Elminster. La Forja de un Mago (43 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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Más adelante. Antes tenía que hacer otras cosas, como siempre. Donde había muchos hombres de armas, también había siempre clérigos de Tempus o Helm o Tyr o Tyche o de los cuatro... Al menos, de Tempus.

La sombra se desplazó rápidamente por detrás de los barracones y almacenes, buscando un rincón donde una espada debería estar plantada, recta, en un bloque de madera, a guisa de altar. Ah, sí... allí. Bien ¿dónde estaba el clérigo? Elmara se deslizó hacia el siguiente edificio. Dentro había una habitación sencilla, adornada con armaduras abolladas —trofeos a Tempus, sin duda— y un hombre, sucio y apestando a cerveza, dormido bajo ellas. Si ése era el clérigo, pensó con asco, su intentona había fracasado, y lo mejor que podía hacer era salir de allí antes de que el conjuro se agotara y buscar el santuario de Chauntea.

Pero antes... Había una casa espléndida en medio de los otros edificios. La guarida de los señores de la magia locales, no cabía duda; desde lejos llegó a sus oídos el apagado estrépito de risas y conversaciones. Quizá pensaban pasar la noche bebiendo, y tal vez entre ellos hubiera un clérigo.

La casa tenía guardias, pero estaban aburridos y se los veía resentidos por la celebración en el interior; pronto, uno de ellos se acercó al otro para compartir una chanza. La sombra se deslizó por el sitio ocupado antes por él y entró por la puerta. A partir de allí, pasó como un fantasma entre cortinas y apresurados sirvientes hasta la amplia y ruidosa sala que había más adelante.

Un globo de luz mágica se desplazaba por el aire, compitiendo con numerosas velas en la iluminación de la enorme cámara, que estaba abarrotada de hombres ataviados con ricos ropajes y mujeres que por toda vestimenta llevaban gemas. Toda esta pandilla de borrachos estaba repantigada en cojines y divanes, derramando tanto vino como pimplaban y hablando demasiado alto y demasiado triunfalmente sobre lo que harían en las horas y días venideros, y cómo lo harían.

Bajo la visión de mago de Elmara, el lugar estaba bañado en el resplandor azul de la magia, pero en un cuarto interior, parcialmente visible al otro lado de una de las muchas puertas que había en la parte posterior de la sala, la brillantez era aún más intensa. No queriendo verse despojada de su forma de sombra por algún conjuro defensivo o ser vista por alguien en la sala que tuviera poder para traspasar conjuros de enmascaramiento, Elmara se deslizó rápidamente alrededor de los congregados y se dirigió hacia el umbral que parecía llamarla.

El cuarto que había al otro lado estaba ricamente amueblado y tan sobrecargado de hechizos que parecía una densa masa azulada a los ojos de Elmara. Se desplazó velozmente sobre la alfombra y pasó bajo un arco a una cámara que ocupaba casi por completo un inmenso lecho con dosel.

«Bien, si yo fuera un mago y tuviera montones de magia que ocultar, ¿dónde lo...? Bajo la cama, por supuesto.»

Los faldones de la alta cama no eran barrera para una sombra, y el espacio de debajo era casi otro pequeño cuarto en el que uno podía sentarse. El resplandor azul era casi cegador ahora, derramándose desde un arcón y dos cofres que había debajo de la cama. En el mismo momento en que Elmara se inclinaba para echar un vistazo en su interior, el conjuro de forma de sombra se agotó y la joven cayó a gatas sobre la polvorienta alfombra. Se quedó totalmente inmóvil, escuchando en tensión, pero no sonó ningún grito de alarma ni los pasos de nadie entrando en el cuarto.

El cofre pequeño probablemente contenía gemas y monedas; el más grande o el arcón tenían que tener guardadas, casi con toda seguridad, pociones curativas, si es que las había en este lugar. Tenía que ser así, si lo que había oído contar en Hastarl era cierto. Con ellas, un señor de la magia podía sanar hombres heridos y ganarse su gratitud, o negociar con ellas y obligar a la gente a servirles; además, sin ellas, un mago estaba en manos de clérigos y hombres de menos categoría que poseían magia curativa y podían hacer lo mismo con él.

Sin embargo, ¿en cuál de ellos estaban, en el cofre o en el arcón? Elmara desenvainó la daga y se tanteó el cabello por encima de la oreja para coger una de las dos ganzúas que todavía llevaba encima. Unos cuantos giros hábiles y tanteos y la cerradura del cofre se abrió con un chasquido. Elmara se tumbó junto al cofre y levantó la tapa con la punta de la daga, cuidadosamente.

No ocurrió nada. Con precaución levantó la cabeza para mirar dentro y... ¡Bah! Sólo había monedas.

Estaba manipulando el arcón cuando alguien entró en el cuarto. No, eran dos personas: un hombre que reía con anticipada excitación y alguien más. Una doncella para satisfacer su deseo, sin duda. La puerta se cerró con un golpe y sonó el cerrojo al correrse.

La cama crujió justo encima de la cabeza de Elmara. Agachándose de manera involuntaria, frunció los labios e hizo un alto en sus manipulaciones de la cerradura. El chasquido sería fuerte cuando la forzara para abrirla.

No tuvo que esperar mucho y, cuando el hombre estalló en carcajadas ante su propio chiste, hizo ruido más que suficiente para ahogar el del chasquido del arcón al abrirse. Sacar el contenido sobre la alfombra mientras que la pareja brincaba y rodaba sobre la cama justo encima de ella fue una tarea larga y trabajosa, pero los afanes de Elmara se vieron recompensados: a lo largo de un costado del arcón, debajo de una túnica que emitía el fulgor azul de la magia, había una hilera de tubos metálicos, cada uno de ellos sellado con un tapón y con cera, y pulcramente etiquetados. Uno daba el poder de volar; los demás, eran todos para curar. ¡Bien!

Con una sonrisa triunfal, El los metió en sus botas y volvió a guardar las otras cosas en el arcón con toda clase de cuidados; echó una mirada anhelante a un libro de conjuros atado a la tapa. No; ahora su deber era salir de aquí, cuanto antes y sin ser descubierta.

No era algo fácil de hacer. Era casi imposible realizar un conjuro justo debajo de un señor de la magia —aun en el caso de que ese señor de la magia estuviera en plena euforia pasional— sin que la escuchara.

Y entonces lo oyó gruñir, encima de su cabeza, y exclamar:

—¡Aaaah, sí, por los dioses! Y ahora fuera, chica... ¡Fuera! ¡Todavía tengo trabajo que hacer antes de dormir! Pero, ojo, no te marches... ¡Saldré a buscarte después!

El cerrojo se descorrió, se abrió la puerta, y luego Elmara oyó cómo se cerraban los dos otra vez. Se puso tensa bajo la cama. Le quedaban unos cuantos conjuros de ataque, pero una esfera de llamas no sirve de mucho si se quiere sobrevivir a un combate en un cuarto pequeño, y menos aún si se lo quiere emplear sin poner en alerta a toda una plaza fuerte repleta de soldados.

También tenía algo más pequeño: el aliento de fuego. Mmmmm.

Y entonces los faldones delante de ella se abrieron de un tirón y un hombre arrodillado metió la cabeza debajo de la cama, buscando sus riquezas.

Miró a Elmara estupefacto, en tanto que ella alargaba las manos de manera repentina y, tirando de las orejas, lo arrastraba hacia sí.

—Saludos —ronroneó antes de musitar las pocas palabras que invocaban la magia y besarlo.

Una llamarada ardiente salió de sus labios entreabiertos y se introdujo en el señor de la magia, que se debatía y farfullaba de manera incoherente. El hombre se puso rígido, se agarró a ella de forma convulsa y luego cayó en la alfombra; los dientes chocaron entre sí cuando su barbilla golpeó contra el suelo.

Salía humo de la boca y los oídos del mago muerto; Elmara arrastró el cofre hasta colocarlo junto al hechicero, lo volvió a abrir, y puso al hombre de rodillas, con la cabeza metida dentro. Cuando lo encontraran, quizá pensarían que algo que tenía guardado en el interior lo había matado.

Fríamente, Elmara salió de debajo de la cama. La puerta estaba cerrada y atrancada. Bien. Se agachó bajo el lecho otra vez y sacó el libro de conjuros. Pasó las hojas rápidamente y encontró el hechizo que buscaba.

Era muy parecido a la plegaria que Braer le había enseñado. Arrodillada, con el libro abierto ante sí, rezó fervientemente a la Dama de los Misterios.

Una luz pareció prenderse en su interior y, de pronto, se encontró de pie justo delante de la cueva donde estaba su protegida, en el prado alto, con el libro de hechizos en las manos.

—Bendita seas, Mystra —dijo, alzando la vista hacia las estrellas, y entró en la cueva.

El penetrante olor a sopa de tortuga flotaba en la cueva. Absorta en procurar que no se quemara, Elmara apenas si escuchó la débil voz a su espalda.

—¿Quién..., quién eres?

Se volvió para ver a la hechicera despierta de verdad por primera vez. Unos ojos grandes, hundidos, miraban los suyos fijamente. La maga alzó una mano para apartar el revuelto cabello a un lado, y aquella mano tembló. Aquella saeta de ballesta tenía por fuerza que haber estado impregnada con algo. Incluso con las pócimas, a la hechicera le había costado mucho tiempo recuperarse.

Elmara continuó moviendo la sopa con un hueso largo, todo lo que quedaba de un ciervo que había cobrado con sus conjuros días atrás.

—Me llamo Elmara de Athalantar —dijo—, y sirvo a Mystra. —Aquellos grandes ojos se prendieron en los suyos como si se aferrara a un último agarre que está a punto de desmoronarse. Elmara añadió—: Y seré enemiga de los señores de la magia de este reino hasta que todos estén muertos... o lo esté yo.

La mujer dejó escapar un largo y estremecido suspiro, y se recostó contra la pared de la cueva.

—¿Dónde...? ¿Qué sitio es éste?

—Una cueva, al norte de Athalantar —le contestó El—. Te traje aquí hace más de diez días, tras rescatarte de unos soldados en el valle Embrujado. ¿Cómo es que fuiste a parar en medio de un círculo de ballestas?

—Yo... —La mujer se encogió de hombros—. Acababa de llegar a Athalantar y topé con una patrulla de soldados. Se dieron a la fuga y reunieron a más compañeros suyos, con los que regresaron para matarme. Por ciertas cosas que dijeron, parece que tienen órdenes de acabar con cualquier hechicero o hechicera con que se encuentren que no sea uno de los señores de la magia. Estaba cansada y poco atenta... Me arrollaron. —Sonrió y extendió una mano para tocar la de Elmara.

»Gracias —dijo suavemente, los inmensos ojos muy oscuros en contraste con su bello y pálido semblante—. Soy Myrjala Talithyn, de Elvedarr, en Ardeep. Me llaman
Ojos Negros
.

—¿Un poco de sopa? —ofreció Elmara.

—Sí, por favor. —Myrjala se sentó con la espalda apoyada en la pared de la cueva—. He estado vagando en mis sueños —dijo lentamente—. He..., he visto muchas cosas.

Elmara esperó, pero la hechicera no agregó nada más, así que sumergió un vaso de cuero endurecido, el único recipiente que tenía, en la sopa, lo limpió para que no goteara y se lo tendió a Myrjala.

—¿Qué te trajo a Athalantar? —preguntó.

—Cabalgaba de camino a unas plazas fuertes elfas, corriente del Unicornio arriba, cuando topé con los soldados por primera vez y mataron a mi caballo. Después, caminé hasta donde me encontraste —respondió Myrjala y miró a su alrededor—. ¿Dónde estamos ahora?

—Por encima de las ruinas de Heldon —repuso Elmara llanamente mientras se chupaba los dedos manchados de sopa.

Myrjala asintió con la cabeza, sorbió un buen trago del humeante caldo, y se estremeció por lo caliente que estaba. Luego volvió a alzar sus impresionantes ojos negros buscando la mirada de Elmara.

—Te debo la vida —le dijo—. ¿Qué puedo darte a cambio?

Elmara bajó la vista hacia sus manos y comprobó que le temblaban con un repentino nerviosismo. Alzó los ojos y soltó de sopetón:

—Enséñame magia. Sé algunos conjuros, pero soy una sacerdotisa, no una maga. Necesito dominar la hechicería si quiero ejecutar conjuros lo bastante bien para destruir a los señores de la magia.

Las oscuras cejas de Myrjala se enarcaron ante las últimas palabras de El.

—Dime qué es lo que has aprendido hasta ahora —se limitó a pedir, sin embargo.

Elmara se encogió de hombros.

—He aprendido a destruir enemigos, y a utilizar su cólera contra ellos mismos... Puedo crear y arrojar fuego, y saltar de un lugar a otro; adoptar la forma de una sombra; oxidar o dominar los metales. Pero lo ignoro todo respecto a sabios conjuros de estrategia en contra de un oponente inteligente; o los detalles de qué es lo que hacen la mayoría de los conjuros de los magos; o cómo se puede mejorar un conjuro mediante el uso de otro; o...

Myrjala asintió con la cabeza.

—Has aprendido bastante. La mayoría de los magos ni siquiera llegan a caer en la cuenta nunca de que carecen de tales habilidades. Y si alguien se atreve a hacérselo notar, montan en cólera y quieren matar a quien se lo ha dicho, en lugar de darle las gracias. —Tomó otro sorbo de sopa y añadió:

»Sí, te enseñaré. Será mejor que alguien lo haga, porque ya hay más que suficientes hechiceros descontrolados pululando por Faerun. Cuando hayas aprendido a confiar en mí, podrás contarme por qué quieres matar a todos los señores de la magia de este país.

—Eh... —La mente de Elmara era un torbellino de ideas—. Yo...

Myrjala alzó una mano para acallarla.

—Más adelante —dijo con una sonrisa—. Cuando estés preparada. —Puso un gesto raro y añadió—: Y cuando hayas aprendido a calcular la sal que hay que echar en una sopa.

Las dos se echaron a reír juntas, por primera vez.

14
Nadie más necio

Entended esto, brujillos, y entendedlo bien: no hay mayor necio que un hechicero. Cuanto más grande es el mago, mayor es su necedad, porque nosotros, los que hacemos magia, vivimos en un mundo de sueños y perseguimos sueños... Y, al final, los sueños nos pierden.

Khelben «Báculo Oscuro» Arunsun

Máximas para presuntos aprendices

Año de la Espada y las Estrellas

Brotó fuego en un remolino furioso de vida allí donde el aire había estado vacío un momento antes. Enseguida creció en dos sitios de la enorme caverna hasta que el absorto rostro de Elmara quedó iluminado por dos grandes esferas de fuego. Empezó un doble retumbo que creció en tono y fuerza a medida que las esferas giratorias se hacían más grandes. La mirada de Elmara fue de uno de los ardientes núcleos al otro, en tanto que el sudor le corría por la cara como agua sobre rocas y escurría de manera constante por su barbilla. Al otro lado de la cámara, Myrjala permanecía inmóvil, observando inexpresivamente. Las bolas de fuego gemelas crecieron aún más, dando la impresión de arrancar llamas del aire conforme giraban y giraban.

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