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Authors: Bertrand Russell
(Escrito en 1933)
Uno de los rasgos más dolorosos de los recientes avances de la ciencia es que cada uno de ellos nos hace saber menos de lo que creíamos saber. Cuando yo era joven, todos sabíamos, o creíamos saber, que un hombre consta de un alma y un cuerpo; que el cuerpo existe en el tiempo y en el espacio, pero el alma solamente en el tiempo. Si el alma sobrevive a la muerte, era una cuestión acerca de la cual las opiniones podían diferir; pero que había un alma era tenido por indudable. En cuanto al cuerpo, el hombre sencillo, desde luego, consideraba su existencia como evidente por sí misma; y lo mismo ocurría con el hombre de ciencia; pero el filósofo era capaz de analizarlo de acuerdo con una u otra moda, reduciéndolo, por lo general, a ideas en la mente del hombre que tenía el cuerpo en cuestión, y en la de algún otro que diese en reparar en él. Nadie tomaba en serio al filósofo, sin embargo, y la ciencia continuaba siendo cómodamente materialista, aun en manos de científicos completamente ortodoxos.
Actualmente, aquellas viejas y delicadas ingenuidades se han perdido: los físicos nos aseguran que no hay nada parecido a la materia, y los psicólogos nos aseguran que no hay nada parecido al alma. Es un acontecimiento sin precedentes. ¿Quién oyó jamás a un zapatero decir que no existe nada parecido a unas botas, o a un sastre afirmar que todos los hombres están en realidad desnudos? Sin embargo, ello no hubiese sido más extraño que lo que los físicos y algunos psicólogos han estado haciendo. Para comenzar por los últimos, diremos que algunos de ellos intentan reducir todo lo que parece actividad mental a una actividad del cuerpo. Sin embargo, en esta reducción de actividad mental a actividad física hay varias dificultades. No creo que podamos decir todavía con seguridad si dichas dificultades son o no son insuperables. Lo que podemos decir, sobre la base de la misma física, es que eso que hasta ahora hemos llamado nuestro cuerpo es en realidad una elaborada construcción científica que no se corresponde con ninguna realidad física. Los modernos aspirantes a materialistas se encuentran así en una curiosa situación, porque en tanto pueden reducir las actividades de la mente a actividades corporales con cierto grado de éxito, no pueden explicar el hecho de que este mismo cuerpo sea tan sólo un concepto cómodo elaborado intelectualmente. De modo que nos encontramos dando vueltas y vueltas en un círculo: la mente es una emanación del cuerpo y el cuerpo es una invención de la mente. Evidentemente, esto no puede ser completamente cierto, y tenemos que buscar algo que no sea mente ni cuerpo, y de donde los dos puedan proceder.
Empecemos con el cuerpo. El hombre corriente piensa que los objetos materiales deben de existir, ciertamente, puesto que son evidentes para los sentidos. Podremos dudar de cualquier otra cosa, pero aquello contra lo que podamos darnos un golpe tiene que ser real; ésta es la metafisica del hombre corriente. Esto está muy bien, pero viene el físico y demuestra que usted nunca tropieza con nada; incluso cuando se dé de cabezazos contra un muro de piedra, realmente no lo toca. Cuando usted cree tocar una cosa, existen ciertos electrones y protones que forman parte de su cuerpo y que son atraídos y repelidos por ciertos electrones y protones de la cosa que usted cree estar tocando, pero no existe contacto verdadero. Los electrones y los protones de su cuerpo, al ser agitados por la proximidad de otros electrones y protones, son perturbados, y transmiten la perturbación a lo largo de sus nervios hasta el cerebro; el efecto en el cerebro es lo imprescindible para que se tenga sensación de contacto, y, mediante experimentos apropiados, esta sensación puede hacerse por completo engañosa. Los electrones y los protones, por su parte, son solamente, sin embargo, una primera y burda aproximación, un modo de recoger en un fardo series de ondas o las probabilidades estadísticas de varias clases de sucesos distintas. De esta manera, la materia se ha convertido en algo demasiado fantasmal para que se lo pueda utilizar como bastón adecuado para golpear la mente. La materia en movimiento, que solía parecer tan incuestionable, resulta ser un concepto completamente inadecuado para las necesidades de la física.
No obstante, la ciencia moderna no proporciona indicación alguna acerca de la existencia del alma o de la mente como entidad; en verdad, las razones para no creer en ella son de una especie muy parecida a las razones para no creer en la materia. La mente y la materia eran algo así como el león y el unicornio luchando por la corona; el final de la batalla no es la victoria de uno sobre otro, sino el descubrimiento de que ambos son meras invenciones heráldicas. El mundo está constituido por acontecimientos, no por cosas que perduran durante largo tiempo y tienen propiedades cambiantes. Los acontecimientos pueden ser reunidos en grupos ateniéndonos a sus relaciones causales. Si las relaciones causales son de una clase, el grupo de acontecimientos resultante puede ser llamado objeto físico, y si las relaciones causases son de otro orden, el grupo resultante puede ser llamado mente. Cualquier acontecimiento que se produzca en el interior de la cabeza de un hombre pertenecerá a grupos de ambas clases; considerado como perteneciente a un grupo de una clase, es un elemento constitutivo de su cerebro, y considerado como perteneciente a un grupo de otra clase, es un elemento constitutivo de su mente.
De tal suerte, mente y materia no son más que modos convenientes de organizar acontecimientos. No puede haber razón para suponer que un trozo de mente o un trozo de materia sea inmortal. Se supone que el sol está perdiendo materia a razón de millones de toneladas por minuto. La característica más esencial de la mente es la memoria, y no hay razón alguna para suponer que la memoria asociada con una persona determinada sobreviva a su muerte. En realidad, existen todas las razones para pensar lo contrario, porque la memoria está claramente conectada con un cierto tipo de estructura cerebral; y, puesto que tal estructura se desmorona con la muerte, todo induce a suponer que la memoria también debe cesar. Aunque el materialismo metafísico no puede ser considerado como verdadero, emocionalmente, sin embargo, el mundo se parece mucho al que sería si los materialistas estuviesen en lo cierto. Yo creo que quienes se oponen al materialismo han actuado siempre movidos por dos deseos principales: el primero, demostrar que la mente es inmortal, y el segundo, demostrar que el poder último en el universo es antes mental que físico. Creo que los materialistas tienen razón en ambos respectos. Nuestros deseos, es cierto, tienen un poder considerable sobre la superficie de la tierra; la mayor parte de la tierra sobre este planeta tiene un aspecto completamente diferente del que hubiese tenido si el hombre no la hubiera utilizado para extraer alimento y riqueza. Pero nuestro poder está muy estrictamente limitado. Actualmente no podemos hacerle nada al sol ni a la luna, ni siquiera al interior de la tierra, y no hay la menor razón para suponer que lo que acontece en regiones a las que nuestro poder no alcanza tienen una causa mental. Es decir, para explicar la cuestión en pocas palabras, no hay razón para pensar que, excepto sobre la superficie de la tierra, algo ocurre porque alguien quiere que ocurra. Y puesto que nuestro poder sobre la superficie de la tierra depende enteramente de la provisión de energía que la tierra toma del sol, dependemos necesariamente del sol, y difícilmente pudiésemos realizar cualquiera de nuestros deseos si el sol se enfriase. Desde luego, es temerario dogmatizar acerca de lo que la ciencia puede alcanzar en el futuro. Podemos aprender a prolongar la vida de los hombres mucho más de lo que hoy parece posible; pero si hay alguna verdad en la física moderna, y más particularmente en la segunda ley de la termodinámica, no podemos esperar que la especie humana dure eternamente. Algunas personas podrán encontrar lúgubre esta conclusión, pero si somos honrados con nosotros mismos, tendremos que admitir que lo que suceda dentro de muchos millones de años no tiene mayor interés emocional para nosotros ahora. Y la ciencia, mientras reduce nuestras pretensiones cósmicas, aumenta nuestra comodidad terrena. Es por esto que, a pesar del horror de los teólogos, la ciencia en general haya sido tolerada.
BERTRAND ARTHUR WILLIAM RUSSELL, tercer Conde de Russell, OM, MRS, (18 de mayo de 1872, Trellech, Monmouthshire, Gales - 2 de febrero de 1970, Penrhyndeudraeth, Gales) fue un filósofo, matemático, lógico y escritor británico ganador del Premio Nobel de Literatura y conocido por su influencia en la filosofía analítica, sus trabajos matemáticos y su activismo social. Contrajo matrimonio cuatro veces y tuvo tres hijos.
Biografía
Bertrand Russell fue hijo de John Russell, Vizconde de Amberley y de Katrine Louisa Stanley. Su abuelo paterno fue Lord John Russell, primer Conde de Russell, quien fue dos veces Primer Ministro con la Reina Victoria, y su abuelo materno, Edward Stanley, segundo Baron Stanley de Alderley. Además, era ahijado de John Stuart Mill, quien, aunque jamás conoció a Russell, ejerció una profunda influencia en su pensamiento político a través de sus escritos.
Russell quedó huérfano a la edad de 6 años, tras la muerte de su hermana y su madre de difteria, y seguidamente su padre, el vizconde de Amberley, quien no pudo recuperarse de la pérdida de su esposa e hija y finalmente se dejó morir en 1878. Bertrand y su hermano Frank se mudaron a Pembroke Lodge, una residencia oficial de la Corona donde por favor Real vivían su abuelo Lord John y su abuela Lady Russell, quien sería la responsable de educarlo. Pese a que sus padres habían sido liberales radicales, su abuela, aunque liberal en política, era de ideas morales muy estrictas, convirtiéndose Russell en un niño tímido, retraído y solitario. Solía pasar mucho tiempo en la biblioteca de su abuelo, donde precozmente demostró un gran amor por la Literatura y la Historia. Los jardines de la casa eran el lugar predilecto del pequeño Russell y muchos de los momentos más felices de su infancia los pasó allí, meditando en soledad.
El ambiente represivo y conservador de Pembroke Lodge le produjo numerosos conflictos a Russell durante su adolescencia. Al no poder expresar libremente su opinión con respecto a la religión (la existencia de Dios, el libre albedrío, la inmortalidad del alma...) o el sexo, pues sus ideas al respecto habrían sido consideradas escandalosas, escondía sus pensamientos de todos y llevaba una existencia solitaria, escribiendo sus reflexiones en un cuaderno, usando el alfabeto griego para hacerlas pasar por ejercicios escolares. No fue al colegio, sino que fue educado por diversos tutores y preceptores, de los que aprendió, entre otras cosas, a dominar perfectamente el francés y el alemán.
A la edad de once años Russell comenzó el estudio de la geometría euclidiana teniendo como profesor a su hermano, pareciéndole tan maravilloso todo el asunto como el primer amor. El poder demostrar una proposición le produjo a Russell una inmensa satisfacción, que sin embargo se vio frustrada cuando su hermano le dijo que tendría que aceptar ciertos axiomas sin cuestionarlos o de otra forma no podrían seguir, cosa que le decepcionó profundamente. Acabó admitiéndolos a regañadientes, pero sus dudas sobre dichos axiomas marcarían su obra.
En 1890, Russell ingresó al Trinity College de Cambridge para estudiar matemáticas. Su examinador fue Alfred North Whitehead, con quien después colaboraría en
Principia Mathematica
. Whitehead quedó tan impresionado por el joven Russell que lo recomendó a la sociedad de discusión intelectual de Cambridge, «Los Apóstoles», un grupo de jóvenes brillantes que se reunían para discutir cualquier tema, sin tabúes en un ambiente intelectualmente estimulante y honesto. Finalmente, después de muchos años de soledad, Russell pudo expresar sus opiniones e ideas a una serie de jóvenes inteligentes que no lo miraban con sospecha. Poco a poco Bertrand pierde su rigidez y timidez y se va integrando entre los alumnos.
Russell concluyó sus estudios en matemáticas obteniendo un examen meritorio que lo colocó como séptimo
wrangler
, una marca distintiva que era reconocida en el marco académico donde se movía. Durante su cuarto año en Cambridge, en 1894, Russell estudió ciencias morales, que era el nombre por el cual se conocía a la filosofía. Para entonces Russell ya se había hecho amigo de George Edward Moore, un joven estudiante de clásicos a quien Russell había persuadido de cambiarse a filosofía.
Por esa misma época, Russell había conocido y se había enamorado de Alys Pearsall Smith, una joven culta perteneciente a una familia de cuáqueros americanos. Ella, a pesar de ser varios años mayor que él, lo había cautivado tanto por su belleza como por sus convicciones, ideas y formas de ver el mundo. Se casaron el mismo año de la graduación de Bertrand.
En 1900 elabora
Los principios de la matemática
y poco después comenzaría su colaboración con A. N. Whitehead para escribir los tres volúmenes de los
Principia Mathematica
, que sería su obra cumbre y en la que pretendía reducir la matemática a la lógica.
Las labores extra-académicas de Russell le hicieron emprender numerosos viajes, en los cuales el filósofo observaba de primera mano la situación en diversos países y se entrevistaba con las personalidades relevantes del momento. Así, viajó dos veces a Alemania con Alys en 1895, y el año siguiente viajaría a EE.UU. Más adelante, en 1920, junto con una delegación del Partido Laborista Británico, viajaría a Rusia y se entrevistaría con Lenin, viaje que acabaría con las esperanzas que inicialmente tenía con respecto a los cambios que el comunismo produciría. Poco después, junto con Dora Black, que en 1921 acabaría siendo su segunda esposa, viajó a China y permaneció allí durante un año, para volver a Inglaterra a través de Japón y EE.UU nuevamente. La estancia en China resultó muy provechosa, y Russell apreció en su cultura valores tales como la tolerancia, la imperturbabilidad, la dignidad y, en general, una actitud que valoraba la vida, la belleza y el placer de una manera distinta a la occidental, que consideró valiosa. Todos estos viajes se tradujeron en libros, artículos o conferencias.