Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
Abril 10
El clima empieza a cambiar paulatinamente. Debemos estar acercándonos ya a las estribaciones de la cordillera. La corriente es más fuerte y el cauce del río se va estrechando. En las mañanas, el canto de los pájaros se oye más cercano y familiar y el aroma de la vegetación es más perceptible. Estamos saliendo de la humedad algodonosa de la selva, que embota los sentidos y distorsiona todo sonido, olor o forma que tratamos de percibir. En las noches corre una brisa menos ardiente y más leve. La anterior nos hacía perder el sueño con su vaho mortecino y pegajoso. Esta madrugada tuve un sueño que pertenece a una serie muy especial. Viene siempre que me aproximo a la tierra caliente, al clima de cafetales, plátanos, ríos torrentosos y arrulladoras, interminables lluvias nocturnas. Son sueños que preludian la felicidad y de los que se desprende una particular energía, una como anticipación de la dicha, efímera, es cierto, y que de inmediato se transforma en el inevitable clima de derrota que me es familiar. Pero basta esa ráfaga que apenas permanece y que me lleva a prever días mejores, para sostenerme en el caótico derrumbe de proyectos y desastradas aventuras que es mi vida. Sueño que participo en un momento histórico, en una encrucijada del destino de las naciones y que contribuyo, en el instante crítico, con una opinión, un consejo que cambia por completo el curso de los hechos. Es tan decisiva, en el sueño, mi participación y tan deslumbrante y justa la solución que aporto, que de ella mana esa suerte de confianza en mis poderes que barre las sombras y me encamina hacia un disfrute de mi propia plenitud, con tal intensidad que, cuando despierto, perdura por varios días su fuerza restauradora.
Soñé que me encontraba con Napoleón el día después de Waterloo, en Genappes o sus alrededores, en una casa de campo de estilo flamenco. El Emperador, en compañía de algunos ayudantes y civiles atónitos, se pasea en un pequeño aposento con unos pocos muebles desvencijados.
Me saluda distraído y sigue su agitado caminar. «¿Qué pensáis hacer, Sire?», le pregunto en el tono caluroso y firme de quien lo conoce hace mucho tiempo. «Me entregaré a los ingleses. Son soldados de honor. Inglaterra ha sido siempre mi enemigo, ellos me respetan y son los únicos que pueden garantizar mi seguridad y la de mi familia». «Ése sería un grave error, Majestad —le comento con la misma firmeza—. Los ingleses son gente sin palabra y sin honor, y su guerra en los mares ha estado llena de trampas arteras y de cínica piratería. Su condición de isleños los hace desconfiados y ven en todo el mundo un enemigo». Napoleón se sonríe y me comenta: «¿Olvidáis, acaso, que soy corso?». Me sobrepongo a la confusión que me causa mi inadvertencia y sigo argumentando a favor de escapar hacia América del Sur o a las islas del Caribe. Participan en la controversia los demás circunstantes; el Emperador vacila y, finalmente, se inclina por mi sugerencia. Viajamos hacia un puerto que se parece a Estocolmo, y allí nos embarcamos hacia Sur América en un vapor movido por una gran rueda lateral y que conserva aún su velamen para apoyar el trabajo de las calderas. Napoleón hace algún comentario sobre la novedad de tan extraño navío y yo le comento que en América del Sur hace muchos años que navegan estas embarcaciones, que son muy rápidas y seguras, y los ingleses jamás podrán darnos alcance. «¿Cómo se llama este barco?» —pregunta Napoleón con curiosidad mezclada de recelo. «
Mariscal Sucre
, Sire», le respondo. «¿Quién era ese soldado? Nunca escuché antes su nombre». Le cuento la historia del Mariscal de Ayacucho y su artero asesinato en la montaña de Berruecos. «¿Y allí me lleva usted?», me increpa Napoleón mirándome con franca desconfianza. Ordena a sus oficiales que me detengan, y éstos ya se abalanzan sobre mí cuando el estruendo de las máquinas que cambian de régimen los deja atónitos mientras miran el humo negro y espeso que sale de la chimenea. Me despierto. Por un momentoperduran, confundidos, el alivio de estar a salvo y la satisfacción de haber dado un consejo oportuno al Emperador, evitándole los años de humillación y miserias en Santa Helena. Ivar me observa asombrado, y me doy cuenta que estoy riendo en forma que a él debe parecerle inexplicable e inquietante. Hemos llegado a los primeros rápidos, casi imperceptibles. El motor ha tenido que redoblar su esfuerzo. Ese fue el ruido que me despertó. La lancha se mece y da tumbos como si se desperezara. Una bandada de loros cruza el cielo en una algarabía gozosa que se va perdiendo a lo lejos como una promesa de ventura y disponibilidad sin límites.
El soldado anuncia que pronto llegaremos al puesto militar. Creí sorprender una ráfaga de inquietud, de agazapada incertidumbre, en los rostros del práctico y del estoniano. Algo se va concretando respecto a estos dos compinches en alguna fechoría o socios en alguna empresa sospechosa. Aprovechando un momento en que el Capitán estaba pasablemente lúcido y los compadres conversaban en voz baja con el soldado, tendidos los tres en la proa y echándose agua en la cara para refrescarse, le pregunté al hombre si sabía algo al respecto. Me miró largamente y se concretó a comentar: «Terminarán bajo tierra uno de estos días. Ya se sabe de ellos más de lo que les conviene. No es la primera vez que hacen juntos esta travesía. Puedo arreglarles las cuentas ahora, pero prefiero que sean otros los que lo hagan. Son unos infelices. No se preocupe». Como buena parte de mi vida se ha perdido en tratos con infelices de pelaje semejante, no es preocupación lo que siento, sino hastío al ver acercarse un episodio más de la misma, repetida y necia historia. La historia de los que tratan de ganarle el paso a la vida, de los listos, de los que creen saberlo todo y mueren con la sorpresa retratada en la cara: en el último instante les llega siempre la certeza de que lo que les sucedió es, precisamente, que nada comprendieron ni nada tuvieron jamás entre las manos. Viejo cuento; viejo y aburrido.
Abril 12
Al mediodía escuchamos el zumbido de un motor. Pocos minutos después comenzó a volar alrededor de la lancha un hidroavión Junker. Es un modelo que pertenece a los tiempos heroicos de la aviación en estas regiones. No pensé que aún existieran en servicio. Tiene seis plazas y el fuselaje es de lámina ondulada. El motor suele toser a veces y el hidroavión desciende, entonces, a ras del agua por si se presenta una avería. Un cuarto de hora después desapareció a lo lejos para alivio del práctico y su amigo, que habían estado tensos y en guardia durante todo el tiempo que el aparato sobrevoló a nuestro alrededor. Comimos el rancho de siempre y estábamos durmiendo la siesta cuando de repente el Junker acuatizó frente a nosotros y se acercó a la lancha. Un oficial en camisa caqui, sin gorra ni insignias reglamentarias, descendió a los flotadores y desde allí nos hizo señas de orillarnos en un lugar que nos indicó. Su tono era autoritario y no anunciaba nada bueno. Así lo hicimos, seguidos por el Junker con el motor a media marcha. Atracamos y del avión bajaron dos militares que saltaron a la lancha de inmediato. Llevaban pistolas al cinto, ninguno tenía insignias, pero por el porte y la voz era fácil deducir que eran oficiales. El piloto tenía aún puestos unos guantes con las puntas de los dedos desgarradas, y en la camisa mostraba las alas de plata de la aviación militar. Permaneció en los mandos mientras los dos oficiales nos ordenaban traer nuestros papeles y permanecer reunidos bajo el toldo de popa. El soldado se unió de inmediato a sus superiores y uno de ellos tomó el fusil del muerto. El que nos había dado orden de atracar comenzó a interrogarnos con nuestros papeles en la mano y sin mirarlos siquiera. Al Capitán y al mecánico se ve que ya los conocía. Únicamente preguntó al primero dónde iba. Este respondió que al aserradero, y fue a refugiarse bajo su parasol después de tomar un trago de la cantimplora. El mecánico regresó a su motor. El interrogatorio del práctico y de Ivar fue mucho más detallado y a medida que las respuestas de éstos se hacían más vagas y su temor más evidente, el otro oficial y el soldado se fueron corriendo lentamente hasta quedar a espaldas de los sospechosos, con el claro propósito de impedirles saltar al agua. Al terminar con ellos se acercó a mí, preguntó mi nombre y el objeto del viaje. Le di mi nombre, y el Capitán, sin dejarme continuar, respondió en mi lugar: «Viene conmigo al aserradero. Es de confianza». El oficial no me quitaba los ojos de encima y parecía no haber escuchado las palabras del Capitán. «¿Trae armas?», me preguntó con la voz seca de quien está acostumbrado a mandar. «No», le respondí en voz baja. «No señor, aunque se demore un poco», añadió apretando los labios. «¿Trae dinero?». «Sí… señor, un poco». «¿Cuánto?». «Dos mil pesos». Se dio cuenta de que no estaba diciendo la verdad y me volvió la espalda para ordenar. «Suban a estos dos al avión». El práctico y el estoniano hicieron un leve gesto de resistencia, pero cuando sintieron los cañones de los fusiles contra sus espaldas obedecieron mansamente. Ya iban a entrar en la cabina cuando el oficial gritó «¡Amárrenles las manos a la espalda, pendejos!». «No hay con qué, mi mayor», se disculpó el otro oficial. «¡Con los cinturones, carajo!». Mientras el soldado les apuntaba, el oficial dejó el fusil en el piso de la cabina y ató a los detenidos con sus propios cinturones. Las grotescas posturas de la pareja para impedir que se les cayeran los pantalones no produjeron la menor reacción en los presentes. Los subieron al hidroavión, y el piloto se sentó frente a los mandos. El Mayor se nos quedó mirando y, luego, dirigiéndose al Capitán, le habló en un tono neutro y ya menos castrense: «No quiero problemas, Capi. Usted siempre ha sabido manejarse aquí sin buscar líos, siga así y nos entenderemos como siempre. Y usted —me señaló con el dedo como si fuera un recluta— haga su trabajo y lárguese después de aquí. No tenemos nada contra los extranjeros, pero entre menos vengan, mejor. Cuide su dinero. Ese cuento de los dos mil pesos se lo va a contar a su madre; a mí, no. No me importa cuánto tenga, pero es bueno que sepa que aquí matan por diez centavos para comprar aguardiente. Respecto al aserradero. Bueno. Ya verá usted por sí mismo. Lo quiero ver bajando el Xurandó lo más pronto posible, eso es todo». Nos volvió la espalda sin despedirse y subió al lado del piloto cerrando la portezuela con un estrépito de metales desajustados que repercutió en las dos orillas. El Junker se alejó hasta subir lenta y trabajosamente y perderse a lo lejos casi rozando las copas de los árboles.
El Capitán no pareció oír las palabras del Mayor. Seguía sentado en la hamaca sin pronunciar palabra. Alzó luego la cara hacia mí para comentar: «Nos salvamos, amigo; nos salvamos en un hilo. Ya le contaré más tarde. No sabía que él estaba de nuevo al mando de la base. Conoce la vida de todos los que andamos por aquí. Lo habían llamado del Estado Mayor y creí que no volvería. Por eso me arriesgué a traer a esos dos. No sé por qué no cargó también con nosotros. Por menos que eso se ha echado a muchos. A ver si en el puesto consigo un práctico. Yo ya no estoy para estas bregas. Ya sabe dónde están los bastimentos. Yo como muy poco, así que tendrá que hacerse su comida. Por mí no se preocupe. El mecánico también sabe arreglárselas por su cuenta. De todos modos no puede cocinar porque el motor hay que cuidarlo. Él trae su propia comida y allá abajo la prepara a su manera. Vamos, pues». El mecánico regresó a la proa para ocupar el lugar del práctico. Dio marcha atrás y se enfiló corriente arriba por la mitad del río. A medida que va cayendo la tarde me doy cuenta que desaparece la tensión, el ambiente enrarecido y maligno que creaban el práctico e Ivar con su intercambio de miradas, sus palabras en voz baja y su presencia perturbadora y viciada. La ciega lealtad del mecánico al Capitán, su silencio y su entrega a la tarea de mantener en marcha ese motor que hace años tendría que haber cumplido su servicio y convertirse en chatarra le dan al personaje ciertos toques de ascético heroísmo.
Abril 13
Este contacto con un mundo que se había borrado de la memoria por obra del extrañamiento y del sopor en que nos sepulta la selva ha sido más bien reconfortante, a pesar de las señales de peligro que dejó presentes el Mayor con sus palabras y advertencias perentorias. Es más, el peligro mismo me regresa a la rutina cotidiana del pasado y la puesta en marcha de los mecanismos de defensa, de la atención necesaria para enfrentar las dificultades fáciles de prever, son otros tantos estímulos para salir de la apatía, del limbo impersonal y paralizante en el que estaba instalado con alarmante conformidad.
La vegetación se hace más esbelta, menos tupida. El cielo está a la vista durante buena parte del día, y, en la noche, las estrellas, con la cercanía familiar que las distingue en la zona ecuatorial, despiden esa aura protectora, vigilante, que nos llena de sosiego al darnos la certeza, fugaz, si se quiere, pero presente en el reparador trecho nocturno, de que las cosas siguen su curso con la fatal regularidad que sostiene a los hijos del tiempo, a las criaturas sumisas al destino, a nosotros los hombres. La cantidad de facturas y memoriales de aduanas que encontré en la cala de la lancha y que el Capitán me obsequió para escribir este diario, único alivio al hastío del viaje, se están terminando. También el lápiz de tinta está llegando a su fin. El Capitán me explica que en la base militar, adonde llegaremos mañana, podré conseguir nueva provisión de papeles y otro lápiz. No me imagino solicitando ese favor, tan simple y tan candorosamente personal, al autoritario Mayor, cuya voz aún está presente en mis oídos. No sus palabras, sino el acento metálico, desnudo, seco como un disparo, que nos deja inermes, desamparados y listos a obedecer ciegamente y en silencio. Advierto que esto es nuevo para mí y que jamás había estado sujeto a una prueba semejante, ni en mi vida de marino, ni en mis variados oficios y avatares en tierra. Ahora entiendo cómo se lograron las arrolladoras cargas de los coraceros. Pienso si eso que solemos llamar valor no sea sino una entrega incondicional a la energía incontenible, neutra, arrasadora de una orden emitida en ese tono. Habría que meditarlo con más detenimiento.
Abril 14
Esta madrugada llegamos al puesto militar. Amarrado a un pequeño muelle de madera, el Junker se mece al impulso de la corriente. Ese avión de otros tiempos, con su lámina ondulada y su nariz pintada de negro, su motor radial y sus alas medio oxidadas, es una presencia anacrónica, una aparición aberrante que no sabré dónde colocar después en mis recuerdos. El puesto consta de una construcción paralela al curso del río, con tejado de zinc y paredes de tela metálica sostenida en bastidores. En el centro está la pequeña oficina de la comandancia, frente a la cual se alza un mástil, con la bandera, en medio de un terraplén donde todo el día están barriendo los soldados que cumplen un castigo. En las dos alas de la construcción están las hamacas de la tropa y se distinguen pequeños cubículos para los oficiales con una hamaca cada uno. Nos salió a recibir un sargento que nos condujo a la comandancia. El Mayor nos acogió como si nunca nos hubiera visto. No fue cortés, ni sus modales castrenses han cambiado, pero ahora mantuvo una distancia y una indiferencia que, a tiempo que nos preserva del temor de despertar su inquina, también nos está indicando que la vigilancia no ha aflojado, sino que se aleja un poco para cubrir otras áreas de la diaria rutina del puesto.