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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (94 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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»Estábamos en un bar cuyo dueño, un griego de cejas espesas y aspecto malhumorado, había insistido en encajarnos un ouzo infecto que rechazamos sin contemplaciones a cambio del whisky canadiense en las rocas. El hombre nos miraba con altanera sospecha, lo que no podía menos de causarnos gracia ya que el sitio se veía bien poco recomendable y los tratos que en las otras mesas se llevaban a cabo, entre gentes de las más variadas nacionalidades, tenían cara de todo menos de honestos. "Es que somos inocentes —comentó Obregón—. Inocentes en el sentido en que los rusos usan la palabra, o sea: desvelados servidores de la verdad. Y ésa es la condición más sospechosa que hay para la gente. Por eso, aquí, somos gente de cuidado". El griego retiró la mirada de nosotros y simuló enfrascarse en los vasos que lavaba con parsimonia ficticia. Dos días más estuvimos recorriendo lugares del puerto no mejores que el mencionado. Obregón regresó a San Francisco sin siquiera permitirme expresarle mi gratitud. Con un gesto terminante de su mano cancelaba todo intento mío en ese sentido. Lo acompañé al aeropuerto y nos despedimos con un estrecho abrazo. En ese momento tenía los ojos de un gris acerado, el tono celeste había desaparecido. Lo interpreté como un signo de ternura reciamente controlada. Al día siguiente me embarqué rumbo al sur en un carguero que iba hasta Valdivia. Una avería en el radar nos obligó a detenernos en el puerto de Los Ángeles…».

Hasta aquí las noticias del Gaviero sobre sus encuentros con Alejandro Obregón, el pintor.

Todo esto pasó hace mucho tiempo. Hoy, la vida de los tres ha cambiado por completo. De Maqroll el Gaviero hace años que nada sé; muchas versiones corren sobre su muerte, ninguna confirmada. Como no es la primera vez que esto sucede, aún solemos sus amigos indagar sobre noticias suyas. Alejandro Obregón murió en su casa de Cartagena, casa de pirata retirado que huele a pintura y a disolventes y desde cuya terraza se puede ver un mar inverosímil que aún nos hace esperar los galeones. Yo, en México, trato de dejar alguna huella en la memoria de mis amigos, mediante el truco de narrar las gestas y tribulaciones del Gaviero. Poca cosa creo conseguir por ese camino pero ya ningún otro se me propone transitable.

Sin embargo, un rumor ha venido circulando hace mucho tiempo, sobre el cual no quise ahondar, por miedo quizás de encontrarme, al final, con una de esas sorpresas a las que nos tiene acostumbrados Maqroll y que desembocan en la nada. Pero, ahora, de repente, al narrar estos encuentros del Gaviero con Obregón, empezó a trabajarme la mente la conseja que había olvidado y busqué el escrito de otro amigo entrañable que completa el cuarteto —me refiero a Gabriel García Márquez—, donde recoge parte de la noticia en cuestión. Ésta consistía en decir que fue Obregón quien encontró en la ciénaga el cadáver del Gaviero cuando éste se perdió allí con Flor Estévez y, al parecer, murieron de sed y hambre buscando la salida de los esteros. Veamos lo que relataba Gabo: «Hace muchos años, un amigo le pidió a Alejandro Obregón que lo ayudara a buscar el cuerpo del patrón de su bote que se había ahogado al atardecer mientras pescaban sábalos de veinte libras en la Ciénaga Grande. Ambos recorrieron durante toda la noche aquel inmenso paraíso de aguas marchitas, explorando sus recodos menos pensados con luces de cazadores, siguiendo la deriva de objetos flotantes que suelen conducir a los pozos donde se quedan a dormir los ahogados. De pronto, Obregón lo vio: estaba sumergido hasta la coronilla, casi sentado dentro del agua, y lo único que flotaba en la superficie eran las hierbas errantes de su cabellera. "Parecía una medusa', me dijo Obregón. Agarró el mazo de pelos con las dos manos, y con su fuerza descomunal de pintor de toros y tempestades sacó al ahogado entero con los ojos abiertos, enorme, chorreando lodo de anémonas y mantarrayas, y lo tiró como un sábalo muerto en el fondo del bote…». En la deleitable y eficaz prosa de Gabriel, algo se insinuaba, trataba de salir a flote por entre los datos que para nada coincidían con la pretendida desaparición del Gaviero en los esteros de la Ciénaga Grande: la pesca de sábalo, el hecho de que el muerto no fuese también el dueño de la barca, y la mención de un bote, palabra que bien pudiera aplicarse a la barca de quilla plana en donde se perdió Maqroll pero que no era la indicada y esto en Gabo es inconcebible. Todos estos datos venían a perturbar, a desvirtuar, más bien, la conclusión a la que no era tan descabellado llegar, de que el ahogado era Maqroll. Pero, a mi vez, en el poema en prosa que aparece en
Caravansary
, menciono una lancha del resguardo que descubre el planchón con los dos cadáveres, lancha que venía mencionada en la versión que me llegó sobre esta muerte del Gaviero. Como además de ser el inmenso escritor que sabemos Gabo también se precia, y con razón, de ser muy buen periodista, hay que pensar en que los datos que refiere fueron, en su momento, verificados por él. Lo primero que hice, como es obvio, fue interrogar a Obregón sobre mis dudas. Se limitó a sonreír entre divertido y ausente y empezó a hablar de otra cosa. Me temo que las historias que sobre él propagábamos sus amigos, lejos de hacerle gracia, las sentía como una distorsión abusiva de su intimidad.

Así las cosas y, como es costumbre cuando se trata del Gaviero, la verdad se nos escapa de entre las manos
como un pez que se evade
. Pero nadie nos puede quitar la idea de que, si en efecto el cadáver rescatado en los esteros por Obregón era el de Maqroll, su compañero y cómplice de Cartagena, Curazao, Kuala Lumpur y Vancouver, la historia se cierra con una hermosa precisión que no suele ser común en la vida de los hombres. Conociendo a los dos protagonistas como los conozco, este final se ajusta tan bellamente a su carácter y al encontrado diseño de sus días sobre la Tierra, que no puedo menos de mencionarlo aquí, desde luego sin avalarlo como cierto, pero tampoco negándolo enfáticamente. Los artistas y los aventureros suelen hilvanar de antemano su fin de manera tal que jamás pueda ser claramente descifrado por sus semejantes. Es un privilegio que les pertenece desde Orfeo el taumaturgo y el ingenioso Ulises u Odiseo.

JAMIL

Para mi nieto Nicolás.

Sinon l'enfance, qu'y avait-il alors qu'il n'y a plus?

S
AINT-
J
OHN
P
ERSE

H
AY un episodio en la vida de Maqroll el Gaviero que casi nada tiene en común con los que he narrado en el curso de estos últimos años pero que, sin embargo, significó un cambio esencial en el desorden de sus andanzas y vino a traerle, en la etapa final de sus días, una especie de serena conformidad con la encontrada suerte de su destino y lo llevó a ejercer, hasta sus últimas consecuencias, su doctrina de aceptación sin reservas de los altos secretos de lo Innombrable. No que su vida, después de esta experiencia que voy a relatar, dejase de tener altibajos e incidentes de la más diversa índole y origen, sólo que el ánimo con el cual éstos fueron enfrentados por Maqroll no tuvo ya ese tinte de reto, de tenaz desafío sin recompensa que había caracterizado antaño su errancia por el mundo.

El hecho en sí puede, tal vez, parecerle al lector algo normal y de diaria ocurrencia en la rutina familiar de cualquiera de nosotros. Pero si sabe del pasado de nuestro personaje, se dará cuenta de inmediato que eso que a nosotros puede presentársenos como un episodio común y corriente, para Maqroll fue una experiencia por entero inusitada y cargada de sorpresas que vinieron a revelarle un rincón hasta entonces virgen de su vida sentimental.

Yo hubiera podido relatar el asunto en forma directa y como narrador omnisciente y omnipresente. Preferí, en cambio, intentar transcribir las palabras mismas con las cuales Maqroll nos contó su experiencia. En ellas, que anoté de inmediato después de escucharlas, se esconde todo el sordo dolor que le costó este trance y también los reveladores momentos de felicidad sin sombra que vivió entonces. Veamos, pues, cómo me fue dado enterarme de esta historia.

Suelo visitar Cartagena de Indias siempre que el azar me lo ofrece, porque guardo de esa ciudad un recuerdo tan cargado de nostalgia y tan lleno de instantes que han marcado en forma indeleble el resto de mi vida, que no puedo dejar de recorrer, siempre que puedo, el laberinto alucinado de sus callejas y extasiarme, desde el mirador de sus murallas de una austera altivez militar, en la lenta danza de su mar antillano. Cuando aún estaba entre nosotros mi querido amigo el pintor Alejandro Obregón, iba siempre a visitarlo en su casa de la calle de la Factoría y allí emprendíamos, con apoyo de una botella de escocés que él guardaba para sus amigos, un largo peregrinar hacia nuestro pasado común que se confundía con recuerdos de infancia, belgas los míos, alemanes los suyos.

En una de esas visitas a la Ciudad Heroica toqué a la puerta de la casa de Alejandro en el instante en que se desgajaba uno de esos aguaceros interminables y abrumadores que irrumpen en la ciudad por el mes de octubre. Me abrió Alejandro en persona, sonriente y con una expresión de niño al que le llega un regalo inesperado.

—¡Carajo! Qué bueno que vino. Es el pretexto que necesitaba para no pintar y celebrar la sorpresa con un buen trago.

Entramos al estudio y nos sentamos en los amplios sillones de cuero, ya familiares para mí, llenos de manchas de pintura de todos los colores imaginables que denunciaban la lucha del pintor con la materia de sus cuadros. De las paredes colgaban lienzos recién terminados. Una magia onírica se desprendía de esos ángeles con cuerpo de doncella, adolescentes deslumbradas que surgían, entre penumbras malvas, de una gama de verdes que iban desde el más tierno de hojas recién brotadas hasta el oscuro de la selva impenetrable; todo en medio de una explosión de azules intensos y rojos que se tornaban en luminoso naranja. Era el nuevo mundo de Obregón, una nueva época de su pintura que se hermanaba extrañamente con lo que entonces estaba yo escribiendo. Le manifesté mi entusiasmo por esa pintura y me contestó, con un brillo particular de sus ojos azul acero que indicaba una extrema complacencia:

—Ya sabía que te iba a gustar. Esas ángelas se me aparecen ahora en sueños y las pinto para que no se me vayan a escapar. Lo que no vuelve en los sueños no nos acompañará en la otra vida.

Estaba acostumbrado a esas enfáticas declaraciones de mi amigo, sobre las cuales era mejor no ahondar porque se perdía en discursos aún más embrollados.

La lluvia nos sirvió de pretexto para terminar con la botella de Dewar's que Alejandro había dejado frente a mí en la mesa llena de pinceles y de tubos de pintura usados hasta el final. Hablamos, como dije, de nuestra juventud ya lejana y de amigos cuya memoria nos servía para evocar zonas de nuestro pasado compartido. De repente, Alejandro, en plena vorágine de evocaciones, me preguntó a boca de jarro:

—Y ahora, ¿adónde vas?

Le expliqué que iba a España de vacaciones.

—Qué bueno —me comentó—, porque te tengo un encargo. Se trata de nuestro amigo Maqroll. Te voy a mostrar algo que te va a inquietar como me inquietó a mí.

Fue hacia otra mesa, también llena de pinceles y de tubos de colores, en una esquina de la cual tenía una carpeta con toda suerte de papeles. Regresó con un sobre que me alargó sin decir nada.

Las estampillas eran de España y el sello de correos era de Pollensa en Mallorca. Traía una carta escrita en esa letra inconfundible y transilvánica que retrataba al Gaviero de inmediato. Eran unos breves renglones escritos en papel de carta en cuyo encabezado se leía: «Parroquia de Sant Jaume. Mossèn Ferran Alaró. Rector». Decía lo siguiente:

Álex:

Abusando de la hospitalidad de mi buen amigo el párroco, le escribo estas líneas que van como la legendaria botella al mar. Esta vez la vida ha logrado golpearme donde era. No son cosas para comentar por escrito. Ando algo desalentado y perdido. Ninguno de los caminos que antes solían ofrecerse a mi inquietud me atrae ahora. Si usted pudiese venir por aquí, cosa que adivino bastante improbable, me sería de gran alivio contarle de qué se trata y disfrutar de su compañía. Lo mismo digo respecto a nuestro común amigo que anda por ahí escribiendo mis andanzas y dejando testimonio de mis infortunios. Bien sé que suele pasar a menudo por España, movido por sus querencias con Al-Andalus, los califatos omeyas y el reino de Mallorca, con los que nos da la tabarra. Si lo ve, muéstrele estas líneas. Eso es todo, mi querido pintor de ángelas púberes y perturbadoras. Nadie como ustedes dos para entender lo que puede haber detrás de estas líneas.

Ahí va un gran abrazo de su amigo

Maqroll el Gaviero

Conociendo como conocía al personaje, era evidente que la carta escondía una llamada de ayuda apenas disimulada. No era Maqroll hombre inclinado a quejarse. De vez en cuando se limitaba, más bien, a lanzar dos o tres maldiciones en turco o en francés y así recobraba una relativa calma. Ahora era evidente que se trataba de algo distinto.

Aunque Mallorca no estaba en mis planes de vacaciones en España, me hice el propósito de visitar a mi amigo en Pollensa y así se lo hice saber a Alejandro. Éste me comentó complacido:

—Qué bien. Con eso descanso. Yo sé que con un buen diálogo con él las cosas le irán mejor. Nadie como tú para esa tarea. Que lo diga yo que llevo tantos años contándote mis descalabros.

Un ligero rubor apareció en el curtido rostro de Obregón. Era muy pudoroso en el fondo y, a decir verdad, no recordaba haberle escuchado confesiones de ese orden. Al menos no abiertamente. Hacía tiempo que me había dado cuenta de que muchos de sus herméticos y laberínticos comentarios debían ocultar episodios sentimentales. Mi afectuosa paciencia al escucharlos le comunicaba quizás, por secretos conductos, una cierta conformidad. La verdadera amistad suele estar apoyada en tales ocultos pero eficaces vasos comunicantes.

La lluvia pasó poco rato después y nos despedimos con el mismo estrecho abrazo silencioso con el que siempre nos separábamos como si nunca más nos fuéramos a ver de nuevo. El último, que sucedió no hace mucho tiempo, lo guardo en la memoria con aflicción que no amaina.

Llegamos mi esposa y yo a Mallorca en pleno otoño, pero todavía el rebaño de turistas paseaba sus germanas opulencias por las calles de Palma y las desnudaba, para horror del sabio paisaje de la isla, en cuanta playa podía invadir. Carmen había conseguido hablar desde Barcelona con mossèn Ferran y éste nos esperaba en el aeropuerto. Allí estaba, corpulento y desgarbado, pasados de seguro sus sesenta años, dándonos la bienvenida con una cortesía un tanto campesina y dirigiéndose a mi esposa en un catalán que se esforzaba para que no tuviese una dosis muy alta de mallorquín. El diálogo, a partir de ese momento, se estableció dentro de ese código. Yo seguía, en español, entendiendo, desde luego, lo que ellos se comunicaban, gracias a mi entrenamiento de más de un cuarto de siglo de estar casado con catalana. Me llamó singularmente la atención el expresivo rostro del párroco, con sus espesas cejas oscuras, su boca de labios delgados, siempre con la sonrisa espontánea y ligeramente irónica de quien ha vivido ya lo suficiente como para sólo darle importancia a lo esencial y dejar el resto de lado con indulgencia para con las miserias de nuestros semejantes. Los ojos oscuros y siempre atentos, abiertos hacia el interlocutor, denunciaban a leguas ese sustrato sarraceno de los naturales de la isla. La calurosa voz de bajo profundo del simpático clérigo daba un énfasis un tanto teatral a todo lo que decía. Tomó con mano firme la valija de mi esposa y mientras nos dirigíamos a un taxi que nos esperaba para llevarnos hasta Pollensa, comentó complacido:

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