Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
«Flor señora: Si los caminos de Dios son insondables, no lo son menos los que yo me encargo de transitar en esta tierra. Aquí estoy, a pocas horas de llegar a las famosas factorías de las que nos habló el chofer que pasaba con ganado del Llano, y no sé sobre ellas mucho más de lo que nos contó esa noche de confidencias y ron, allá, en La Nieve del Almirante, que, dicho sea de paso, es donde quisiera estar, y no aquí. En efecto, tengo muchas razones para creer que la cosa parará en nada, según las noticias bastante vagas que he venido recibiendo mientras subo el Xurandó; que es un río con más caprichos, resabios y humores encontrados que los que usted saca a relucir cuando el páramo se cierra y llueve todo el día y toda la noche y hasta las cobijas parecen empapadas. La otra noche soñé con usted, y no es cosa que le cuente de qué se trataba, porque tendría que ponerla en antecedentes sobre algunos personajes del sueño que le son desconocidos, y eso daría para muchas páginas. Aquí estoy escribiendo, cuando puedo y en hojas de la más varia calidad y origen, un diario en donde registro todo, desde mis sueños hasta los percances del camino, desde el carácter y figura de quienes viajan conmigo hasta el paisaje que desfila ante nosotros mientras subimos. Pero, volviendo al sueño, es bueno que le adelante que en él o, mejor, a través de él he llegado a darme cuenta de la importancia cada día más grande que usted tiene en mi vida y la forma como su cuerpo y su genio, no siempre manso, presiden los accidentes de aquélla y la ruina en que ésta suele refugiarse cuando estoy harto de andanzas y sorpresas. Claro que, a estas horas, esto no debe ser ninguna novedad para usted. Conozco sus talentos de adivina y de hermética pitonisa. Por eso, ni siquiera me demoro en relatarle en detalle cómo me hace falta, en esta hamaca, sentir el desorden de su cuerpo y oírla bramar en el amor como si se la estuviera tragando un remolino. Ésas no son cosas que deban escribirse, no solamente porque nada se adelanta con eso, sino porque, ya en el recuerdo, adolecen de no sé qué rigidez y sufren cambios tan notables que no vale la pena registrarlas en palabras. Ignoro cómo se presentarán aquí las cosas. Lo cierto es que tengo la cordillera enfrente y me llegan sus aromas y murmullos. No hago sino pensar en esos lugares, en donde, ahora, he conseguido verlo claro, definitivamente está mi lugar en la tierra. Su dinero sigue aquí guardado y me sospecho que regresará intacto, que es lo que, en verdad, deseo. He pensado en contarle un poco cómo es la selva y quién vive por estos lugares, pero creo que mejor podrá enterarse de ello en mi diario, si logro llegar con él intacto y con su autor en iguales condiciones. Dos veces he visto la muerte, cada una con rostro distinto y diciéndome sus ensalmos, tan a mi lado que no creí regresar. Lo raro es que esta experiencia en nada me ha cambiado, y sólo sirvió para caer en la cuenta de que, desde siempre, esa señora ha estado vigilándome y contando mis pasos. El Capitán, sobre el cual espero que hablemos largamente en breve, me dijo que, sin importar que un día muera, como es predecible, mientras esté vivo soy inmortal. Bueno, la cosa no es bien así. Él la dijo mejor, desde luego, pero en el fondo ésa es la idea. Lo que me llama más la atención es que yo había pensado ya en eso, pero aplicado a usted. Porque creo que, desde La Nieve del Almirante, usted ha ido tejiendo, construyendo, levantando todo el paisaje que la rodea. Muchas veces he tenido la certeza de que usted llama a la niebla, usted la espanta, usted teje los líquenes gigantes que cuelgan de los cámbulos y usted rige el curso de las cascadas que parecen brotar del fondo de las rocas y caen entre helechos y musgos de los más sorprendentes colores: desde el cobrizo intenso hasta ese verde tierno que parece proyectar su propia luz. Como ha sido tan poco lo que hemos hablado, a pesar del tiempo que llevamos juntos, estas cosas tal vez le parezcan una novedad, cuando, en realidad, fueron las que me decidieron a permanecer en su tienda con el pretexto de curarme la pierna. Por cierto que una parte de ésta ha quedado insensible, aunque puedo usarla normalmente para caminar. No tengo mucho talento para escribir a alguien que, como usted, llevo tan adentro y dispone con tanto poder hasta de los más escondidos rincones y repliegues de este Gaviero que, de haberla encontrado mucho antes en la vida, no habría rodado tanto, ni visto tanta tierra con tan poco provecho como escasa enseñanza. Más se aprende al lado de una mujer de sus cualidades, que trasegando caminos y liándose con las gentes cuyo trato sólo deja la triste secuela de su desorden y las pequeñas miserias de su ambición, medida desu risible codicia. Pues el motivo de estas líneas ha sido, únicamente, hablarle un rato para descansar mi ansiedad y alimentar mi esperanza, hasta aquí llego y le digo hasta pronto, cuando de nuevo nos reunamos en La Nieve del Almirante y tomemos café en el corredor de enfrente, viendo venir la niebla y oyendo los camiones que suben forzando sus motores y cuyo dueño podremos identificar por la forma como cambia las marchas. No es esto todo lo que quería decirle. Ni siquiera he comenzado. Lo cual, desde luego, no importa. Con usted no es necesario decir las cosas porque ya las sabe desde antes, desde siempre. Muchos besos y toda la nostalgia de quien la extraña mucho».
Junio 23
Hoy al atardecer llegamos al primer aserradero. Lo que veíamos a distancia en línea recta frente a nosotros no estaba tan cerca. El Xurandó hace en este trayecto una serie de amplias curvas que sucesivamente alejan y acercan la brillante estructura de aluminio y cristal hasta convertirla en un espejismo. Impresión que se acentúa por lo inesperado de tal arquitectura en clima y lugar semejantes. Atracamos en un pequeño muelle flotante, asegurado con cables de color amarillo y planchas de madera clara, mantenidas en impecable limpieza. Me hizo pensar en algún sitio del Báltico. Descendimos y nos acercamos al edificio que está rodeado por un muro de alambre de más de dos metros de altura, con postes metálicos pintados de azul marino y colocados a diez metros uno de otro. Esperamos un buen rato en la garita de entrada y, finalmente, apareció un soldado que venía del edificio principal arreglándose la ropa, como si hubiera estado durmiendo. Nos informó que el resto de la gente había ido de cacería y regresaría hasta mañana en la madrugada. Cuando le pregunté, movido por una curiosidad inesperada, qué cazaban por allí, el soldado se me quedó mirando con esa expresión atónita, tan característica de la gente de tropa cuando no sabe cómo ocultar algo a los civiles y, finalmente, resuelve mentir, cosa que, de seguro, jamás haría con sus superiores: «No sé. Nunca he ido. Zarigüeyas, creo, o algo así», contestó, a tiempo que nos volvía la espalda y se alejaba hacia el edificio. Regresamos a la lancha para cenar algo, dormir, y al día siguiente intentar de nuevo. Una vez más, con las últimas luces de la tarde, la enorme estructura metálica se erguía envuelta en un halo dorado que le daba un aspecto irreal, como si estuviese suspendida en el aire. Consta de un gigantesco hangar, semejante a los que se usaban para guardar los zepelines, flanqueado por una pequeña edificación que evidentemente sirve de bodega, y un grupo de tres barracas en hilera, de cuatro piezas cada una, que deben servir para alojar a quienes cuidan el sitio.
El hangar está construido en estructura de aluminio, con amplios ventanales en los costados y al frente, y una bóveda en donde se suceden extensas marquesinas, también de cristal, esmerilado en este caso, para opacar la entrada del sol al recinto. Recuerdo haber visto construcciones similares, no sólo al borde del lago de Constanza y a orillas del mar del Norte o del Báltico, sino también en algunos puertos de Louisiana y de la Columbia Británica, en donde se embarca madera ya cortada en tablones, lista para viajar a los más apartados lugares del mundo. La estrafalaria presencia de semejante edificio a orillas del Xurandó, al pie de la selva, se acentúa aún más por la manera impecable como está mantenido. Brilla cada centímetro de metal y de vidrio, como si hubieran terminado de construirlo hace apenas unas horas. De repente, un fuerte chasquido anunció el arranque de una turbina. Todo el conjunto se iluminó con una luz parecida a la de los tubos de neón, pero mucho más tenue y difusa. No alcanzaba a proyectarse en la atmósfera circundante y, por tal razón, no la habíamos visto de lejos. La impresión de irrealidad, de intolerable pesadilla de tal presencia en medio de la noche ecuatorial, apenas me permitió dormir y visitó mis sueños intermitentes, dejándome cada vez bañado en sudor y con el corazón desbocado. Intuí que jamás tendría la menor oportunidad de tratar con quienes habitaban este edificio inconcebible. Un vago malestar se ha ido apoderando de mí y ahora me distraigo escribiendo este diario para no mirar hacia la gótica maravilla de aluminio y cristal que flota iluminada con esa luz de morgue, arrullada por el manso zumbido de su planta eléctrica. Ahora entiendo las reservas y evasivos intentos del Capitán, el Mayor y los demás con quienes hablé de esto, ante mi insistencia de saber lo que en verdad son estos aserraderos. Era en vano hacerlo. La verdad resulta imposible de transmitir. «Usted ya verá», eso fue lo que, al final de cuentas, acabaron diciéndome todos, rehuyendo dar más detalles. Tenían razón. Aquí, pues, de nuevo, el Gaviero viene a recalar en uno más de sus insólitos e infructuosos asombros. No hay remedio. Así será siempre.
Junio 24
Esta mañana fui de nuevo a la garita. Un centinela oyó mi solicitud de hablar con alguien y, sin contestarme, cerró la ventanilla. Vi que hablaba por teléfono. Volvió a abrirla y me dijo: «No se puede recibir a extraños en estas instalaciones. Buenos días». Iba a cerrar de nuevo y me apresuré a preguntarle: «¿El ingeniero? No quiero hablar con nadie de la guardia, sino con él. Es un asunto relacionado con la venta de madera. Así sea por teléfono me gustaría explicarle al ingeniero el motivo de mi viaje hasta aquí». Me observó un instante con una mirada neutra, inexpresiva, como si hubiera escuchado mis palabras desde un altoparlante lejano. Con voz también sin matices, casi sin energía, me explicó: «Aquí hace mucho que no hay ningún ingeniero. Sólo hay tropa y dos suboficiales. Tenemos instrucciones de no hablar con nadie. Es inútil que insista». El timbre del teléfono sonaba con frenética insistencia. El hombre cerró la ventanilla y fue a contestar. Escuchó con aire concentrado y, al final, asintió con la cabeza como si recibiera una orden. Por una pequeña rendija que abrió para hacerse oír, me dijo: «Tienen que retirar el planchón antes del mediodía de mañana y absténgase de insistir en ver a nadie. No vuelva a la garita, porque no puedo hablar más con usted». Corrió el vidrio con un golpe seco y se puso a revisar unos papeles que tenía sobre el escritorio. Lo sentí inmerso en otro mundo; como si hubiera descendido a una gran profundidad en las aguas de un océano para mí desconocido y hostil.
Regresé a la lancha y estuve conversando con el práctico. «Ya me lo temía —me comentó—. Nunca he intentado hablar con ellos ni acercarme a la entrada. Esa tropa no pertenece a ninguna base cercana. La relevan cada cierto tiempo. Vienen del borde de la cordillera y hacia allá parten, cortando por mitad del monte. Ahora me dirá qué hacemos. Mañana al mediodía hay que salir de aquí. No creo que valga la pena insistir». Sugerí visitar las otras factorías que están más arriba: «No tiene caso intentarlo. Es lo mismo. Además, estamos algo cortos del diésel. Vamos a tener que bajar a media máquina, ayudados por la corriente. Si no encontramos en alguna ranchería, ojalá nos alcance para llegar a la base». Me acosté en la hamaca sin hablar más. Me invadieron una vaga frustración, un sordo fastidio conmigo mismo y con la cadena de postergaciones, descuidos e inadvertencias que me han traído hasta aquí y que hubiera sido tan sencillo evitar si otro fuera mi carácter. Bajaremos de nuevo. Un desánimo invencible me dejó allí tendido, tratando de digerir esa rabia que se iba extendiendo a todo y a todos, la conciencia de cuya inutilidad sólo me servía para incrementarla. En la noche, ya más resignado y tranquilo, encendí la lámpara para escribir un poco. La luz de quirófano que baña el edificio, su esqueleto de aluminio y cristal y el zumbido de la planta comienzan a resultarme tan intolerables que he resuelto partir mañana y alejarme de tan abrumadora presencia.
Junio 25
Salimos esta mañana con el alba. Al desamarrar el lanchón y dejarnos llevar por la corriente hacia el centro del río, se oyó una sirena que lanzaba desde el edificio un aullido apagado. A lo lejos respondió otra y, luego, otra más distante. Las factorías se comunicaban la partida de los intrusos. Había una altanera advertencia, una taciturna pesadumbre en esas señales que nos dejaron silenciosos y marchitos durante buena parte del día. Avanzábamos con una velocidad que, al principio, me resultó novedosa y grata. Pensé, de repente, en el Paso del Ángel. Un escalofrío me recorrió la espalda. Bajar era, quizá, más fácil. Pero sentí que no tendría el ánimo de soportar una vez más el fragor de las aguas, su estruendo, sus remolinos, la fuerza arrolladora de su desbocada energía. Pasado el mediodía llegamos a un extenso remanso que convertía el Xurandó en un lago cuyas orillas se perdían por dondequiera que miráramos. Comenzaba a quedarme dormido, en una siesta que esperaba reparadora, propicia para olvidar la reciente experiencia con el mundo enemigo de los aserraderos. Un lejano zumbido se fue acercando a nosotros. Luché entre el sueño y la curiosidad, y cuando el primero ganaba terreno rápidamente, escuché una voz que me llamaba: «¡Gaviero!, ¡Maqroll!, ¡Gaviero!». Desperté. El Junker de la base se deslizaba a nuestro lado. El Mayor, de pie en los flotadores, extendía la mano para recibir un cabo que le lanzaba el práctico. Lo tomó al segundo intento y fue acercando el hidroavión a la proa de la lancha. «¡Vamos a la orilla!», ordenó, mientras con la mano libre hacía un gesto de bienvenida. Lo noté más delgado, y el bigote no era ya tan recto e impecable. Atracamos el lanchón y aseguramos el Junker a la proa del mismo. El Mayor saltó a cubierta con elasticidad un tanto felina. Nos estrechamos las manos y fuimos a sentarnos en las hamacas. No esperó a preguntarme sobre el viaje. Entró de lleno en materia: «Una patrulla encontró la tumba del Capi. Estuve allá la semana pasada. Algún animal había intentado desenterrarlo. Ordené cavar más hondo y llenamos la mitad de la fosa con guijarros. Los muertos no se pueden enterrar así en la selva. Los animales los desentierran a los pocos días. ¿Ya viene, entonces, de bajada? Me imagino cómo le fue. Era inútil prevenirlo. Nadie cree cuando uno lo explica. Es mejor que cada quien haga la experiencia. ¿Y ahora, qué va a hacer?». «No sé —le respondí—, no tengo muchos planes. Pienso subir a la cordillera lo más pronto posible, ignoro si hay camino por este lado. Pero no quisiera irme con la curiosidad de averiguar qué pasa con esa gente de las factorías. Me dicen que las máquinas están intactas. Jamás volveré por allá. ¿Por qué no me cuenta?». Miró sus manos mientras sacudía las hojas y el barro que había dejado en ellas el cable. «Bueno, Gaviero —comenzó a decirme mientras sonreía vagamente—, le voy a contar. En primer lugar, no hay ningún misterio. Esas instalaciones van a revertir al Gobierno dentro de tres años. Alguien, muy arriba, está interesado en ellas. Debe ser un personaje muy influyente porque consiguió que sean custodiadas y mantenidas por la Infantería de Marina. Están, en efecto, intactas. Nunca se pudieron poner en marcha porque donde se encuentra la madera —y señaló hacia las estribaciones de la sierra— hay gente levantada en armas. ¿Quién la sostiene? No es preciso romperse la cabeza para adivinarlo. Cuando llegue la fecha de la reversión y se entreguen los aserraderos al Gobierno, es muy posible que la guerrilla desaparezca como por ensalmo. ¿Me entendió? Es muy sencillo. Siempre hay alguien más listo que uno, ¿verdad?». Otra vez ese tono entre burlón y protector, desenvuelto y de regreso de todo. Antes de pensar yo en preguntárselo, me dice: «¿Por qué no se lo advertí? Ya estamos muy grandecitos, ¿verdad? Le di a entender hasta donde me era permitido. Ahora que se va y, seguramente, no regrese nunca, se lo puedo contar todo. Qué bueno que salieran a tiempo. Esa gente no se anda con paños de agua tibia. Sólo dicen las cosas una vez. Luego abren fuego». Le expresé mi reconocimiento por haberme advertido, en la medida en que se lo permitía la prudencia, y me excusé de mi terquedad en continuar adelante. «No se preocupe —me dijo—, siempre sucede lo mismo. El negocio es muy tentador y no tiene nada de descabellado. Sólo que, es lo que le digo: siempre hay alguien más listo. Siempre. Menos mal que lo toma usted con cierta filosofía. Es la única manera. Bueno, ahora le voy a proponer lo siguiente: si desea ir al páramo, tal vez yo pueda ayudarlo. Mañana, si quiere, volamos a la Laguna del Sordo. Está en plena cordillera. En la orilla hay un pueblo, y de allí suben camiones hasta el páramo. Arregle con Miguel y mañana vengo de madrugada. En una hora de vuelo estaré allá. ¿Qué le parece?». «Que no sé cómo pagarle el favor —le respondí conmovido por su interés—. En verdad no me siento con fuerzas para volver a la selva, ni para pasar de nuevo por los rápidos. Le pagaré a Miguel y mañana lo espero. Muchas gracias de nuevo y ojalá esto no le ocasione contratiempos». «Ya se lo dije desde el primer día en que hablamos: usted no es para esa tierra. No, no me causa ninguna molestia. El que manda, manda. Lo importante es saber hasta dónde y eso lo aprendí desde que era alférez. Es lo único que hay que saber cuando se llevan galones. Bueno, hasta mañana. Me voy porque apenas hay tiempo para regresar a la base». Me estrechó la mano, llamó con un silbido al práctico y saltó al avión. Algo dijo al piloto y se me quedó viendo con una sonrisa en donde había más picardía que cordialidad.