Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (6 page)

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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Estoy en un hospital. La cama se halla protegida por una tela que la oculta de los demás lechos de la sala. No estoy enfermo y no sé por qué me han traído aquí. Descorro uno de los lados de la cortina y veo que hay una semejante que protege otra cama. Un brazo de mujer la corre y descubro a Flor Estévez, vestida con una precaria camisa de las que usan los pacientes que han sido operados. Me mira sonriente mientras sus pechos, sus muslos y su sexo semioculto se ofrecen con un candor que no le es propio en la vida real. Como siempre, tiene el pelo desordenado como la melena de un animal mitológico. Me paso a su lecho. Comenzamos a acariciarnos con la febril presteza de quienes saben que cuentan con muy poco tiempo y que en breve llegará alguien. Cuando voy a entrar en ella se abren bruscamente las cortinas. Unos monaguillos las sostienen mientras un sacerdote insiste en darme la comunión. Forcejeo para cerrar la cortina. El cura guarda la hostia en un cáliz y un monaguillo le pasa una cajita de plata con los santos óleos. El sacerdote intenta aplicarme la extremaunción. Vuelvo a mirar a Flor Estévez que me evita avergonzada, como si todo hubiera sido preparado por ella con algún fin que se me escapa. Flor moja sus dedos en los óleos y trata de frotarme el miembro mientras canta una canción cuya tristeza me deja en el desamparo de un desenlace que vivo como un engaño atroz. Todo erotismo se ha esfumado por completo. Quiero gritar con la desesperación de un ahogado. Despierto con el sonido de mi propia voz que se apaga en un aullido grotesco.

Medito, absorto, en la señal que estas visiones encubren. Ha caído la noche y el planchón avanza lentamente. El práctico y el Capitán discuten con una desmayada irritación que se siente familiar e inofensiva. El Capitán está en el punto crítico de su ebriedad y vuelve a sus órdenes insensatas: «¡Huele el viento, viejo terco, huélelo bien o nos perdemos, carajo!», «Ya, Capi, ya, no me atosigue que si no avanzamos es porque no se puede», le contesta el práctico con la paciencia de quien habla con un niño. «Navegas como culebra descabezada, Ignacio, por algo no te ocupaban ya en la base. ¡Firme el timón, maldita sea, que no es cuchara de sopa!». Y así durante buena parte de la noche. Es evidente que, en el fondo, se divierten con esto. Es la manera que tienen de comunicarse. Su relación es tan antigua que ya todo está dicho desde hace mucho tiempo. La siesta se prolongó demasiado y sólo conseguiré dormir en la madrugada. Leo y escribo por turnos. Juan sin Miedo no tiene excusa válida. Al ordenar la muerte del hermano del rey de Francia, condenó su propia raza a la inevitable extinción. Qué lástima. Un Reino de Borgoña tal vez hubiera sido la respuesta adecuada a tantas cosas que luego llovieron sobre Europa en una secuencia de maldición inapelable.

Abril 18

Como siempre sucede, hasta hoy han comenzado a develarse las posibles claves de esas visitaciones que tuve durante la siesta de ayer. Son mis viejos demonios, los fantasmas ya rancios que, con diversos ropajes, con distinto lenguaje, con nueva malicia escénica, suelen presentarse para recordarme las constantes que tejen mi destino: el vivir en un tiempo por completo extraño a mis intereses y a mis gustos, la familiaridad con el irse muriendo como oficio esencial de cada día, la condición que tiene para mí el universo de lo erótico siempre implícito en dicho oficio, un continuo desplazarme hacia el pasado, procurando el momento y el lugar adecuados en donde hubiera cobrado sentido mi vida y una muy peculiar costumbre de consultar constantemente la naturaleza, sus presencias, sus transformaciones, sus trampas, sus ocultas voces a las que, sin embargo, confío plenamente la decisión de mis perplejidades, el veredicto sobre mis actos, tan gratuitos, en apariencia, pero siempre tan obedientes a esos llamados.

El mero hecho de meditar sobre todo esto me ha proporcionado la apacible aceptación del presente que se me ocurría tan confuso y tan poco afín a mis asuntos. Por un comprensible error de perspectiva, sucedía que lo estaba examinando sin tener en cuenta ciertos elementos familiares que los sueños de ayer hicieron evidentes. Allí estaban y no había sabido desentrañarlos. Estoy tan acostumbrado a esa clave augural de mis sueños, que aún sin descifrar todavía su mensaje ya empiezo a sentir su acción bienhechora y sedante. Queda sólo por entender la actitud de Flor Estévez, cuya iniciativa e invitación a pasar a su cama son tan ajenas a como suele manejar tales situaciones. En efecto, pese al aparente salvajismo de su figura, la rotundez de sus piernas, su cabellera en hirsuto desorden, su piel morena un tanto húmeda que se resiste levemente al tacto como si estuviera formada por un terciopelo invisible, sus amplios pechos de sibila que semi ofrece a la vista todo el día, a pesar de tales signos, Flor desconoce por completo el juego de la coquetería, la malicia de los acercamientos amorosos. Irrumpe seria, terminante, casi triste, con la silenciosa desesperación de quien obra bajo el poder de una fuerza desatada y así ama y goza en un silencio de vestal. Tal vez la provocativa conducta de Flor en el sueño se deba a mi abstinencia en este viaje; fuera del episodio con la india, más inquietante que gratificador. Puede también obedecer, y esto es lo más probable, a la clásica yuxtaposición en los sueños de rasgos y gestos de diferentes personas. Por eso jamás podremos confirmar con certeza la identidad de los seres con los que soñamos. Jamás es uno solo el que se nos presenta, siempre es una suma, un instantáneo y condensado desfile, y no una presencia única y determinada.

Flor Estévez. Nadie me ha sido tan cercano, nadie me ha sido tan necesario, nadie ha cuidado tanto de mí con ese secreto tacto suyo en medio de la selvática y ceñuda distancia de su ser dado al silencio, a los monosílabos, a escuetos gruñidos que ni niegan ni afirman. Cuando le consulté el asunto de la madera se limitó a comentar: «No sabía que con la madera se hiciera dinero. Se hacen casas, cercas, cajones, repisas, lo que quiera, pero ¿dinero? Eso es un cuento. No se lo crea». Fue al escondite en donde guarda sus ahorros y me entregó todo lo que tenía, sin añadir una palabra, sin mirarme siquiera. Flor Estévez, leal y bronca en sus iras, procaz y repentina en sus caricias. Abstraída, viendo pasar la niebla por entre los altos cámbulos, cantando canciones de las tierras bajas, canciones frutales, gozosas, inocentes y teñidas de una aguda nostalgia que se quedaba para siempre en la memoria con la melodía y las palabras de un candor transparente. Y yo aquí remontando este río con un borracho mitad comanche y mitad gringo, un indio mudo enamorado de su motor diésel y un nonagenario que parece nacido de la tumefacta corteza de alguno de estos árboles gigantescos sin nombre ni oficio. No tiene remedio mi errancia atolondrada, siempre a contrapelo, siempre dañina, siempre ajena a mi verdadera vocación.

Abril 20

Hemos entrado de nuevo a una sabana con pequeñas agrupaciones boscosas y extensos pantanos creados por el desbordamiento del río. Bandadas de garzas cruzan el cielo en formaciones regulares que recuerdan escuadrillas en vuelo de reconocimiento. Giran alrededor de la lancha y van a posarse en la orilla con impecable elegancia. Se desplazan con zancadas lentas y prudentes en busca de alimento. Cuando consiguen atrapar un pescado, éste se debate un instante en el largo pico de la garza que sacude la cabeza y la víctima desaparece como en un acto de magia. El sol cae a plomo sobre la tediosa extensión en donde el agua rebrilla entre juncos y lianas. De vez en cuando, como para recordarnos que ha de volver en breve, surge una pequeña muestra de la selva, un tupido grupo de árboles de donde parte la algarabía de monos, pericos y otras aves y el regular y soñoliento canto de los grillos gigantes. La soledad del lugar nos deja como desamparados, sin que sepamos muy bien a qué se debe esta sensación que no tenemos en medio de la jungla, pese a su vaho letal, siempre presente para recordarnos su devastadora cercanía. Tendido en la hamaca veo desfilar, con abúlica indiferencia, este paisaje en donde el único cambio perceptible es la paulatina mutación de la luz a medida que avanza la tarde. La corriente del río apenas se opone al avance del planchón. El motor adquiere un ritmo acelerado y cascabeleante, bastante sospechoso dadas sus precarias condiciones de vetustez y demente inestabilidad. Todo esto apenas lo registro en la superficie casi impersonal de mi atención. Como siempre me sucede después de la visita de los sueños reveladores, he caído en un estado de marginal indiferencia, al borde de un sordo pánico. Lo percibo como un inevitable atentado contra mi ser, contra las fuerzas que lo sostienen, contra la precaria y vana esperanza, pero esperanza al fin, de que algún día las cosas serán mejores y todo comenzará a resultar bien. Me he familiarizado tanto con estos breves períodos de peligrosa neutralidad, que sé que lo mejor es no someterlos a examen. Con ello sólo conseguiría prolongarlos a semejanza de la sobredosis de un medicamento tomado por inadvertencia, cuyo efecto sólo pasará cuando el cuerpo asimile el agente extraño que lo intoxica.

El Capitán se acerca para informarme que al anochecer nos detendremos en una ranchería para cargar combustible y renovar provisiones. Le pregunto, recordando la recomendación del Mayor, sobre el estado de su cantimplora. Entiendeque me han alertado al respecto y responde con ligera molestia: «No se preocupe, amigo, ahí compraré lo suficiente para lo que nos queda de camino». Se aleja aspirando el humo de su pipa con el gesto irritado de quien intenta proteger una zona de su intimidad hollada por los extraños.

Abril 25

Cuando bajamos en la ranchería estaba muy lejos de sospechar que permanecería allí durante varias semanas, entre la vida y la muerte. Que todo el viaje cambiaría por entero de aspecto, hasta convertirse en una agotadora lucha contra el desaliento total y los ataques de algo muy parecido a la demencia.

La ranchería está formada por seis casas alrededor de un potrero que quiere ser plaza. Dos gigantescos árboles, de una frondosidad desmedida, dan sombra a los escuálidos habitantes que allí se reúnen en las tardes, para sentarse en primitivos bancos hechos con troncos apenas desbastados, fumar su tabaco y comentar los vagos y siempre inquietantes rumores que llegan de la capital. El único edificio con techo de zinc y paredes de ladrillo es una escuela que sirve también de iglesia cuando llegan las misiones. Consta del salón de clases, un pequeño cuarto para la maestra y los servicios sanitarios que hace mucho tiempo dejaron de usarse y están llenos de verdín y desperdicios indeterminados. La maestra fue raptada por los indios hace más de un año, y no se volvió a saber de ella hasta que alguien llegó con la noticia de que vivía con un jefe de tribu y había manifestado su propósito de no regresar jamás. La base militar mantiene una dotación exigua de soldados que duermen en hamacas suspendidas en el que fuera salón de clases. Pasan todo el tiempo limpiando sus armas y repitiendo, en monótona letanía, las pequeñas miserias de que se nutre la vida del cuartel.

El Capitán hizo provisión para su cantimplora y comenzamos a acarrear los bidones de diésel para llenar el depósito de la lancha. El trabajo resultaba agotador por el clima húmedo, la temperatura insoportable y la falta de brazos. Nadie quiso ayudarnos en la tarea. El Capitán estaba en una de sus peores rachas, el anciano práctico apenas puede moverse, y tuvimos que hacerlo entre el maquinista y yo, ante la mirada indiferente de los habitantes minados por el paludismo y con los ojos vidriosos y ausentes de quien hace mucho tiempo perdió la más leve esperanza de escapar de allí. En la tarde del primer día sentí náuseas y un intenso dolor de cabeza que atribuí al hecho de haber inhalado tanto tiempo los vapores del combustible que teníamos que transvasar con desesperante lentitud. Al día siguiente continuamos la tarea. El sueño y el descanso, al parecer, habían aliviado algo mis molestias. Al mediodía comencé a sentir un dolor insoportable en todas las coyunturas y unas punzadas en la base del cráneo que me dejaban inmovilizado por breves instantes. Fui a ver al Capitán para preguntarle qué podría ser lo que tenía, se me quedó mirando, y por la expresión de su rostro vi que se trataba de algo serio. Me tomó del brazo y me llevó a una de las hamacas de la escuela. Allí me tendió y me obligó a beber un gran vaso de agua con unas gotas de un líquido amargo de consistencia viscosa y color ambarino. Explicó a los soldados algo en voz baja. Evidentemente tenía que ver con mi estado. Me miraban como a alguien que va a pasar una —prueba aterradora con la cual estaban familiarizados. Al poco tiempo regresó el Capitán con mi hamaca del lanchón. La colocó en el extremo opuesto a donde se agrupaban las de los soldados y me llevó allí, casi cargado, sosteniéndome por debajo de las axilas. Me di cuenta que había perdido el tacto en los pies y no sabía si los arrastraba o si trataba de caminar. Empezó a caer la noche. Con el ligero descenso del calor y la llegada de la brisa casi imperceptible que venía del río, comencé a temblar violentamente en un escalofrío que no parecía tener fin. Un soldado me hizo beber algo caliente cuyo sabor no pude distinguir y caí luego en un sopor profundo cercano a la inconsciencia.

Perdí por completo la idea del curso del tiempo. El día y la noche se me mezclaban a veces vertiginosamente. En ocasiones, uno u otra se quedaban detenidos en una eternidad que no intentaba comprender. Los rostros que se acercaban a mirarme me resultaban ajenos, bañados en una luz opalina que les daba el aspecto de criaturas de un mundo ignoto. Tuve pesadillas atroces, relacionadas siempre con las esquinas del techo y el ensamble de las láminas de zinc. Intentaba encajar una esquina en otra, modificando la estructura de los soportes o emparejar los remaches que unían las láminas en forma que no tuvieran la menor variación o irregularidad. En esas tareas ponía toda la fuerza de una voluntad hecha de fiebre y de maniática obsesión, repetidas en serie interminable. Era como si la mente se hubiera detenido de improviso en un proceso elemental de familiarización con el espacio circundante. Proceso que, en la vida diaria, ni siquiera registra la conciencia, pero que ahora se convertía en el único fin, en la razón última, necesaria, inapelable, de mi existencia. Es decir, que yo no era sino eso y sólo para eso seguía vivo. A medida que tales obsesiones se prolongaban y hacían más regulares y, a la vez, más elementales, iba cayendo en un irreversible estado de locura, en una inerte demencia mineral en donde el ser o, más bien, lo que había sido, se disolvía con una rapidez incontrolable. Cuando ahora trato de relatar lo que entonces padecía, me doy cuenta de que las palabras no alcanzan a cubrir totalmente el sentido que quiero darles. ¿Cómo explicar, por ejemplo, el pánico helado con el que observaba esta monstruosa simplificación de mis facultades y la inconmensurable extensión del tiempo vivido en tal suplicio? Es imposible describirlo. Simplemente porque, en cierta forma, es extraño y por entero opuesto a lo que solemos creer que es nuestra conciencia o la de nuestros semejantes. Nos convertimos, no en otro ser, sino en otra cosa, en un compacto mineral hecho de aristas interiores que se multiplican en forma infinita y cuyo registro y recuento constituyen la razón misma de nuestro durar en el tiempo.

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