Elogio de la Ociosidad y otros ensayos (16 page)

BOOK: Elogio de la Ociosidad y otros ensayos
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Aunque estos elementos de elevada civilización se conservaran, en cierto sentido, a través de la Edad Media, durante largo tiempo permanecieron en un estado más o menos latente. Y la civilización occidental no fue en realidad la mejor entre las existentes en aquel tiempo: tanto los mahometanos como los chinos eran superiores a Occidente. Por qué Occidente había de iniciar una tan rápida carrera ascendente es, creo, en gran parte, un misterio. En nuestra época es costumbre hallar causas económicas para todo, pero las explicaciones basadas en esta práctica tienden a ser demasiado fáciles. Las solas causas económicas no explicarán, por ejemplo, la decadencia de España, más relacionada con la ignorancia y la estupidez. Tampoco explican el nacimiento de la ciencia. La regla general es que las civilizaciones decaen, salvo cuando entran en contacto con una civilización ajena superior. En la historia humana solamente ha habido unos pocos y muy raros períodos, y unas pocas regiones aisladas, en los que se haya producido un progreso espontáneo. Ha debido de haber progreso espontáneo en Egipto y Babilonia cuando desarrollaron la escritura y la agricultura; hubo progreso espontáneo en Grecia durante cerca de doscientos años, y ha habido progreso espontáneo en la Europa occidental desde el Renacimiento. Pero no creo que haya habido nada en las condiciones sociales generales de dichos períodos y lugares que los distinga de otros varios lugares y períodos en los que no se produjo progreso alguno. No puedo evitar concluir que las grandes épocas de progreso han dependido de un corto número de individuos de talento trascendental. Diversas condiciones sociales y políticas fueron, desde luego,
necesarias
para su concreción, pero no
suficientes
, porque las mismas condiciones se han dado muchas veces sin los individuos, y no se ha producido progreso. Si Kepler, Galileo y Newton hubiesen muerto siendo niños, el mundo en que vivimos sería muchísimo menos diferente de lo que es con respecto al mundo del siglo XVI. Esto lleva la moraleja de que no podemos considerar el progreso como asegurado; si la cantidad de individuos eminentes llegara a disminuir, caeríamos, sin duda, en una situación de inmovilidad bizantina.

Hay algo muy importante que debemos a la Edad Media, y es el gobierno representativo. Esta institución es importante porque por vez primera permitió que el gobierno de un gran imperio apareciera a los gobernados como elegido por ellos mismos. Donde este sistema tiene éxito, da lugar a un alto grado de estabilidad política. Sin embargo, en tiempos recientes, se ha hecho evidente que el gobierno representativo no es una panacea aplicable a todas las partes de la superficie de la tierra. En efecto, su éxito parece quedar limitado principalmente a las naciones de habla inglesa y a los franceses.

La cohesión política, conseguida de un modo u otro, es lo que, no obstante, ha llegado a ser el signo distintivo de la civilización occidental, como opuesta a las civilizaciones de otras regiones. Ello se debe primordialmente al patriotismo, el cual, aunque tiene sus raíces en el particularismo judío y en la devoción romana al estado, es algo que ha surgido modernamente, comenzando con la resistencia inglesa a la Armada Invencible, y ha hallado su primera expresión literaria en Shakespeare. La cohesión política, basada esencialmente en el patriotismo, ha venido incrementándose constantemente en Occidente desde que acabaron las guerras de religión, y todavía continúa creciendo rápidamente. A este respecto, el Japón ha demostrado ser un discípulo extraordinariamente apto. En el antiguo Japón hubo turbulentos barones feudales, análogos a los que infectaban Inglaterra durante las guerras de las Rosas. Pero con ayuda de las armas de fuego y la pólvora, traídas al Japón por los barcos que transportaban a los misioneros cristianos, el Shogún estableció la paz interior, y desde 1868, por medio de la educación y de la religión shintoísta, el gobierno japonés ha conseguido formar una nación tan homogénea, resuelta y unida como cualquier nación de Occidente.

El mayor grado de cohesión social en el mundo moderno se debe, en gran parte, a cambios en el arte de la guerra, todos los cuales, desde la invención de la pólvora hasta aquí, han tendido a incrementar el poder de los gobiernos. Este proceso probablemente no haya terminado, en modo alguno; pero se ha complicado con un nuevo factor: como las fuerzas armadas se han hecho cada vez más dependientes de los trabajadores industriales para sus municiones, se ha hecho cada vez más imprescindible para los gobiernos asegurarse el apoyo de grandes sectores de la población. Éste es asunto que corresponde a la técnica de los medios de comunicación, en la que podemos suponer que los gobiernos harán rápidos progresos en el futuro próximo.

La historia de los últimos cuatrocientos años en Europa ha sido de crecimiento y decadencia simultáneos; decadencia de la antigua síntesis representada por la Iglesia católica, y crecimiento de una nueva síntesis, aunque todavía muy incompleta, basada hasta aquí en el patriotismo y la ciencia. No podemos suponer que una civilización científica trasplantada a regiones que no tienen nuestros antecedentes habrá de tener las mismas características que tiene entre nosotros. La ciencia, injertada en cristianismo y democracia, puede producir efectos completamente distintos de los que produce cuando se injerta en el culto a los antepasados y la monarquía absoluta. Debemos al cristianismo cierto respeto al individuo, pero éste es un sentimiento respecto del cual la ciencia es completamente neutral. La ciencia, por sí misma, no nos ofrece ninguna idea moral, y cabe preguntarse qué ideas morales vendrán a reemplazar a las que debemos a la tradición. La tradición cambia lentamente, y nuestras ideas morales son todavía, en lo esencial, las que resultaron apropiadas para un régimen preindustrial; pero no debemos esperar que las cosas continúen así. Gradualmente, los hombres llegarán a tener pensamientos que estén de conformidad con sus hábitos físicos, e ideales que no se contradigan con su técnica industrial. El ritmo de los cambios en las formas de vivir se ha hecho mucho más rápido que en cualquier período precedente: el mundo ha cambiado más en los últimos ciento cincuenta años que en los cuatro mil anteriores. Si Pedro el Grande hubiera podido conversar con Hamurabi, se hubiesen entendido bastante bien; pero ninguno de los dos podría entender a un moderno magnate de las finanzas o de la industria. Es un hecho curioso que las nuevas ideas de los tiempos modernos hayan sido casi todas técnicas o científicas. La ciencia sólo últimamente ha comenzado a alentar el desarrollo de nuevas ideas morales, mediante la liberación de la benevolencia de los grilletes de las creencias éticas supersticiosas. Dondequiera que un código convencional prescribe la imposición de sufrimiento (por ejemplo, la prohibición del control de la natalidad), se piensa que una ética más benigna es inmoral; consecuentemente, los apóstoles de la ignorancia tienen por perversos a aquellos que permiten que el conocimiento influya sobre su moral. Es muy dudoso, sin embargo, que una civilización que tanto depende de la ciencia como la nuestra pueda, a la larga, prohibir con éxito las formas de conocimiento capaces de aumentar considerablemente la felicidad humana.

El hecho es que nuestras ideas morales tradicionales, o bien son puramente individualistas, como la idea de la santidad personal, o bien están adaptadas a grupos mucho más pequeños que los importantes en el mundo mundo moderno. Uno de los efectos más dignos de ser notados de la técnica moderna sobre la vida social ha sido el alto grado de organización en grandes grupos de las actividades de los hombres, de modo que los actos de uno de ellos producen, muchas veces, grandes efectos sobre algún grupo de hombres completamente remoto, con el que tiene relaciones de cooperación o conflicto otro grupo al que él pertenece. Los pequeños grupos, tales como la familia, van perdiendo importancia, y hay un solo gran grupo, la nación o el estado, tenido en consideración por la moral tradicional. El resultado es que la religión efectiva de nuestros tiempos, en tanto que no es meramente tradicional, está constituida por el patriotismo. El hombre medio está dispuesto a sacrificar su vida al patriotismo, y siente su obligación moral tan imperativa, que ninguna rebelión le parece posible.

No parece improbable que el movimiento hacia la libertad individual que caracterizó todo el período comprendido entre el Renacimiento y el liberalismo del siglo XIX se haya detenido a causa de la organización creciente del industrialismo. La presión de la sociedad sobre el individuo puede llegar a ser, de una nueva forma, tan grande como en las comunidades bárbaras, y las naciones pueden dar, cada vez más, en enorgullecerse de sí mismas por sus éxitos colectivos más que por los individuales. Éste es ya el caso en los Estados Unidos: los hombres se enorgullecen de los rascacielos, de las estaciones de ferrocarril, de los puentes, más que de los poetas, de los artistas o de los hombres de ciencia. Esta misma actitud impregna la filosofía del gobierno soviético. Es cierto que en ambos países persiste el deseo de héroes individuales: en Rusia, la distinción personal pertenece a Lenin; en Norteamérica, a los atletas, a los pugilistas y a las estrellas de cine. Pero en ambos casos los héroes están muertos o son triviales, y el trabajo serio del presente no se asocia con los nombres de individuos eminentes.

Es intelectualmente interesante considerar si se puede producir algo valioso con el esfuerzo colectivo más que con el individual, y si una civilización tal sería de la más alta calidad. No creo que esta pregunta pueda ser contestada sin reflexión. Es posible que tanto en materias de arte como en cuestiones intelectuales puedan alcanzarse mejores resultados con la cooperación que los alcanzados en el pasado por los individuos. En la ciencia, existe ya una tendencia a asociar el trabajo con un laboratorio más que con una persona, y probablemente sea bueno para la ciencia el que esta tendencia se haga más marcada, puesto que promovería la cooperación. Pero si el trabajo importante, de cualquier clase, ha de ser colectivo, necesariamente habrá de tener lugar una mutilación del individuo; no podrá continuar estando tan seguro de sí mismo como los hombres de genio lo han estado hasta ahora. La moral cristiana entra en este problema, pero en un sentido opuesto al que generalmente se supone. Usualmente se piensa que el cristianismo es antiindividualista, puesto que impulsa el altruismo y amor al prójimo. Sin embargo, esto es un error psicológico. El cristianismo apela al alma individual y da gran importancia a la salvación personal. Lo que un hombre hace por su prójimo, debe hacerlo porque corresponde que él lo haga, no porque forme
instintivamente
parte de un grupo. El cristianismo, en su origen, y aun en su esencia, no es político ni familiar, y, de acuerdo con ello, tiende a encerrar al individuo en sí mismo más de lo que la naturaleza lo hizo. En el pasado, la familia actuaba como un correctivo de este individualismo, pero la familia está en decadencia y no tiene sobre los instintos del hombre el dominio que solía tener. Lo que ha perdido la familia lo ha ganado la nación, porque la nación recurre a los instintos biológicos que tienen poco campo en un mundo industrial. Desde el punto de vista de la estabilidad, sin embargo, la nación es una unidad demasiado estrecha. Sería de desear que los instintos biológicos de los hombres se pusiesen al servicio de la raza humana, pero esto parece difícilmente factible desde un punto de vista psicológico a menos que la humanidad en su conjunto se vea amenazada por algún grave peligro exterior, tal como una nueva enfermedad o el hambre universal. Siendo esto poco probable, no veo ningún mecanismo psicológico que pueda conducirnos al gobierno mundial, excepto la conquista de todo el mundo por alguna nación o grupo de naciones. Esto parece estar por completo dentro de la línea natural de desarrollo de los acontecimientos, y puede producirse quizá dentro de los próximos cien o doscientos años. En la civilización occidental, tal y como es actualmente, la ciencia y la técnica industrial tienen mucha más importancia que todos los factores tradicionales reunidos. Y no debemos suponer que el efecto de estas novedades sobre la vida humana ha alcanzado, ni mucho menos, su más alto grado de desarrollo; las cosas se suceden más de prisa ahora que en épocas pasadas, pero no hasta ese punto. El último acontecimiento en el progreso humano comparable en importancia a la expansión del industrialismo, fue la invención de la agricultura, y ésta tardó muchos miles de años en extenderse sobre la superficie de la tierra, llevando consigo, a medida que se extendía, un sistema de ideas y un modo de vida. El modo de vida agrícola todavía no ha conquistado completamente a las aristocracias del mundo, las cuales, con su característico conservadurismo, han permanecido largo tiempo en el estadio cazador, como ponen en evidencia nuestras leyes sobre este ejercicio. De un modo semejante, hemos de esperar que la concepción agrícola del mundo sobreviva por muchas eras en países y sectores de población atrasados.

Pero no es esta concepción del mundo lo característico de la civilización occidental, ni de la rama a que está dando nacimiento en Oriente. En los Estados Unidos hallamos aún a la agricultura asociada con una mentalidad semiindustrial, porque allí no hay un campesinado indígena. En Rusia y en China, el gobierno tiene un proyecto industrial, pero ha de contender con una vasta población de campesinos ignorantes. En relación con esto, sin embargo, es importante recordar que una población iletrada puede ser más rápidamente transformada por la acción gubernamental que una población como la que hallamos en la Europa occidental o en Norteamérica. Alfabetizando y haciendo la clase apropiada de propaganda, el estado puede llevar a la nueva generación a despreciar a sus mayores en una medida que asombraría a la muchacha americana más liberada; de este modo, puede producirse un cambio completo de mentalidad en el curso de una generación. En Rusia, este proceso está en plena operación; en China está comenzando. Cabe esperar, por tanto, que en estos dos países se desarrolle una mentalidad industrial no adulterada, libre de los elementos tradicionales que han sobrevivido en el más lentamente evolucionado Occidente.

La civilización occidental ha cambiado y está cambiando con tal rapidez, que muchos de los que sienten cariño por su pasado se encuentran viviendo en lo que les parece un mundo extraño. Pero el presente solamente hace surgir de un modo más claro elementos que han estado presentes en alguna medida desde los tiempos de Roma, y que siempre han distinguido a Europa de la India o de la China. Energía, intolerancia y pensamiento abstracto han distinguido las mejores épocas de Europa de las mejores épocas del Oriente. En arte y literatura, los griegos pueden haber sido insuperables; pero su superioridad sobre China no es más que una cuestión de grado. De la energía y de la inteligencia ya he dicho bastante; pero de la intolerancia es necesario decir algo más, ya que ha sido una característica europea más persistente de lo que muchos creen.

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