Elminster. La Forja de un Mago (28 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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El camino de un mago

El camino de un mago es sombrío y solitario. Ésta es la razón por la que tantos hechiceros llegan tan pronto a la oscuridad de la tumba... o más tarde al eterno crepúsculo de la muerte en vida. Estas brillantes perspectivas son el motivo de que la calzada hacia la maestría del arte de la magia esté siempre tan concurrida.

Jhalivar Thrunn

Cuentos del norte para el camino

Año de los Escudos Partidos

De repente, donde un momento antes sólo había aire, una llama danzante apareció sobre la roca. Elmara contuvo el aliento.

—¿Mystra?

Como respuesta a su pregunta, durante un instante la llama pareció brillar más, pero luego se fue apagando hasta desaparecer del todo y no hubo otra reacción. Elmara suspiró y se arrodilló junto al estanque.

—Esperaba algo más —dijo.

—Un poco menos de orgullo, muchacha —murmuró Braer al tiempo que la tocaba en un codo—. Es más de lo que la mayoría de mi gente ve de la Señora alguna vez.

—¿Cuántos del Pueblo adoran a Mystra? —preguntó Elmara, que lo miraba con curiosidad.

—No muchos. Tenemos nuestros propios dioses y la mayoría de nosotros ha preferido siempre dar la espalda al resto del mundo y su tosquedad y mantener las viejas costumbres. El problema es que el resto del mundo parece arremeter siempre y clavarnos espadas en los traseros mientras estamos intentando hacer caso omiso de él.

Elmara sonrió ante este comentario a pesar de su trágico significado.

—¿Los traseros? Nunca imaginé que oiría decir algo así a un elfo.

Braer esbozó una mueca sesgada.

—Si vamos a eso, tampoco yo imaginé que vería a una humana oyendo decir algo así a un elfo. ¿Todavía nos consideras como unas criaturas sobrenaturales, altas, delgadas y nobles que están por encima de lo material?

—Eh... sí, supongo que sí.

—Entonces —dijo el elfo, sacudiendo la cabeza—, te hemos engañado como a los demás. Somos tan terrenales y tan desaliñados como el bosque.
Somos
el bosque, muchacha. Intenta no olvidar eso cuando salgas al mundo de los humanos.

—¿Cuando salga? —Elmara lo miró ceñuda—. ¿Por qué dices eso?

—No puedo evitar leer tus pensamientos, señora. Has sido más feliz aquí que en ningún otro momento de tu corta vida. Pero sabes que has aprendido aquí todo lo que podías aprender para hacer de ti una espada mejor contra los señores de la magia... y empiezas a estar impaciente por ponerte en camino. —Alzó la mano para acallar la protesta de ella y prosiguió:

»No, muchacha; puedo verlo y oírlo dentro de ti, y es lógico. Nunca podrás ser libre, nunca serás tú misma, hasta que tus padres hayan sido vengados y hayas remodelado Athalantar como crees que debería ser. Esto es lo que te agobia, y nadie en todo Faerun puede quitarte ese peso de encima, salvo tú misma, llevando a cabo la empresa que te has propuesto. —Sonrió irónicamente—. No querías dejar a Farl y ahora no quieres dejarme a mí. ¿Seguro que no te convendría seguir siendo una mujer el resto de tus días?

Elmara puso una cara rara.

—No sabía que tuviera opción —dijo suavemente.

—Todavía no, pero la tendrás... cuando empieces a convertirte en una archimaga justiciera del reino. Hasta el momento te has familiarizado con la magia y, por la gracia de Mystra, eres capaz de invocar y dar forma a lo que duerme en la tierra a tu alrededor. ¿De verdad pensabas que esta plegaria de ahora y las de todas las demás noches eran en vano?

—Yo...

—Sí, has empezado a temer que sea así. Pues te aseguro lo contrario —dijo Braer casi con severidad y se levantó con un ágil y suave movimiento. Le tendió una mano para ayudarla a ponerse de pie y añadió—: Te echaré de menos, pero no estaré triste ni enfadado; ha llegado el momento de que te pongas en marcha. Regresarás cuando tengas que hacerlo. Mi tarea no ha sido enseñarte conjuros que hagan estallar a señores de la magia y a sus dragones en el aire, sino que aprendas a familiarizarte con la magia y a hacer un sabio uso de ella. Soy un clérigo de Mystra, sí, pero hay una sacerdotisa de Mystra mucho más grande que yo. Debes ir a verla pronto, fuera del bosque. Su templo está en la cascada de la Casa de la Señora y sabe mucho más sobre las tendencias y costumbres humanas... y hacia dónde deberías ir en los días venideros.

—Yo... —Elmara frunció el entrecejo—. Tienes razón. Siento una creciente inquietud dentro de mí, pero no quiero marcharme.

—Ah, pero lo tienes que hacer —repuso Braer, sonriente, si bien la sonrisa se borró al agregar—: Pero, antes de que te vayas, ¡me gustaría ver ese conjuro de revelación ejecutado bien aunque sólo sea una vez!

—Es un simple conjuro con el que tengo algún problema —suspiró Elmara—. Uno entre... ¿Cuántos son? ¿Cuarenta, cincuenta?

Braer arqueó las cejas y levantó las manos.

—¿«Un simple conjuro»? Muchacha, muchacha. Nada debería ser un simple conjuro para ti. Debes
venerar
la magia, ¿recuerdas? En caso contrario, para ti sólo será una espada más rápida o una lanza más larga... Una avidez por más poder del que puedes obtener por otros medios.

—¡Para mí no es eso! —protestó Elmara, que se volvió hacia él con una expresión iracunda—. ¡Oh, antes de venir aquí, tal vez! ¿O es que crees que no he aprendido nada de ti?

—Tranquila, muchacha, tranquila. No soy un señor de la magia, ¿recuerdas?

Elmara lo miró fijamente un momento y luego se las ingenió para echarse a reír.

—Contenía mejor mi genio y mi lengua cuando era un ladrón, ¿verdad?

—Entonces eras un hombre en una ciudad humana, con un amigo íntimo con el que gastar bromas, y sabías, en todo momento, que la falta de ese férreo control significaba la muerte. Ahora eres una mujer en armonía con el bosque, sintiendo sus flujos de emoción y energía. Pocas cosas hay más intensas fuera de la ciudad atestada, más puras, más atractivas. —Sonrió antes de añadir—: ¡No puedo creer lo mucho que parloteo y, además, como un sabio humano, desde que estás aquí!

—Entonces, algo bueno he hecho —dijo Elmara, riendo con alborozo.

Braer se dio golpecitos con un dedo en la punta de una oreja, echándola hacia atrás y hacia adelante, un gesto de leve mofa entre los elfos.

—Creo que mencioné algo sobre un conjuro de revelación, ¿no?

—Y yo que pensé que te lo había hecho olvidar... —rezongó El mientras ponía los ojos en blanco.

Braer hizo un ademán imperioso que ella sabía que significaba «ponte a ello», y cruzó los brazos sobre el pecho. Elmara esbozó una breve sonrisa de disculpa, como una niña pequeña, y después se volvió de cara al estanque. Extendió los brazos al máximo, cerró los ojos y musitó la plegaria a Mystra, sintiendo el poder que había en su interior emerger y recorrerle los brazos hacia el exterior, expandiéndose... Abrió los ojos, esperando ver los fulgores azulados de la magia en el estanque, quizás en la roca donde se había manifestado la llama de Mystra, y, cuando se volviera, aquí y allí en el cuerpo de Braer, donde llevaba o portaba pequeños símbolos mágicos.

—¡Aaaah! —Retrocedió, tambaleándose, al tiempo que dejaba caer las manos. Todo estaba reluciente y cegadoramente azul, dondequiera que mirara. ¿Es que el mundo entero latía con la magia?

—Sí —respondió Braer sosegadamente, leyendo de nuevo sus pensamientos—.
Por fin
eres capaz de verlo. Bien —prosiguió rápidamente—, creo que todavía tenías un pequeño problema con la realización de una esfera de hechizos, ¿me equivoco?

Le lanzó una mirada enfadada, pero volvió a retroceder, atónita. El alto y solemne elfo que conocía estaba de pie ante ella, mirándola, pero con la visión especial que le confería el hechizo de revelación lo veía ardiendo con la magia de un poder inmenso, y el resplandor blanco azulado que lo rodeaba se alzaba asumiendo la borrosa silueta de un dragón.

—¡E... eres un dragón!

—A veces adopto esa forma. —Braer se encogió de hombros—. Pero en realidad soy un elfo que ha aprendido cómo transformarse en dragón, no al contrario. Soy el último motivo por el que los señores de la magia organizaron tantas cacerías de dragones en Athalantar.

—¿El último motivo?

—Los otros están muertos —dijo con firmeza—. Se ocuparon de ello con extrema eficiencia.

—Oh, lo siento Braer.

—¿Por qué? Tú no lo hiciste. Son los señores de la magia quienes deberían sentirlo, y los míos y yo contamos contigo para que hagas que lo lamenten, algún día.

—Es lo que me propongo hacer. —Elmara se incorporó—. Pronto.

—No, muchacha, todavía no —objetó el elfo, sacudiendo la cabeza—. No estás preparada, y ni siquiera un archimago, por muy poderoso que fuera, tendría posibilidades de enfrentarse solo con éxito a los señores de la magia y a sus criaturas sirvientes si éstos aúnan sus fuerzas. —Y con una sonrisa agregó—: Y tú ni siquiera has aprendido a ser todavía una archimaga. Deja la venganza a un lado de momento. De todas formas, sabe mejor cuando uno ha esperado mucho tiempo para saborearla.

—Puede que muera de vieja y los señores de la magia estén gobernando todavía Athalantar. —Elmara suspiró.

—He percibido ese temor en tu mente a menudo, desde que nos conocimos, y sé que te hostigará hasta tu muerte; o la de ellos. Por eso debes marcharte del bosque Elevado antes de que empiece a parecerte una jaula.

Elmara inhaló hondo y después asintió con un cabeceo.

—¿Cuándo debería partir?

—Tan pronto como haya conjurado pañuelos suficientes para enjugar el llanto de los dos. —Braer sonrió—. Los elfos detestamos las despedidas largas y tristes más aún que los humanos.

Elmara trató de reír, pero unas lágrimas repentinas le nublaron los ojos y se desbordaron.

—¿Lo ves? —dijo Braer con aparente ligereza mientras se adelantaba un paso para abrazarla. Pero, antes de que se estrecharan con fiereza, Elmara advirtió que en los ojos del elfo también había lágrimas.

La noche era agradable y silenciosa y azul profundo en lo alto cuando El abandonó el familiar cobijo del bosque y se encaminó a través de onduladas colinas hacia la distante cascada de la Casa de la Señora. Se sintió repentinamente desnuda, lejos del abrigo de los árboles, pero luchó para dominar el apremio de acelerar el paso. La gente con demasiada prisa era una diana excelente para proscritos armados con arcos; y, sin tener un enemigo a la vista y con una buena reserva de salchichas, ave asada, queso, vino y pan cargada entre los omóplatos, no había motivo para apresurarse.

Llegó a la calzada de Hastarl y casi de inmediato pasó junto al último montón de piedras que servía de mojón. Resultaba maravilloso pisar fuera del Reino del Ciervo por primera vez en su vida.

Elmara respiró hondo el vivificante aire de un otoño que se echaba encima con rapidez, y contempló el terreno del entorno mientras caminaba. Atravesaba una zona de matorrales que le llegaban a la cintura, donde se habían provocado los Grandes Incendios diez años atrás para expulsar a los elfos de esta región y que fuera ocupada por humanos. Pero los humanos siguieron apiñándose en ciudades y villas cada vez más abarrotadas, a lo largo del Delimbiyr, y, verano tras verano, el bosque había ido avanzando y repoblando las colinas. Pronto, los elfos —más implacables y pródigos con sus flechas de lo que lo habían sido con anterioridad— regresarían también.

Aquí, las densas copas se alzaban como una oscura formación de alabarderos; allí, dos halcones volaban en círculo en el claro aire. Siguió caminando con paso animoso y no se detuvo hasta que estuvo demasiado oscuro para continuar y los lobos empezaron a aullar.

Había esperado algo más que unas cuantas chozas de piedra en mal estado y una cuadra desvencijada, pero la calzada continuaba adelante y hacia arriba, entre los árboles, en dirección a un distante retumbo de agua; esto tenía que ser la cascada de la Casa de la Señora.

La calzada se estrechaba hasta convertirse en un sendero con profundas rodadas de carro y viraba hacia el este. De él partía una trocha que se perdía entre los árboles, de donde provenía el ruido de agua. Elmara la tomó y fue a salir a un campo interrumpido por una gran extensión rocosa que el fuego había dejado pelada, el río discurriendo tumultuoso al lado. Al frente, había una construcción con un tejado puntiagudo.

La hiedra tapizaba sus viejas piedras y la puerta era oscura, pero bajo la visión de maga de Elmara irradiaba luz azul, el núcleo de una red de líneas radiantes que se extendían por los campos y a lo largo del sendero por el que había venido. Ese hilo centelleaba bajo sus pies; se apartó precipitadamente y echó de nuevo a andar pisando el musgo que crecía junto a la senda.

Casi tropezó con la anciana de ropas oscuras que estaba arrodillada en la tierra, sembrando unas pequeñas cosas amarillo-verdosas y cubriéndolas bien.

—Me preguntaba si acabarías pasando justo por encima de mi arriate sin verme siquiera —dijo, sin alzar la vista, la voz cortante pero con un tono de regocijo.

Elmara la miró fijamente y después tragó saliva, sintiéndose repentinamente tímida.

—Te..., te pido disculpas, señora. A decir verdad, no te vi. Busco...

—Los esplendores de Mystra, lo sé. —Las arrugadas manos metieron otra planta en su agujero y apretaron la tierra, junto a las demás (como muchas tumbas diminutas, pensó El de repente) y la canosa cabeza se alzó. Elmara se encontró mirando dos claros ojos de verde fuego que parecían atravesarla como dos hojas esmeraldas—. ¿Por qué?

La joven se encontró falta de palabras. Abrió dos veces la boca y luego, a la tercera, soltó de sopetón:

—Yo... Mystra me habló. Dijo que hacía mucho tiempo que no conocía a alguien como yo. Me pidió que le rindiera pleitesía, y lo hice. —Incapaz de sostener aquella reluciente mirada más tiempo, Elmara apartó los ojos.

—Sí, es lo que todos cuentan. Supongo que dijo que la sirvieras bien.

—Es lo que escribió, sí. Yo...

—¿Qué te ha enseñado la vida hasta ahora, jovencita?

Elmara alzó los ojos, azul grisáceos, con firmeza hacia aquella brillante mirada verde. Los ojos de la anciana relucían aún más que antes, pero El estaba decidida a no apartar la vista, y lo hizo.

—He aprendido a odiar, robar, sufrir y matar —contestó—. Espero que haya algo más que eso en ser una sacerdotisa de Mystra.

La vieja y arrugada boca se retorció en una mueca.

—Para la mayoría, no mucho más. Veamos si podemos hacerlo mejor contigo. —Bajó la vista hacia el arriate que tenía ante sí y dio unos suaves golpecitos con el dedo en la tierra suelta, con expresión pensativa.

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