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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (12 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Ésta será mi última noche aquí. Debo confesar que siento un alivio indecible. Es como si hubiera tomado un licor que, al instante, repusiera todas las fuerzas y me restituyera al mundo, al orden de cosas que me pertenecen. He hablado con Miguel. No puso ninguna objeción a que arreglásemos cuentas ahora mismo. Le pagué su dinero y di una buena propina al práctico. Trato de dormir. Una agitación, un aleteo que me recorre por dentro, me impide conciliar el sueño. Es como si me quitara una losa de encima, como si me relevaran de una tarea desmedida, lacerante, agobiadora.

Junio 29

A eso de las siete de la mañana el Mayor llegó en el Junker. Recogí mis cosas y me despedí de Miguel y del práctico. Éste sonreía, con esa manera que tienen los viejos de hacerlo ante la necia insistencia de quienes repiten los errores que ellos mismos cometieron y habían olvidado. Miguel me dio la mano sin apretarla. Era como tener en la mía un pescado tibio y húmedo. En sus ojos advertí un lejano, tenue brillo por donde afloraba toda la cordialidad de que era capaz. En ese instante me di cuenta de que me despedía de la selva. El mecánico, no sólo la representa cabalmente, sino que está hecho de su misma substancia. Es una prolongación amorfa de ese universo funesto y sin rostro. Subí al Junker, me senté detrás del piloto y del Mayor y ajusté mi cinturón. Recorrimos el agua durante un momento y nos remontamos en medio de la vibración arrulladora del fuselaje. Caí en un torpor hipnótico hasta que el Mayor me tocó la rodilla y me mostró la laguna allá bajo. Acuatizamos suavemente. Nos dirigimos a un desembarcadero en donde nos esperaban un sargento y tres soldados. El Mayor bajó conmigo. Me despedí del piloto y en ese momento caí en la cuenta que no era el que yo conocía. A éste le faltaba un ojo y tenía en la frente una cicatriz nacarada. El Mayor me encargó con el sargento y le indicó que me buscara posada en el pueblo mientras conseguía un camión para subir al páramo. Me tendió la mano y, sin dejar que le expresara mi gratitud, me interrumpió con una seriedad un tanto forzada: «Por favor, en adelante, medite sus negocios y no vuelva a arriesgarse como lo hizo. No vale la pena. Sé lo que le digo. Usted ya lo sabe, además. Buena suerte. Adiós». Subió a la cabina del Junker, cerró de un golpe la puerta, haciendo resonar el fuselaje con un ruido que me resultó familiar y el hidroavión se alejó dejando una estela de espuma que fue disolviéndose a medida que el aparato se perdía entre las nubes bajas de la cordillera.

Algo ha terminado. Algo comienza. Conocí la selva. Nada tuve que ver con ella, nada llevo. Sólo estas páginas darán, tal vez, un desteñido testimonio de un episodio que dice muy poco de mi malicia y espero olvidar lo más pronto posible. Antes de una semana estaré en La Nieve del Almirante contándole a Flor Estévez cosas que, de seguro, ya poco tendrán que ver con lo que en verdad sucedió. Siento en el paladar el aroma del café y su amargo sabor estimulante.

Ayer llegaron al pueblo unos infantes de marina. Pertenecen al destacamento relevado en los aserraderos. Cuentan que el lanchón naufragó en el Paso del Ángel y que los cuerpos de Miguel y del práctico no aparecieron. Parece que se los llevó la corriente muy abajo. Debió dejarlos tirados en alguna orilla de la selva. El planchón, desmantelado y lleno de abolladuras, se varó en un banco de arena. Nadie se presentó para rescatarlo.

Dentro del cuaderno formado con las hojas del diario de Maqroll el Gaviero había una página suelta, escrita en tinta verde, con el membrete de un hotel y sin fecha. Al leerla me di cuenta que tenía relación con el diario y por esa razón me parece oportuno transcribirla aquí. Su lectura puede interesar a quienes hayan seguido el relato que el diario contiene
.

H
ÔTEL DE
F
LANDRE

Quai des Tisserands No. 9

Tel. 3223

Anvers

… como estaba convenido. Durante tres días subimos por una carretera empinada y llena de curvas de un trazo peligrosamente aproximado. Al llegar a cierto punto, dejé el camión y alquilé una mula en la fonda de la Cuchilla. Dos días anduve perdido en el páramo, buscando la carretera que pasa por La Nieve del Almirante. Ya había abandonado toda esperanza, cuando di con ella. Dejé la mula con el muchacho que me la había alquilado y me senté en un barranco a esperar algún camión para subir hasta la parte más alta del trayecto. En efecto, dos horas más tarde pasó un Saurer de ocho toneladas que trepaba con asmático esfuerzo la pendiente. El conductor accedió a llevarme: «Voy hasta el alto», le expliqué mientras me observaba como tratando de reconocerme. Viajamos toda la noche. Al madrugar, en medio de una niebla tan espesa que casi imposibilitaba la marcha, el hombre me despertó: «Por aquí debe ser. ¿Qué es lo que busca por estos peladeros?». «Una tienda que se llama La Nieve del Almirante», respondí con un temor que empezaba a subirme por el plexo solar. «Bueno —dijo el chofer—, voy a parar un rato. Usted busque por ahí a ver qué encuentra. Con esta niebla…». Encendió un cigarrillo. Me interné en el lechoso ámbito que casi no permitía ver cosa alguna. Me fui orientando por la cuneta y al poco tiempo reconocí la casa. El letrero, del que se habían desprendido varias letras, se mecía con el viento, colgando de un extremo sujeto por un clavo herrumbroso. Todo estaba atrancado por dentro: puertas, ventanas y postigos. Faltaban ya muchos vidrios y la construcción amenazaba derrumbarse de un momento a otro. Fui a la puerta trasera. El balcón, que antes se sostenía sobre un precipicio con la ayuda de gruesas vigas de madera, se había desbaratado en parte y los barrotes se balanceaban sobre el abismo, llenos de musgo y de excrementos de loros que se detenían allí antes de seguir su viaje a las tierras bajas. Comen zó a lloviznar y la niebla se despejó en un instante.

Regresé al camión. «No queda nada, señor. Ya sabía, pero ignoraba el nombre», comentó el conductor con cierta compasión que alcanzó a herirme malamente. «Siga conmigo, si quiere. Voy hasta el cafetal de La Osa. Allá creo que lo conocen». Asentí en silencio y subí a su lado. El camión comenzó el descenso. Un olor a asbesto quemado denunciaba el trabajo incesante de los frenos. Pensaba en Flor Estévez. Iba a ser muy difícil acostumbrarme a su ausencia. Algo comenzó a dolerme allá adentro. Era el trabajo de una pena que tardará mucho tiempo en sanar.

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A
QUÍ me quedé, al cuidado de esta mina, y ya he perdido la cuenta de los años que llevo en este lugar. Deben ser muchos, porque el sendero que llevaba hasta los socavones y que corría a la orilla del río ha desaparecido ya entre rastrojos y matas de plátano. Varios árboles de guayaba crecen en medio de la senda y han producido ya muchas cosechas. Todo esto debieron olvidarlo sus dueños y explotadores y no es de extrañarse que así haya sido, porque nunca se encontró mineral alguno, por hondo que se cavara y por muchas ramificaciones que se hicieran desde los corredores principales. Y yo que soy hombre de mar, para quien los puertos apenas fueron transitorio pretexto de amores efímeros y riñas de burdel, yo que siento todavía en mis huesos el mecerse de la gavia a cuyo extremo más alto subía para mirar el horizonte y anunciar las tormentas, las costas a la vista, las manadas de ballenas y los cardúmenes vertiginosos que se acercaban como un pueblo ebrio; yo aquí me he quedado visitando la fresca oscuridad de estos laberintos por donde transita un aire a menudo tibio y húmedo que trae voces, lamentos, interminables y tercos trabajos de insectos, aleteos de oscuras mariposas o el chillido de algún pájaro extraviado en el fondo de los socavones.

Duermo en el llamado Socavón del Alférez, que es el menos húmedo y da de lleno a un precipicio cortado a pico sobre las turbulentas aguas del río. En las noches de lluvia, el olfato me anuncia la creciente: un aroma lodoso, picante, de vegetales lastimados y de animales que bajan destrozándose contra las piedras; un olor de sangre desvaída, como el que despiden ciertas mujeres trabajadas por el arduo clima de los trópicos; un olor de mundo que se deslíe precede a la ebriedad desordenada de las aguas que crecen con ira descomunal y arrasadora.

Quisiera dejar testimonio de algunas de las cosas que he visto en mis largos días de ocio, durante los cuales mi familiaridad con estas profundidades me ha convertido en alguien harto diferente de lo que fuera en mis años de errancia marinera y fluvial. Tal vez el ácido aliento de las galerías haya mudado o aguzado mis facultades para percibir la vida secreta, impalpable, pero riquísima, que habita estas cavidades de infortunio. Comencemos por la galería principal. Se penetra en ella por una avenida de cámbulos cuyas flores anaranjadas y pertinaces crean una alfombra que se extiende a veces hasta las profundidades del recinto. La luz va desapareciendo a medida que uno se interna, pero se demora con intensidad inexplicable en las flores que el aire ha barrido hasta muy adentro. Allí viví mucho tiempo, y sólo por razones que en seguida explicaré tuve que abandonar el sitio. Hacia el comienzo de las lluvias escuchaba voces, murmullos indescifrables como de mujeres rezando en un velorio, pero algunas risas y ciertos forcejeos, que nada tenían de fúnebres, me hicieron pensar más bien en un acto infame que se prolongaba sin término en la oquedad del recinto. Me propuse descifrar las voces y, de tanto escucharlas con atención febril, días y noches, logré, al fin, entender la palabra Viana. Por entonces, caí enfermo, al parecer de malaria, y permanecía tendido en el jergón que había improvisado como lecho. Deliraba durante largos períodos y, gracias a esa lúcida facultad que desarrolla la fiebre por debajo del desorden exterior de sus síntomas, logré entablar un diálogo con las hembras. Su actitud meliflua, su evidente falsía, me dejaban presa de un temor sordo y humillante. Una noche, no sé obedeciendo a qué impulsos secretos avivados por el delirio, me incorporé gritando en altas voces que reverberaron largo tiempo contra las paredes de la mina: «¡A callar, hijas de puta! ¡Yo fui amigo del Príncipe de Viana, respeten la más alta miseria, la corona de los insalvables!». Un silencio, cuya densidad se fue prolongando, acallados los ecos de mis gritos, me dejó a orillas de la fiebre. Esperé la noche entera, allí tendido y bañado en los sudores de la salud recuperada. El silencio permanecía presente ahogando hasta los más leves ruidos de las humildes criaturas en sus trabajos de hojas y salivas que tejen lo impalpable. Una claridad lechosa me anunció la llegada del día y salí como pude de aquella galería que nunca más volví a visitar.

Otro socavón es el que los mineros llamaban del Venado. No es muy profundo, pero reina allí una oscuridad absoluta, debida a no sé qué artificio en el trazado de los ingenieros. Sólo merced al tacto conseguí familiarizarme con el lugar que estaba lleno de herramientas y cajones meticulosamente clavados. De ellos salía un olor imposible de ser descrito. Era como el aroma de una gelatina hecha con las más secretas substancias destiladas de un metal improbable. Pero lo que me detuvo en esa galería durante días interminables, en los que estuve a punto de perder la razón, es algo que allí se levanta, al fondo mismo del socavón recostado en la pared en donde aquél termina. Algo que podría llamar una máquina si no fuera por la imposibilidad de mover ninguna de las piezas de que parecía componerse. Partes metálicas de las más diversas formas y tamaños, cilindros, esferas, ajustados en una rigidez inapelable, formaban la indecible estructura. Nunca pude hallar los límites, ni medir las proporciones de esta construcción desventurada, fija en la roca por todos sus costados y que levantaba su pulida y acerada urdimbre, como si se propusiera ser en este mundo una representación absoluta de la nada. Cuando mis manos se cansaron, tras semanas y semanas de recorrer las complejas conexiones, los rígidos piñones, las heladas esferas, huí un día, despavorido al sorprenderme implorándole a la indefinible presencia que me develara su secreto, su razón última y cierta. Tampoco he vuelto a esa parte de la mina, pero durante ciertas noches de calor y humedad me visita en sueños la muda presencia de esos metales y el terror me deja incorporado en el lecho, con el corazón desbocado y las manos temblorosas. Ningún terremoto, ningún derrumbe, por gigantesco que sea, podrá desaparecer esta ineluctable mecánica adscrita a lo eterno.

La tercera galería es la que ya mencioné al comienzo, la llamada Socavón del Alférez. En ella vivo ahora. Hay una apacible penumbra que se extiende hasta lo más profundo del túnel y el chocar de las aguas del río, allá abajo, contra las paredes de roca y las grandes piedras del cauce, da al ámbito una cierta alegría que rompe, así sea precariamente, el hastío interminable de mis funciones de velador de esta mina abandonada.

Es cierto que, muy de vez en cuando, los buscadores de oro llegan hasta esta altura del río para lavar las arenas de la orilla en las bateas de madera. El humo acre de tabaco ordinario me anuncia el arribo de los gambusinos. Desciendo para verlos trabajar y cruzamos escasas palabras. Vienen de regiones distantes y apenas entiendo su idioma. Me asombra su paciencia sin medida en este trabajo tan minucioso y de tan pobres resultados. También vienen, una vez al año, las mujeres de los sembradores de caña de la orilla opuesta. Lavan la ropa en la corriente y golpean las prendas contra las piedras: Así me entero de su presencia. Con una que otra que ha subido conmigo hasta la mina he tenido relaciones. Han sido encuentros apresurados y anónimos en donde el placer ha estado menos presente que la necesidad de sentir otro cuerpo contra mi piel y engañar, así sea con ese fugaz contacto, la soledad que me desgasta.

Un día saldré de aquí, bajaré por la orilla del río, hasta encontrar la carretera que lleva hacia los páramos, y espero entonces que el olvido me ayude a borrar el miserable tiempo aquí vivido.

La Nieve del Almirante

Al llegar a la parte más alta de la cordillera, los camiones se detenían en un corralón destartalado que sirvió de oficina a los ingenieros cuando se construyó la carretera. Los conductores de los grandes camiones se detenían allí a tomar una taza de café o un trago de aguardiente para contrarrestar el frío del páramo. A menudo éste les engarrotaba las manos en el volante y rodaban a los abismos en cuyo fondo un río de aguas torrentosas barría, en un instante, los escombros del vehículo y los cadáveres de sus ocupantes. Corriente abajo, ya en las tierras de calor, aparecían los retorcidos vestigios del accidente. Las paredes del refugio eran de madera y, en el interior, se hallaban oscurecidas por el humo del fogón, en donde día y noche se calentaban el café y alguna precaria comida para quienes llegaban con hambre, que no eran frecuentes, porque la altura del lugar solía producir una náusea que alejaba la idea misma de comer cosa alguna. En los muros habían clavado vistosas láminas metálicas con propaganda de cervezas o analgésicos, con provocativas mujeres en traje de baño que brindaban la frescura de su cuerpo en medio de un paisaje de playas azules y palmeras, ajeno por completo al páramo helado y ceñudo.

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