Read Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero Online
Authors: Álvaro Mutis
Tags: #Relatos, Drama
Comenté la historia con Álex, quien me aconsejó no tener muchos tratos con el cojo: «Es dueño del hotel y, además, controla las putas de la manzana. Pero sus negocios más importantes no son ésos. Anda en otras empresas y la guardia le tiene puesto el ojo hace mucho tiempo. Lo que pasa es que mueve influencias más arriba y reparte dinero, mucho dinero». Le pregunté si sería aconsejable cambiar de hotel y me dijo que no lo hiciera; en los otros las cosas no cambiarían mucho, éste estaba bien ubicado y ya me conocían en la vecindad, lo que era bueno para los fines de hallar trabajo. Tenía razón. El portero-propietario siguió tratándome con la misma impersonal distancia que usaba para con todo el mundo.
Cuando había perdido las esperanzas, recibí una carta de Abdul Bashur. Traía timbres de Italia, estaba fechada en Rávena y sus noticias no eran propiamente alentadoras. Estaba gestionando el pago del seguro de un buque del que era propietario con sus hermanos y su cuñado, el esposo de su hermana mayor, Yamina. La aseguradora ponía toda suerte de dificultades tratando de evitar el pago de la póliza. El buque había sido hundido por aviones libios, aunque llevaba bandera de Liberia. Los aseguradores intentaban demostrar que ese riesgo no estaba cubierto por la póliza y a los Bashur se les agotaban los recursos en el pago de abogados, peritos y gestiones consulares.El hijo mayor de Yamina tenía leucemia y el tratamiento se estaba pagando con sacrificios cada vez más grandes. Sin embargo, ponía a mi disposición algunas libras esterlinas que tenía en un banco de Panamá, saldo de un negocio hecho hacía algunos años con las fuerzas armadas de un país vecino al istmo. Yo recordaba muy bien esa operación en la que intervine con Abdul y sonreía al notar la discreción con la que trataba el asunto. Pobre Abdul. Amigo entrañable como pocos, su generosidad, de la que había recibido ya muchas y muy diversas pruebas, no solamente en el campo de los negocios sino también en otros más delicados, tenía siempre la condición de conmoverme hasta las lágrimas.
Ya iba conociendo mejor la ciudad y me daba cuenta de que, como siempre sucede, la primera impresión sólo había venido a confirmarse: era un sitio de paso, un lugar de tránsito, condición que le otorgaba, a quienes la visitaban, ese encanto que tienen las ciudades y lugares que no dejan huella, que no imponen el espíritu secreto que las define, ni exigen del que pasa un esfuerzo para ajustarse a peculiares reglas que rigen la inconfundible rutina que las anima. Para mis fines, esto era particularmente grave. No son ese tipo de ciudades las que más oportunidades ofrecen en circunstancias como era la mía entonces. Allí todo el mundo está en tránsito. Pueden pasar semanas y meses sin que se consiga anclar en un trabajo determinado o poner en marcha alguna empresa, por humilde y limitada que ésta sea. Es más, entre más modestos nuestros propósitos, más difíciles son de cumplirse en esa suerte de incesante corredor donde nadie vuelve la atención hacia los demás. Rondando por vestíbulos y bares de los grandes hoteles del sector bancario y, en la noche, por algunos de los clubes nocturnos en donde gente de todas las condiciones, oficios y razas busca distraer el hastío que los invade en esas paradas obligatorias que imponen los viajes de negocios; en el aire cargado y más bien sórdido de los casinos que, en los mismos hoteles y en otros lugares, ofrecen un mediocre sucedáneo al ansia transitoria de aventura y emoción que despierta Panamá; por tales sitios y por algunos otros menos confesables, busqué en vano esa oportunidad de emprender algo que me permitiera salir del pantano en el que me hundía lenta pero irremediablemente. Al poco tiempo, la precariedad de mi vestuario y otros signos avanzados de la penuria, me fueron obligando a alejarme de esos lugares. Tuve que contentarme con rondar cerca de la entrada, sin pasar adelante. Igual cosa hacía cerca de las grandes tiendas, en donde entraban los viajeros, atraídos por una mercancía que resulta, luego, en buena parte, hecha de saldos de marcas prestigiosas o de atrevidas falsificaciones de las mismas.
Llegó la temporada de las lluvias, que se establecen sobre el istmo con la desorbitada energía de una tromba y dejan las calles convertidas en ríos caudalosos e intransitables. Cuando caí en cuenta de que era inútil seguir buscando allí así fuera una modesta esquina de ese tapete de la fortuna, que imagino siempre flotando muy cerca de nosotros, provocándonos e invitándonos a subir para escapar hacia lo que, allá en el fondo, el niño que escondemos designa con voz secreta como «la gran aventura»; cuando me di cuenta de que no había ya nada que hacer y que las lluvias, al parecer, hacían mis recorridos imposibles, me encerré en el cuarto de la pensión, limitándome a cada vez más espaciadas visitas al bar de costumbre. Una cortina de lluvia caía sobre las sucias aguas del Pacífico y la ciudad daba, desde la ventana, la impresión de desleírse ante mis ojos indiferentes, hasta acabar en una mezcla de barro, basura y hojarasca girando en ávidos remolinos en la boca de las alcantarillas.
El día en que gasté el último dólar que me quedaba del dinero proporcionado por Abdul, el portero, con esa milenaria intuición de su gente para calibrar tales situaciones, me llamó al cuarto para decirme que, cuando bajara, quería hablar conmigo. En la tarde, antes de pasar por el bar, en donde por cierto ya tenía una cuenta pendiente que empezaba a preocuparme, fui al mostrador para enfrentar al auriga danubiano. De su enorme cabeza barbuda, que destacaba del mostrador como si estuviera en la mesa de un ilusionista, empezaron a salir palabras en un español lento y premioso pero muy preciso. Era evidente que yo estaba en las últimas y que en Panamá no hallaría ya ninguna salida a mi situación. El conocía muy bien la ciudad. Si yo aceptaba podía ofrecerme algo que solucionaría, así fuera transitoriamente, mis problemas, permitiéndome, de paso, pasar el mes de alojamiento pendiente y lo que tenía firmado con Alex. El hombre sabía más de lo que yo hubiera deseado. Cuando regresara del bar, continuó, quería subir a mi habitación para que charláramos un poco. Convine con él en que así lo haríamos y fui a refugiarme en un par de vodkas que harían más fácil el diálogo con el cojo cancerbero. Muchas veces, en otras crisis semejantes, había recibido avances parecidos, hechos siempre por personas que tenían un inconfundible aire de familia con el portero. Casi hubiera podido anticipar cuál iba a ser, a grandes rasgos, la propuesta del hombre. Regresé a mi cuarto pasada la medianoche y, poco después, oí sus pasos claudicantes. Se sentó frente a mí en una silla desvencijada. Mientras se acariciaba la barba con gesto que quería ser patriarcal y sólo lograba hacerlo más sospechoso, me expuso su oferta. Lo de siempre. Se trataba de cruzar los límites legales para ganar algunos dólares que me permitirían sobrevivir mediocremente, no sin correr algunos, muy lejanos, riesgos con las autoridades. Él tenía en su poder objetos de valor —relojes, joyas, cámaras de fotografía, perfumes caros, algunos licores y vinos de grandes marcas y cosechas famosas— que le dejaban en prenda, a cambio de dinero, algunos amigos suyos. No necesitaba explicarme, como es obvio, que se trataba en verdad de cosas robadas en las bodegas de la aduana de Colón o en los depósitos de los grandes almacenes de Panamá. Al usar el circunloquio de las prendas, un brillo indefinible cruzó por sus ojos mientras la permanente sonrisa de los gruesos labios se congelaba en una mueca imprecisa. Los años en que deambulé por el Mediterráneo me familiarizaron largamente con esos signos de mezquino engaño de la fortuna. Dejé tranquilamente que hablara y, cuando terminó, le contesté que a la mañana siguiente tendría mi respuesta. «No lo piense mucho» —me dijo al salir—. «Hay otros candidatos que, además, tienen más experiencia». También hubiera podido predecir hasta la forma misma como me lo dijo, con ese ligero tono de amenaza que usan con quienes tienen ya el agua al cuello.
No tuve que pensarlo mucho. Al día siguiente bajé a decirle que aceptaba. «Ya lo sabía», repuso, mientras me invitaba a entrar en un oscuro cuchitril, ubicado detrás del armario con las casillas de las llaves. Ahí dormía. Debajo del lecho sin arreglar, que despedía un olor de orina concentrada y comida rancia, sacó un estuche de madera forrado por dentro con terciopelo carmesí. Allí guardaba relojes, pulseras de oro y perfumes envasados en frascos de cristal de formas rebuscadas y extravagantes. Me indicó los precios a que debía venderlos. Si conseguía más, la mitad de la diferencia era para mí, de lo contrario sólo tendría derecho al quince por ciento del valor de lo vendido. Los lugares que me aconsejó como los más propicios para colocar la mercancía eran los mismos que yo rondaba hacía ya varias semanas. A lo impredecible del negocio se sumaba, entonces, la persistencia de los torrenciales aguaceros. «Espere al abrigo del corredor donde se detienen los automóviles para dejar a los pasajeros o para recogerlos». Sí, ya lo sabía. Inútil decírmelo. No era la primera vez que intentaba abordar a la gente en circunstancias semejantes. La dificultad consistía en que ésos eran precisamente los lugares en donde también se guarecían los guardias. Metí los artículos en mis bolsillos y salí a la calle para empezar la incierta empresa.
Al principio resultó un tanto más productiva de lo que esperaba. Los precios eran mucho menores que los de las tiendas. Los clientes aprovechaban la ocasión, con la impunidad que les ofrecía al estar de paso y no correr mayor riesgo al hacer su compra. Pero, como era previsible, los guardias comenzaron a percatarse de mi repetida presencia a la salida de hoteles y cabarets y no tardaron en abordarme. Salí del paso con algunas improbables disculpas que luego tuve que reforzar con pequeños obsequios. Convencí al cojo de compartir a la mitad el valor de los mismos y accedió, gracias al relativo éxito de mis habilidades como vendedor ambulante de artículos robados. Puse al día mi cuenta en la pensión antes de que se cumpliera el segundo mes de atraso. Cuando fui al bar para pagar lo que debía, Álex me previno en voz baja: «No se vaya sin hablar conmigo. Es importante». Un malestar, conocido de tiempo atrás, anunciador del peligro que se avecina, me quitó las ganas de tomar el vodka servido frente a mí. Por fin lo liquidé de un trago y esperé la oportunidad en que el barman pudiera conversar sin testigos. Un desaliento creciente, una vaga desesperación sin salida, me dejaban los miembros como si estuvieran hechos de una substancia blanda y moldeable. En la boca del estómago comencé a sentir el peso de una materia densa, paralizante, que se agitaba a trechos como si estuviera formada por un nudo de reptiles semidormidos. Por fin, Álex fue a un extremo de la barra, mientras secaba un vaso, y me hizo señas de que lo siguiera. Allí, mirando con precaución a todos lados mientras hablaba, me dijo: «Ya vinieron a preguntar por usted. Gente de la policía. Ya sabe, son inconfundibles, así traten de pasar desapercibidos con sus aires de civiles. Saben dónde se aloja y algo se huelen en relación con el judío del hotel. No sé en qué ande usted, pero vaya con precaución. Aquí no tiene muchos miramientos, cuidan mucho la imagen de la ciudad para tranquilidad de los turistas y gente de negocios que pasan por Panamá. Cambie de hotel hoy mismo. Rompa todo nexo con el cojo. Alójese en este hotel. Es gente amiga que conozco muy bien», y me alargó una tarjeta. Era el Hotel Miramar y estaba en la parte vieja de la ciudad.
Convencer al judío no fue fácil. Trató de restarle importancia a mis temores y repetía con tono que quería ser bonachón: «Yo sé arreglar esas cosas, amigo, no se preocupe, no se preocupe». Precisamente la melosa parsimonia del portero fue lo que me decidió a partir de inmediato. Le devolví la mercancía. Liquidé cuentas con él y salí de allí un cuarto de hora después con cuarenta dólares en el bolsillo y ese peso muerto en la boca del estómago, aciago anuncio de desastres por desgracia bien conocidos.
El Hotel Miramar era un poco más reducido que la Pensión de lujo Astor. Sus habitaciones un poco más limpias y la dueña resultó ser también alguien mucho más tratable y digno de confianza que el siniestro cojo con barbas de cochero. Era ecuatoriana, casada con panameño. Álex la había prevenido en mi favor y se mostró de una familiaridad cordial que sirvió para aplacar un tanto mis justificados temores de tener que entendérmelas con la policía. Un bullicio infernal entraba por la ventana del único cuarto que había disponible. Daba a una calle llena de pequeños bazares cuyos propietarios, todos hindúes, salían a la calle para atraer a los clientes a su negocio con una insistencia inagotable. De cada tienda salía la música de radios y tocadiscos, cada uno a mayor volumen que el otro, para demostrar la excelencia de sus cualidades ante el ensordecido parroquiano que acababa comprando lo primero que le vendían para librarse del hindú que no paraba de hablar barajando los precios con pasmosa habilidad, mientras la música acababa de atontarlo. En la noche reinaba, por fortuna, una calma apenas rota de vez en cuando por el grito estentóreo de un borracho o las risas de las prostitutas que esperaban en la esquina un improbable cliente. Fue entonces, a punto de llegar al fondo delabismo, cuando ocurrió el milagro salvador. Llegó cumpliendo un ritual que sucede en mi vida con tan puntual fidelidad que no tengo más remedio que atribuirlo a la indescifrable voluntad de los dioses tutelares que me conducen, con hilos invisibles pero evidentes, por entre la oscuridad de sus designios.
U
NA tarde, en que me dedicaba a un ejercicio de memoria que por entonces supuse que pudiera ser remedio pasajero contra el pánico y el desaliento, la lluvia pareció alejarse dejando paso a un sol deslumbrante que bañaba el aire recién lavado. El ejercicio en cuestión consistía en rememorar otras épocas de penuria y fracaso que pudieron ser más terribles aún y más definitivas que ésta en Panamá. Evoqué, por ejemplo, entre otros muchos episodios, aquel en que estuve trabajando en el Hospital de las Salinas. Mi labor consistía en empujar, junto con otros compañeros, un tren de cuatro o cinco vagonetas que servían para transportar balastro al final de los espolones que remansaban las aguas del mar. Pero en lugar de piedras y cascajo, llevábamos tres o cuatro enfermos en cada vehículo. Iban a recibir la brisa marina que les aireaba las llagas y purulencias que los tenían postrados desde hacía muchos meses. Por una extraña condición del lugar, era el agua la que producía tales plagas y sólo el aire las aliviaba un poco. Ante la feliz perspectiva del alivio, los enfermos murmuraban en voz baja canciones con las que se arrullaban unos a otros. Casi todos habían perdido la vista a causa de la deslumbrante blancura de las extensiones salinas y, tal vez por esto, aguzaban el sentido del tacto hasta disfrutar, con intensidad para nosotros desconocida, la acción salutífera de la brisa. Mientras ellos entonaban sus cantos, nosotros empujábamos el trencito que rodaba trabajosamente por la vía oxidada y carcomida por el salitre. El viento hacía tremolar las sábanas en las que se envolvían precariamente los enfermos. Ya en otro lugar, hace muchos años, algo de esto narré en forma fragmentaria, es cierto, pero tal vez más cercana al episodio que trataba de evocar. Por uno de esos balsámicos caprichos de la memoria no tenía yo un recuerdo pesaroso de esa época en las salineras. Por el contrario, sólo permanecían en la memoria la alegría de la brisa en los cuerpos lastimados y exánimes, el cantar que salía de sus gargantas como un murmullo bienhechor y la fulgurante presencia de un cielo sin nubes. Sin embargo, con algún esfuerzo logré recordar que sólo hacíamos una comida diaria y que la paga era tan precaria que no nos alcanzaba para ir al puerto y olvidar allí nuestra miseria. Luego evoqué mis tiempos de fogonero en un pobre barco, a punto de irse a pique, que transportaba pieles desde Alaska hasta una factoría cerca de San Francisco. Nos habían enrolado con fraude. Firmamos un contrato por un año, atraídos por un adelanto que nos permitió beber durante tres días consecutivos, refugiados en la semitiniebla de una taberna de Seward. Afuera, la noche del polo se extendía en medio de un frío que helaba hasta los huesos. Al segundo viaje fuimos a pedir lo que nos prometieron como salario. El contramaestre nos mostró el recibo que habíamos firmado al engancharnos, en cuyo texto, mañosamente arreglado, aceptábamos como único sueldo en todo el año lo que nos habíamos bebido en Seward. Éramos tres fogoneros: un irlandés tuerto, conservado en alcohol, que deliraba todo el tiempo, un indio yanqui, silencioso y torvo, que se las arregló para partirse un brazo el segundo día de trabajo y, con ese pretexto, no volver a tocar una pala, y yo. La carga despedía una fetidez dulzona que se nos pegaba en las ropas y en la piel. Allí pensé que habían terminado en verdad mis días de vino y rosas, si es que alguna vez los tuve. Por fortuna, a los cinco meses de navegación, el maldito barco se desmoronó contra un bloque de hielo que flotaba frente a la costa canadiense. Nos rescató un guardacostas y desembarcamos en Vancouver. El Fondo de Socorro Marino nos dio algún dinero para ir viviendo unas semanas. Fue, entonces, cuando un canadiense lunático me convenció de intentar lo de la mina de Cocora.