Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
»La historia de Lina era la común secuencia de la mujer que ha vivido con un hombre, ha tenido un hijo suyo y, luego, se ha abierto paso en la vida por su propia cuenta. Se habían conocido en Bizerta, cuando Abdul y yo éramos propietarios del carguero que nos incautaron en Barcelona por llevar contrabando de armas para los anarquistas. Cuando Bashur supo que Lina esperaba un hijo, le envió con regularidad dinero para seguir viviendo y para pagar los gastos de la clínica cuando fuera a dar a luz. De padre argelino y madre española, desde niña había mostrado notables aptitudes para la danza y su madre la llevó a recibir clases con una bailarina del vientre, lejana parienta suya, que vivía retirada en un rincón de la Kashbah. Los padres murieron en un accidente al chocar el autobús en el que viajaban a Constantine, donde el padre había conseguido un trabajo en las instalaciones petroleras. La niña quedó huérfana a los trece años y la maestra de baile la acogió en su casa. Las pocas pertenencias que dejaron sus padres fueron a parar a manos de la mujer que cuidó de la muchacha hasta cuando ésta comenzó a bailar en fiestas y reuniones del barrio. Muy pronto fue reconocida como una profesional con dotes evidentes y se integró a una compañía de danza que viajaba por el norte de África y por el Medio Oriente. Había tomado el apellido de su madre al descubrir que sus padres no estaban casados. Su vida fue la de todas las bailarinas que recorren los puertos del Mediterráneo. Poseía la milenaria sabiduría de esa danza que tiene mucho de ritual y se desarrolla dentro de pautas rigurosas que se pierden en el ignoto pasado de los hijos del desierto. En una de sus escalas en Bizerta, Lina conoció a Bashur. Era proverbial la afición de éste por el espectáculo de la danza del vientre, al cual, dicho sea de paso, también soy un adicto convicto y confeso.
»Por aquel entonces yo andaba en otras ocupaciones, por llamar de algún modo mis visitas a Kuala Lumpur y a la península e islas cercanas que hoy forman la Federación Malaya, donde por cierto encontré, en circunstancias que ya relaté, a nuestro querido Alejandro Obregón, gracias al cual estamos aquí reunidos. Por tal razón poco supe de las relaciones de Abdul y Lina. Dos o tres vagas alusiones al tema por parte de Abdul en sus cartas fue lo único que me llegó de esa historia. Bashur siguió viendo a Lina cuando pasaba por Bizerta pero, luego, cuando entró en esa etapa de su vida en donde todo se confunde, sólo volvió a verla en fugaces encuentros. Usted relató ya esa especie de tránsito de nuestro amigo por las tinieblas de un mundo marginal. Lina se enteró de la muerte de Bashur en el accidente aéreo de Funchal poco después de ocurrido éste. Ya para entonces había dejado la danza y se dedicaba a trabajos ocasionales, primero en Argel, luego en Orán y, finalmente, en Marsella. Allí había conocido a la amiga que ahora la invitaba a trabajar en Alemania. Tal como me lo decía en su carta, Lina estaba en relación con la familia de Abdul, sobre todo con Warda, que trabajaba para la Media Luna Roja del Líbano.
»Ahora bien, los motivos por los cuales no deseaba enviar a Jamil con su tía se originaban en su deseo de que éste creciera a la sombra del recuerdo de su padre, pero no del Abdul que evocaban los familiares sino del que ella había conocido y de quien era yo el más cercano y viejo amigo. Por esto, antes de partir para Alemania, en donde se proponía reunir una pequeña suma de dinero que le diera relativa independencia en relación con los Bashur, quería que me encargara del muchacho y lo tuviese a mi lado durante el tiempo que ella iba a estar ausente. Por otra parte, Lina temía que la familia pudiera crear, sin proponérselo, una distancia entre ella y su hijo, convirtiendo a éste en uno más de los numerosos nietos del viejo armador Ahmed Bashur, cuyo prestigio aún se conservaba en el gremio de la marina mercante de la región, muchos años después de su fallecimiento. Este recelo me pareció muy característico de su personalidad pero, al mismo tiempo, me recordó esa mezcla de reserva y afecto caluroso que se empeñó en mantener Abdul con su gente.
»"Es evidente —agregó Lina— que el único camino que me queda es acudir a usted, sabiendo que con eso he de ocasionarle muchas molestias, pero estaba segura de que respondería a mi solicitud conociéndolo como lo conozco a través de Abdul, que me contó tantas cosas de su vida en común que, le repito, usted es para mí como alguien que he tratado desde hace años. Ahora sólo me queda el saber qué piensa de todo esto".
»Le contesté que mi resolución estaba ya tomada desde el momento en que recibí su carta. Podía contar conmigo sin reservas ni escrúpulos. Lo que sí le advertí era que la experiencia de convivir con una criatura como Jamil era la última que hubiera podido imaginar. Después de una existencia como la mía, vivida sin ataduras familiares ni compromisos de ninguna clase, siempre al filo del desastre y rodando por los rincones más apartados del mundo, sin cuidar un instante de lo que pudiera suceder mañana ni ocuparme de lo que dejaba atrás, de fracaso en fracaso y sin más bienes que lo que llevaba puesto, después de todo esto, era difícil imaginarme al cuidado de una criatura que dependería de mí en forma absoluta. Sin embargo, le dije, algo me decía que bien podía ser para Jamil un transitorio reemplazo de su padre a quien quise tanto y de cuya ausencia no creo que me curaré jamás. Lina asintió con la cabeza sin comentar mis palabras, como si, de antemano, supiera que las cosas habían de suceder en la forma como estaban ocurriendo. Pasó luego, sin volver sobre lo anterior, a plantear un problema inmediato.
»Los papeles de Jamil lo presentaban como tunecino. Su viaje a Mallorca ofrecía ciertos problemas. El permiso de residencia que le otorgaron en Francia estaba vencido hacía varios meses. Lina tenía uno diferente con plazo mucho más amplio, por haber nacido durante el mandato francés. Había que pensar cómo podía yo pasar a España con Jamil. Esto tomaría algunos días y durante ese tiempo el muchacho se familiarizaría conmigo, con lo cual la separación de la madre sería menos dolorosa. Seguimos dándole vueltas a las varias soluciones que nos venían a la mente y en eso estábamos cuando llegó la hora de comer. La terraza comenzó a llenarse de clientes y Lina tuvo que ir a la cocina para encargarse del servicio. Me explicó que yo comería allí mismo junto con Jamil. Partió a su trabajo y poco después llegó su hijo, quien se sentó frente a mí en silencio y mirándome con sus grandes ojos cuya anterior expresión atónita se había mudado por una, inquisidora e inquieta, pero siempre con la sonrisa heredada de su madre. A la hora de los postres le pregunté qué quería tomar y me contestó escuetamente, esta vez en español: "Un helado. Pero no aquí porque no son muy buenos. Yo te llevo donde sirven los mejores". Me atrajo su desenvoltura al responderme. Descendimos la avenida del puerto y nos instalamos en un café cuyas mesas comenzaban ya a desocuparse. Vino el mesero y saludó a Jamil como a un viejo conocido. Se nos quedó mirando en espera de que ordenáramos y Jamil, después de pensarlo un momento, dijo: "Yo quiero una bola de limón, y otra de coco". Habló en francés con un fuerte acento árabe. El mesero volvió a mirarme y le pedí un café. "¿No quieres helado? Están muy ricos", me propusoJamil con cierto desencanto en la voz. "A estas horas prefiero café", le respondí fascinado con el desparpajo de Jamil, muy en el estilo de Bashur en sus días de mejor humor.
»Ahora —prosiguió el Gaviero— debo hacer un aparte que me parece necesario para que se entienda mejor cómo fue mi relación con Jamil. No es fácil explicar lo que sentí cuando nos encontramos en el Ancien Café Mogador y me miró con esa expresión sorprendida y cargada de una intensidad, a un tiempo muy infantil pero teñida de una madurez sin desencanto ni amargura. No era un niño el que tenía enfrente. Al menos, no la presencia convencional que solemos imaginar los mayores con poca experiencia en esa relación. Lo que sí puedo asegurarles es que, desde ese instante, sentí hacia él una calurosa solidaridad, una simpatía total, sin reservas ni vacilaciones. Cosa que a mí mismo me sorprendió entonces. Era algo para mí desconocido. Yo creía haber recorrido todos los matices de relación en la accidentada trayectoria de mis innumerables desplazamientos y descalabros. Era como si, de repente, se hubiese abierto de par en par, allá en lo más escondido de mi ser, una puerta que daba a un vasto territorio hasta entonces inexplorado, lleno de las más desconcertantes maravillas. No puedo explicarlo mejor y temo estar cayendo en el sentimentalismo».
—No lo creo —comentó mi esposa—. Para mí está clarísimo —lo dijo con tal convicción que fue patente en Maqroll el alivio que le trajeron sus palabras.
—Qué bueno —comentó éste con sonrisa desvaída y siguió el hilo de su relato, esta vez ya más natural y reposado. Era evidente que, hasta ese momento, le había costado trabajo manejar ciertos aspectos de su experiencia con Jamil.
—Cuando estábamos sentados en el café y Jamil saboreaba en forma alternada y circunspecta una cucharada de helado de limón y otra de coco, sentí como si lo hubiera tenido a mi lado desde el momento de nacer. Formaba parte de mi vida. Y, si bien es cierto que el ser hijo de Abdul y el saber que iba a tomar por un tiempo el lugar del padre eran factores que indudablemente contaban para despertar en mí esos sentimientos, también lo era que el muchacho, como persona y por sí mismo, poseía una gracia y comunicaba un encanto avasalladores. Por un momento llegué a pensar en que me estaba engañando a mí mismo y que, por no haber tenido jamás relación con niños, tomaba como inusitado algo que, para los demás, debía ser normal y cotidiano.
»Pero algunas frases que cruzamos mientras Jamil terminaba su helado me confirmaron en mi primera impresión.
»—Tú vives en Mallorca, ¿verdad? —me preguntó mientras raspaba en la copa los últimos restos de helado.
»—Sí —le contesté—, vivo en Pollensa. Un puerto muy bonito. Pero el lugar donde vivo está abandonado y en ruinas —pensé que era mejor prevenirlo sobre el deterioro de mi guarida. Jamil se alzó de hombros como diciendo: "Qué importa. Así está bien". Cuando terminó con el helado se quedó mirando la copa en actitud de severo reproche y luego comentó con tono sibilino: "Siempre se acaba antes de lo que uno espera. Así son las cosas. Como dice mi mamá".
»Una vez más tuve la impresión de escuchar a Bashur y de tenerlo a mi lado. El comentario era tan propio de su padre y Jamil lo dijo en forma tan espontánea que, por un instante, sentí como si asistiera a un fenómeno invocatorio de orden sobrenatural.
»Cuando regresamos al Ancien Café Mogador, Lina nos estaba esperando recostada en la jamba de la puerta interior que daba a la cocina. En la expresión de su cara me di cuenta de que había percibido ya, con toda claridad, mi simpatía y fascinación hacia Jamil.
»—Lo último que se me hubiera ocurrido era pensar que Jamil lo iba a obligar a comer helados. ¿Porque a eso fueron, verdad? —comentó regocijada y perdida ya esa tensa incertidumbre que había advertido antes.
»—No quiso comer helado. Tomó café —explicó Jamil sin inmutarse.
»Lina me miró para conocer mi reacción.
»—No se preocupe —le dije—. Ya veo que comeré helado en la próxima ocasión y, además, lo haré con gusto.
»Esa tarde resolví ir a los muelles para averiguar si se esperaba algún barco que fuera a Mallorca. En efecto, había uno y su capitán, mencionado en el anuncio de arribo, resultó ser alguien que conocía de tiempo atrás. Pensé que con él podría combinar algo para que Jamil viajara sin problemas. Dos días después atracó el carguero. En las oficinas de la naviera que lo fletaba me informaron que el capitán había sido reemplazado a último momento por motivos de salud. Jamil me había acompañado para hacer la averiguación. No se separaba de mí durante el día y la noche anterior durmió en mi cama. Estaba empeñado en que le contara con todo detalle una pesca de atún en Alaska que casi me cuesta la vida y en la cual perdimos Sverre Jensen y yo el barco pesquero que habíamos adquirido en Vancouver después de muchos sacrificios.
»Pasábamos buena parte del día en los muelles y allí me torpedeaba con preguntas tales como: "¿Por qué flotan los barcos?". "¿Cómo pueden esas hélices tan pequeñas hacer navegar barcos tan grandes y todos hechos de hierro?" "¿Quién manda más en el barco: el jefe de máquinas o el contramaestre?" "¿Cómo pueden los barcos cambiar de bandera tan fácilmente y las personas, en cambio, no pueden cambiar de país?", y muchas otras cuestiones por el estilo, en apariencia fáciles de contestar pero que, al tratar de hacerlo, tropezaba con obstáculos insalvables y daban lugar a otras más cuya respuesta era imposible. Regresábamos por la avenida del puerto y Jamil insistía en probar los helados del café en donde tenían para él atenciones de viejo cliente. Esa tarde, mientras Jamil liquidaba dos bolas de helado de vainilla observábamos el movimiento del puerto. Un tráfico pausado y modesto en nada comparable, desde luego, con el de Amsterdam o Hamburgo, que habían sido ya objeto de largas charlas con Jamil. En esto vimos una lancha del resguardo costero que remolcaba un pequeño velero con las velas arriadas y, al parecer, sin otra tripulación que un timonel que observaba la maniobra con aire desconsolado. De vez en cuando daba un golpe de timón para seguir a la lancha de la policía portuaria. Jamil me preguntó qué pasaba con la embarcación y, antes de que pudiera responderle, el mesero, que seguía la maniobra junto a nuestra mesa, explicó:
»—Son contrabandistas. Vienen de la Costa Brava. No tienen remedio, los pobres. No han aprendido que ya no están los tiempos para ejercer el oficio sin mayores riesgos. A cada rato los capturan.
»—Gaviero —Jamil no se acostumbraba todavía a pronunciar mi nombre. Le costaba dificultad la combinación de la
q
y la
r
—. ¿Qué es un contrabandista?
»—Son gente —le expliqué— que pasa de un país a otro con mercancía, sin pagar los derechos de aduana que se cobran para que puedan entrar productos extranjeros. La guardia costera los detiene y los lleva presos.
»Pero —continuó Jamil—, ¿los guardias son malos y los matan si no se dejan prender?
»El mesero se adelantó para explicar: "No, Jamil. No son malos ni los matan. Eso era antes, cuando la gente era más brava y el contrabando era mayor. Como estamos tan cerca de la frontera, esto que estás viendo sucede a cada rato. Se van a quedar aquí presos durante veinticuatro horas, les confiscan la mercancía y los devuelven a España.