Elminster. La Forja de un Mago (44 page)

BOOK: Elminster. La Forja de un Mago
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—¡Ahora! —susurró El, más para sí misma que para su maestra, y unió las manos temblorosas.

Obedientemente, las dos grandes esferas se movieron, girando sobre su eje a la par que se desplazaban a través de la caverna, la una en dirección a la otra. Elmara retrocedió un paso, precavidamente, sin apartar la vista de las llamas, y después, otro más. Era conveniente encontrarse lejos cuando las dos esferas ardientes...
¡se tocaran!

Se produjo un estallido de luz cegador cuando las atormentadas lenguas de fuego saltaron violentamente en todas direcciones; la caverna se sacudió con la fuerza del imponente estallido. La onda de calor pasó sobre Elmara, y la fuerza de la explosión la alcanzó de lleno, la levantó en el aire y la arrojó hacia atrás, dando volteretas, hacia la nada. La furia del estallido pasó rugiendo a su lado y se perdió a lo lejos lentamente. Elmara se encontró flotando en el aire, inmóvil, mientras los ecos de la explosión retumbaban y rodaban a su alrededor, y le caían piedras y polvo del alto techo, invisible allá arriba.

—¿Myrjala? —preguntó a la oscuridad con ansiedad—. ¿Maestra?

—Estoy bien —contestó una voz tranquila desde muy cerca.

Elmara sintió que giraba en el aire, y se encontró mirando los oscuros y atentos ojos de la hechicera, que flotaba boca arriba en el aire, a su lado. El cuerpo desnudo de Myrjala estaba polvoriento y cubierto de sudor, como el suyo. Alrededor de las dos, la atmósfera de la caverna seguía estando desagradablemente caliente. Myrjala se ladeó y tocó el brazo de El. Empezaron a descender.

—Para protegernos a las dos —explicó—, tuve que hilar mi conjuro protector a tu alrededor y después hacer que me arrastrara hacia su interior. Te pido disculpas si te sobresalté.

Elmara hizo un ademán como restando importancia al asunto al tiempo que llegaban juntas al suelo de la caverna.

—Soy yo quien te pide disculpas por crear un infierno demasiado poderoso para este espacio...

Myrjala sonrió e hizo el mismo ademán que su pupila había hecho antes.

—Era esto lo que pretendía. Seguiste mis instrucciones a la perfección, algo que muchos aprendices nunca consiguen hacer en el doble de años de estudio de los que llevas tú.

—Tenía experiencia en seguir dictados de mi época como sacerdotisa —dijo Elmara acomodándose en el suelo de piedra, todavía caliente.

—Tanto como cualquier sacerdotisa aventurera, quizá —replicó Myrjala—. Tenías una meta y fraguaste tu propio camino hacia ella. —Se agachó para recoger su túnica del suelo y se enjugó la cara con ella—. La verdadera obediencia la aprende gente que pasa años trabajando arduamente en alguna tarea interminable, con pocas expectativas de mejora o recompensa, siguiendo órdenes mezquinas dadas por seres mezquinos que dominan el látigo o la lengua del tirano sin ningún poder real que justifique tal jactancia.

—¿Lo dices por propia experiencia? —preguntó El con guasa, y Myrjala puso los ojos en blanco.

—Sí, y en más de una ocasión —contestó—. Pero no intentes distraer mi atención de tu aprendizaje. Puede que lances conjuros tan bien como algunos archimagos, pero todavía no los dominas todos. —Se echó hacia adelante y habló seriamente—: Alguien que ha dominado realmente la hechicería
siente
cada encantamiento casi como si fuera algo vivo, y de ese modo puede controlar sus efectos con precisión, utilizándolos de manera original e inesperada o modificándolos por otros. Noto cuando un aprendiz desarrolla tal sensación hacia un conjuro y, hasta ahora, sólo has adquirido este control íntimo sobre menos de la mitad de los hechizos que conoces.

—No estoy acostumbrada a hablar sobre la magia de este modo, pero te entiendo. Continúa.

—Cuando reviertes a la plegaria, invocando a Mystra para que te dé poder, veo esa consonancia en cada conjuro, pero ése es un sentimiento por la diosa y por el flujo de energía mágica pura, no un dominio de la estructura y dirección de la magia que se está desplegando.

—¿Y cómo adquiriré ese dominio sobre todos los hechizos que utilizo?

—Como siempre, sólo hay un camino —contestó Myrjala al tiempo que se encogía de hombros—. La práctica.

—Es decir, practicar hasta el hartazgo —comentó El con una sonrisa desabrida.


Ahora
has cogido la idea —repuso Myrjala. Su sonrisa era anhelante—. Veamos lo bien que puedes crear una cadena de rayos que persigan y alcancen las esferas de luz que conjuraré yo. Verde será que no están tocadas, y un cambio a ámbar significará que tu rayo las ha alcanzado.

Elmara gruñó y se señaló los reluciente reguerillos de sudor que corrían por su cuerpo cubierto con una capa de polvo.

—¿No hay descanso? —protestó.

—Sólo en la muerte —replicó Myrjala sensatamente—. Sólo en la muerte. Intenta no recordar eso cuando lo hacen la mayoría de los magos: demasiado tarde.

—¿Por qué hemos venido aquí? —preguntó Elmara mientras miraba en derredor a la fría y húmeda oscuridad.

—Para aprender —fue cuanto dijo su maestra.

—¿Aprender qué, exactamente? —inquirió El, que miraba con desconfianza las inscripciones que no entendía y los sarcófagos de piedra de formas extrañas y arcones de roca suave como cristal que estaban recubiertos de cuernos enroscados. Por raras que fueran las formas que veía, reconocía un panteón cuando estaba en uno.

—Cuándo
no
hay que lanzar hechizos ni buscar la destrucción —contestó Myrjala, cuya voz resonaba en un rincón alejado de la cámara. Unas motitas de luz surgieron repentinamente y giraron arracimadas en torno a su cuerpo. Cuando se apagaron, Myrjala había desaparecido.

—¿Maestra? —llamó El con más calma de la que en realidad sentía. De la oscuridad, a corta distancia, llegó una especie de respuesta: inscripciones que habían sido meros surcos en la piedra de las paredes y el suelo relucieron con una repentina luz esmeralda. Elmara se volvió para mirarlas de frente, preguntándose si podría descifrar algún significado de esos símbolos, y entonces, con un repentino asomo de miedo, vio jirones de luz elevándose de ellos, retorciéndose y cobrando consistencia hasta materializarse en...

Elmara se apresuró a preparar su conjuro destructor más poderoso... e hizo una pausa, aguardando en tensión.

Ante ella, el espectro de un hombre se estaba formando de la nada: alto, delgado y regio, vestido con extraños ropajes adornados con cuernos enroscados, como los de los arcones, y sosteniéndose de pie en el vacío, a cierta altura sobre el suelo grabado con runas. Los ojos eran dos esmeraldas ardientes fijas en Elmara, con una mirada poderosa, profundamente sabia.

—¿Por qué has venido a perturbar mi sueño? —sonó una voz en su mente.

—Para aprender —respondió El rápidamente, sin bajar las manos.

—Los estudiantes no suelen presentarse con conjuros destructivos ya preparados —fue la contestación—. Ése es más bien el estilo de quienes vienen a robar.

Unas columnas verticales de luz esmeralda cobraron vida de repente por toda la cámara, y del techo descendieron huesos en revoltijo por cada rayo de luz para amontonarse en su interior perezosamente. Una veintena o más de calaveras contemplaban fijamente a Elmara. Ella las miró y luego volvió la vista hacia el espectro.

—¿Son éstos los restos de los ladrones que llegaron aquí?

—Lo son. Vinieron buscando algún tesoro glorioso de Netheril, pero el único tesoro que hay aquí soy yo mismo. —La voz hizo una pausa, y el espectro se deslizó un poco más cerca—. ¿Esto cambia el propósito de tu visita?

—Hubo un tiempo en que fui ladrona, pero no he venido aquí con intención de llevarme otra cosa que no sean enseñanzas —contestó Elmara.

—Eso, al menos, te dejaré tenerlo —dijo la fría voz.

—¿Me dejarás que reciba enseñanzas? ¿Es que puedes negármelas?

—Desde luego. Domino la magia en Thyndlamdrivvar... no como los hechiceros de hoy en día parecen hacerlo, arramblando hechizos de las tumbas o a necios tutores del mismo modo que unos chiquillos roban las manzanas de los árboles de otros.

—¿Quién eres? —musitó El, mirando a uno y otro lado para seguir los movimientos y sacudidas de las calaveras.

—Ahora me llamo Ander. Antes de pasar a este estado, era un archimago de Netheril, pero la ciudad donde vivía y las grandes obras que realicé parecen haber desaparecido con el paso de los años. En eso quedó tanto esfuerzo... Y ahí tienes una lección valiosa que llevarte, brujilla.

—¿En qué te has convertido? —Elmara tenía fruncido el ceño.

—He ido más allá de la muerte por mediación de mi arte. Tengo entendido, merced a conversaciones como la presente, y por lo tanto lo que creo saber puede estar distorsionado con mentiras que se me han dicho, que todo lo que los hechiceros de hoy en día son capaces de conseguir es preservar sus cuerpos, arrastrándose por ahí como restos putrefactos que se van desmoronando hasta que se deshacen completamente, y, según creo, los llamáis «liches» ¿no?

—Sí —asintió Elmara con incertidumbre.

Los verdes ojos del espectro relucieron un poco más brillantes.

—En mis tiempos, dominábamos nuestros cuerpos, de manera que podemos volvernos sólidos o como ahora me ves, y pasar de un estado a otro a voluntad. Con mucha práctica, se aprende incluso a hacer sólida sólo una mano, por ejemplo, y dejar el resto del cuerpo invisible.

—¿Es eso algo que puede enseñarse?

Los ojos esmeraldas emitieron un brillo de regocijo.

—Sí, a aquellos que quieran ir más allá de la muerte.

—¿Por qué iba nadie a querer ir más allá de la muerte?

—Para vivir eternamente o para terminar una tarea que acapara y consume cada día de la vida de alguien, como la venganza de los señores de la magia consume la tuya, o...

—¿Sabes eso de mí?

—Puedo leer tu mente cuando estás a tan corta distancia —contestó el espectro del hechicero netherino.

Elmara retrocedió un paso, levantando las manos con renovada resolución, y el suspiro del muerto viviente hechicero soñó en su mente.

—No, no. No lances tu insignificante conjuro, brujilla. No te he hecho daño alguno.

—¿Te alimentas con pensamientos y recuerdos? —preguntó Elmara con repentina desconfianza.

—No. Me alimento de la fuerza vital.

Elmara retrocedió otro paso y sintió un leve roce en el hombro. Se volvió y se encontró cara a cara con la eterna sonrisa de una calavera flotante que se mecía en el aire, arriba y abajo, a escasos centímetros de su nariz. Retrocedió de un brinco al tiempo que lanzaba un ahogado chillido. El hechicero suspiró otra vez.

—No de la fuerza vital de seres inteligentes, boba. ¿Crees que no tengo conciencia, porque sólo ves huesos y todos los aderezos de la muerte? ¿Qué hay de malo en ello? Es algo que nos sobreviene a todos.

—Entonces, ¿qué fuerza vital? —quiso saber Elmara.

—Tengo una criatura prisionera al otro lado de esa pared a la que se conoce como «reproductora» y que pare criaturas que ha devorado. En este caso, estirge, tras estirge, tras estirge.

—¿Dónde está la puerta a esa habitación de monstruos? —inquirió con recelo.

—¿Puerta? ¿Para qué necesito puertas? Las paredes no son un obstáculo para mí.

—¿Por qué me estás contando todo esto?

—Ah, ésa es la forma de hablar de una hechicera viva, temerosa y desconfiada con cualquiera, ávida de poder, acumulando enseñanzas como piedras preciosas y ocultándolas a los demás... ¿Por qué no iba a contártelo? Te interesa, y yo me siento solo. Mientras hablamos, me entero de lo que quiero saber a través de tu mente, así que poco importa de qué hablamos.

—¿Sabes todo respecto a mí? —susurró El, que miró a su alrededor buscando a Myrjala.

—Sí. Todos tus secretos y temores. Pero estate tranquila. No se lo revelaré a nadie ni lo utilizaré en tu contra. Por raro que pueda parecer, veo que realmente no tenías intención de robarme ni de utilizar magia contra mí.

—Entonces, ¿qué harás conmigo ahora?

—Dejarte marchar. Pero regresa, dentro de diez años más o menos, a conversar con Ander otra vez. Para entonces tu mente habrá almacenado nuevos recuerdos y aprendizajes para mí.

—Eh... intentaré volver —dijo El con incertidumbre. Aunque a estas alturas ya había controlado el miedo, sólo los dioses sabían sí seguiría viva para entonces o si todavía sería capaz de ejecutar magia, o por el contrario se habría convertido en prisionera o esclava de uno u otro señor de la magia.

—Es todo lo que puede prometer un mortal —replicó Ander, acercándose un poco más—. Acepta este regalo, ya que no viniste a arrebatarme nada.

Un rayo de luz descendió delante de Elmara, casi rozándole la nariz; dentro flotaba un libro, un libro de páginas circulares, abierto por una de ellas. Mientras El miraba fijamente las reptantes runas de esa página, dio la impresión de que se retorcían y volvían a formarse hasta que, de repente, pudo leerlas. Era un conjuro que transformaba, completa y permanentemente, el género del hechicero que lo realizaba. Elmara tragó saliva. Casi se había acostumbrado a ser una mujer, pero... La página se estaba desgarrando del libro por sí misma, ante sus propios ojos. De manera involuntaria gritó por esta destrucción, pero el espectro se echó a reír ante su reacción.

—¿Para qué necesito este conjuro? ¡Puedo adoptar cualquier forma física que desee! ¡Toma, cógelo!

Aturdida, El alargó la mano hacia la luz y cogió la página. Al hacerlo, la oscuridad se cernió de manera repentina sobre ella. Las luces esmeraldas, el espectro del hechicero, los huesos y todo desapareció.

Lo único que quedaba en la silenciosa estancia era su propio y tenue fuego mágico y la arrugada y deteriorada página. Miró a su alrededor un instante y luego, con cuidado, enrolló la frágil hoja de pergamino y se la guardó bajo el corpiño.

Entonces se puso tensa cuando una queda risita sonó en lo más hondo de su mente, seguida de las palabras:
Recuerda a Ander, y regresa. Me caes bien, hombre-mujer.
Elmara permaneció largo rato en la penumbra, silenciosa e inmóvil.

—Y tú a mí, Ander —dijo después—. Volveré a visitarte. —Acto seguido se encaminó hacia el lugar donde Myrjala había desaparecido—. ¡Maestra, maestra! —llamó.

Todo era silencio y oscuridad.

—¿Myrjala? —dijo con incertidumbre, y, al sonido de aquel nombre, unas motitas luminosas surgieron relucientes delante de ella, y vio los oscuros y amistosos ojos de su maestra durante un momento antes de que los puntos de luz giraran también a su alrededor y la sacaran del panteón.

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