Elminster. La Forja de un Mago (46 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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—¿Cómo te atreves...?

Bramó un torrente de palabras que resonaron y retumbaron con poder, y el castillo de la Brujería se sacudió a su alrededor. Unas estacas brotaron bruscamente del suelo, traspasando a la figura de la armadura de abajo arriba, y después, con un retumbo ensordecedor, una veintena de bloques de piedra se desplomó desde el alto techo y aplastó al intruso. Mientras los remolinos de polvo levantados por el derrumbamiento se extendían en giros perezosos sobre el suelo, unas secciones de la pared se abrieron a lo largo de la galería. De detrás de ellas emergieron tres observadores, putrefactos y de aspecto mortífero, los palpos visuales cimbreándose atrás y adelante, buscando un enemigo. Una jaula resplandeciente, colgada de una cadena, se descolgó a través de una trampilla en el techo, se abrió de golpe cuando su conjuro de brillo se agotó, y seis serpientes aladas, de color verde, salieron de ella, chasqueando las fauces ferozmente mientras daban una batida por la galería, en busca de una presa. Aquí y allí, en el suelo, bloques de piedra se volvieron con lenta inseguridad para descubrir brillantes glifos mágicos.

El Mago Loco de ojos crueles esperó con las manos levantadas para desatar más destrucción en tanto que la cámara se sumía poco a poco en el silencio. Los tiranos observadores, muertos vivientes, flotaban amenazadoramente de aquí para allí, sin hallar nada contra lo que descargar sus rayos, y las serpientes voladoras se desplazaban como flechas, excitadas, de un lado a otro. Una de las serpientes se zambulló en picado sobre Ilhundyl, y el archimago le anudó el cuerpo en el aire con una simple palabra musitada. El silencio volvió a adueñarse del lugar. Quizás había conseguido destruir al intruso.

El Mago Loco pronunció otro conjuro para levantar los bloques de piedra que estaban encima de la aplastada armadura. Flotaron obedientemente, y entonces se elevaron hacia un lado. Ilhundyl se quedó boquiabierto. Contempló, horrorizado, cómo los bloques de piedra, los observadores muertos vivientes, las serpientes, los fragmentos de cristal y todo empezó a moverse en una lenta espiral delante de él.

—¡Basta! —gritó Ilhundyl e invocó el conjuro destructor más fuerte que conocía. La rotación espiral vaciló durante un breve instante, y luego reanudó las vueltas, acelerando más y más hasta que las cosas estuvieron girando velozmente alrededor de la cámara.

Ilhundyl retrocedió, paladeando por primera vez, después de muchos años, el acre sabor del miedo. Más estatuas del viento se rompieron conforme el torbellino aéreo arrastró bloques de piedra u observadores contra ellas. Sus fragmentos brillaron en un círculo que fue ascendiendo hasta unirse a la espiral, que ahora se desplazaba galería adelante, hacia Ilhundyl.

El Mago Loco retrocedió un paso y después se dio media vuelta y echó a correr al tiempo que sus manos se movían con precipitados e intrincados pases mágicos. De repente, surgieron muchos Ilhundyles corriendo por toda la cámara, apareciendo y desapareciendo en una danza compleja. El torbellino los arrastró a todos. Un cuerpo salió lanzado bruscamente contra una pared, se desplomó como un muñeco roto y desapareció. Otro Ilhundyl apareció repentinamente en un balcón alto de la galería y lanzó un cristal brillante hacia abajo, al remolino. La gema centelleó una vez, y, en aquel destello de luz, ella y todos los objetos que giraban desaparecieron, dejando la cámara vacía salvo por las rotas agujas de cristal sobre sus pedestales.

Ilhundyl las contempló fijamente y dijo con frialdad:

—Que se muestre.

El mago de nariz aguileña se hizo visible, en el balcón junto a él, ¡dentro del radio de sus conjuros protectores!

Ilhundyl retrocedió, intentando frenéticamente recordar un conjuro que pudiera usar contra un enemigo tan cercano sin correr peligro.

—¿Por qué has venido? —siseó.

Los ojos del intruso buscaron los suyos, fríamente.

—Me engañaste, esperando enviarme a la muerte. Como los magos de Athalantar, gobiernas merced al miedo y la fuerza mágica bruta, utilizando tus hechizos para matar o mutilar a la gente... o atraparla en formas animales.

—¿Y bien? ¿Qué es lo que quieres de mí?

—Esa pregunta habría sido más apropiado hacerla antes de atacar —replicó Elminster secamente. Luego contestó—: Tu destrucción. Quisiera acabar con todos los hechiceros que actúan como tú.

—Entonces tendrás que vivir mucho, mucho tiempo —dijo Ilhundyl suavemente—, y no tengo el menor interés en que eso ocurra.

Pronunció tres palabras, movió los dedos, y un rayo saltó desde un escudo colgado en la pared opuesta de la galería. Su red de brillantes y numerosos ramales se descargó chisporroteante sobre el balcón. Ilhundyl atrajo hacia sí sus protecciones mágicas al tiempo que los relámpagos blancoazulados serpenteaban y crepitaban a su alrededor, retirándolos para dejar expuesto a su enemigo a las furiosas energías desatadas. El borde del escudo protector retrocedió, y los rayos chasquearon sobre su superficie atrozmente, y el Mago Loco vio a Elminster tambalearse.

El dirigente del Calishar bramó triunfante y levantó la mano izquierda para descargar un rayo del anillo de su dedo medio. El advenedizo mago estaba apenas a tres pasos de distancia; era imposible que fallara a tan corta distancia. Su rayo, que absorbía la fuerza vital como una sanguijuela, se descargó... ¡y rebotó!

Ilhundyl gritó cuando su propio hechizo desgarró sus entrañas, e intentó huir, dirigiéndose a trompicones hacia el arco por el que salía del balcón. Entonces la mano de Elminster tocó el suelo de piedra, y el balcón se rompió y se precipitó pared abajo. Ilhundyl cayó con él, rugiendo una palabra desesperadamente.

A pocos palmos del suelo, su magia surtió efecto; su caída se frenó hasta convertirse en un suave descenso. En el tumulto, ninguno de los dos hombres reparó en un par de ojos relucientes que aparecían flotando a un extremo de la galería y contemplaban la lucha con calma.

Ilhundyl se volvió hacia la pared y levantó la mano de nuevo. Otro anillo parpadeó. Y de la pared creció lentamente un brazo inmenso que extendió hacia Elminster sus pétreos dedos. Elminster articuló un conjuro, y la mano se estremeció en un estallido de fuerza y fragmentos de roca que lanzó al mago fuera del balcón. Se deslizó sobre el suelo y derribó otra escultura de cristal.

Ilhundyl barbotó otro encantamiento al tiempo que señalaba a Elminster con los pulgares. El príncipe sintió cómo lo alzaban en vilo y lo arrojaban al otro lado de la habitación. Extendió las manos en un gesto amplio, en arco, y, un instante antes de estrellarse con una fuerza demoledora contra la pared de la galería, la pared desapareció de manera repentina. Con un crujido retumbante, el techo empezó a caer. Ilhundyl alzó la vista un momento hacia los bloques de piedra que se desplomaban, y luego echó a correr mientras farfullaba de manera atropellada las palabras de otro hechizo.

Fuera del castillo de la Brujería, Elminster descendió flotando hasta el suelo, de pie y alerta. Cuando sus pies tocaron las piedras de la terraza, se volvió hacia la torre norte y entonces sintió un lacerante dolor cuando algo invisible le abrió un tajo en las costillas.

¡Parecía un fuego abrasador! Elminster retrocedió de un salto, doblado por la mitad a causa del espantoso dolor, y levantó las manos para protegerse la cara. La siguiente cuchillada de la invisible espada le cortó la punta de un dedo. Ahora pudo ver el filo del arma, una línea de energía, brillante con su propia sangre. Ilhundyl se materializó detrás de ella, esbozando una sonrisa, y arremetió con su espada conjurada a las manos de Elminster otra vez.

—Un hombre manco lanza muy pocos hechizos —se mofó el Mago Loco cruelmente mientras lanzaba tajos y cuchilladas.

Elminster masculló un conjuro al tiempo que se agachaba y fintaba, eludiendo las arremetidas, y con un chillido salvaje y torturado la espada mágica estalló en cegadoras estrellas de energía.

El estallido lo lanzó lejos, dando tumbos, la cabeza zumbándole. Durante un par de segundos, el príncipe fue incapaz de hacer otra cosa que seguir tirado en las baldosas, retorciéndose de dolor.

Ilhundyl se estremeció y se retorció las manos, y tuvo que recurrir a toda su voluntad para alejar el dolor que la explosión le había ocasionado en ellas. Cuando hubo recobrado de nuevo el control de sus temblorosos dedos, levantó un escudo protector a su alrededor y echó a andar. Sus labios, antes apretados en una fina línea de dolor, se curvaron en una fría sonrisa de placer anticipado.

Cuando estuvo lo bastante cerca como para tocar al intruso, que seguía retorciéndose, el Mago Loco ejecutó cuidadosamente el hechizo más poderoso y complejo que sabía, y se inclinó para enganchar un dedo en el oído de Elminster.

Si el drenaje del alma tenía éxito, se apoderaría de todos los conjuros y conocimientos que este intruso poseía. Al entrar en la mente del indefenso hombre, Ilhundyl pasó a través del espantoso dolor que encontró allí, esperando hallar y romper la voluntad de este advenedizo. En lugar de ello, sintió su sondeo rechazado violentamente y repelido. Echó la cabeza hacia atrás, emitiendo un siseo doloroso, pero no interrumpió el contacto... todavía. Le llevaría horas memorizar otra vez este conjuro, y, si su prisionero moría, no habría servido de nada tanto esfuerzo; o, si se recobraba, la lucha podía reanudarse.

De repente, empezó a caer, precipitándose en un oscuro vacío en la mente del otro hombre, y de la nada y de todas partes una espada de fuego blanco empezó a acuchillarlo y a cortarlo, hendiendo su propio yo. Ilhundyl chilló y se apartó bruscamente del mago tirado, rompiendo el contacto. ¡Dioses, que dolor! Sacudió la cabeza para despejarse, y se alejó gateando a través de una neblina amarilla.

Cuando se aclaró, el hechicero se volvió... y vio a Elminster esforzándose por ponerse de rodillas, hurgando inútilmente entre el charco de su propia sangre para recuperar un anillo con unas manos a las que les habían sido cortados los dedos. Enfurecido, Ilhundyl siseó las palabras de un hechizo corto y sencillo, y se retiró unos pasos para ver morir a su adversario.

El conjuro se manifestó. Varias garras huesudas, una veintena o más, se materializaron pasando de ser aire a una cruda realidad y se cernieron sobre Elminster, hurgando y rascando con uñas afiladas como agujas.

Ilhundyl sonrió al verlas hacer su espantoso trabajo, y entonces se quedó boquiabierto. ¡Estaban desvaneciéndose! Las garras se fundieron de nuevo en el aire, dejando tras de si los sangrientos despojos de un hombre que aún seguía con vida.

—¿Qué ocurre? —preguntó furiosamente el Mago Loco a Faerun en general mientras avanzaba unos pasos.

—La perdición —respondió una voz tras él. Ilhundyl giró sobre sí mismo con rapidez.

Una mujer de ojos oscuros estaba brotando de su propia puerta principal, saliendo suavemente de la oscura madera para hacerle frente. Era alta y delgada, y vestía túnica verde oscuro. Unos ojos negros, brillantes, bajo unas cejas arqueadas, se encontraron con los suyos... e Ilhundyl vio su muerte en ellos. El Mago Loco aún seguía balbuciendo un encantamiento cuando un fuego blanco, más brillante que ninguna otra cosa vista por el hechicero hasta entonces, saltó desde una de las esbeltas manos de la mujer hacia él.

Ilhundyl contempló impotente su hermoso e implacable semblante y entonces las llamas rugientes lo alcanzaron y lo envolvieron, y el pálido semblante de la mujer y el cielo detrás de él se oscurecieron en la mirada fija, extinguida, del hechicero.

A través de la sangre que le corría por los ojos, Elminster vio al Mago Loco ser barrido y consumido en un fugaz y rugiente instante.

—¿Qué..., qué conjuro era ése? —gruñó con voz ronca.

—Ningún conjuro, sino el fuego mágico —replicó Myrjala con tono tajante—. Y ahora levántate, necio, antes de que todos los rivales de Ilhundyl aparezcan por aquí para apoderarse de todo lo que puedan. Tenemos que habernos marchado para entonces.

Se dio media vuelta y descargó sobre el castillo de la Brujería el mismo fuego plenamente consumidor. La Gran Puerta desapareció, y las estancias que había a continuación se desplomaron envueltas en llamas.

Elminster se incorporó con un gran esfuerzo, y escupió sangre.

—¡Pero su magia! Perdida, ahora, todo lo...

Myrjala se giró hacia él. Las delgadas manos que habían arrojado el fuego mágico unos instantes antes sostenían ahora un grueso libro, viejo y deteriorado. Lo puso en las machacadas manos de Elminster con brusquedad; el dolor del contacto casi hizo que lo dejara caer.

—Su trabajo importante está aquí —dijo Myrjala—. ¡Debemos irnos ya!

Los ojos de Elminster se entrecerraron al mirarla; de algún modo, su tono parecía diferente. Claro que quizás él estaba demasiado malherido para escuchar bien, se dijo débilmente.

Myrjala le tocó la mejilla y, de pronto, los dos se encontraban en otro sitio: una caverna en la que resonaban los ecos. Los hongos en sus paredes emitían un débil fulgor azul y verde, aquí y allí.

Elminster trastabilló y, con gran esfuerzo, recuperó el equilibrio, sin dejar de estrechar el libro de hechizos contra su pecho.

—¿Dónde... estamos?

—En uno de mis refugios —contestó Myrjala mientras echaba una mirada alerta a su alrededor—. Esto fue en tiempos parte de una ciudad elfa. Nos encontramos a gran profundidad bajo Nimbral, una isla del Gran Mar.

Elminster miró en derredor y luego bajó la vista hacia el libro que sostenía. Cuando alzó los llorosos ojos para encontrarse con los de ella, tenían una extraña expresión.

—¿Lo conocías?

Los ojos de Myrjala se tornaron muy sombríos.

—Conozco a muchos magos, Elminster —respondió con un tono casi de advertencia—. Llevo en este mundo mucho tiempo... y no he permanecido con vida durante tantos años a fuerza de desafiar temerariamente a cada archimago del que he oído hablar.

—No quieres que vaya a Athalantar todavía —dijo Elminster lentamente, con los ojos prendidos en los de ella.

—No estás preparado. A tu magia todavía le falta sutilidad. Es demasiado burda y previsible... y estás condenado a fracasar cuando un poder mayor compita contigo.

—Entonces, enséñame sabiduría —pidió Elminster, que se tambaleaba.

—Caminos separados, ¿recuerdas? —La maga se volvió de espaldas.

—Estabas velando por mí, protegiéndome —le dijo Elminster con desesperación—. Me seguías. ¿Por qué?

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