Eminencia (22 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Eminencia
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—¿Cómo te gustaría sentirte?

—Tranquila, incluso un poco amada, pero por mí, no por mamá.

—Yo no tengo práctica, ni siquiera con tu madre. Tendrás que enseñarme.

—Entonces quiero que me abraces y me beses, y que me digas que soy bienvenida a tu vida, como lo es mamá.

Él se enderezó, arrojó el azadón a un lado, y le tendió los brazos. Ella salvó la distancia en un salto y él la abrazó, repitiendo en un murmullo: «Bienvenida, hija, bienvenida». Luego Isabel se unió a ellos y se abrazaron los tres en silencio hasta que Luisa rompió la telaraña que los aprisionaba. Dijo con espontaneidad:

—Mamá tenía razón. ¡Míranos! ¡Tres gracias en un huerto! Tú necesitas una ducha, Luca, y después, creo que deberíamos bebernos una copa para celebrarlo.

—Bien, estamos tratando cosas de campo —dijo Isabel.

—¿Y qué son, si se puede saber, las cosas de campo? —Preguntó Rossini.

—Tía Amelia me enseñó la frase. Ella la aprendió de los ingleses que se hicieron ricos en Argentina. Se llama cosas de campo a cualquier cosa que tenga que ver con el sexo y la reproducción, legítima o no.

—Yo no conocí a la tía Amelia —dijo Luisa—, pero lo cierto es que desempeñó un papel importante en mi vida. Creo que me habría gustado.

El resto de la tarde debía haber transcurrido como un agradable epílogo al drama de las revelaciones. En cambio, Rossini fue testigo involuntario de la súbita erupción de una disputa entre madre e hija, desencadenada por una observación aparentemente superficial de Luisa.

—Ahora que has ordenado mi vida tan pulcramente, mamá, hablemos de la tuya.

—No hay nada de que hablar. En cuanto regresemos a Nueva York tengo que hacerme otra serie de pruebas. Lo que suceda después de eso dependerá de los resultados. Es simple. Tiempo al tiempo.

—No es tan simple, y tú lo sabes. Papá me ha contado lo grave que estás.

—Pues no tendría que habértelo contado. Es mi vida.

—Y él es tu marido, y yo soy tu hija, y ahora también Luca ha entrado en escena.

—Mi vida sigue siendo mía. Tomaré mis propias decisiones, mientras pueda.

—¿Y cuando no puedas?

—Entonces tu padre se hará cargo por el tiempo que quede. No quiero que desperdicies tu vida cuidando a una paciente terminal. Raúl puede pagar perfectamente los cuidados que yo necesite.

—Eso lo sé, mamá. Papá no es un monstruo. Es amable y generoso, pero con las mujeres es un tonto.

—¡Ya basta!

—¡No, mamá, no basta! Lo que quiero es que te enfrentes con lo que tienes por delante con calma y satisfacción…

—No puedo hacer eso si todo el mundo está dándome la lata sobre cómo organizo lo que me queda de vida. Necesito intimidad. Necesito un espacio para mí. ¡Trata de explicárselo, Luca!

Fue en ese momento cuando él recordó el medallón que la mujer le había dado en la misa, esa misma mañana. Recogió la chaqueta de la cama y sacó del bolsillo el pequeño objeto envuelto en papel de seda. Lo llevó hasta la mesa y lo depositó frente a Isabel.

—¿Qué es esto?

—Antes de que lo abras, déjame que te cuente. Esta mañana dije misa en un convento en el que unas hermanas tienen un hogar transitorio para mujeres que han salido de la cárcel. Todas ellas han tenido vidas difíciles, pero han aprendido a confiar en mí. Les pedí que te dedicaran sus oraciones porque, lo mismo que Luisa, me siento impotente para cambiar el futuro que tienes por delante, impotente incluso para ayudarte a hacerle frente. Después de la misa, una de las mujeres se me acercó. Andará por los cincuenta años, diría yo, y ha pasado gran parte de su vida junto a las fogatas, parando camioneros en las carreteras que conducen a Roma. No es precisamente un juego, puedes figurártelo, eso de vender tu cuerpo invierno y verano en las cunetas de la carretera. Cuando ya me iba, me alcanzó y me puso en las manos su regalo. Dijo: «Déle esto a su amiga. A mí me salvó de un montón de problemas en la calle. Tal vez pueda hacer algo por ella». Fin de la historia. Desde cierto punto de vista se trata de una marginada social y un no muy buen clérigo que se entrometen en tu intimidad. Pero desde otro punto de vista se trata de un acto de amor y preocupación por ti.

Isabel quitó el envoltorio y tomó el medallón, que pendía de la frágil cadena. Le pidió a Luisa:

—¿Te importaría ponérmelo, por favor?

Mientras Luisa aseguraba el colgante, Isabel le buscó las manos con las suyas.

—Perdóname. No quiero ser brusca. Cuando tengo miedo, me enfado. Cuando me enfado, tengo que golpear a alguien. ¡Luca debería estar contento de no haberse casado conmigo!

Rossini se apresuró a responder:

—Casados o no, nos debemos el uno al otro. Así que déjame decir mi pequeño discurso en mi propia casa. Toda mi vida ha sido un acto de gratitud por lo que hiciste por mí y lo que me diste: dignidad y virilidad. No quiero enjuiciar a tu marido. Sólo sé lo que tú me has contado. No obstante, debes concederle la oportunidad de darte lo que pueda, y ser lo que pueda ser para ti en este último tramo de tu vida. Es algo que tampoco puedes negarle a Luisa. Todos necesitamos la oportunidad de dar para redimirnos. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo, pero no quiero más sermones, Luca, por favor.

—¡Santo cielo! —dijo Luisa con una sonrisa burlona—. Suena exactamente como el Gran Inquisidor, ¿no es cierto? ¡Me alegra que esté de nuestro lado!

—Ven, acompáñame a lavar los platos, jovencita. Isabel, ¿por qué no pones algo de Haydn? ¡Creo que necesitamos un poco de música agradable y ordenada en estas vidas nuestras tan desordenadas!

Mientras fregaban los cacharros de la cocina, Luisa preguntó:

—¿Podremos verte otra vez antes del cónclave?

—Es poco probable. Tal vez podríamos cenar en mi casa, pero todos los que pertenecemos al colegio estaremos sometidos a una fuerte presión en los próximos días. Después del cónclave será mucho más fácil.

—A menos que seas elegido Papa…

—Eso, querida hija, sería la posibilidad más remota de todos los tiempos. Mucho más probable es que termine exiliado en alguna de las oficinas más oscuras del Vaticano.

—¿Hay alguna posibilidad de que vayas a ver a mamá a Nueva York, antes del final? Eso es lo que ella espera, aunque es demasiado orgullosa para admitirlo.

—Moveré cielo y tierra para estar allí. Lo prometo: pero necesito que tú me prometas algo también. Tendré que depender de ti para estar permanentemente informado de cómo evoluciona tu madre. Escríbeme al correo electrónico.

—Cuenta con ello. Te mantendré informado.

—Bueno, creo que deberíamos ir pensando en regresar a Roma.

—Todavía no, por favor. Mamá necesita estar un poco a solas contigo. Yo me iré al huerto, a hablar con los pájaros.

Un momento después, ella ya se había ido y él se quedó a solas con Isabel. Estaban sentados uno junto al otro en el desvencijado sofá —él la había tomado del hombro, y ella dejaba descansar la cabeza en el pecho de él—, saboreando el silencio. Después de un largo momento, Isabel, somnolienta, murmuró:

—Luca, mi amor, creo que éste ha sido el día más largo de mi vida.

—¿Ha sido un día feliz?

—Feliz, sí; pero lo cierto es que esta noche los dos dormiremos solos, y así será todas las demás noches. Tengo miedo, Luca, y siento un frío interior, como si y a estuviera encerrada en mi cámara mortuoria.

Él la atrajo hacia sí, murmurando palabras de consuelo y esperanza que, en cuanto las decía, sonaban vacías y huecas. No obstante, Isabel pareció iluminarse un poco. Comenzó a juguetear con el pequeño medallón deslustrado que descansaba entre sus pechos. Finalmente habló otra vez en el mismo tono somnoliento y distante.

—Imagínate todas las cosas que esta virgencita habrá visto a la luz de las fogatas, junto a la carretera. Espero que la mujer que me la dio no se sienta sola sin ella. ¿Harías algo por mí, mi amor?

—Lo que quieras, ya lo sabes.

—Compra otra medalla. Que sea de oro, y con una cadena también de oro. Hazla bendecir por el nuevo Papa y envíasela a ella con una nota firmada por nosotros dos.

—¿Qué debo decirle?

—Cuéntale que su regalo ha sido muy importante para mí y que su virgencita ya me está cuidando, y lo más importante de todo, que siento que tengo una nueva hermana. ¿Podrás recordarlo todo?

—¿Cómo podría olvidarlo?

—Demasiado fácilmente, mi amor. Yo conozco a ese negro espíritu que te ronda. Sea lo que fuere lo que decidas hacer con tu vida, no lo hagas apresuradamente o dominado por la ira. Pero, sobre todo, no lo hagas por mí, porque no estaré aquí para compartir nada contigo.

—Por favor, mi amor, por favor…

—¡No, déjame terminar! Si en última instancia descubres que no puedes creer, yo creeré por ti. Si no tienes esperanza, yo la tendré por ti. Si esto te parece una tontería, recuerda que los dos tenemos amor y que el amor es más fuerte que la muerte, más fuerte que la desesperación. Ahora bésame. Abrázame un momento, y luego llévame de regreso a Roma con nuestra hija.

Capítulo 8

Con miras a prepararse para su entrevista con Steffi Guillermin, Rossini había convenido en tener una sesión preparatoria de media hora, en la Sala Stampa, con Ángel Novalis. Como mentor, era ideal: escueto, lúcido, desapasionado. Primero le hizo un retrato.

—Es una mujer con mucho estilo y una mente despierta. Vendrá preparada en el tema y su vocabulario. No le interesan los hombres como compañeros sexuales, pero exige que reconozcan su inteligencia y su estilo. Puede confiar en que las citas de lo que diga serán exactas, que no se privará de algunas descripciones ácidas acerca de sus actitudes frente a las preguntas y alguna perspicacia que tal vez lo sorprenda. No aceptará nada
off the record
. Su actitud es que usted ha aceptado las reglas del juego. ¿Temas? Desde luego, se referirá a la relación personal del Pontífice con usted. Y por supuesto querrá hablar de su drama personal: cómo fue rescatado de los militares y cómo fue su posterior salida de Argentina. Mi hipótesis es que tendrá más información de la que usted puede suponer. A estas alturas, todo el mundo sabe que el marido de la señora de Ortega ha sido propuesto para ser el próximo embajador argentino ante el Vaticano…

—Lo que nos lleva directamente a las Madres de la Plaza de Mayo.

—Sí.

—Y, puesto que usted estará presente en la entrevista, eso suscitará sin duda la pregunta sobre la participación o compromiso de miembros del Opus Dei en la guerra sucia que hubo en Argentina.

¿Tiene alguna información para mí sobre eso?

—Guillermin es demasiado profesional para hacerme preguntas a mí esta vez. Ésta es su entrevista, eminencia. yo no seré más que un cero a la izquierda. Mi consejo es que dé sus propias respuestas y que no trate de adivinar cuál será su comentario ni instruirla en la fe. Algunos de sus eminentes colegas ya han caído en esa trampa. Tendrá que responder, inevitablemente, dos preguntas generales: ¿Cuál es el estado actual de la Iglesia y qué tipo de Papa necesitamos? Cada una de ellas viene con su propia trampa incorporada. Si la Iglesia no funciona bien, ¿a quién se ha de culpar? Si la Iglesia necesita reparaciones, ¿quién es el hombre indicado para arreglarla? Y su respuesta a esta última pregunta podría traerle problemas con el Colegio Electoral entero. ¿Alguna otra pregunta, eminencia?

—Volvamos a la que no me respondió —dijo Rossini—. ¿Cuál es su respuesta personal a las acciones de ciertos miembros del Opus Dei en mi país durante la guerra sucia?

La pregunta lo pilló completamente por sorpresa. Se puso rojo como un tomate. Abrió la boca y volvió a cerrarla. Luego se sentó y se quedó en silencio con la vista fija en el dorso de las manos. Finalmente alzó la cabeza para mirar a Rossini. Habló con voz firme, y su respuesta fue estudiadamente formal.

—Usted no es mi confesor, eminencia. Así que no estoy obligado a responder esa pregunta.

—Lo entiendo.

—Entonces, eminencia, ¿para qué pregunta?

—Porque primero en mi vida personal y ahora en mi vida colegiada como cardenal, la cuestión reviste una importancia especial. Hace un momento, cuando planteé la pregunta, usted prefirió no darme orientaciones ni siquiera sobre cómo podría serle respondida a la prensa. Por eso se la hice otra vez en confianza. Hay pruebas, pruebas inequívocas, de que hubo miembros del Opus Dei involucrados directa o indirectamente en las actividades represivas de los militares en Argentina. Hay pruebas de que ellos han ayudado a ocultar pruebas de crímenes cometidos en la guerra sucia. Lo tengo a usted considerado como un hombre recto y honorable. Y me gustaría saber cómo explica estas anomalías. Yo también tengo cuestiones de conciencia que resolver y me gustaría tener la cabeza bien despejada cuando tenga que enfrentarme a mi inquisidora.

—Entonces la respuesta tendrá que ser taquigráfica, eminencia.

—Acepto.

—Empecemos con esta proposición: como grupo, el Opus Dei no es ni popular ni populista. Es elitista. Está basado en la reserva. Se relaciona con grupos de poder en la justicia, las finanzas, la política. Se esfuerza, no siempre con éxito, por aplicar los principios cristianos a la mecánica del orden social. Sus orígenes, como los de los jesuitas, son hispánicos. Su ascetismo, si usted quiere, también es hispánico. Por mi parte, debo reconocer que la formación que me dio me permitió sobrevivir a un período sumamente difícil de mi vida. Pero, como usted y yo sabemos, el poder es un juego peligroso y corruptor, especialmente cuando uno tiene de su lado a Dios y al Vicario de Cristo… Nuestra sociedad constituye un grupo de presión muy fuerte en las iglesias ibéricas y latinoamericanas… Zonas en las que, permítame decirlo, el juego del poder se ha ejercido de la manera más brutal. Si me pide pruebas de cómo estuvimos involucrados, no puedo darlas. Están enterradas a demasiada profundidad. Yo he preferido no hurgar a más profundidad que a la que estoy obligado. Igual que usted, eminencia, he vivido y trabajado bajo el más estrecho patrocinio personal del difunto Pontífice, quien le otorgó a nuestra sociedad un lugar especial en sus planes. Su Santidad ejerció una poderosa influencia en la caída de los regímenes comunistas de Europa oriental. En política y en la Iglesia, se inclinó más hacia la derecha que hacia la izquierda… De modo que, viviendo tan cerca de la sede del poder, me ha sido fácil disociarme de sus abusos, cubrirme la cabeza con la capucha como un monje de la antigüedad y decirme a mí mismo que Dios y el Santo Padre saben qué es lo mejor para el mundo. ¡Ahora no estoy tan seguro! ¿Qué hacer al respecto entonces? Tampoco estoy seguro, especialmente con todos los cambios que traerá un hombre nuevo. Así que me limito a esperar. ¡Lucho con mi conciencia, y en mis oraciones pido la luz y las fuerzas que un día necesitaré para limpiar mi propio rincón en la casa de Dios! —Se interrumpió. Sus delgadas facciones se distendieron en una sonrisa y su voz recobró su habitual tono irónico—. Ya ve lo fácil que es olvidar la disciplina y dejarse llevar por una

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