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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (99 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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»—Pobres —comentó el niño—, yo no les haría nada.

»La reacción del mesero ante estas palabras fue de una patente simpatía. En ese instante me vino a la cabeza una idea que, de inmediato, desencadenó todo un plan que podría solucionar nuestras dificultades migratorias. Resolví confiarle al mesero nuestro problema, y luego le comenté que, a mi modo de ver, lo más fácil era pasar a España por tierra con Jamil. Pero necesitábamos la ayuda de alguien en Port Vendres que no despertara sospechas en el puesto fronterizo. El mesero, sin titubear, me informó en voz baja:

»—La persona indicada la conoce usted muy bien. Es Pierre Vidal, un catalán del Rousillon que trabaja en el Ancien Café Mogador. Hable con él. Yo sé cómo se lo digo.

»Terminó Jamil el helado y partimos hacia nuestro albergue. Durante el trayecto me miraba fijamente como tratando de descifrar mi plan. Sabía ya que allí se jugaba su destino. Traté de explicarle el asunto en la forma más sencilla:

»—Para que vengas conmigo a Pollensa, tenemos primero que pasar a España para embarcarnos en Barcelona. Pero como la policía aquí no acepta tu pasaporte tal como está y nos haría muchas preguntas, vamos a hacerlo de manera más fácil.

»—Sí —apuntó Jamil con cierta suficiencia—, como los contrabandistas. ¿Pero, si nos detienen?

»—No nos van a detener. No pasará nada. Confías en Maqroll, ¿verdad? —le pregunté a boca de jarro para ver su reacción.

»La contestación de Jamil forma parte de la famosa serie de réplicas del muchacho que mossèn Ferran y yo hemos coleccionado puntualmente:

»—Yo sí confío en el Gaviero —me respondió—. En los que no confío es en esos señores del resguardo con sus lanchas, sus reflectores y sus cañones que me dan miedo.

»Tuve que contestarle un tanto al azar:

»—Se trata de no tropezar con ellos en el camino. Pasaremos por tierra. Es menos arriesgado.

»Jamil volvió a mirarme con expresión de picardía y contento. El camino por tierra le abría nuevas posibilidades de aventura que le tentaban mucho. Pero conociéndome como hombre de mar, creo que tenía poca confianza en mis andanzas terrestres. Una vez más me vino a la memoria una confusa madeja de recuerdos. Sentí que quien estaba a mi lado era el propio Abdul Bashur con sus regocijados circunloquios frente a mis planes para desafiar lo monótono y cotidiano del destino.

»En el Ancien Café Mogador nos esperaba Lina. Nos sentamos a comer y, a los postres, Jamil comenzó a pestañear dominado por el sueño. La noche anterior habíamos conversado hasta muy tarde. Lina lo llevó al cuarto y regresó de inmediato. Había intuido que algo se preparaba en relación con nuestro viaje a Pollensa. Le conté de mi charla con el mesero del otro café y de mi plan de cruzar la frontera por tierra. Tan pronto como terminé manifestó su plena aprobación al proyecto y fue a traer a Vidal.

»—Éste es Pierre Vidal —me dijo cuando regresó con él, que me miraba con atención— y éste es Maqroll el Gaviero, como creo que ya sabes muy bien. Bueno, él te va a contar de qué se trata.

»Pasé a explicarle en líneas generales cuál era mi propósito. De inmediato mostró el mayor interés en ayudarnos. Desplegó el ceño y sonrió satisfecho de poder contribuir con su experiencia a que saliéramos del paso.

»—No sueñe con tratar de hacerlo por mar —dijo—. La vigilancia es muy estricta y más en los puertos españoles. Tiene razón: la única forma de hacerlo es por tierra, cruzando la frontera por Le Perthus. Debe hacerse en un auto con placas de Perpignan o de cualquier ciudad cercana de España. Casi nunca piden los papeles en ese caso. Tampoco en el lado español. Llegan a Figueras y allí toman el tren para Barcelona. El viaje de Barcelona a Palma ya sabe usted cómo se hace. En el ferry no exigen formalidad ninguna.

»Todo eso me sonaba tan sospechosamente simple que debió notarlo porque en seguida insistió:

»—Sí señor. Así es ahora. Usted, seguramente, estuvo aquí hace muchos años y por eso pensó pasar en barco. Ahora es muy sencillo. Simplemente me dice cuándo piensan partir y yo arreglo con un primo mío que viaja varias veces durante la semana a La Junquera en donde tiene un restaurante que le administra un sobrino. Todo queda aquí en familia. Déjeme saber con cierta anticipación, dos días o cosa así. Todo irá bien. No se preocupe.

»Me quitaba un peso de encima y todo volvía a su cauce natural. Seguimos hablando y le conté mi experiencia de muchos años antes en Port Vendres. Me compadeció con una sonrisa aún más abierta y me explicó que, en ese entonces, él era un adolescente. Recordaba la marea de emigrantes como una pesadilla dolorosa y sombría que entristeció su juventud. Se despidió de nosotros y partió a servir en una mesa ocupada por una familia de turistas holandeses que lo llamaban por señas y comenzaban a protestar.

»Aclarado el panorama de nuestro paso a España, sólo quedaba convenir con Lina cómo y cuándo sería la partida. Aprovechando que Jamil seguía durmiendo, Lina planteó en forma muy directa y sin tapujos su sentir sobre todo el asunto.

»—Quiero que sepa —me dijo— que me voy a Alemania muy tranquila dejando a Jamil en sus manos. Veo que se entienden de maravilla. Él no hace sino citar su nombre con cualquier pretexto y le tiene un afecto que me parece correspondido. Mire lo que son las cosas: la decisión más improbable fue la mejor. A cualquier persona que lo conozca le cuento que voy a dejar a Jamil a su cuidado, y me diría que es una locura. Alguien como usted, sin techo fijo en parte alguna, con una vida atropellada, llena de cambios inesperados y brutales, llevada siempre al borde de la transgresión y la cárcel, no parece ser la persona ideal para encargarse de un niño de casi cinco años. Yo, fiándome sólo de mi intuición y recordando las mil anécdotas que Bashur solía relatar sobre usted, pienso, en cambio, que nadie más indicado puede haber para cuidar a mi hijo. Ahora sé que estaba en lo cierto. Creo que lo mejor es que partan ustedes primero. Tengo que arreglar algunas cosas pendientes y ponerme de acuerdo con mi amiga sobre detalles delviaje. Lo haremos en tren, desde luego, pero hay que buscar la manera más rápida y menos costosa para llegar a Bremen por esa vía. Me duele, como usted no se puede imaginar, el separarme de mi hijo; pero sé que es por el bien de nosotros dos y trataré de ocultar mis sentimientos. Pero los niños saben con toda claridad lo que los mayores sentimos y de nada valdrá disimular mi pena. Bueno. Ya veremos.

»Le contesté que estaba listo para viajar en cualquier instante. Me tranquilizaba que supiera que Jamil quedaba en buenas manos y que sería cuidado con enorme cariño.

»Lina subió a ver a Jamil y yo me quedé en la terraza dándole vueltas a esa nueva situación que me planteaba el destino y que jamás había estado en mis cálculos más delirantes. Vidal se acercó a la mesa y, viendo mi estado de ánimo, trató de alentarme:

»—Jamil es un encanto —me dijo—. Mucho bien le hará a usted estar a su lado y descubrir esa vida que despierta. Tengo dos nietos. Para mi esposa y para mí son como un baño que renueva sentimientos que pensábamos ya muertos. Es algo muy intenso y a la vez muy tonificante. Todo saldrá bien. Ya lo verá. Casi le diría que lo envidio.

»Volvió a sus obligaciones. Cada vez que pasaba a mi lado me guiñaba un ojo en señal de complicidad. Las palabras de Lina y, luego, las de Vidal, me rondaban en la mente. Iba tomando conciencia de aspectos de mi decisión por los cuales, hasta ese momento, había pasado un tanto por encima. Caí en la cuenta de que Jamil estaba ya vinculado a mi existencia. Una existencia que había creído solucionada y estable en este refugio de Pollensa. Era curioso sentir cómo este cambio, en lugar de pesarme como una responsabilidad inesperada, me inyectaba una especie de entusiasmo que hacía muchos años había dejado de sentir por cosa alguna. Era evidente que Jamil se entregaba sin reservas a lo que yo dispusiera. La regocijada complicidad en su relación conmigo, sobre todo cuando le adelantaba detalles sobre nuestra futura vida en Pollensa; se me antojaba un magnífico regalo de los dioses. Toda una vida, pensaba, dando tumbos aquí y allá, de puerto en puerto y de rincón en rincón de la Tierra cada vez más agreste y escondido, atravesando los inenarrables infiernos por los que he tenido que cruzar, curtido de experiencias que, a menudo, se me ocurren como vividas por distintos protagonistas y no por uno solo cuya sobrevivencia no me explico. Todo eso, en fin, para terminar de tío postizo de un hijo de Abdul Bashur, cuya vida y cuyo destino van a depender por completo de cada gesto y de cada palabra míos. Había algo insensato en todo aquello. Pensé que mejor era no escrutarlo demasiado. No hay que provocar a las potencias que mueven los hilos sin descender a consultarnos. Es posible, me dije, que todo pertenezca a ese orden soñado y esperado tantas veces y que otras tantas se me ha ido de entre las manos. ¿No será que ahora se me ofrece en la persona de esta criatura que me está diciendo: "Ésta es la gran prueba que te mandan. Estaré a tu lado para asegurarte que, una vez al menos, todo sucede como en efecto debía suceder y no como te suele llegar, es decir, por obra del aciago sino que te persigue"?

»En esto apareció Jamil en persona. Vino a sentarse a mi lado y comenzó a observar el tráfico del puerto. Como si hubiese adivinado mis pensamientos, me preguntó de repente con expresión inquisitiva:

»—¿Así también es Pollensa?

»Habíamos hablado de Pollensa y del viaje pero nunca en detalle. Como no sabía entonces cómo íbamos a salir de Port Vendres, no quise que tomara como definitivas cosas que aún estaban por verse. Ahora todo se presentaba en forma clara y contundente. Era tiempo, pues, de hablar de nuestro futuro. Sabía que Jamil tomaba al pie de la letra y como verdad incontrovertible todo lo que yo le decía. Ahora sé que ésa es condición común a todos los niños. Con un poco de esfuerzo de introspección hubiera podido saberlo por mí mismo volviendo a mi infancia. Pero también ahora caía en la cuenta de que, desde muy joven, ya en la gavia de los pesqueros en donde trabajaba, tuve que estar tan atento a lo que cada día se me echaba encima como un torrente de riesgos y de súbitas alarmas que no me daba tiempo de volver sobre mi infancia, perdido como estaba en el vértigo cotidiano de un presente implacable.

»Le expliqué que el puerto mallorquín se hallaba en una bahía más grande que la de Port Vendres y que el paisaje era muy diferente. La luz, más intensa, estaba por todas partes, el agua era más transparente y serena y la ciudad, más pequeña que Port Vendres, se extendía por un llano con leves colinas a lo lejos. No existían esas fortalezas templarias que en Port Vendres sobrecogían el ánimo en los días grises y de lluvia. En Pollensa se hablaba el dialecto de Mallorca, muy parecido al catalán, que seguramente había escuchado en el sur de Francia. Pollensa era más tranquila y había menos barcos que en Port Vendres. Abundaban los yates de recreo, algunos grandes y lujosos. Nosotros íbamos a vivir en unos astilleros abandonados, donde antes se sometían los barcos a limpieza y ajustes requeridos por el uso y trabajo del mar en los cascos y en toda la obra metálica. Desde una ventana de nuestra habitación podríamos ver la entrada y salida de embarcaciones, la mayoría de placer, que alegraban la vista de la bahía.

»Pasé luego a contarle cómo íbamos a cruzar la frontera con España por Le Perthus. "¿Y si nos agarran los guardias, qué nos van a hacer?", exclamó.

»—En primer lugar —le dije— no nos van a agarrar. La gente pasa sin trámites y no tiene que mostrar a fuerza sus papeles. Pero si eso sucede, nos devuelven sencillamente a Francia sin otro problema —tuve que mentir un poco. Lo que podía esperarme a mí, en caso de que nos prendieran, era un tanto más complicado.

»—Entonces son guardias buenos —comentó Jamil como tratando de tranquilizarme, restándole importancia a la inquietud que me hubiera podido despertar su primera cuestión.

»—Los guardias, Jamil, no están para ser buenos ni malos sino para ser guardias —me quedé esperando una réplica del muchacho pero éste se limitó a lanzarme una mirada de conmiseración en la que me decía: "No tienes remedio. A veces no entiendes nada".

»Acto seguido me bombardeó a preguntas sobre el viaje, con una ansiedad que logró comunicarme. Pensé que era el colmo, después de todo lo que me ha sucedido en la vida, acabar sintiendo esa febril excitación por algo que debía significar para mí una simple rutina sin importancia. La razón estaba en Jamil, en mi descubrimiento de Jamil y en su inagotable ansiedad por abarcarlo todo, por saberlo todo y por verlo todo. Me temo que los estoy aburriendo soberanamente con este insistir en la novedad de mi experiencia que para ustedes ha de ser algo familiar. Deben, de seguro, hallar un tanto necio el toparse con alguien para quien la relación con una criatura que no ha cumplido los cinco años se convierte en una experiencia reveladora.

—No. No lo crea —comentó mi esposa—. No nos está aburriendo. Todo encuentro con un niño nos descubre, cada vez que sucede, un mundo sorprendente. Digan lo que digan los psicólogos, no existen reglas ni principios para predecir las sorpresas que nos depara esa experiencia. Pero no era en eso en lo que estaba pensando. Le confieso, Maqroll, que hay algo que he estado por preguntarle desde hace rato y no me he atrevido a hacerlo.

—Ya lo sé, señora. No se preocupe, Jamil está bien y vive donde debe vivir, al lado de su madre y de la familia de Abdul. El que no está bien soy yo. Pero ya sabe que, viejo adicto a la conformidad con el destino, sé cómo arreglármelas.

Mossèn Ferran apoyó una de sus grandes manos de labrador en la que el Gaviero tenía sobre la mesa. Con ese gesto fue más elocuente que las palabras que no quiso o no supo pronunciar. Maqroll, desviando un instante de nosotros su mirada, regresó a su relato.

—Al día siguiente vino a visitar a Lina la amiga que iba a trabajar con ella en Alemania. Lina insistió en que yo estuviera presente en la conversación y conociera a la que llamaba, con cierto dejo de sorna, "mi protectora". La mujer era el extremo opuesto de Lina en muchos sentidos. Rubia y regordeta, con una mirada siempre distraída y como fija en algo nunca presente pero que buscaba de continuo. Asunta Espósito era una curiosa mezcla de padre saboyano y madre del Rousillon, que respiraba un aire de honestidad a toda prueba, de tesonera persistencia en sus propósitos, facultades ambas que sabía esconder tras una perpetua sonrisa de muñeca en vitrina y ese aire de quien no acaba de estar en donde está. Era evidente que sentía por Lina una admiración y un apego que la hacían parecer menor que la madre de Jamil, cuando en verdad le llevaba varios años, como pude enterarme después. Tuve de inmediato la impresión de que la buena de Asunta jamás hubiera regresado a Bremen de no ser por la compañía de Lina, que le garantizaba una estabilidad emocional que le hacía tolerable el exilio. Hablaba tropezando un tanto las eses que pronunciaba pegando más de la cuenta la lengua al paladar.

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