Elminster. La Forja de un Mago (30 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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La sarta de horribles juramentos que estaba escupiendo dio paso a unas frases:

—¡No quiero que la mitad de la población de Faerun realice magia! ¿Qué valor tendrían mis poderes entonces, eh? —La voz de Dunsteen subió de tono hasta convertirse en un alarido aterrado e ininteligible.

—Si sigues vivo ahora, mago, es porque así lo quiero yo —le dijo Elmara simulando una flema que estaba lejos de sentir. Si por lo menos el miedo seguía impidiendo al hombre crear otra bola de fuego...

Tragándose su propio y creciente temor, Elmara musitó otra plegaria a Mystra. Cuando el cosquilleo en sus miembros le advirtió que la magia había causado su efecto, dio unos pasos que la sacaron del borde de la hondonada hasta situarse delante del mago, suspendida en el aire como si estuviera pisando tierra firme. Señaló hacia abajo, temblando por el esfuerzo de mantenerse flotando.

—No quiero matarte, lord mago. Mystra me encomendó traer más magia a Faerun, no privar a los Reinos de las vidas y habilidades de hechiceros.

El mago tragó saliva con esfuerzo y retrocedió un paso con precipitación. Saltaba a la vista que tenía mucho peor opinión de sus poderes de lo que había dado a entender en la taberna.

—Entonces, ¿qué?

—Ve a tu casa y no me molestes más —dijo Elmara con un tono mortalmente peligroso—, y yo no haré caer sobre ti la maldición de Mystra.

Eso sonaba muy bien, y la sacerdotisa le había dicho que intentara todo. Si Mystra consideraba que decir aquello estaba mal... lo sabría a no mucho tardar, indudablemente.

La noche continuó tranquila y silenciosa, a excepción de los ruidos que el lord mago Dunsteen hizo al retroceder precipitadamente entre helechos y zarzas.

—¡Alto! —Elmara puso un tono de orden en su exclamación. Se sintió descender suavemente hacia el suelo a medida que volvía a enfocar toda su voluntad en su conjuro de compulsión de sinceridad.

Dunsteen se quedó paralizado de manera instantánea, como si le hubieran echado un lazo al cuello.

—Se me encargó que aprendiera todo cuanto me fuera posible de los magos con los que me encontrara —dijo Elmara a la espalda del hombre, iluminada por la luna—. ¿Dónde me sugerirías ir para aprender más sobre el Arte?

La magia de su conjuro de compulsión de sinceridad brillaba intensamente en torno al lord mago, pero el hombre no se volvió, por lo que Elmara no vio su sonrisa retorcida.

—Ve a ver a Ilhundyl, regente del Calishar, y hazle esa pregunta a él. Tendrás la mejor respuesta que cualquier ser vivo puede darte.

La mayoría de los intrusos vagaban por el laberinto llamando, desvalidos, hasta que Ilhundyl se cansaba de sus gritos y hacía que los llevaran a una sala de audiencia o soltaba a los leones para que se alimentaran. Esta jovencita, sin embargo, caminaba a través de las ilusorias paredes y rodeaba las trampas de los portales como si pudiera verlas.

Ilhundyl se echó hacia adelante para atisbar con los ojos entrecerrados por la ventana, con repentino interés, cuando Elmara salió al ancho pavimento que había delante de la Gran Puerta, la observó detenidamente de arriba abajo y después echó a andar, sin la menor vacilación, hacia la puerta oculta, evitando a los gólems y a las estatuas cuyas manos, extendidas en un gesto acogedor, podían disparar rayos a quienes se situaban entre unas y otras.

El Mago Loco tenía en gran aprecio su intimidad y su vida, y no pasaban muchos días sin que alguien intentara privarlo de una u otra. En consecuencia, su castillo de la Brujería estaba rodeado de trampas mecánicas así como mágicas. Ahora, los largos dedos de una de sus manos tamborilearon abstraídamente en la mesa. Cogió un fino martillo de latón, lo levantó y dio unos golpecitos en cierta campana.

A esta señal, unos hombres que estaban bajo tierra empezaron a sudar la gota gorda, y las piedras del pavimento se abrieron repentinamente a los pies de la joven, que se perdió de vista bruscamente al precipitarse por el agujero. Ilhundyl esbozó una sonrisa tirante y se volvió hacia el alto y apuesto sirviente que estaba de pie, aguardando sus órdenes pacientemente. Al ver su gesto, Garadic, que así se llamaba, se acercó presuroso, servicialmente.

—¿Señor?

—Ve y ocúpate del cuerpo de ésa —dijo—, y tráeme...

—Señor. —El tono del criado era urgente; Ilhundyl siguió su mirada antes incluso de que Garadic tuviera tiempo de levantar el brazo y señalar. El hechicero giró veloz sobre la silla.

La joven intrusa caminaba por el aire, pisando con firme seguridad sobre nada y saliendo del insondable agujero.

—Garadic —dijo, tajante—, baja y trae ante mí a esa doncella. Viva, si consigue permanecer así hasta que llegues allí.

—Una sacerdotisa de Mystra me dijo que indagara sobre la magia y aprendiera a través de los magos, y un mago me dijo que tú eras el hombre vivo que mejor podía explicarme lo que es el Arte.

Ilhundyl esbozó un atisbo de sonrisa.

—¿Por qué quieres aprender magia si no deseas ser maga?

—He de servir a Mystra lo mejor posible —respondió Elmara firmemente—, en todo cuanto me ordena.

—Y por ello, Elmara, buscas magos que te expliquen los caminos de la hechicería para así poder servir mejor a la Dama de los Misterios.

Elmara asintió con un cabeceo. Ilhundyl movió las manos, y la oscuridad se adueñó de la estancia a excepción de dos esferas de luz que flotaban por encima del Mago Loco y de la joven intrusa. El hechicero y Elmara se miraron el uno al otro, y, cuando Ilhundyl volvió a hablar, su voz retumbó con tonos funestos:

—Entérate pues, oh, Elmara, que debes hacerte aprendiz de un mago y, una vez que hayas aprendido a arrojar fuego y rayos, te marcharás sin despedirte de nadie, viajarás lejos y te unirás a una banda de aventureros. Después, recorre los Reinos, enfréntate al peligro y utiliza tus conjuros en serio. —El gobernante del Calishar se echó hacia adelante y su voz se hizo más queda, con un timbre de urgente precisión.

»Cuando puedas luchar contra un lich, conjuro contra conjuro, busca el Libro de Hechiceros de Ondil y llévalo al altar de la diosa en la isla llamada Danza de Mystra y entrégaselo allí. —Su voz volvió a cambiar, tornándose atronadora de nuevo.

»Una vez que sepas que tienes el libro de Ondil en tu poder, no sigas leyendo sus páginas, no busques aprender los conjuros que hay en él, porque éste es el sacrificio que Mystra exige. Ahora, ve y haz lo que te he dicho.

La luz que había encima del Mago Loco se apagó, dejando a Elmara de cara a la oscuridad.

—Gracias —dijo y se dio media vuelta. Mientras desandaba la gran cámara, la esfera brillante se movió con ella, pero su luz se desvaneció al otro lado de las grandes puertas de bronce, que rechinaron hasta cerrarse con su habitual estruendo. Cuando los ecos se hubieron apagado, Ilhundyl musitó en voz queda:

—Y, una vez que me hayas conseguido el libro, ve y haz que te maten, hechicerilla de tres al cuarto.

Los bellos rasgos del apuesto Garadic se difuminaron y en su lugar cobró forma la horrenda apariencia de su verdadera cara, con escamas y afiladas fauces. El escamoso secuaz se adelantó un paso.

—¿Por qué, amo? —preguntó con curiosidad.

—Hasta ahora no había conocido a nadie con tanta magia latente. —El Mago Loco frunció el ceño—. Si esa chica vive, puede desarrollar el poder suficiente como para dominar los Reinos. —Se encogió de hombros—. Pero morirá.

Garadic dio otro paso, y la cola, que le arrastraba, arañó el suelo.

—¿Y si no muere, amo?

—Tú te ocuparás de que ocurra así —respondió Ilhundyl, sonriente.

Cuarta Parte
Mago
10
En la torre Flotante

¿Gran aventura? ¡Ja! Terror ciego y revolver en tumbas o, peor aún, derramar sangre o intentar matar cosas que ya no pueden sangrar. Si eres mago, sólo dura hasta que algún otro hechicero lanza un conjuro más deprisa que tú. Así que no me hables de «gran aventura».

Theldaun «Lanzallamas» Ieirson

Enseñanzas de un viejo mago iracundo

Año del Grifo

Era un día frío y despejado, de principios de Marpenoth, en el Año de la Mucha Cerveza. Las hojas de todos los árboles del entorno tenían tonalidades doradas y rojos fuertes cuando los Sables Intrépidos refrenaron sus monturas al pie del lugar que habían estado buscando durante tanto tiempo.

Su punto de destino se cernía, oscuro y silencioso, sobre sus cabezas: la torre Flotante, la deshabitada plaza fuerte del mago Ondil, muerto mucho tiempo atrás, oculta en esta barranca cuajada de zarzas en las tierras agrestes, en algún punto muy al oeste de las colinas del Cuerno.

Allí, erguida y recta, una solitaria torre de piedra medio derruida se alzaba hacia el luminoso cielo, pero, como contaban los relatos, su base era un montón de ruinas desmoronadas y había un tramo de aire vacío, de una altura equiparable a la de doce hombres encaramados unos sobre otros, entre el suelo y la oscura y vacía estancia del sexto piso de la torre. La torre de Ondil flotaba en el aire pacientemente, como lo había hecho durante siglos, sustentada por una hechicería aterradoramente poderosa.

Los Sables levantaron la vista hacia la construcción y luego miraron a otro lado, a excepción de la única mujer que había entre ellos y que sostenía una varita alzada en un gesto de cautela mientras escudriñaba por encima de su nariz aguileña la silenciosa y expectante torre cernida en lo alto.

Los Sables habían venido aquí siguiendo una larga y peligrosa calzada. En la tumba —y nido de arañas— de un hechicero en la perdida Thaeravel, que a decir de algunos era la tierra de magos de la que había surgido Netheril, habían encontrado escritos que hacían referencia al poderoso archimago Ondil y a su retiro durante los años postreros de su vida dentro de una torre protegida con hechizos a fin de crear muchos sortilegios nuevos y poderosos.

Entonces, el viejo Lhangaern, de los Sables, había preparado una poción para devolver la juventud a sus miembros y, tras tomarla, se había desplomado en medio de aullidos y se había convertido en un montón de polvo ante los ojos de la banda, que de repente se encontró sin mago. Los Sables Intrépidos no osaron ponerse en camino otra vez sin disponer siquiera de un simple conjuro de invocación de luz que los ayudara. Así que cuando una joven llegó a la posada y empezó a relatar historias sobre las maravillas de la magia —y resultó ser capaz de realizar cierto tipo de encantamientos— arrastraron, prácticamente, a la tal Elmara a incorporarse a sus filas.

No era una mujer guapa. Su enérgica nariz aguileña y la seriedad de sus oscuros ojos hacía que muchos hombres y la mayoría de las mujeres se alejaran de ella; cabalgaba vestida como un guerrero, con calzones y botas, evitando las túnicas y los aires de casi todos los magos. A ninguno de los Sables le apetecía la idea de engatusarla para llevársela a la cama, ni siquiera en el caso de que la amenaza de conjuros defensivos no la rondara. Su primera condición fue disponer de tiempo para estudiar los libros de hechizos que Lhangaern no volvería a leer nunca; y la segunda, tener la oportunidad de utilizarlos.

Los Sables accedieron a ello, y salieron a librar una batalla con una banda de asaltantes que azotaba la región. En el derruido y viejo alcázar que la derrotada banda utilizaba como plaza fuerte, Elmara encontró varitas que no sabían usar y libros de hechizos que no sabían leer, y se apropió de ellos con júbilo.

Todo el invierno siguiente, mientras los aulladores vientos amontonaban nieve y frío en el exterior, los Sables se sentaron frente al fuego, afilando sus espadas y relatando historias interminables acerca de las grandes hazañas que habían llevado a cabo y las proezas aún mayores que realizarían cuando llegara el verano. Separada de ellos, la joven hechicera estudiaba.

Tenía los ojos hundidos y los párpados hinchados, en tanto que su cuerpo enflaquecía todavía más. Entrecerraba los ojos cuando salía al exterior y apenas pronunciaba palabra, con la mente absorta y ausente a cuanto la rodeaba, como si los hechizos la tuvieran aturdida. Sin embargo, podía conjurar fuego en habitaciones que el invierno habría helado, y luz para que todos vieran sin tener que aguantar el humo de hogueras y velas ni tomarse el trabajo de cortar leña.

Los Sables aprendieron a esquivarla y evitar su compañía, pues cada uno de los planes provocaba un ansioso torrente de preguntas morales por su parte: «¿Estaría bien que matáramos a un hombre así?» o «Pero ¿qué nos ha hecho el dragón a nosotros? ¿No sería más prudente dejarlo en paz?»

El invierno pasó, y los Sables volvieron de nuevo a los caminos, y tuvieron un choque con los Escudos Brillantes, una banda arrogante y famosa de aventureros criminales. Lucharon en las calles de Baerlith, y los sueños de varios Sables murieron allí. Elmara rogó a los dos magos de los Escudos Brillantes que se enfrentaban a ella que no lucharan, sino que compartieran sus conjuros «anteponiendo la gloria de la magia a todo lo demás».

Los dos magos rieron con desprecio y lanzaron hechizos mortales, pero la maga de los Sables ya no estaba allí. Reapareció detrás de los dos y los derribó golpeándolos con la empuñadura de la daga que blandía. Luego lloró cuando los otros Sables, sin hacer caso de sus protestas, les cortaron el cuello mientras yacían sin sentido.

—¡Pero podrían haberme enseñado tanto! —sollozó la joven—. ¿Dónde está el honor en matar a alguien que está inconsciente?

Sin embargo, al final del día, los Escudos Brillantes habían pasado a la historia y los Sables se apropiaron de dinero, armaduras, caballos y todo lo demás. Su hechicera se encontró siendo la dueña de botas, cinturones, anillos, varitas y otros objetos que brillaban con el matiz azul profundo de los encantamientos. Estaba impaciente por utilizarlo todo, pero no se atrevía a probar la mayor parte de las cosas... todavía. Los Sables la considerarían una hechicera, pero ella era una sacerdotisa de Mystra, sin más experiencia en el Arte que un entusiasta aprendizaje pero sin la guía de un tutor. Habiendo visto el mal genio de todos ellos, no les reveló este detalle.

Y así fue pasando el largo y caluroso verano. Los Sables iban de triunfo en triunfo, las alforjas llenándose a reventar con monedas, derrochando con liberalidad las riquezas que no podían llevar consigo en manos de damas bien dispuestas por donde quiera que pasaban; todos, claro, menos la morena y seria hechicera, que se mantenía aparte, empleando las noches enredada con conjuros en vez de en los brazos de mozas complacientes.

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