantar —repuso Elminster sin alterar la voz— es la de los señores de la magia. Vuestro dominio sobre esta tierra es tan absoluto que nadie más puede permitirse el lujo de tener arrogancia colosal.

En alguna parte del círculo de soldados se alzó un murmullo. Ildru lanzó una mirada iracunda a su alrededor, y el silencio volvió de manera brusca. Luego, el mago suspiró con teatralidad.

—Me aburren tus palabras amargas. Guarda silencio, a menos que quieras suplicar.

Elminster sintió que lo obligaba a retroceder y encaramarse al altar.

—Nada de lanzas todavía —ordenó el mago—. He de realizar un conjuro primero para ver si este joven es sólo un soñador iluso y lenguaraz o si aún guarda otros secretos.

El hechicero levantó las manos, lanzó un conjuro y después observó estrechamente a Elminster, el entrecejo fruncido.

—No eres mago —dijo, como si hablara consigo mismo—, y , no obstante, tienes algún vínculo con la hechicería, cierta habilidad menor sin desarrollar... No había visto algo igual hasta ahora. —Se adelantó un paso—. ¿Cuáles son tus poderes?

—No tengo magia —escupió Elminster—. La aborrezco, y todo lo que se hace con ella.

—Si te libero y estudio lo que quiera que hay dentro de ti para ver dónde radica tu habilidad, ¿serás leal al trono del Ciervo?

—¡Siempre!

Los ojos del mago se estrecharon ante la rápida y orgullosa respuesta.

—¿Y a los señores de la magia de Athalantar? —añadió.

—¡Jamás!

El grito de Elminster retumbó en la cámara, y el mago volvió a suspirar mientras observaba al encolerizado joven que se esforzaba en vano para saltar del altar.

—Basta —dijo con tono aburrido—. Matadlo.

Giró sobre sus talones y Elminster vio a una docena de soldados —y probablemente más que no alcanzaba a ver, detrás de él— levantar sus lanzas, sopesarlas y retroceder un paso o dos para tomar impulso.

—Perdonadme, madre, padre —musitó Elminster con labios temblorosos—. ¡Intenté ser un auténtico príncipe!

El mago giró veloz sobre sí mismo.


¿Qué?

Y entonces las lanzas salieron disparadas, y Elminster miró al mago a los ojos fijamente y siseó:

—Yo te maldigo, Ildru de los señores de la magia, por mi muerte y...

Se interrumpió, desconcertado. No había esperado llegar tan lejos en su maldición y vio que el hechicero tenía las manos levantadas para ejecutar algún encantamiento y gritaba:

—¡Alto! ¡Esperad! ¡No lancéis!

También vio que los soldados lo miraron como si fuera un bicho raro. ¡Un dragón púrpura con tres cabezas y cuerpo de doncella, a juzgar por su expresión!

Y las lanzas... Las lanzas estaban suspendidas en el aire, inmóviles, envueltas en un resplandor nacarado. Elminster descubrió que podía moverse y giró sobre sí mismo. Había lanzas por todas partes, sí, un cerco mortal de puntas saltando para atravesarlo, pero todas colgaban inmóviles en el aire, y la expresión en la cara del mago decía claramente que no tenía nada que ver con ello.

Elminster se tiró de bruces antes de que la extraña magia desapareciera. Su movimiento hizo que su rostro quedara pegado a la parte superior del altar, a tiempo de ver desaparecer dos ojos que flotaban y una llama que surgía de la piedra.

Los soldados chillaron y retrocedieron, y Elminster oyó al señor de la magia gritar con estupor.

La llama se alzó chisporroteante, y de ella salieron disparados rugientes chorros de fuego que consumieron las lanzas en donde estaban suspendidas, convirtiéndolas en palos ardientes que se retorcieron lentamente y se redujeron a humo.

Elminster observaba, boquiabierto. Un resplandor dorado irradiaba del altar ahora, bañándolo en su luz. Los soldados chillaron aterrorizados y retrocedieron. Elminster los vio dar media vuelta, llevarse las manos a las espadas e intentar huir, pero daban la impresión de estar brillando y moviéndose lentamente, como imágenes deslizándose en un sueño. Los soldados se movieron más y más despacio a medida que unas llamas que no los quemaban brotaron y rodearon sus cuerpos. Luego se quedaron quietos y callados, petrificados y sin ver... congelados en llamas.

Elminster giró sobre sí mismo para mirar al mago. El hechicero estaba tan inmóvil como los demás, las llamas doradas danzando ante sus ojos fijos. Tenía la boca abierta y las manos levantadas a medio realizar un conjuro... pero no se movía.

¿Qué había ocurrido?

El fuego se agitó y palpitó. Elminster se volvió rápidamente y se quedó mirando su cambiante destello y cómo iba asumiendo la forma de alguien... Una persona alta, con túnica oscura, bien formada, que avanzó sosegadamente hasta pararse junto al brasero. Una mujer... ¿Una hechicera?

Sus ojos, del color del oro fundido y en los que danzaban llamitas minúsculas, se encontraron con los de él.

—Saludos, Elminster Aumar, príncipe de Athalantar.

El joven retrocedió un paso, conmocionado. No, jamás había visto a esta gran señora, de belleza sin par. Tragó saliva con esfuerzo.

—¿Quién eres?

—Alguien que te observa desde hace años, esperando ver grandes cosas —fue la respuesta.

Elminster volvió a tragar saliva.

En los ojos de la dama había misterios insondables, y su voz tenía un timbre musical. Sonrió y levantó una mano vacía, y, de repente, sostenía un cetro metálico en ella. A lo largo de éste, unas luces centelleaban y parpadeaban. Elminster nunca había visto algo igual, y su sola apariencia clamaba que tenía poder.

—Con esto —dijo la dama quedamente—, puedes destruir a todos tus enemigos aquí, al mismo tiempo. Sólo tienes que desearlo y pronunciar la palabra grabada en el mango.

Soltó el cetro, que se alzó un poco y después flotó suavemente por el aire hacia Elminster. Él lo miró mientras se acercaba, con los ojos entrecerrados, y luego lo agarró bruscamente en el aire. Un poder silencioso vibró bajo su mano; Elminster lo sintió crepitar y enroscarse a su alrededor, y su rostro se iluminó. Lo levantó al tiempo que se volvía para mirar a los inmóviles soldados, sintiendo un fiero regocijo bullir dentro de sí. La dama lo observaba. El joven se quedó inmóvil unos largos segundos y después, con cuidado, se inclinó y dejó el cetro en el suelo de piedra, a sus pies.

—No —dijo, alzando los ojos para encontrarse con los de ella—. No sería justo utilizar magia contra hombres que están indefensos. Eso es exactamente contra lo que lucho, señora.

—¿Sí? —Levantó la cabeza para mirarlo fijamente, en un súbito desafío—. ¿Le tienes miedo?

—Un poco —admitió Elminster, aunque sostuvo su mirada con firmeza—. Y más aún de lo que yo mismo podría hacer mal. El cetro hierve de poder; semejante magia podría hacer mucho daño si se utilizara sin cuidado. No querría ver los Reinos devastados por mi propia mano. —Sacudió la cabeza—. Ejercer un poco de poder puede resultar... placentero, pero nadie debería tener demasiado.

—¿Cuánto es «demasiado»?

—Para mí, señora, cualquier cosa. Odio la magia. Un mago asesinó a mis padres, al parecer, por capricho o por divertirse un rato una tarde. Destruyó un pueblo en menos tiempo del que se tarda en contarlo. Ningún hombre debería tener poder para hacer algo así.

—¿Es la magia, pues, perversa?

—Sí —replicó Elminster bruscamente. Luego contempló su belleza y dijo—: O puede que no. Pero su poder corrompe a los hombres para ceder al mal.

—Ah. ¿Es perversa una espada?

—No, señora, pero es peligrosa. No todo el mundo debería tener un arma a su alcance.

—¿No? Entonces ¿quién pondría freno a los tiranos... o a los magos?

—Buscas confundirme con sutilezas, señora. —El joven frunció el ceño en un gesto de enfado.

—No —fue la suave respuesta—. Busco hacerte reflexionar antes de que expreses tus propias sutilezas y emitas tus rápidos y seguros juicios. Te pregunto otra vez: ¿es una espada perversa?

—No, porque una espada no piensa.

—Ajá. ¿Y es perverso un arado?

—No —repuso Elminster, levantando una ceja—. ¿Adónde quieres ir a parar?

—Si un espada no es mala, pero puede ser utilizada para hacer el mal, ¿no será lo mismo con este cetro?

El joven frunció el entrecejo y sacudió la cabeza ligeramente, pero no respondió. Aquellos ojos luminosos retenían los suyos con firmeza.

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