Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
Cuando arrancó el planchón fui a conversar con el mecánico para preguntarle cómo seguir el viaje. «No se preocupe —me dijo en su bárbara pero inteligible mezcla de lenguas—, vamos a los aserraderos. Yo soy el dueño de la lancha desde hace dos años. Cuando el Capi la compró, en la base del río grande, yo puse este motor que cuidaba desde hacía tiempo en espera de una oportunidad como ésa. Más tarde le compré la lancha, pero nunca quise que dejara su cargo. Adónde iba a ir y quién lo iba a recibir con esa manera de tomar que tenía. Esas órdenes que gritaba creo que le daban la impresión de seguir siendo el dueño y capitán de la lancha. Era un hombre bueno, sufría mucho, y quién iba a entenderlo mejor que yo. Él me llamó Miguel. Mi verdadero nombre es Xendú, pero no le gustaba. A usted lo respetaba mucho, y a veces se lamentaba por no haberlo conocido en otra época. Decía que hubieran hecho grandes cosas juntos». Miguel regresó a su motor y yo me quedé recostado en uno de los postes, mirando la corriente. Volví a pensar que nada sabemos de la muerte y que todo lo que sobre ella decimos, inventamos y propalamos son miserables fantasías que nada tienen que ver con el hecho rotundo, necesario, ineluctable, cuyo secreto, si es que lo tiene, nos lo llevamos al morir. Era evidente que el Capitán había tomado la determinación de matarse desde hace muchos días. Cuando dejó de beber era señal de que algo se había detenido dentro de él, algo que aún lo mantenía vivo y que se había roto para siempre. La charla que tuvimos la otra noche me regresa ahora con una claridad irrebatible. Estaba informándome sobre lo que tenía resuelto. No era hombre para decir, así, de repente: «Me voy a matar». Tenía el pudor de los vencidos. Yo no quise descifrar el mensaje o, mejor, preferí dejarlo oculto en ese recodo del alma en donde guardamos las noticias irrevocables, las que ya no cuentan con nosotros para cumplirse fatalmente. Pienso que debió agradecer mi actitud. Lo que me dijo era para ser recordado después de su muerte y perpetuarse con su memoria que, él lo sabía, me acompañaría siempre. Cuánta discreción en la manera de quitarse la vida. Esperó a que yo durmiera profundamente. Debió ser poco antes del alba. Era forzoso para él usar uno de los barrotes del toldo. Cualquier otra forma de acabar habría sido notada por todos. Ese pudor completa armoniosamente su carácter y me hace sentirlo aún más cercano, más conforme con cierta idea que tengo de los hombres que saben andar por el mundo entre el avieso y aturdido tropel de sus semejantes. Más pienso en él, más advierto que llegué a conocer prácticamente todo sobre su vida, su manera de ser, sus caídas y sus encontradas ilusiones. Me parece haber conocido a sus padres: la madre, piel roja cerril y leal a su hombre; el padre, perdido en el sueño del oro y en la inalcanzable felicidad. Veo a la gorda patrona del burdel de Paramaribo y escucho su risa gozadora y sus pasos de plantígrado sensual. Y la china. Para mí, la más familiar de sus criaturas. Mucho habría que decir sobre ella y sobre su abandono en la gran cloaca de Sankt-Pauli. Fue una manera de iniciar su muerte, de comenzar a construirla dentro de sí con paso irremediable, con una mutilación sin cura posible. No consigo dormir. Toda la noche doy vueltas en la hamaca recordando, meditando, reconstruyendo un inmediato pasado en el que recibí dos o tres enseñanzas que han de señalar para siempre mis días por venir. Tal vez aquí comience mi muerte. No me atrevo a pensar mucho en esto. Prefiero que todo trate de ordenarse solo de nuevo. Por ahora, lo importante es regresar al páramo y acogerme a la protección arisca y salutífera de Flor Estévez. Ella hubiera entendido tan bien al Capi. O quién sabe, tiene un olfato muy aguzado para descubrir a los perdedores y no suelen éstos ser su género. Qué complicado es todo. Cuántos tumbos en un laberinto cuya salida hacemos lo posible por ignorar y cuántas sorpresas y, luego, cuánta monotonía al comprobar que no han sido tales, que todo lo que nos sucede tiene el mismo semblante, idéntico origen. El sueño no vendrá ya. Iré a tomar un café con Miguel. Ya sé adónde conducen estas elucubraciones sobre lo irremediable. Hay una aridez a la que es mejor no acercarse. Está en nosotros y es mejor ignorar la extensión que ocupa en nuestra alma.
Junio 18
Recurro ahora a unas cuartillas de papel de carta con membrete oficial que el Capitán guardaba en un cajón junto a otros papeles relacionados con la lancha y con trámites aduanales. Me doy cuenta que me cuesta trabajo continuar este diario. En alguna forma, difícil de establecer, buena parte de lo que he venido escribiendo estaba relacionado con su presencia. No que pensara en ningún momento que él iría a leerlo alguna vez. Nada más lejano a ese propósito. Es como si su compañía, su figura, su pasado, su manera de subsistir al margen de la vida, me sirvieran de referencia, de pauta, de inspiración, para decirlo de una vez a pesar de tanta necedad que esa palabra ha tenido que arrastrar en manos de los sandios. Lo que ahora registro en estas páginas, al estar relacionado exclusivamente conmigo y con las cosas que veo o los hechos que suceden a mi lado, adolece de un vacío, de una falta de peso, que me hace sentir como un viajero de tantos en busca de experiencias nuevas y de emociones inesperadas, o sea, lo que mueve mi rechazo más radical, casi fisiológico. Pero, por otra parte, es evidente, también, que me basta recordar algunas de sus frases, de sus gestos, de sus órdenes desorbitadas, para hallar de nuevo el impulso que me permite seguir emborronando papel. Anoche tuve, por cierto, un sueño revelador, tan rico en detalles, en volumen, en coherencia, que seguramente saldrá de él la subterránea energía para continuar con este diario.
Estaba con Abdul Bashur en un muelle de Amberes —que él pronuncia siempre en flamenco: Antwerpen— y nos dirigíamos a visitar el carguero cuya custodia iba a confiarme. Llegamos frente al buque que lucía como nuevo, recién pintado, con todas sus pasarelas y tuberías refulgentes y netas. Subimos por la escalerilla. En cubierta, una mujer restregaba el piso de madera con una energía y una dedicación inquietantes. Sus formas rotundas se ponían en relieve cada vez que se agachaba para raspar una mancha rebelde al cepillo. La reconocí al instante: era Flor Estévez. Se incorporó sonriendo y nos saludó con su brusca cordialidad de siempre. Algo dijo a Abdul que me indicó que ya se conocían. Se volvió luego para decirme: «Ya casi terminamos. Cuando salga del puerto este barco, será la envidia de todos. En la cabina hay café y alguien los está esperando». Llevaba la blusa desabrochada. Sus pechos asomaban casi por completo, morenos y abundantes. Con cierto pesar la dejé en cubierta y seguí a Bashur a la cabina. Cuando en tramos, estaba allí el Capitán, al pie del escritorio, en donde se amontonaban en desorden papeles y mapas. Tenía la pipa en la mano y nos saludó con un apretón vigoroso y corto con algo de gimnástico. «Bueno —comentó mientras se rascaba la barbilla con la mano que tenía la pipa—, aquí estoy de nuevo. Loque pasó en el planchón fue apenas un ensayo. No resultó. Aquí hemos trabajado muy duro, y ya sea que se venda o que resolvamos operarlo nosotros, la compra del barco ha sido un negocio brillante. La señora piensa que sería mejor que nos quedásemos con él. Yo le dije que ya se vería qué opinaban ustedes. Por cierto, Gaviero, que lo está esperando con una ansiedad muy grande. Trajo las cosas que dejó en el páramo y no estaba segura si faltaba algo». Le expliqué que ya la habíamos visto. «Vamos entonces —prosiguió—, quiero que le den una mirada a todo». Salimos. Empezó a oscurecer muy rápidamente. El Capitán iba adelante para indicarnos el camino. Cada vez que se volvía yo notaba que su rostro iba cambiando, que una tristeza y una mueca desamparada se fijaban con creciente evidencia en sus facciones. Cuando llegamos al cuarto de máquinas, advertí que cojeaba ligeramente. Tuve entonces la certeza de que ya no era él, que era otro a quien seguíamos y, en efecto, cuando se detuvo a mostrarnos la caldera, nos hallamos frente a un anciano, vencido y torpe, que musitaba con palabras estropajosas algunas explicaciones deshilvanadas que nada tenían que ver con lo que señalaba su mano temblorosa y mugrienta. Abdul no estaba ya conmigo. Un viento helado entró por las escotillas meciendo el barco cuya solidez e imponencia habían desaparecido. El anciano se alejó hacia una escalera que descendía a las profundidades de la cala. Yo me quedé ante un destartalado amasijo de fierros, bielas y válvulas que debían estar fuera de uso hacía muchísimo tiempo. Pensé en Flor Estévez. Dónde estaría. No podía imaginarla vinculada a la sórdida ruina que me rodeaba. Corrí hacia cubierta con afán de encontrarla, tropecé en un escalón que cedió a mi paso y caí en el vacío.
Desperté bañado en sudor, y en la boca una amarga sensación de haber masticado un fruto descompuesto. La corriente del río es más irregular y fuerte. Una brisa de montaña llega como un anuncio de que entramos en una región por completo diferente a las que hemos recorrido hasta ahora. El práctico, con la mirada puesta en la cordillera, cocina una mezcla de frijoles y yuca que despide un aroma insípido. Me recordó al instante la selva y su clima de quebranto y lodo.
Junio 19
Hoy tuve con el práctico una conversación que me sirvió para aclarar, así sea parcialmente, el enigma de los aserraderos. En la mañana me trajo el café con los imprescindibles plátanos fritos. Se quedó ahí, esperando a que terminara mi desayuno, con evidentes deseos de decirme algo.
—Bueno, ya vamos llegando, ¿verdad? —le comenté para darle pie a que dijera lo que traía atorado y no se atrevía a decir a causa de esa distancia en que se refugian los ancianos para evitar ser lastimados o desoídos.
—Sí, señor, pocos días faltan. Usted no ha estado nunca por allá, ¿no? —había una punta de curiosidad en la pregunta.
—Jamás. Pero, dígame, ¿qué hay realmente en esas factorías?
—Las máquinas las montaron unos señores que vinieron de Finlandia. Los aserraderos son tres, instalados a varios kilómetros de distancia uno de otro. Los cuida la tropa, pero los ingenieros se fueron. De eso hace varios años.
—¿Y qué madera pensaban trabajar? Por aquí no veo árboles suficientes para alimentar tres instalaciones como las que me cuenta.
—Creo que al pie de la cordillera sí hay madera buena. Eso oí decir alguna vez. Pero parece que no se puede traer hasta los aserraderos.
—¿Por qué?
—No sé, señor. De veras no se lo podría decir —algo ocultaba. Vi cruzar por su rostro una sombra de miedo. Las palabras no le salían ya tan espontáneas y fáciles. Los deseos de conversar se le habían pasado y consideraba haber dicho ya lo suficiente.
—¿Pero quién sabe sobre esto? Tal vez la tropa pueda informarme cuando lleguemos. ¿No cree? —no tenía muchas esperanzas de sacarle mucho más.
—No, señor, la tropa no. No les gusta que les pregunten sobre eso, y no creo que sepan mucho más que nosotros —inició un gesto de retirada recogiendo la taza y el plato vacíos.
—¿Y si hablo con el Mayor? —había tocado un punto delicado. El viejo se quedó quieto y no se atrevía a volver la vista hacia mí—. Hablaré con él si es el caso. Estoy seguro de que me contará lo que quiero saber. ¿No cree?
Se fue hacia popa, lentamente, mientras murmuraba con la vista puesta en la lejanía:
—Tal vez a usted le diga algo. A los que vivimos aquí nunca nos dice nada ni le gusta que nos metamos en ese asunto. Háblele si quiere. Allá usted. Creo que le tiene buena ley —mientras musitaba estas palabras alzó los hombros con la resignación frente a lo irremediable y a la necedad de los demás, propia de los ancianos y, en él, aún más acusada. Recordé su conducta cuando descolgamos el cadáver del Capitán, y, luego, en el sepelio. No quería participar en los dañinos juegos de los hombres. Había vivido tanto que la suma de insensatez le debía ser no ya intolerable, sino por completo ajena.
En lo que el práctico me relató no había mayor novedad. Atando cabos, desde hace tiempo tengo la convicción de que el negocio que me describieron el camionero en el páramo y, luego, las personas con las que me entrevisté al llegar a la selva, es un espejismo edificado con restos de rumores: vagas maravillas de riquezas al alcance de la mano y golpes de suerte de los que, en verdad, jamás le suceden a la gente. Y la persona ideal para caer en semejante trampa soy yo, sin duda, porque toda la vida he emprendido esa clase de aventuras, al final de las cuales encuentro el mismo desengaño. Si bien termino siempre por consolarme pensando que en la aventura misma estaba el premio y que no hay que buscar otra cosa diferente que la satisfacción de probar los caminos del mundo que, al final, van pareciéndose sospechosamente unos a otros. Así y todo, vale la pena recorrerlos para ahuyentar el tedio y nuestra propia muerte, esa que nos pertenece de veras y espera que sepamos reconocerla y adoptarla.
Junio 21
Desaliento creciente y falta de interés, no sólo en relación con la historia de las factorías, sino con el viaje mismo y todos sus incidentes, contratiempos y revelaciones. El paisaje parece estar en armonía con mi estado de ánimo: una vegetación casi enana, de un verde intenso y ese olor a polen concentrado que parece pegarse a la piel; la luz tamizada a través de una tenue niebla que nos hace confundir las distancias y el volumen de los objetos. Durante toda la noche cae una llovizna persistente que inunda el toldo y escurre sobre el cuerpo en tibias gotas de algo que más parece savia que agua de lluvia. Miguel, el mecánico, protesta a cada rato por las dificultades que tiene con el motor. Nunca le había escuchado queja alguna, ni siquiera cuando tuvimos que afrontar los rápidos. Es evidente que extraña la selva y que esta tierra le produce una reacción que afecta su humor y debilita sus vínculos con la máquina. Es como si quedara de repente desamparado y el motor se le enfrentara como alguien que le es ajeno y adverso. El práctico continúa con la vista fija en la cordillera. De vez en cuando mueve la cabeza como si tratase de ahuyentar alguna idea que le perturba.
No es el ánimo más propicio para continuar estas notas. Me conozco bastante y sé que por esta pendiente puedo terminar sin asidero alguno. En la soledad de estos parajes y sin más compañía que estos dos residuos del trabajo devastador de la selva, se corre el riesgo de no recuperar así sean las más fútiles razones para seguir entre los vivos. Con la luz de la tarde vino la llovizna. La niebla se fue y el ámbito adquirió por momentos una transparencia como si el mundo estuviera recién inaugurado. El práctico me hizo señas desde la proa para mostrarme, allá, al frente, al pie del escarpado macizo de montañas, un reflejo metálico que, con los últimos rayos de sol, lucía un tono dorado que recuerda las cúpulas de las pequeñas iglesias ortodoxas de la costa dálmata. «Allá están. Ésos son. Mañana en la noche llegamos, si todo va bien», me explicó con su voz cansina y ausente de matices, como emitida por un muñeco de ventrílocuo. Me sorprendí pidiendo para mis adentros que el viaje se prolongase aún por un tiempo indefinido, para, así, alejar el momento de sufrir la enfadosa realidad de esas desorbitadas estructuras cuyo brillo se va apagando a tiempo que la noche se abre paso acompañada por la algarabía de los grillos y de las bandadas de loros en busca de un refugio nocturno en las estribaciones de la sierra. Me he puesto a escribir una carta para Flor Estévez, sin otro propósito que sentirla cercana, y atenta a la descabellada historia de este viaje. Confío en entregársela un día. Por ahora, el alivio que me proporciona redactar esos renglones es, de seguro, una manera de escapar a este deslizarme hacia la nada que me va ganando y que, por desgracia, me resulta más familiar de lo que yo mismo imagino cuando lo evoco como algo que ya pasó sin dejar rastro aparente.