Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (7 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Las primeras palabras inteligibles que escuché fueron: «Ya pasó lo peor. Se salvó de milagro». Alguien con camisa caqui sin insignias de ninguna clase, rostro regular y moreno con un bigote oscuro y recto, las pronunció desde una lejanía inexplicable, dado que estaba a pocos centímetros de mi cara observándome fijamente. Después supe que el Mayor había venido en el Junker. Del botiquín, que siempre llevaba consigo, sacó un medicamento que me inyectaron cada doce horas y, al parecer, fue el que me salvó la vida. También me contaron que en mis delirios mencioné varias veces el nombre de Flor Estévez y que otras insistía en la necesidad de subir un río para tomar el fuerte de San Juan, que tenía sitiado el capitán Horacio Nelson, a pocos kilómetros del lago de Nicaragua. Parece también que hablé en otros idiomas que nadie pudo identificar, aunque el Capitán me comentó después que cuando me había escuchado gritar: «¡Godverdomme!» se convenció de que estaba a salvo.

Aún estoy débil, y los miembros me responden con una torpeza irritante. Como sin apetito, y nada logra aplacarme la sed. No es una sed de agua, sino de alguna bebida que tuviera un intenso amargor vegetal y un aura blanca como la de la menta. No existe, lo sé, pero existe esa apetencia específica y claramente identificable y me propongo algún día encontrar esa infusión con la que sueño día y noche. Escribo con enorme dificultad, pero, al mismo tiempo, al registrar estos recuerdos de mi mal, me voy liberando de esa visitación de la demencia que trajo consigo y que fue lo que mayor daño me hizo. El alivio es progresivo y rápido y llego a pensar en ratos que todo eso le sucedió a alguien que no soy yo, alguien que no fue sino eso y desapareció con eso. No, no es fácil explicarlo, lo sé, y temo que si lo intento con demasiada porfía corro el riesgo de caer en uno de aquellos ejercicios obsesivos por los que siento ahora un terror sin límites.

Esta tarde se me acercó el maquinista y comenzó a hablarme en una atropellada mezcla de portugués, español y algún dialecto de la selva que no logré identificar. Por primera vez, y por su propia iniciativa, entablaba diálogo con alguien de la lancha que no fuera el Capitán, con el que se entiende en escuetos monosílabos. Su rostro de rasgos tan indios que todo gesto hay que someterlo a un examen cuidadoso para no cometer un grave error, mostraba un desasosiego más allá de la mera curiosidad. Comenzó preguntándome si sabía cuál era la enfermedad que había padecido. Le respondí que lo ignoraba. Entonces me explicó, con asombro, por ese desconocimiento que consideraba imperdonable y peligroso en sumo grado: «Usted tuvo la fiebre del pozo. Ataca a los blancos que se acuestan con nuestras hembras. Es mortal». Le contesté que tenía la impresión de haberme salvado, y él, con escepticismo un tanto críptico, me contestó: «No esté tan seguro. A veces vuelve». Algo había en sus palabras que me hizo pensar en que los celos tribales, la oscura batalla contra el extranjero, lo movían a dejarme en una penosa duda a la medida de mi transgresión a las leyes no escritas de la selva. Un poco para picar su malicia, le pregunté cómo hacían los blancos que mantenían relacioneshabituales con las indias para no contraer la terrible fiebre. «Siempre acaban afuera, señor. No es ningún secreto», me reprochó con altanería recién estrenada, como si hablara con alguien con quien no valía la pena entrar en muchos detalles. «Hay que bañarse después con agua con miel y ponerse una hoja de borrachero entre las piernas, aunque arda mucho y deje ampolla», terminó de ilustrarme mientras volvía la espalda y tornaba a su motor con el aire de quien se ha distraído de un trabajo muy importante por algo que acabó siendo una necedad sin interés. A medianoche estaba leyendo cuando el Capitán vino a preguntarme cómo seguía. Le comenté lo que me había dicho el maquinista y, sonriendo, me tranquilizó: «Si va a ponerle atención a todo lo que ellos dicen, acabará loco, mi amigo. Es mejor olvidarlo. Ya se salvó. Qué más quiere». Una vaharada de aguardiente barato se quedó detenida al pie de la hamaca, mientras él se dirigía a la proa dando sus acostumbradas órdenes delirantes: «¡A media marcha y sin sueño! ¡No me quemen los magnetos con su maldita grasa de danta, pendejos!». Su voz se perdía en la noche sin límites hasta llegar a las estrellas cuya cercanía resultaba de un delicioso poder lenitivo.

Mayo 27

El Capitán ha dejado de beber. Lo noté apenas esta mañana cuando nos acompañó a tomar la taza de café y las tajadas de plátano frito, que son nuestro diario desayuno. Al terminar su café suele tomar siempre un largo trago de aguardiente. Hoy no lo hizo ni tampoco trajo consigo la cantimplora. Noté una mirada de extrañeza en el rostro del mecánico, de costumbre impávido y distante. Como sé que la provisión que adquirió en la ranchería es bastante generosa, no creo que la razón de este cambio sea la falta de licor. He estado observándolo durante todo el día, y no advierto en él ninguna mudanza distinta de que ha suspendido también las sorprendentes órdenes que se me habían vuelto una suerte de invocación necesaria, relacionada con la buena marcha del planchón y del viaje en general. Durante el día no ha acudido una sola vez a la cantimplora. En la noche vino a acostarse en una de las hamacas disponibles y, tras algunos preámbulos sobre el tiempo y la posible cercanía de nuevos rápidos, éstos sí torrentosos, se lanzó a un largo monólogo sobre determinados episodios de su vida: «Usted no imagina —empezó diciéndome— lo que fue para mí haber dejado a la china en ese cabaret de Hamburgo. No he sido nunca hombre de mujeres. Tal vez la imagen que me quedó de mi madre es tan diferente de como son las hembras blancas, que mi trato con ellas lo ha condicionado siempre esa primera relación con alguien del otro sexo. Mi madre era violenta, callada y apegada con ciega convicción a las ancestrales creencias de su tribu y a sus ritos cotidianos. Los blancos siempre fueron para ella una encarnación necesaria e inevitable del mal. Creo que quiso mucho a mi padre, pero jamás debió demostrárselo. Mis padres llegaban a la misión de vez en cuando. Permanecían allí por algunas semanas y partían de nuevo. Durante tales visitas, mi madre solía tratarme con una crueldad gratuita, un tanto animal. Era de la tribu Kwakiutl. Jamás aprendí una palabra de su lengua. Debí quedar marcado para siempre, porque, hasta que encontré a la china, las mujeres siempre acabaron por abandonarme. Algo hay en mí que sienten como un rechazo. Con la dueña del burdel en la Guayana hubiera podido vivir el resto de la vida. Fue una relación nacida más del interés que de los sentimientos. Su humor era tan parejo y bonachón que jamás daba motivo para reñir con ella. En la cama se comportaba con una sensualidad lenta y distraída. Al terminar reía siempre con risa infantil, casi inocente. Cuando conocí a la china todo cambió. Ella penetró en un recinto de mi intimidad que se había conservado hermético y yo mismo desconocía. En sus gestos, en el olor de su piel, en la forma de mirarme, instantánea, intensa, en un breve intervalo que me dejaba bañado en una ternura arrasadora, en su dependencia hecha de aceptación irreflexiva y absoluta, tenía la virtud de rescatarme al instante de mis perplejidades y obsesiones, de mis desalientos y caídas o de mis simples ocupaciones cotidianas, para dejarme en una suerte de círculo radiante, hecho de palpitante energía, de vigorosa certeza, como la acción de una droga ignorada que tuviera el poder de conceder la felicidad sin sombras. No puedo pensar en todo esto sin preguntarme siempre cómo fue posible que la abandonase por razones articuladas con tanta torpeza, nacidas de hechos, en sí intrascendentes, antes enfrentados con la mayor habilidad y sorteados con un mínimo esfuerzo, siempre sin caer en la trampa. A veces pienso, con desolado furor, si no será que la encontré cuando ya era tarde, cuando ya no estaba preparado para manejar esa fuente de saludable dicha, cuando ya había muerto en mí la respuesta adecuada para prolongar semejante estado de bienestar. Ya me entiende hacia dónde voy. Hay cosas que nos llegan demasiado pronto y otras demasiado tarde, pero esto sólo lo sabemos cuando no hay remedio, cuando ya hemos apostado contra nosotros mismos. Creo que lo conozco bastante y puedo suponer que a usted le ha sucedido lo mismo y sabe de qué estoy hablando. A partir del momento en que dejé Hamburgo ya todo me da igual. En el fondo algo murió en mí para siempre. El alcohol y una desmayada familiaridad con el peligro han sido lo único que me da fuerzas para comenzar cada mañana. Lo que no sabía es que esos recursos también se van gastando. El alcohol sólo sirve para mantener una efímera razón de vivir; el peligro se desvanece siempre que nos acercamos a él. Existe, mientras lo tenemos dentro de nosotros. Cuando nos abandona, cuando tocamos fondo y sabemos en verdad que no hay nada que perder y que nunca lo ha habido, el peligro se convierte en un problema de los demás. Ellos verán cómo manejarlo y qué hacer con él. ¿Sabe por qué regresó el Mayor? Por eso. No he hablado con él sobre el particular, pero nos conocemos lo suficiente. Mientras usted deliraba en el salón de la escuela, volvimos a entendernos. Cuando le pregunté por qué había regresado, se limitó a responderme: "Es igual allá que aquí, Capi, sólo que aquí es más rápido. Usted sabe". Está en lo cierto. La selva sólo sirve para acelerar la salida. En sí no tiene nada de inesperado, nada de exótico, nada de sorprendente. Ésas son necedades de quienes viven como si fuera para siempre. Aquí no hay nada, no habrá nunca nada. Un día desaparecerá sin dejar huella. Se llenará de caminos, factorías, gentes dedicadas a servir de asnos a esa aparatosa nadería que llaman progreso. En fin, no importa, nunca he jugado con esos dados. Ni siquiera sé por qué se lo menciono. Lo que le quería decir es que no se preocupe. Yo no dejé el aguardiente, él me dejó a mí. Seguiremos subiendo el río. Como antes. Hasta que se pueda. Después, ya veremos». Puso su mano en mi hombro y se quedó mirando la corriente. La retiró al instante. No dormía pero permaneció quieto, tranquilo, con la serenidad de los vencidos. Alterno la escritura con la lectura en espera de que llegue el sueño. Viene siempre con la ligera brisa de la madrugada. Tengo la certeza de que las palabras del Capitán ocultan un mensaje, una secreta señal, que, a tiempo que me proporciona un curioso sosiego, me dice que hace mucho que los dados están rodando. Lo mejor es dejar que todo suceda como debe ser. Así está bien. No se trata de resignación. Lejos de eso. Es otra cosa. Tiene que ver con la distancia que nos separa de todo y de todos. Un día sabremos.

Mayo 30

Todo curiosamente se va ajustando, serenando. Las incógnitas sombrías que se alzaron al comienzo del viaje se han ido despejando hasta llegar al escueto panorama presente. Los indios bajaron del lanchón y fueron olvidados. Ivar y su compinche cavaron su propia sepultura en el suelo anegado de la selva. El Mayor se ha hecho cargo de nosotros en forma no explícita, ni siquiera sugerida, pero evidente cada día. El Capitán dejó el aguardiente y ha entrado en un período de apacible ensoñación, de mansa nostalgia, de inofensivo extrañamiento. Ignacio se me figura cada día más anciano, más confundido con los manes protectores de la selva. El mecánico ha llegado a conseguir del motor proezas de cabalista. La convalecencia me proporciona, con esa sensación de haberme salvado en un hilo, la seguridad apacible, la invulnerable salud de los elegidos. No se me oculta cuán precarias pueden ser esas garantías, pero mientras estoy de lleno entregado a sus poderes, las cosas desfilan ante mí ocupando el espacio que les corresponde y sin echárseme encima para atentar contra mi identidad. Es por esto que, hasta la relación con la india, y en caso de que fuera cierta su secuela letal de la que conseguí librarme, las veo hoy como pruebas por las que me hacía falta pasar para vencer los poderes de este devorante e insaciable universo vegetal, que se me revela hoy como uno más de los ámbitos que tiene que recorrer el hombre para cumplir su tránsito por la tierra y estar a salvo del suplicio de morir con la certidumbre de haber habitado un limbo, a espaldas del soberbio espectáculo de los vivos.

Con la luz de la tarde y hasta cuando tuve que encender la Coleman avancé en el libro de Raymond sobre el asesinato del Duque de Orléans. Habría mucho que decir sobre este asunto. No es la ocasión ni el ánimo se inclina a esta clase de especulaciones. De todos modos, es curioso anotar la falta de objetividad del informe que rinde el preboste de París a raíz de cometerse el crimen y la concomitante falta de malicia del autor que lo recoge y comenta. Los móviles de un crimen político son siempre de una complejidad tan grande y se mezclan en ellos motivos escondidos y enmascarados tan complejos, que no basta la relación minuciosa de los hechos ni la transcripción de lo que sobre el asunto opinaron las personas involucradas para sacar conclusiones que pretendan ser terminantes. El alma retorcida del Duque de Borgoña oculta abismos y laberintos harto más tortuosos que lo que el buen preboste alcanza a percibir y Raymond intenta dilucidar. Pero lo que más me llama la atención en este caso, así como en todos los que han costado la vida a hombres que ocupan un lugar excepcional en las crónicas, es la completa inutilidad del crimen, la notoria ausencia de consecuencias en el curso de ese magma informe y ciego que avanza sin propósito ni cauce determinados y que se llama la historia. Sólo la incurable vanidad de los hombres y el lugar que con tan descomunal narcisismo se arrogan en la indómita corriente que los arrastra, puede hacerlos pensar que un magnicidio haya logrado jamás cambiar un destino desde siempre trazado en el universo inmensurable. Pero creo que, a mi vez, he acabado saliéndome del auténtico alcance de la muerte del de Orléans. Basta conformarse con rastrear las razones de envidia y sórdido despecho que movieron al asesino. Por eso, tal vez, mientras más avanzo en la lectura del libro, menos me interesa el asunto y más lo asimilo al cotidiano espectáculo que ofrecen los hombres dondequiera que vayamos a buscarlos. En cualquiera de las miserables rancherías que hemos ido dejando atrás, conviven un Juan sin Miedo y un Luis de Orléans y a éste le espera otro oscuro rincón semejante al de la Rue Vieille-du-Temple, en donde tiene cita con la muerte. Hay una monotonía del crimen que no es aconsejable frecuentar ni en los libros ni en la vida. Ni siquiera en el mal consiguen los hombres sorprender o intrigar a sus semejantes. De allí la acción bienhechora de los bosques, del desierto o de las extensiones marinas. Ya lo sabía desde siempre. Nada nuevo. Cierro el libro, y un enjambre de luciérnagas danza a la altura del agua, acompaña por un rato nuestra embarcación y, por fin, se pierde a lo lejos entre los pantanos en donde la luna rebrilla a trechos antes de ocultarse entre las nubes. Un chubasco que se acerca, enviando como avanzada una brisa fresca, me lleva hacia el sueño mansamente.

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