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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (100 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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»—Lo hacía a usted más joven —me soltó de sopetón, antes de sentarse a mi lado—. Bueno, no es eso, es que Lina mehablaba de sus viajes y de sus andanzas como si fueran las de un amante de la aventura y veo que para nada tiene el aspecto de una persona así. Pienso más bien en un monje que anduviera buscando por el mundo el convento que se le ha perdido.

»—Asunta —trató de disculpar Lina la salida de su amiga— anda dando palos de ciego y viendo siempre cosas que no son y personas que ella inventa.

»Repuse que, por el contrario, era posible que Asunta no anduviera tan descaminada y que no era la primera vez que escuchaba esa comparación, si bien lo de la búsqueda del convento me parecía una novedad reveladora. Todos reímos a un tiempo y luego Asunta me preguntó cómo me había parecido Jamil. No quise entrar en mucho pormenor y más bien traté de tranquilizarlas respecto a los cuidados que tendría con el muchacho. Estaba seguro de que allí residía el mayor motivo de preocupación de ambas mujeres, más en Asunta que en Lina, que ya me conocía mejor. Le expliqué que Jamil era para mí como un sobrino y que lo encontraba más despierto y más inteligente de lo que su edad permitía suponer. Vi que la rubia se ruborizaba sin motivo aparente y miraba a Lina como aprobando su decisión de haberme llamado, sobre la cual era claro que venía abrigando algunas dudas. Pasamos a hablar de Alemania y de los alemanes y del siniestro clima de Bremen. En ésas apareció Jamil que quería ir conmigo al puerto para asistir a la llegada de un barco de guerra italiano anunciada en los pizarrones de la capitanía del puerto. Me despedí de las mujeres y, al momento de partir, Lina me informó con la naturalidad de quien habla de algo ya convenido hacía mucho tiempo:

»—Esta tarde hay que avisar a Vidal de la partida de ustedes. En dos días estará todo listo.

»La miré con cierta sorpresa y ella, sin hacer caso de mi reacción, comenzó a hablar con Asunta de ciertos documentos que debía recoger no sé en qué oficina. Jamil no hizo comentario alguno, pero, mientras nos dirigíamos al puerto, guardó un silencio que mostraba con claridad la impresión que le habían causado las palabras de su madre.

»Esa noche hablamos con Vidal y se convino la salida para dos días después. El primo pasaría por nosotros antes del mediodía. Lina se dedicó en el plazo que quedaba a comprar alguna ropa que, según ella, le iba a hacer falta a Jamil en Pollensa y a preparar las prendas del niño que ya tenía en uso. Mossèn Ferrón me había metido discretamente en el bolsillo algunos billetes de dinero francés en el momento de embarcar. Lo que llevaba conmigo iba a ser a todas luces insuficiente. Ofrecí a Lina acompañarla en las compras que quise pagar y ella rechazó la idea sin dejarme insistir en el asunto.

»El día de la partida pasó por nosotros el primo de Vidal hacia las diez de la mañana. Muy semejante de rostro a Pierre, era más corpulento y respiraba un aire de atlética juventud en lo que para nada se parecía al primo que tenía algo de enfermizo y afiebrado que llegaba a inquietar. Lina descendió con Jamil, que llevaba un pequeño maletín que había conocido tiempos mejores pero le confería al muchacho una dignidad de viajero experimentado. Lina lo retuvo en sus brazos largo rato tratando de ocultar su dolor como podía. Jamil, intrigado por la aventura que se avecinaba, no mostró en ese momento mucha emoción. Vidal nos miraba divertido y, cuando la pequeña furgoneta Renault de su primo arrancó, pasó un brazo sobre los hombros de Lina y con el otro se despidió en un gesto afectuoso e insistente. El auto tenía a ambos lados un dibujo colorido con el mismo plato de langostinos pintado en forma un tanto ingenua y un letrero que decía "A Can Miquel. Lo mejor en pescados y mariscos. La Junquera".

»Íbamos sentados al lado del conductor. Yo en medio y Jamil en la ventana porque insistió en no perderse detalle de nuestro paso por la frontera. Llevaba en los brazos su maletín como un objeto valioso. Accedió a la sugerencia del primo de Vidal de ponerlo en la parte trasera del auto, pero de vez en cuando volvía a mirarlo como temiendo que no estuviese allí. Ramón, que era el nombre de nuestro chofer, mostraba una tranquilidad, casi una indiferencia que traía intrigado a Jamil. Al tomar la carretera de España y cuando leí en voz alta el letrero que la indicaba, Jamil volvió a mirar a Ramón y se resolvió a lanzarle la pregunta que se guardaba desde hacía rato:

»—¿Y si nos detienen los guardias, le quitan el auto?

»Ramón esperó un momento antes de responder, mientras hacía con sus pobladas cejas unos visajes que nos hicieron reír. Por fin se lanzó en catalán con un énfasis tal como si alguien le hubiera preguntado un absurdo inconcebible:

»—¡Pero, niño, por Dios! Nadie nos va a detener. Qué cosas se te ocurren. Los guardias a estas horas están leyendo el diario y tomando el segundo café del día, que es el que mejor saborean. Ni siquiera nos van a mirar. Verás como hacen un gesto con la mano como quien espanta una mosca y eso es todo.

»Jamil no pareció estar muy convencido y pasó a preguntar para qué servían los fortines que a cada momento aparecían en lo alto de los cerros como vigilando la carretera. Le explicamos que eran edificaciones de otros tiempos cuando los dos países estaban en guerra. Era evidente que quería que estuviesen activos y representasen un peligro actual e inminente. Al poco rato, se quedó profundamente dormido, recostado sobre mi brazo. Lo acomodé mejor sobre mi pecho. Respiraba con inocente serenidad que me pareció conmovedora. Sus grandes pestañas se movían de vez en cuando. De seguro soñaba con guardias y contrabandistas. De nuevo sentí que invadía mi pecho un calor, una densa ternura que resultaba casi dolorosa. Jamil, hijo del mejor amigo que me otorgó la vida, dormía seguro de los sentimientos que bien sabía haber despertado en mí desde el momento en que nos conocimos. El muchacho desplegaba en sus gestos y en toda su relación conmigo una suerte de energía, de sorpresivo poder que me desataba un torrente de sensaciones inusitadas. Seguramente los debí conocer en la niñez y me encargué de ocultarlos luego en lo más hondo de mí mismo. La vida se me vino encima muy temprano y tuve que tragar sorbos muy amargos, administrados por adultos con la indiferente brutalidad propia de lo que llaman "la lucha por la vida". Una vez más no encuentro cómo explicarlo, pero, mientras sostenía la rizada cabeza de Jamil en mis brazos, sentía que emanaba de él una corriente estimulante que lo convertía en un mensajero que me iba conduciendo, en medio del desamparado desorden de mi existencia, a un mundo recién inaugurado, a un dichoso recomenzar desde cero que borraba errores y desventuras del pasado y me regresaba a una disponibilidad cercana a la embriaguez. En fin, es más complicado que eso y más sencillo. Usted, señora, de seguro me comprende mejor.

Mi esposa asintió sonriente sin hacer ningún comentario. Mossèn Ferrón movía la cabeza enternecido y mostrando que estaba largamente familiarizado con esos discursos del Gaviero. Yo, a mi vez, recordé algo que me comentó Abdul Bashur en la época en que lo conocí y que me sirvió mucho para establecer una relación duradera con Maqroll.

—El Gaviero —me dijo— es como esos crustáceos que tienen un caparazón duro como la piedra que protege una pulpa delicada. Suele guardar esa zona sensible de su intimidad con tal cuidado que es fácil pensar que no la tiene. Luego vienen las sorpresas que, con él, pueden ser reveladoras.

—Cuando nos acercamos al puesto fronterizo francés —prosiguió el Gaviero— Jamil despertó, como si hubiese adivinado que se aproximaba el momento que esperaba con tanta ansiedad. Un guardia francés, con el quepis echado hacia atrás, leía el periódico con aire adormilado y bonachón. Volvió a mirarnos, se fijó en el vehículo e hizo con la mano señal de que siguiéramos mientras regresaba a su lectura con indiferencia casi impertinente. Jamil, en una reacción inmediata e incontrolable, hizo con la mano el gesto de disparar al guardia mientras le gritaba en árabe:

»—Te ganamos, pum, pum, pum.

»Traté de taparle la boca pero ya era tarde. El guardia ni siquiera había quitado la mirada de su periódico. Ramón le increpó:

»—¡Cullons con el crío! Mira que hablar en árabe justo aquí. Está
boig
o qué.

»Jamil nos miró con picardía y se alzó de hombros con fingida indiferencia. Pasamos de inmediato a la zona española. En la caseta, dos guardias conversaban apaciblemente fumando el que debía ser su décimo cigarrillo del día. Hicieron un gesto amistoso de saludo a Ramón y éste aceleró la marcha y contestó con la mano que sacó por la ventanilla. Jamil volvió a mirarme y comentó:

»—A éstos no los matamos porque son amigos de Ramón. ¿Viste cómo nos saludaron?

»Llegamos a La Junquera y Ramón nos dejó en la estación de los autobuses que iban a Figueras. Se despidió de nosotros con una cordialidad de viejo amigo y, pasando las manos por los cabellos de Jamil, le dijo cariñosamente:

»Aquí guárdate el árabe para cuando estés solo con el Gaviero. En esta tierra te puede traer problemas.

»Jamil lo observó divertido y asintió con la cabeza como dando a entender que acataba el consejo, sin descifrarlo muy bien.

»Nos sentamos en un café en espera de la salida del autobús. Jamil se encerró en un silencio que me hizo pensar que hasta ese momento se daba cuenta de la separación de su madre. Estaba a punto de llorar pero se contenía con dificultad. Por fin se resolvió a hablar y me comentó:

»—Mi madre me ha dicho que nunca olvide el árabe que es el idioma que hablaba mi padre y que hablan los Bashur. Ahora qué voy a hacer, si aquí no me dejan hablarlo. ¿Y mi mamá, en Alemania, con quién lo va a hablar? —gruesos lagrimones le corrían por las mejillas.

»—Tú y yo hablaremos en árabe todas las veces que quieras. Esta gente de las fronteras vive muy prevenida y no quieren que se les tome por extranjeros. Tu mamá también hablará allá con sus compañeras de trabajo, muchas de las cuales son palestinas o sirias. Cuando pase por ti a Pollensa, que será muy pronto, verás que hablarán árabe, como siempre.

»Jamil se quedó un tanto más tranquilo pero en su mirada se advertía una ansiedad imprecisa con— la que me examinaba como si fuese la primera vez que me veía. Terminamos el café con leche y subimos al autobús que partió en seguida. Llegamos a Figueras pasado ya el mediodía y llevé a Jamil a probar arroz con mariscos en un figón que nos había recomendado Ramón. Me sorprendió la habilidad del chico para quitar la cáscara a los langostinos y le pregunté dónde había aprendido tan bien esa ciencia, propia únicamente de la gente de la costa. Me explicó que su madre había trabajado en Perpignan en un restaurante especializado en frutos del mar y que le había enseñado a pelar las cigalas y los langostinos que a escondidas traía para él de su trabajo. Cuando llegó la hora de tomar el tren fuimos a la estación directamente. El expreso a Barcelona traía dos horas de demora. Pensé que, por prudencia, era mejor no andar por las calles de Figueras sin propósito determinado. En la sala de espera de la estación no había casi nadie. Nos sentamos en una larga banca de una incomodidad espartana y Jamil comenzó a preguntarme de nuevo sobre Mallorca y sobre Pollensa. Con paciencia que no me conocía le respondí cada cuestión, tratando de no ilusionarlo mucho sobre los aspectos atrayentes del lugar, ni insistir sobre la precariedad de nuestro albergue. Cuando el tren entró en la estación, Jamil me tomó de la mano y me dijo:

»—Vamos, Gaviero, ése es nuestro tren. Quiero llegar pronto a Pollensa.

»Pronunciaba "Pollentsa" y en adelante no hubo manera de corregirlo. Subimos al tren y le expliqué que aún nos faltaba hacer el trayecto desde Barcelona hasta Mallorca por ferry. Le volvió el sueño y se durmió en mis brazos. Debía sostenerlo con evidente torpeza porque una mujer sentada frente a nosotros me sonrió comprensiva. Llegamos a Barcelona al anochecer. Jamil había despertado poco antes de entrar el tren a la estación de Francia. Tomamos un autobús que nos llevó al puerto. El ferry partía a las ocho de la noche. Compramos los pasajes y nos instalamos en el estrecho camarote que nos correspondía. Jamil no quiso seguir durmiendo y me llevó a cubierta para asistir a la partida del ferry. Mientras llegaba la hora, se extasió observando el ir y venir de embarcaciones en el puerto y siguió con atención las maniobras de partida de varios grandes navíos de pasajeros y algunos cargueros que zarpaban hacia diversos lugares del mundo. Su fascinación por el mar era evidente y me enternecía sobremanera. Con mirada escrutadora iba almacenando todos los detalles del movimiento portuario y los informes que me pedía con insaciable curiosidad. No pude menos de imaginar cómo hubiera reaccionado Bashur ante ese interés de su hijo por las cosas del mar. Conseguí, al fin, que aceptara acompañarme a cenar y luego fuimos al camarote para dormir un rato. La curiosidad de Jamil por asistir a la entrada del ferry a Palma lo despertaba una y otra vez. Cuando tocamos el muelle abrió los ojos con la frustración de no haber presenciado la maniobra de atraque.

»En Palma nos esperaba Mossèn Ferran. Recuerdo sus primeras palabras:

»—
Qué nen más maco
. Parece un príncipe heredero viajando de incógnito.

—Ésa fue la impresión que tuve —se dirigió Mossèn Ferran a mi esposa—. La recuerdo como si hubiera sido ayer. Jamil es un niño aparte. Son reacciones de abuelo que le nacen a uno sin darse cuenta.

—Mi esposa sonrió divertida ante el entusiasmo del párroco historiador.

Empezaba a caer la tarde y la puesta del sol, casi excesiva en su despliegue de naranjas y lilas de una variedad de tonos delirante, nos impuso un silencio ceremonial. Cuando toda esa orgía de colores se desvaneció en un rojo cárdeno invadido lentamente por grises que recordaban los paisajes de El Greco, Maqroll fue el primero en hablar:

—Me temo que esta historia se ha extendido demasiado. Debo haberles fatigado.

—No precisamente —le comentó mi esposa—. Ya muero de curiosidad por saber qué sucedió con Jamil y cómo fue su vida en Pollensa. Si doña Mercé no tiene inconveniente me atrevería a proponer que esperemos aquí la noche hasta que termine su historia.

Mossèn Ferran y yo nos sumamos a la propuesta. El clérigo se levantó de la mesa y fue a parlamentar con la dueña. Regresó poco después para informarnos que doña Mercé mandaba decir que no nos preocupásemos. Ya vendría en su momento para ofrecernos algún refrigerio. Mientras tanto nos enviaba con el párroco una magnífica jarra de sangría en la que flotaban trozos de melocotones y unas fresas de su jardín que mossèn Ferran elogió con entusiasmo.

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