Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
Hablamos un poco más de generalidades intrascendentes y luego me acompañó hasta el auto. Allí se despidió con palabras que me devolvieron al Maqroll de siempre:
—Yo sabía que vendría. No se iba a quedar sin otra historia mía, así, sin más. Pero ésta le va a llegar por donde no se imagina. Muchas gracias por haber respondido a mi llamado. Salude muy afectuosamente a su esposa de mi parte —cerró la portezuela con un gesto desmayado y se internó en el arruinado edificio. Esperé hasta cuando se apagó la luz en la ventana de su refugio y partí menos inquieto e intrigado que antes.
Esa noche, cuando comenté con mi esposa la conversación con el Gaviero, ella se limitó a pronosticar en forma sibilina algo que luego iba a confirmarse con exactitud a la que hace ya muchos años estoy acostumbrado:
—Lo peor ya pasó para él. Ahora está buscando cómo encontrar de nuevo su camino acostumbrado. Se me hace que ha sufrido una de esas pruebas para las que no están hechos los hombres, que suelen carecer de ciertos recursos que nosotras tenemos.
Al día siguiente apareció Maqroll en el hotel hacia la una de la tarde. Doña Mercé lo recibió con afecto y escuchó las instrucciones que le daba el Gaviero para preparar una comida excepcional, como sólo ella sabía hacerlo. Desde nuestra habitación escuchamos el diálogo y pudimos comprobar con cuánta fluidez manejaba ya Maqroll el mallorquín. Cuando bajamos a la terraza, lo hallamos instalado en una mesa situada en un extremo y algo separada de las demás. Tomaba a sorbos espaciados un vino blanco que se servía de una garrafa de cerámica de la isla con adornos de un amarillo intenso. Con la luz del día eran más evidentes las huellas de desamparo en su rostro castigado por todos los climas y azotado por las tormentas en todos los mares que lo habían visto navegar desde su más temprana juventud. Su voz continuaba quebrándose en ese ríspido paso por los tonos bajos, anuncio, desde cuando lo conocí, de que el hombre pasaba por una mala racha.
Saludó a mi esposa con un leve gesto de besamanos y nos invitó a sentarnos frente a la playa, por fortuna no invadida aún por la horda de turistas. Al fondo, los muelles del club de yates seguían albergando embarcaciones de todos los tamaños y de la más variada procedencia.
—Este vino —explicó el Gaviero— proviene de un pequeño viñedo del que es dueña la familia de mossèn Ferran. Es un tanto picante y áspero pero se le toma pronto ese gusto a tierra asoleada que le confiere una nobleza inesperada. Pruébelo sin reservas, creo que está a la altura de algunos blancos catalanes que usted debe conocer desde niña —Maqroll gustaba siempre de hacer alusión a la tierra de mi esposa. En esta ocasión sentí que lo hacía para establecer una cierta complicidad que le era indispensable.
Las virtudes del vino elogiado por Maqroll no me parecieron tan evidentes como las anunciara nuestro amigo, pero seguimos tomándolo mientras llegaba la comida, acompañado de unos sabrosos boquerones fritos que nos envió la dueña como avance de futuras maravillas de su cocina.
Hablamos de nuestro viaje y de los planes que teníamos para visitar de nuevo Cádiz. El Gaviero volvió a perderse en una larga disertación sobre la pintura de Alejandro. Pasó luego a elogiar las raras condiciones de Obregón como socio en andanzas no todas confesables. Era evidente que trataba de ganar tiempo hasta que el diálogo adquiriese el tono de familiaridad que requería lo que deseaba contarnos. Al comienzo, su ansiedad era evidente, como también lo era su deseo de ganar la atención de mi esposa y su simpatía con la historia que nos esperaba. Doña Mercé en persona nos sirvió las humeantes cazuelas de barro con la sopa mallorquina. En su ir y venir la dueña no retiraba los ojos de Maqroll. Era evidente su interés en saber cómo iba a desenvolverse en esta ocasión, frente a quienes nada sabíamos de su prueba reciente.
A tiempo con los postres llegó mossèn Ferran. El clérigo hizo el elogio de la
crema cremada
que nos estaba sirviendo doña Mercé y se sentó al lado del Gaviero. Ésta pareció ser la señal que todos esperábamos para que Maqroll iniciara su relato. Una ligera brisa corrió por la bahía. El Gaviero se pasó las manos por el pelo entrecano y recio, como quien se prepara para afrontar una dificultad ardua pero inevitable. Después de pedir a doña Mercé otra jarra de vino y de ordenar café para todos, inició su relato.
—Hace algo más de un año recibí una carta enviada desde Port Vendres. Antes de abrirla, el lugar de procedencia bastó para despertarme un malestar que era bien fácil de explicar. Muchos años atrás fui a parar allí para mi mala suerte. Venía como marino supernumerario en un barco de carga con bandera turca. Me había embarcado en Salónica con papeles falsos que me señalaban como ciudadano belga. El capitán, en un comienzo, no prestó mayor atención a mis documentos, pero el contramaestre, al examinarlos con mayor detenimiento, cayó en la cuenta de la superchería y me conminó a dejar el barco en el primer puerto que tocáramos. Logré convencerlo de que no me dejaran en Trípoli, que era la próxima escala. Allí hubiera durado vivo apenas unas pocas horas. Es una historia muy larga que otro día contaré, si consideran que vale la pena. Pasamos luego a Génova pero las autoridades portuarias no quisieron recibirme. Parece que subsistían allí ciertos antecedentes policiales que yo daba por prescritos. Bueno, mi vida no ha sido fácil y ustedes conocen de sobra mi fatal tendencia a interpretar las leyes a mi manera. Pues bien, la escala siguiente era Port Vendres. Allí el barco recogería a un grupo de emigrantes franceses que iban a probar suerte en Túnez. Por esos años, era el punto obligado de partida de la ola de emigrantes que, desde comienzos de siglo, decidieron buscar fortuna en tierras menos castigadas por guerras y crisis económicas y que, al mismo tiempo, no estuvieran tan distantes del país natal. En Port Vendres conseguí que las autoridades me recibieran mediante la promesa de partir hacia Argel en el imperativo término de diez días. Firmé un papel en el cual me comprometía a hacerlo bajo la gravedad del juramento y así me dejaron bajar.
»Port Vendres no tenía entonces ese aire de modesto rincón de veraneo que hoy sigue sin ser muy convincente. Era un lugarejo destartalado, cuya vida giraba por entero alrededor del paso de los emigrantes hacia el norte de África. Uno podía tener la impresión de que el pueblo, en su conjunto, pertenecía a la conocida Compagnie de Navigation Paquet que prácticamente monopolizaba el tránsito de la opaca multitud de paso, cuya miseria y ansiedad por partir daban al puerto un carácter de permanente y dramático desastre. Lo que en verdad rayaba, de mi parte, en la demencia, era pensar en conseguir algún trabajo estable que me librase de la promesa suscrita a la policía, en un pueblo en donde todo el mundo estaba en disposición de partir sin importarle lo que dejaba atrás. Todos los negocios estaban a punto de cerrar o se ofrecían en venta en condiciones desesperadas. Ustedes bien saben que he pasado por atroces pruebas de enfermedad y de hambre y que buena parte de ellas las he sufrido en climas tan atrayentes como los de Alaska, Tierra de Fuego, la Amazonia, los páramos de la cordillera o los manglares de Luisiana, para sólo mencionar algunos de los infiernos adonde me ha llevado la suerte, por decirlo en alguna forma. Imagino que les será difícil creerme que ha sido en Port Vendres donde he sentido más de cerca que llegaba al cabo de la cuerda. Cuando se acabaron los pocos francos con los que me habían despachado los turcos, traté de salir hacia Túnez o Argelia, como me había comprometido a hacerlo. Pero, por una de esas endemoniadas incongruencias de la burocracia francesa, que me hacen recordar siempre al temible Colbert, a quien Madame de Sevigné llamaba
le Nord
, y a su imperio oficinesco que prevalece aún en ese país con tenacidad superior a todo lo imaginable, me enteré de que no podía viajar al norte de África porque no era ciudadano francés y carecía de no sé qué autorizaciones firmadas por el gobierno colonial, cuya histeria burocrática, dicho sea de paso, tenía características demenciales. Nunca podré olvidar al pequeño funcionario con la piel picada de viruelas y facciones de rata anémica, que me sentenció, dejando en el aire un mal aliento sepulcral: "Usted no viajará jamás allá. Hay un sello que, cumplidas todas las formalidades, soy yo quien tiene que estampar. Nunca lo haría porque allá no queremos gente como usted. Somos nosotros los franceses, que hemos hecho la guerra, los que tenemos derecho a esas tierras. Quienes, como es su caso, no son de ninguna parte, pueden irse allá, a ninguna parte, que es donde merecen estar". Cerró la ventanilla con tal furia que me recordó la guillotina y las
tricoteuses
del terror jacobino.
»Durante pocos días trabajé como mesero en un café. Cuando éste cerró, me recibieron en un taller mecánico que reparaba las grúas de la Compagnie Paquet. Era reemplazante en el turno de la noche. A la semana, el sindicato consiguió que me despidieran. Intenté otros medios para ganarme la vida, ya no recuerdo muy bien cuáles, hasta que un día desperté tirado en un rincón de las escaleras que conducen hacia la plaza del Obelisco. El día anterior no había conseguido probar bocado, a pesar de que me atreví a solicitar limosna de mesa en mesa en los pocos cafés del puerto que aún estaban en funciones. Sin propósito concreto alguno, me dirigí a los muelles y empecé a rondar por las instalaciones destinadas a recibir a los emigrantes antes de abordar sus navíos. Me recosté, a punto de perder el sentido, en una gran ventana con los vidrios pintados de blanco. En la esquina inferior de ésta habían raspado el barniz para colocar un letrero en donde se pedía un ayudante para la limpieza de la sala de primeros auxilios, situada al final de los galpones que funcionaban como sala de espera. Me dirigí a la manguera que colgaba de una de las grúas y accioné la bomba para tomar agua. Con el estómago lleno de líquido y temporalmente aliviado del mareo, entré al lugar que indicaba el anuncio.
»Toqué discretamente el timbre y salió a abrirme una mujer que volvió a recordarme a las madrinas de la guillotina. Le faltaban todos los dientes y era muy difícil entender lo que decía. Por señas terminé indicándole el letrero de la vidriera. Me hizo pasar mientras musitaba vagas maldiciones y protestas. La bruja me dejó en un pequeño consultorio. Detrás de un biombo que alguna vez fue blanco, me esperaba el para mí inolvidable Maître Pascot, como se hacía llamar por todo el mundo. No he conocido a nadie que lograse engañar con su porte y facciones en forma más absoluta. Corpulento y sonrosado, con una perpetua sonrisa benevolente que se extendía por el rostro imberbe hasta llegar a los ojos de un azul pálido de vivacidad tan gratuita que era la primera señal de alarma para alguien que lo observara con cuidado. El doctor Pascot había usurpado todos los gestos y rasgos físicos de lo que en el mundo médico francés se llama un
grand patron
. En realidad se trataba de un taimado bribón capaz de extenuar al más paciente y tenaz de sus subordinados.
»El trabajo en cuestión, que de inmediato acepté como una tabla salvadora, consistía en limpiar escrupulosamente la sala de primeros auxilios, sostenida por no sé qué asociación benéfica para ayudar a los emigrantes que requirieran alguna atención médica. La marea de familias de paso hacia los barcos no se suspendía durante las veinticuatro horas de cada día. Venían de todos los rincones de Francia, pero, naturalmente, la mayoría provenía del sur. La clientela del dispensario del Maître Pascot estaba compuesta de mujeres a punto de dar a luz; de hombres heridos en las constantes riñas para hacer respetar el sitio en las múltiples colas que se formaban sin pausa en cada ventanilla; de niños con tos ferina, viruelas o avanzada deshidratación; de alcohólicos en aguda crisis etílica y de algunas víctimas de males incurables que deseaban partir para morir en el paraíso mirífico de la otra ribera del Mediterráneo. La sala tenía que mantenerse constantemente, así me lo repitió el doctor Pascot con énfasis inobjetable, en estado de limpieza y de higiene absolutas. Los pacientes se turnaban día y noche sin parar. Yo no tendría días de descanso ya que era el único responsable de esa tarea de caballo de noria. Las comidas debía hacerlas en la misma sala, entre paciente y paciente. El salario, naturalmente, era de miseria pero me alcanzaba para hacer tres frugales y rápidas comidas al día y adquirir, de vez en cuando, alguna prenda usada en las tiendas de ropavejeros que pululaban alrededor de los muelles. El día en que comencé a trabajar le comenté a Pascot que no había comido nada hacía cuarenta y ocho horas. El hombre se metió la mano en el bolsillo de la blusa y me entregó dos francos diciéndome: "Vaya al café que hay pasando esta puerta y regrese dentro de media hora. Es la primera y última vez que hago esto con usted. Me los paga el próximo fin de semana cuando reciba su salario. Represento una institución de beneficencia pero no soy esa institución. Son dos cosas muy distintas. ¿Comprende?".
»Lo había comprendido muy bien y los días que siguieron me lo hicieron ver aún más claro. Les ahorro los detalles de lo que fue mi vida en Port Vendres trabajando en esa sala de emergencia y las trapacerías que le vi hacer al tal Pascot para esquilmar a sus víctimas. Su primera advertencia al recibir a los enfermos era: "Mis servicios aquí son enteramente gratuitos pero los medicamentos que receto debe pagarlos usted. Yo mismo se los daré aquí para que le resulten más baratos que en la farmacia".
»Más de una vez vi a un emigrante enfurecido que hacía el intento de írsele encima al siniestro tartufo, pero siempre los detenía la mirada serena y sonriente y la corpulencia de forzado que se adivinaba debajo de su impoluta blusa de médico. Otros se retiraban llorando. Era evidente que carecían del dinero para comprar las medicinas que recetaba Pascot.
»Cuando le pregunté a éste dónde y cuándo iba a dormir, me explicó con angélica expresión: "Cada día hay uno o dos partos. Éstos suelen tomar varias horas. Entonces no lo necesito y puede dedicar ese tiempo al sueño. Pregunte por el señor Grancier en la oficina de equipajes extraviados. Dígale que va de parte mía y él le va a indicar un rincón tranquilo donde podrá dormir a gusto".
»Grancier, perfecta réplica del patrón, no prestaba este servicio gratis. Lo que hacía era arrendar por algunas horas el astroso camastro donde él mismo dormía tras el montón de maletas y bultos. Yo trataba de conciliar el sueño en medio de la algarabía de los pasajeros a punto de embarcar, víctimas de una histeria harto comprensible. Allí caía rendido hasta cuando, con un leve puntapié en las costillas, Grancier me despertaba para anunciarme que me esperaban en el consultorio. De muy pocas palabras y con su rostro patibulario, el hombre atendía las reclamaciones de quienes iban a preguntar por algún bulto extraviado. Se limitaba siempre a alzarse de hombros y a mover la cabeza en forma negativa mientras recorría sin convicción la montaña de bultos que lo rodeaba. Era fácil de colegir que el muy granuja era asiduo proveedor de los ropavejeros del muelle.