Elogio de la Ociosidad y otros ensayos (14 page)

BOOK: Elogio de la Ociosidad y otros ensayos
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Ha de admitirse que el socialismo podría hacer las cosas todavía peor. Desde el momento en que la edición sea un monopolio del estado, será fácil para el estado ejercer una censura poco liberal. Mientras haya oposición violenta al nuevo régimen, ello será casi inevitable. Pero cuando el período de transición pase, se puede confiar en que los libros que el estado no quiera aceptar por sus méritos podrán ser publicados si el autor cree que merece la pena sufragar el gasto trabajando durante más tiempo. Puesto que las horas de labor serán pocas, no resultará excesivamente penoso; pero ello bastará para desalentar a los autores que no estén seriamente convencidos de que sus libros contienen algo de valor. Es importante que sea
posible
publicar un libro, pero que no resultara muy fácil. Actualmente sobran libros en cantidad, así como escasean en calidad.

8. SERVICIOS PÚBLICOS IMPRODUCTIVOS

Desde la aparición de gobiernos civilizados se ha reconocido que hay algunas cosas que deben hacerse, pero que no pueden dejarse a la azarosa influencia del beneficio como motivación. La más importante ha sido la guerra; ni siquiera los más convencidos de la ineficiencia de la empresa del estado sugieren que la defensa nacional se arriende a contratistas privados. Pero hay otras muchas cosas de las que las autoridades públicas han juzgado necesario tomar a su cargo, tales como la construcción de carreteras, puertos, faros, parques urbanos, etc. Un sector importante de la actividad socializada, que se ha desarrollado durante los últimos cien años, es la salud pública. Al principio, los partidarios fanáticos del
laisser-faire
se oponían, pero los argumentos prácticos fueron abrumadores. De habernos adherido a la teoría de la empresa privada, toda clase de nuevos sistemas de hacer fortuna hubiese sido posible. Un hombre afectado por la peste podría haber recurrido a un agente de publicidad para enviar circulares a las compañías de ferrocarriles, a los teatros, etc., en las que se comunicara la intención del enfermo de morir en sus locales, a menos que se pagase una fuerte suma a su viuda. Pero se decidió que ni la cuarentena ni el aislamiento quedaran librados a la voluntad, ya que el beneficio era general y la pérdida individual.

El número y la complejidad crecientes de los servicios públicos ha sido uno de los rasgos característicos del siglo pasado. El más importante de tales servicios es la educación. Antes de que el estado la impusiera universalmente, había varios motivos para que existiesen escuelas y universidades. Había fundaciones piadosas que databan de la Edad Media, y fundaciones seculares, tales como el Colegio de Francia, hechas por monarcas renacentistas esclarecidos; y había escuelas de caridad para los pobres intelectualmente dotados. Ninguna de estas instituciones tenía por finalidad el beneficio. Había, sin embargo, escuelas que sí perseguían ese objetivo; son ejemplos de ello Dotheboys Hall y Salem House. Todavía existen escuelas concebidas comercialmente, y aunque la existencia de las autoridades educativas impide copiar el modelo de Dotheboys Hall, tienden a poner el acento sobre la elegancia más que sobre un elevado nivel de logros docentes. En general, el móvil del beneficio ha tenido poca influencia en la educación; y esta poca influencia ha sido mala.

Aun cuando las autoridades públicas no lleven a cabo por sí mismas los trabajos, creen necesario controlarlos. La iluminación de las calles puede ser hecha por una compañía privada, pero ha de hacerse, sea o no remuneradora. Las casas pueden ser construidas por empresas privadas, pero la construcción es regulada por reglamentos. En esta cuestión, se suele reconocer que sería de desear una regulación mucho más estricta. La planificación urbana unitaria, tal como la proyectada por Sir Christopher Wren para Londres después del gran incendio, podría terminar con el horror y la miseria de los barrios marginales y de los suburbios y hacer las ciudades modernas bellas, sanas y agradables. Este ejemplo ilustra otro de los argumentos contra la empresa privada en nuestro muy cambiante mundo. Las zonas que podrían considerarse como unidades son demasiado grandes aun para los mayores plutócratas. Londres, por ejemplo, debería considerarse como un conjunto, puesto que un alto porcentaje de sus habitantes duermen en una parte y trabajan en otra. Algunas importantes cuestiones, tales como el canal de San Lorenzo, implican vastos intereses localizados en diferentes lugares de dos países; en tales casos, ni siquiera basta un solo gobierno para cubrir un área suficiente. Las personas, las mercancías y la energía se pueden transportar mucho más fácilmente que en el pasado, con el resultado de que las localidades pequeñas tienen menos autarquía que cuando el caballo era el medio de locomoción más rápido. Las centrales eléctricas están adquiriendo tal importancia que, si se dejaran en manos privadas, se haría posible una nueva clase de tiranía, comparable a la del barón medieval en su castillo. Es obvio que una comunidad que depende de una central eléctrica no puede tener una seguridad económica mínima si la central es libre de explotar al completo sus ventajas monopolísticas. El transporte de mercancías determina todavía el que se dependa del ferrocarril; el de las personas ha vuelto a depender parcialmente de la carretera. Los trenes y los automóviles han hecho de la separación entre pueblos algo obsoleto, y los aeroplanos tienen el mismo efecto sobre las fronteras nacionales. De esta forma, el progreso técnico hace cada vez más necesario el control público de zonas cada vez más extensas.

9. GUERRA

Llego ahora al último y más sólido argumento en pro del socialismo; es decir, a la necesidad de evitar la guerra. No voy a perder tiempo hablando de la probabilidad de la guerra ni de su perniciosidad, ya que cabe darlas por supuestas. Voy a limitarme a dos cuestiones: 1º ¿Hasta qué punto está ligado, en nuestros días, el peligro de guerra con el capitalismo? 2º ¿Hasta qué punto haría desaparecer el peligro la instauración del socialismo?

La guerra es una antigua institución, a la que originalmente no dio el ser el capitalismo, aunque sus causas fueron siempre principalmente económicas. En el pasado tenía dos causas fundamentales: las ambiciones personales de los monarcas y el expansivo espíritu emprendedor de tribus o naciones vigorosas. Conflictos tales como la guerra de los Siete Años presentan los dos aspectos: en Europa fue dinástico, mientras que en América y en India fue un conflicto entre naciones. Las conquistas de los romanos se debieron, en gran parte, a motivos pecuniarios directamente personales por parte de los generales y sus legionarios. Pueblos de pastores, como los árabes, los hunos y los mogoles, se han lanzado repetidamente a una carrera de conquistas a causa de la insuficiencia de sus primitivas zonas de pastos. Y en todos los tiempos, excepto cuando un monarca podía imponer su voluntad (como en el Imperio chino y en el Bajo Imperio romano), la guerra se vio favorecida por el hecho de que los machos vigorosos, seguros de su victoria, gustaban de ella, mientras que sus hembras los admiraban por sus hazañas. Aunque la guerra se ha alejado muchísimo de sus primitivos orígenes, estos antiguos motivos sobreviven y deben ser recordados por los que quieren que la guerra desaparezca. Solamente el socialismo internacional puede proporcionar una salvaguarda
completa
contra la guerra, pero el socialismo nacional en todos los países civilizados más importantes podría, como trataré de demostrar, hacer disminuir enormemente sus probabilidades.

Mientras que los temerarios impulsos hacia la guerra existen todavía en una parte de la población de los países civilizados, los motivos que determinan el deseo de paz son mucho más sólidos que en tiempo alguno durante los últimos siglos. La gente sabe por amarga experiencia que la última guerra no trajo prosperidad ni siquiera para los vencedores. Se da cuenta de que es probable que la próxima guerra produzca una cantidad de bajas en la población civil con la que nada ha habido de magnitud comparable en tiempo alguno, ni de parecida intensidad desde la guerra de los Treinta Años, y de que no es en manera alguna probable que quede limitada a una de las partes. Teme que las ciudades importantes sean destruidas y que todo un continente se pierda para la civilización. Los ingleses, en particular, tienen conciencia de que han perdido su inmemorial inmunidad contra la invasión. Estas consideraciones han producido en Gran Bretaña un apasionado deseo de paz, y en la mayor parte de los restantes países un sentimiento de la misma índole, aunque quizá menos intenso.

¿Por qué, a pesar de todo esto, existe un inminente peligro de guerra? La causa inmediata, por supuesto, es el rigor del tratado de Versalles, con el consiguiente desarrollo del nacionalismo alemán militante. Pero probablemente una nueva guerra sólo diera lugar a un tratado aún más severo que el de 1919, conducente a una reacción aún más virulenta por parte de los vencidos. Una paz permanente no puede surgir de este infinito vaivén, sino únicamente de la eliminación de las causas de enemistad entre las naciones. Hoy, estas causas han de buscarse, principalmente, en los intereses económicos de ciertos grupos, y, por tanto, sólo pueden ser abolidos por una reconstrucción económica fundamental.

Tomemos la industria del hierro y del acero como el ejemplo más importante de la forma en que las fuerzas económicas promueven la guerra. El hecho esencial es que, con la técnica moderna, el costo de producción por tonelada es menor si se produce una gran cantidad que si el rendimiento es más pequeño. En consecuencia, hay beneficio si el mercado es lo bastante grande, pero no de otro modo. La industria norteamericana del acero, al tener un mercado interno que excede, con mucho, a todos los demás, ha tenido hasta ahora escasa necesidad de preocuparse por política más allá de interferir, cuando resultó imprescindible, los proyectos de desarme naval. Pero las industrias del acero alemana, francesa e inglesa tienen todas un mercado menor que el exigido por sus necesidades técnicas. Podrían, por supuesto, asegurarse ciertas ventajas, pero también para esto hay objeciones económicas. Una gran parte de la demanda de acero está relacionada con los preparativos de guerra, y, por lo tanto, la industria del acero, en conjunto, se beneficia con el nacionalismo y con el incremento del material bélico nacional. Por añadidura, tanto el Comité des Forges como el
trust
alemán del acero confían en machacar a sus rivales en lugar de tener que repartirse los beneficios con ellos; y como los gastos de guerra recaerán principalmente sobre otros, estiman posible considerar el resultado financieramente ventajoso. Probablemente estén equivocados, pero el errar es algo natural en los hombres audaces y engreídos, intoxicados por el poder. El hecho de que el mineral lorenés, vitalmente importante, esté en territorio que antes fue alemán, pero que ahora es francés, aumenta la hostilidad de los dos grupos y sirve como constante recordación de lo que puede lograrse mediante la guerra. Y, naturalmente, los alemanes son los más agresivos, puesto que los franceses ya gozan de los despojos de la última guerra.

Por supuesto, sería imposible para la industria del acero, y para otras grandes industrias que tienen intereses similares, poner a las grandes naciones al servicio de sus propósitos si no existieran en la población impulsos con los que pudieran contar. En Francia e Inglaterra pueden recurrir al miedo; en Alemania, al resentimiento contra la injusticia; y tales motivos son perfectamente válidos, de una parte y de otra. Pero si se pudiera tomar el asunto en consideración con tranquilidad, resultaría obvio para las dos partes que un acuerdo equitativo haría más felices a todos. No hay ninguna buena razón por la cual los alemanes deban continuar sufriendo una injusticia, ni habría excusa razonable, si la injusticia desapareciera, para que se condujeran de modo de inspirar temor a sus vecinos. Pero siempre que se hace un esfuerzo para ser razonable y tomar las cosas con tranquilidad interviene la propaganda en forma de llamamientos al patriotismo y a la defensa del honor nacional. El mundo está en la situación de un borracho que desea reformarse, pero está rodeado de amigos amables que le ofrecen bebida y, en consecuencia, vuelve a caer perpetuamente en su vicio. En este caso, los amigos amables son hombres que obtienen dinero de su desdichada propensión, y el primer paso para su reforma debe consistir en deshacerse de ellos. Es solamente en este sentido que el capitalismo moderno puede ser considerado como promotor de la guerra; no es la única causa, pero proporciona un estímulo esencial a las otras causas. Si dejara de existir, la ausencia de este estímulo no tardaría en hacer ver a los hombres lo absurdo de la guerra ni en inducirles a buscar acuerdos equitativos que hicieran improbable su futuro acaecimiento.

La solución completa y definitiva del problema planteado por la industria del acero y otras con intereses similares sólo puede encontrarse en el socialismo internacional; es decir, en el manejo de aquéllas por una autoridad representativa de todos los gobiernos afectados. Pero es probable que la nacionalización en cada uno de los principales países industriales baste para hacer desaparecer el apremiante peligro de guerra. Porque si la dirección de la industria del acero estuviese en manos del gobierno, y el gobierno fuese democrático, su producción no estaría orientada al provecho de ningún particular, sino al provecho de la nación. En el balance de las finanzas públicas, los beneficios conseguidos por la industria del acero a expensas de otros sectores de la comunidad serían compensados por pérdidas en algún otro campo, y como ningún ingreso individual fluctuaría con las ganancias o pérdidas de una industria aislada, nadie tendría motivos para promover los intereses del acero a costa de la comunidad. La producción de acero incrementada a causa de un incremento en los armamentos, aparecería como una pérdida, puesto que haría disminuir la provisión de artículos de consumo a distribuir entre la población. De este modo, los intereses públicos y los privados estarían en armonía y desaparecerían los motivos para propaganda engañosa.

Queda algo por decir acerca de la forma en que el socialismo remediaría otros males que hemos estado considerando.

En lugar de la búsqueda de beneficios como móvil conductor en la industria, habrá una planificación gubernamental. Si es cierto que el gobierno
puede
calcular erróneamente, ello es menos probable que en el caso de un individuo particular, porque aquél podrá tener un más completo conocimiento de causa. Cuando el precio del caucho era elevado, todo el que pudo plantó árboles de caucho, con el resultado de que, al cabo de unos pocos años, el precio cayó desastrosamente, y se vio la necesidad de establecer un acuerdo que restringiera la producción de caucho. Una autoridad central que posee todas las estadísticas puede impedir errores de esta clase. No obstante, causas imprevistas, como son los nuevos inventos, pueden falsear hasta los más cuidadosos cálculos. En tales casos, la comunidad en su conjunto se beneficia haciendo la transición a nuevos procesos de un modo gradual. Con respecto a los que en cualquier momento se quedan sin trabajo, será posible, bajo el socialismo, adoptar medidas que hoy resultan imposibles a causa del temor al paro y al mutuo recelo entre patronos y obreros. Cuando una industria decae y otra se desarrolla, los hombres más jóvenes pueden ser trasladados y preparados técnicamente para trabajar en la que progresa. La mayor parte del paro puede evitarse reduciendo las horas de trabajo. Cuando no se encuentre trabajo para un hombre, éste recibirá, sin embargo, su salario completo, ya que se le pagará su
voluntad
de trabajar. En la medida en que el trabajo haya de imponerse, se impondrá por la ley penal, y no mediante sanciones económicas.

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