Read Elminster. La Forja de un Mago Online
Authors: Ed Greenwood
Braer no parecía estar cansado nunca, ni sucio ni que perdiera la paciencia en ningún momento. Su atuendo era siempre el mismo y no pasó un solo día en que no se reuniera con ella. Elmara no había visto a otros elfos ni a nadie más, aunque el maestro le confirmó en una ocasión que los suyos estaban en alguna parte del bosque Elevado, cuna, según cabe suponer, del mayor reino de elfos de todo Faerun.
En su primera mañana en el bosque, le había traído un burdo vestido hecho con la piel de un animal, lustrosas botas altas de excelente calidad, una tira de cuero para que se colgara la Espada del León al cuello (que llevaba envuelta en una piel para evitar que le hiciera cortes en el pecho) y una paleta para cavar los agujeros donde hacer sus necesidades. Para su aseo personal, se frotaba con hojas y musgo y se lavaba en pequeñas charcas y riachuelos que parecía haber por todas partes en el interminable bosque. Cuando comentó que uno parecía encontrar agua inesperadamente cada dos por tres entre altozanos y cárcavas, Braer asintió con la cabeza y contestó:
—Como la magia.
Este recuerdo le vino de repente a la memoria. Miró hacia adelante, al elfo que se deslizaba entre los árboles como una sombra silenciosa, y de pronto se apresuró para alcanzarlo. Como siempre que avanzaba apresuradamente, crujieron ramitas y hojas bajo sus pies. Braer se volvió y la miró ceñudo.
Ella hizo otro tanto, y formuló la pregunta que se le había planteado.
—Braer, ¿por qué amáis los elfos la magia?
Durante un fugaz instante, una sonrisa de júbilo iluminó el semblante del elfo, pero desapareció, reemplazada por el gesto habitual de sosegado y sincero interés. Sin embargo, El estaba segura de haber visto esa expresión de gozo, y ello le levantó el ánimo. Las siguientes palabras del elfo fueron un estímulo mayor:
—Ah, ahora empiezas a pensar y a hacerme las preguntas correctas. Puedo empezar a enseñarte. —Se volvió y siguió caminando.
—¿
Empezar
a enseñarme? —repitió, indignada, Elmara a su espalda—: Entonces, ¿qué has estado haciendo durante los dos últimos años?
—Perder mucho tiempo —contestó calmosamente dirigiéndose a los árboles que tenía delante, y el ánimo de Elmara rodó por el suelo.
Las lágrimas acudieron a sus ojos y se desbordaron; se hincó de rodillas y estalló en llanto. Sollozó largo rato, sintiéndose sola, perdida e inútil, y cuando, finalmente, se terminaron sus lágrimas, se sentó, abatida, y miró a su alrededor. Estaba sola.
—¡Braer! —gritó—. ¡Braer! ¿Dónde estás? —Su grito resonó en los árboles, pero no hubo respuesta. Se dejó caer de nuevo y susurró—: Mystra, ayúdame. Mystra..., ¡socórreme!
Estaba oscureciendo. Elmara miró, enloquecida, en todas direcciones. Estaba en una zona del bosque por la que no habían pasado nunca. Con una repentina urgencia invocó el fuego de maga y levantó su brillante mano como una linterna. Los árboles cercanos parecieron agitarse y susurrar un instante, pero después sobrevino una quietud tensa, vigilante.
—Braer —dijo a la oscuridad—. ¡Vuelve, por favor!
Un árbol cercano se cimbreó y se inclinó... y luego echó a andar. Era Baerithryn, que parecía entristecido.
—Perdóname, Elmara.
En dos rápidas zancadas, Elmara llegó a su lado, le echó los brazos al cuello y se estrechó contra él, sollozando.
—¿Dónde te fuiste? Oh, Braer, ¿qué hice mal?
—Lo..., lo siento, señora. No tenía intención de que mis palabras sonaran como una crítica.
El elfo la sostenía suavemente pero con firmeza, meciéndola de lado a lado como si fuera una criatura a la que debía tranquilizar. Con infinita ternura, sus manos acariciaron el largo y enmarañado cabello. Elmara echó la cabeza hacia atrás; las lágrimas brillaban en sus mejillas.
—¡Pero te marchaste!
—Parecías necesitar estar a solas un rato para... aliviar la tristeza —contestó el elfo suavemente—. Consideré una falta de tacto entrometerme en lo que sentías. Lo que es más: a veces, hay que enfrentarse a las cosas y combatirlas a solas.
La sujetó por los hombros y la apartó suavemente hasta que estuvieron cara a cara. Entonces sonrió y levantó una mano... en la que de repente sostenía una escudilla humeante. Un aroma divino a ave guisada flotó a su alrededor.
—¿Te apetece cenar?
Elmara rió débilmente y asintió. Braer hizo un ademán con la otra mano y, saliendo de la nada, apareció en ella una copa de plata que le ofreció con una floritura. Cuando El la tomó, Braer giró la mano de nuevo con un gesto ostentoso, y esta vez aparecieron dos tenedores ornamentados y dos cuchillos. Le indicó con una seña que se sentara.
Elmara descubrió que estaba hambrienta. Los sisones habían sido cocinados con una salsa de champiñones y estaban deliciosos; la copa estaba llena del mejor vino de menta, increíblemente claro y fuerte. Lo devoró todo; Braer, sonriente, sacudió la cabeza varias veces mientras la observaba.
Cuando hubo terminado, otra floritura de las manos del elfo hizo aparecer un cuenco con una mezcla de agua y vinagre templados, así como un paño de lino fino para que Elmara se limpiara la cara y las manos. Mientras se quitaba la grasa de la barbilla, vio que el rostro de él había asumido una expresión grave otra vez.
—Te lo vuelvo a pedir, Elmara, ¿me perdonas? Actué mal contigo.
—¿Perdonarte? Pues claro. —Alargó la mano recién limpia y estrechó la de él.
Braer bajó la vista hacia sus manos enlazadas y luego volvió a mirarla a la cara.
—Hice lo que en el bosque consideramos algo muy malo: te juzgué mal. No quería disgustarte, ni empeorarlo aún más dejándote sola con tu pena. ¿Recuerdas qué frases hubo entre nosotros?
Elmara lo miró fijamente.
—Dijiste que habías perdido mucho tiempo estos dos últimos años y que sólo ahora podías empezar a enseñarme.
—¿Qué pregunta me hiciste para que te dijera eso?
Ella frunció el entrecejo, pensativa, y después contestó lentamente:
—Te pregunté por qué los elfos amáis la magia.
—Sí. —Braer agitó una mano y todas las cosas de la cena desaparecieron; un intenso anillo azul de fuego mágico cobró vida alrededor de los dos. Se sentó con las piernas cruzadas y preguntó—: ¿Te sientes con fuerzas para pasar toda la noche hablando?
—Claro. ¿Por qué?
—Hay ciertas cosas que deberías saber, y por fin estás preparada para escucharlas.
Elmara buscó sus ojos serios y se echó hacia adelante.
—Habla, pues —susurró, anhelante, y Braer sonrió.
—Para responder por una vez directamente a una de tus preguntas: nosotros, el Pueblo, amamos la magia porque amamos la vida. La magia es la energía vital de Faerun, muchacha, recogida en su forma pura, elemental, y utilizada para inducir efectos específicos por quienes saben cómo hacerlo. Los elfos, y también la Gente Fornida, a gran profundidad en las rocas que hay bajo nosotros, vivimos cerca de la tierra, somos parte de ella, estamos vinculados a ella... y estamos en armonía con ella. No nos multiplicamos más de lo que la tierra puede soportar y adaptamos nuestras vidas a lo que la tierra puede sustentar. Perdóname, pero los humanos sois diferentes.
Elmara asintió en silencio y le hizo un gesto para que continuara. Braer la miró fijamente a los ojos y añadió con firmeza:
—Hay cuatro cosas que los humanos, como los orcos, es lo que mejor saben hacer: reproducirse con demasiada rapidez; codiciar cuanto hay a su alrededor; destruir todo, sea lo que sea, que represente un obstáculo para sus deseos; y dominar lo que no pueden o no se toman la molestia de destruir.
Elmara lo miraba sin pestañear. Se había puesto muy pálida, pero asintió con la cabeza lentamente y de nuevo hizo un gesto para que prosiguiera.
—Duras palabras, lo sé —dijo el elfo suavemente—, pero eso es lo que tu raza significa para nosotros. Los humanos buscan cambiar Faerun a su alrededor para adaptarlo a sus deseos. Cuando nosotros, o cualquier otra cosa, estamos en su camino, nos abaten. Los humanos son avispados e inteligentes, eso lo reconozco, y parecen tropezar con ideas y formas nuevas con más frecuencia y más rápidamente que cualquier otro pueblo. Pero para nosotros y para la tierra son un peligro progresivo. Una putrefacción progresiva que corroe este bosque y cualquier otra zona virgen del reino... y a nosotros con ello. Eres la primera de tu raza cuya presencia ha sido tolerada en las profundidades de la floresta desde hace mucho tiempo. Entre los míos hay quienes preferirían que estuvieras felizmente muerta y tu carne alimentando a los árboles.
Elmara lo contemplaba fijamente, el semblante lívido y los ojos sombríos. Braer esbozó una sonrisa y añadió:
—La muerte es una meta que muy pocos de los de tu raza se esfuerzan por alcanzar, pero más loable que muchas de las que persiguen.
Elmara soltó la respiración contenida en un largo y estremecido suspiro.
—Entonces, ¿por qué me... toleras aquí? —preguntó.
El elfo alargó una mano lenta, vacilantemente y, bajo la mirada extrañada de Elmara, estrujó una de las suyas, como ella le había hecho antes.
—Por mero respeto a la Señora me comprometí a guiarte y cambiar tus conceptos de manera que nos hicieras el menor daño posible, con el paso de los años, si los dioses tenían a bien que vivieras. —Su sonrisa se ensanchó.
»He llegado a conocerte... y a respetarte. Sé la historia de tu vida, Elminster Aumar, príncipe de Athalantar. Sé lo que esperas lograr y, aunque sólo fuera por eso, sería prudente ayudar a alguien empeñado en luchar contra nuestros más poderosos y cercanos enemigos, los señores de la magia. Tu carácter, en especial la firmeza para dejar a un lado tu odio por la magia lo suficiente para aceptar servir a la Señora y en mantener la cordura y la dignidad cuando te transformó en mujer sin advertírtelo, ha hecho de mi tarea algo más que un deber aconsejado por la prudencia: lo has convertido en un placer.
Elmara tragó saliva y sintió que las lágrimas le inundaban los ojos de nuevo y corrían por sus mejillas.
—E... eres la persona más amable y paciente que he conocido —susurró—. Por favor, perdóname por llorar antes.
—La culpa fue mía. —Braer le palmeó la mano—. Para responder a la pregunta que se te acaba de ocurrir: Mystra te convirtió en mujer para ocultarte de los señores de la magia y para hacerte sentir el vínculo entre la magia, la tierra y la vida; las mujeres tienen mejor percepción que los hombres. A partir de mañana, puedo mostrarte cómo percibir y trabajar con ese vínculo.
—¿Puedes leer mis pensamientos? —exclamó Elmara mientras se apartaba de él con brusquedad—. Entonces, por todos los dioses, ¿por qué no te limitaste a decirme lo que necesitaba saber?
—Sólo puedo leer los pensamientos cuando están cargados de intensas emociones y cuando me encuentro muy cerca de la persona en cuestión. Además, pocos son los que aprenden de verdad mediante la respuesta inmediata a todos y cada uno de sus pensamientos triviales. No se molestan en reflexionar o recordar nada, sino que se limitan a depender totalmente de la sabiduría y la guía de quien les responde.
Elmara frunció el entrecejo y asintió lentamente.
—Sí —dijo en tono quedo—. Tienes razón.
—Lo sé. Es la maldición de mi raza.
Elmara lo observó un momento y después prorrumpió en carcajadas. Tras unos segundos de risa incontenible, paró de repente al oír un sonido que hasta ahora nunca había escuchado, un sonido profundo y bronco: Baerithryn del Pueblo se estaba riendo.
El alba se colaba entre los árboles cuando Braer dijo:
—¿Demasiado cansada para seguir?
—¡No! ¡Tengo que saberlo! ¡Continúa! —susurró con ferocidad Elmara, a pesar de estar entumecida por permanecer sentada y de tambalearse por la debilidad. Braer inclinó la cabeza en un saludo.
—Pues bien, el bosque Elevado se está muriendo, poco a poco, de año en año, bajo las hachas de los hombres y los conjuros de los señores de la magia. Conocen nuestro poder y, al estar poco seguros del suyo, piensan que el único modo de obtener la seguridad de su reino es acabar con nosotros. —Movió una mano en un lento y amplio arco señalando los silenciosos árboles que los rodeaban.
»Nuestro poder se fundamenta en los cambios de estaciones. Se extrae de la vitalidad y la resistencia de la tierra, y no es una cuestión de lanzar conjuros de combate y destrucción. Los señores de la magia saben esto y cómo forzarnos a luchar de maneras y en lugares donde saben que pueden derrotarnos, así que no osamos combatirlos abiertamente muy a menudo... y eso también lo saben. He perdido a muchos amigos que no reconocían que el poder de los señores de la magia rivalizaba o superaba el suyo. —Braer suspiró antes de continuar.
»Podemos ayudarte a ti, y a otros como tú, en vuestras propias batallas contra ellos. Y lo haremos. Mientras respetes la tierra y vivas con ella, nuestros caminos irán juntos y nuestras batallas serán las mismas. Cuando necesites ayuda contra los señores de la magia y nos llames, acudiremos. Te lo juramos.
Un instante después, media docena de árboles que había a su alrededor se movieron y se adelantaron, y las palabras de Braer se repitieron en un fiero coro:
—
Te lo juramos.
Elmara miró a su alrededor, a todos los solemnes ojos elfos, tragó saliva con esfuerzo e inclinó la cabeza.
—Y yo, a cambio, juro no actuar contra vosotros ni contra la tierra. Mostradme cómo hacerlo, por favor.
Los elfos hicieron a su vez una inclinación de cabeza y desaparecieron en el bosque, confundiéndose con él.
—¿Están siempre a nuestro alrededor, como árboles? —balbució.
—No. —Braer sonrió—. Sucede que te paraste a llorar en un sitio muy especial.
Elmara adoptó una expresión fiera, pero ésta dio paso a una sonrisa mientras sacudía la cabeza suavemente.
—Me siento honrada... y ahora comprendo a tu pueblo lo bastante para no equivocarme a cada paso. —Bostezó sin poderlo evitar—. Creo que necesito dormir. ¿Prometes que me enseñarás, por fin, algún conjuro de temblor de tierra en los próximos días?
—Lo prometo —dijo Baerithryn, sonriente. Alargó la mano y le acarició la mejilla. Cuando su hechizo la hizo quedarse dormida de manera instantánea, la sostuvo por los hombros y la recostó tiernamente en el musgoso suelo.
Se acomodó a su lado y volvió a acariciarle la mejilla. Durante el poco tiempo que le quedaba de estancia en el bosque, él permanecería vigilando atentamente esta arma contra los señores de la magia. Más aún: estaría velando cuidadosamente a esta querida amiga.