En busca de Klingsor (31 page)

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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

BOOK: En busca de Klingsor
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—En 1920 se había llevado a cabo el Congreso del Grupo de Científicos Alemanes para la Preservación de la Ciencia Pura en la sala de la Filarmónica de Berlín —intervino Bacon—. La «Compañía Antirrelatividad», como la llamaba Einstein. A partir de entonces las críticas contra él comenzaron a exacerbarse.

—Ese grupo en realidad nunca existió. Fue una invención de Paul Weyland, un acérrimo enemigo de Einstein, creado sólo para darse publicidad a sí mismo —repliqué—. Sin embargo, bastó para desatar los ánimos de muchos físicos que habían permanecido indiferentes a la política. Einstein asistió a una sesión y, más tarde, publicó una «Respuesta a la Compañía Antirrelatividad» en el
Berliner Tageblatt
. El escándalo fue mayúsculo.

—¿Odiaban a Einstein sólo por ser judío, o por la teoría de la relatividad en sí misma? —me preguntó Bacon.

—Al principio creo que su judaísmo era lo menos importante, teniente —dije—. Lo peligroso eran sus posiciones políticas. A diferencia de la mayor parte de la comunidad científica alemana, que había apoyado al Kaiser y a sus generales durante la Gran Guerra, Einstein había adoptado la nacionalidad suiza y había enarbolado la bandera de los pacifistas, algo que lo acercaba mucho a la figura del traidor. Luego, se convirtió en uno de los pocos defensores públicos de la República de Weimar, debido a su amistad con Walter Rathenau, también judío, quien fungía como ministro de Asuntos Exteriores… La figura pública de Einstein era demasiado incómoda. No sólo se dedicaba a revolucionar la vida científica, sino que estaba empeñado en apoyar el caótico régimen republicano que había aceptado la derrota alemana. Para muchos, eso lo hacía doblemente detestable… —Bacon se arrellanó en el asiento—. El odio contra él creció con la misma velocidad que su fama mundial… Pronto se convirtió en un símbolo del internacionalismo que tanto molestaba a los nacionalistas alemanes. En esos momentos, todos creíamos que la política no debía mezclarse con la ciencia. Uno no debía mancharse las manos con la realidad.

—Como Einstein…

—Sus detractores trataban de probar, con argumentos racionales, que la relatividad era una farsa. En sus publicaciones, se esforzaban en parecer serios… No querían verse ridiculizados. Al principio, evitaban todo argumento antisemita. El medio científico alemán era muy rígido, no lo olvide. Fue entonces cuando los defensores de Einstein comenzaron a decir que los ataques contra él se debían a su judaísmo. Ellos fueron los primeros en utilizar esta palabra y en convertir la discusión científica en un pleito racial…

—Ahora comprendo.
Ustedes
son los que han introducido la política en la ciencia, ustedes utilizan juicios que no son estrictamente científicos,
ustedes
son los que hacen declaraciones públicas. Einstein debió parecerles un monstruo.

—Socavaba todas las reglas de etiqueta empleadas por los físico alemanes desde hacía generaciones. El propio Planck estaba un poco escandalizado. Los genios siempre resultan molestos, pero Einstein empezaba a exagerar… En vez de reservarse sus opiniones, las repartía a diestro y siniestro como si fuese un miembro del Reichstag.

—En Princeton yo siempre pensé que él odiaba la política.

—Quizás así fuese en América, pero no aquí —dije—. En Alemania siempre estuvo interesado por ella y no dudaba en compartir sus opiniones con los periodistas.

—Sus retratos. Sus entrevistas en los periódicos. La primera plana del
New York Times
. El furor público por la relatividad… —Bacon sonreía con esta repentina intrusión de su pasado.

—Lenard no participó en las conferencias de Berlín —indiqué yo—. Pero aun así Einstein se encargó de nombrarlo en su respuesta. Esto lo indignó profundamente. Lenard empezó a atacar a Einstein porque él mismo se veía como víctima.

—¡Vaya víctima!

—Quizás no lo fuera, pero se comportaba como tal. El ambiente era propicio: el desorden sacudía a Alemania de un lado a otro. Revoluciones, asesinatos, saqueos. Todos queríamos un poco de paz y estabilidad, mientras que las posiciones de Einstein parecían representar la ruptura y el caos. Si no recuerdo mal, en 1921 fue asesinado Rathenau, el amigo de Einstein. Lenard se negó a ondear la bandera a media asta en su instituto de Heidelberg. Una turba enfurecida lo atacó y se burló de él. Eso lo volvió loco.

—Bueno, regresemos a Stark —dijo Bacon, y continuó leyendo:

"En 1921, uno de los alumnos más queridos de Stark, Ludwig Glaser, presentó su tesis para la
Habilitationschrift
sobre las propiedades ópticas de la porcelana. Glaser editaba su propia revista sobre aspectos técnicos de la física e incluso poseía su propio laboratorio. El año anterior, había sido uno de los participantes en las conferencias contra la relatividad de Berlín. El jurado consideró que el tema de estudio de Glaser no constituía un punto de vista novedoso sobre la física —algunos llegaron a burlarse de él llamándolo «doctor en porcelana»—, y descalificaron sus trabajos, pero en el fondo existía un manifiesto rencor contra él por parte de los defensores de Einstein. Este incidente ocasionó la renuncia de Stark a la Universidad de Würzburg, pues consideró que la descalificación de Glaser constituía una conspiración.

"Stark empleó el dinero de su Premio Nobel en montar diversas industrias y trató de ser nombrado director del Instituto Imperial Físico Técnico, pero nuevamente los defensores de la relatividad desestimaron su candidatura. Ahora Stark no sólo estaba furioso, sino amargado. De pronto, se vio lejos del mundo académico que siempre había ansiado dirigir. Para colmo, en 1922, Einstein recibió el Premio Nobel, lo cual lo convirtió en una celebridad mundial aún mayor.

"Ese mismo año, Stark publicó un libro en el que denunciaba el dogmatismo y el excesivo formalismo de la teoría de la relatividad y de la física cuántica, titulado
La crisis contemporánea de la física alemana
. Para él, la ciencia de Einstein no era más que una especulación matemática sin ningún contenido real. Afirmaba, además, que los defensores de Einstein actuaban en bloque, como si estuviesen sosteniendo un ideal político, en vez de permitir la discusión abierta de sus principios. De modo especial, Stark criticaba la forma en que la relatividad había sido difundida: la supuesta «revolución» de la física emprendida por Einstein, aclamada en medios no académicos y en conferencias en el extranjero, no era más que un acto de propaganda política.

"A partir de este momento, la batalla en torno a la relatividad comenzó a transformarse. Si al principio sus detractores habían tratado de mantenerse en el campo de la ciencia, mientras sus defensores se referían a temas políticos, ahora abundaban los ataques personales contra Einstein y los juicios antisemitas. En 1922, Lenard y Stark, quienes ya habían iniciado una relación cordial, se unieron para defender la llamada
Deutsche Physik
, cuyo objetivo era eliminar las vertientes «judías» de la ciencia alemana, esto es, su dogmatismo, su abstracción matemática y su falta de utilidad, en favor de una ciencia «aria» más preocupada por los resultados prácticos que por las divagaciones metafísicas. Pronto, al núcleo inicial de Lenard y Stark comenzaron a sumarse numerosos físicos ultraconservadores, antisemitas y nacionalistas que veían en los defensores de la relatividad a enemigos que los alejaban del centro de la vida académica.

"Desde 1923, tanto Lenard como Stark comenzaron a acercarse a Hitler. Durante el
putsch
de la Cervecería, Stark y Lenard fueron algunos de los primeros científicos en apoyarlo públicamente, y se mantuvieron en contacto con él durante los dos años de su encierro. Aunque Stark se afilió al Partido en 1930, en realidad comenzó a hacer trabajos en su favor desde la salida de Hitler de la prisión de Landsberg, en 1924. Gracias a esta actitud, más tarde obtendría la categoría de «Viejo Luchador» y, a partir del momento en el cual Hitler se convirtió en Canciller, Stark pudo comenzar a ejercer una abierta influencia en la política científica del Reich.

—La ira —le dije a Bacon—. ¿Se da cuenta de cómo la ira puede transformar a un científico normal, a un hombre de ciencia respetado, a un Premio Nobel, en un defensor de criminales? Ésta era la pregunta que me formuló el otro día, ¿no es así? La ira y la envidia. ¿En realidad importaba que la relatividad fuese verdadera o falsa? Lo dudo. Había una guerra de por medio y, como en toda guerra, los enemigos estaban dispuestos a hacer hasta lo imposible para derrotar a sus adversarios. Sangre, amenazas, traiciones. Stark y Lenard estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para vengarse de Einstein.

—¿Quiere decir que la verdad y la ciencia eran lo de menos?

—Digo que, en un ambiente revuelto, la verdad queda por detrás de muchas otras consideraciones —corregí—. Si uno fuera capaz de fiarse de las pruebas, el asunto sería más sencillo, ¿no le parece? Hubiese bastado con comprobar, científicamente, que Einstein tenía razón y que los demás estaban equivocados, o al revés. Pero no fue así. La ciencia había dejado de ser clara y nítida. Unos creían una cosa y los demás, otra. Punto. Unos ofrecían sus pruebas, y los otros las descalificaban diciendo que habían sido manipuladas o que no eran concluyentes. Todo era político, teniente. La física apenas tenía que ver.

—Entonces, si Hitler hubiese ganado la guerra, la relatividad no existiría…

—O hubiera sido reinventada por un hombre del régimen. Así es, por más doloroso que nos parezca. Una idea es válida sólo si se tiene poder para afirmar su veracidad. Si los demás lo creen, las pruebas experimentales no tardan en aparecer… La ciencia había empezado a ser lo suficientemente ambigua como para que cada uno la interpretase a su antojo. Quizás por eso, Einstein desconfiaba tanto de la teoría cuántica: si una medición no refleja una verdad completa, es como una media mentira… Y entonces nadie sabe qué puede suceder —añadí con dramatismo—. Sólo él tenía la agudeza necesaria para darse cuenta de que había sentado las bases de su propia derrota. Einstein odiaba el azar porque sabía que, en un mundo verdaderamente relativo, que no relativista, el poder podía llegar a demostrar que él estaba equivocado. Como un buen cínico de la Antigüedad, amante de las paradojas, pensaba que si todo es relativo, también lo es la relatividad misma…

Frank aún sentía el sabor agridulce de la saliva de Irene entre sus labios. Estaban despidiéndose, con esa sensación de ansiedad que provocan las insinuaciones que no se consuman, cuando ella decidió colocar su rostro frente al suyo, esperando que él hiciese el primer movimiento. Bacon dudó un instante —hacía demasiado tiempo que no sentía emoción frente a una mujer—, y por fin se decidió a besarla con la delicadeza con la que uno acaricia por primera vez a un mastín. Fue un contacto breve y seco, suficiente, por otra parte, para sentirse definitivamente ligado a Irene.

A partir de ese momento, su vida diaria comenzó a seguir un patrón armado con una minuciosidad matemática. Asistía a la oficina por las mañanas, revisaba archivos y documentos, elaboraba fichas e informes, se comunicaba de vez en cuando con sus superiores y vagabundeaba un rato por las antiguas imprentas que aún se mantenían en el edificio como huesos de animales prehistóricos. Luego salía a almorzar, siempre solo, y regresaba a eso de las tres de la tarde. A las cuatro llegaba yo, tomábamos té a las cinco y nos dedicábamos a charlar sobre Klingsor hasta las siete. Entonces nos despedíamos y Frank salía deprisa sólo para tener oportunidad de ver a Irene durante un par de horas.

Ella lo recibía con la acostumbrada taza de té; a veces salían a tomar una copa e invariablemente regresaban al pequeño salón de la joven y se tumbaban en un sillón y conversaban largamente. Un día sí y otro no, Johann se quedaba en casa de la madre de Irene.

—Háblame de ti —le dijo ella en esta ocasión.

—Me temo que no soy un objeto de estudio interesante.

—Te escondes demasiado.

—Sólo soy precavido. Pero, cuando finalmente alguien me interesa, soy transparente.

—¿Yo te intereso?

—De otro modo no te visitaría a diario, ¿no crees?

—¿De qué huyes? —insistió Irene.

—No huyo, busco. Soy un investigador. Antes perseguía resultados científicos y ahora persigo seres humanos, pero la actividad sigue siendo la misma —había cierta inevitable melancolía en su tono.

—No parece gustarte.

—Tampoco me quejo.

—¿Preferirías trabajar en un laboratorio?

—Realmente nunca estuve en uno —rió Bacon—. Sé que ésa es la imagen de los científicos, manipulando sustancias e introduciéndolas en retortas y matraces como alquimistas medievales. En cambio, donde yo trabajaba antes de alistarme no había más que pizarras y tiza. Ésos eran nuestros únicos instrumentos.

—¿Y qué hacían?

—Pensar —admitió Frank, sin orgullo—. O al menos intentarlo.

¿Quieres servirme otra taza, por favor?

—No puedo imaginarme en una situación así. Pensando todo el día, Dios mío. Creo que no podría resistirlo… Terminaría volviéndome loca.

—Yo tampoco lo resistí. Y tienes razón, al final uno termina loco. Por eso hay tantos científicos distraídos, herméticos y solitarios como Einstein. Aunque no todos sean así, por supuesto.

—¿Lo conociste?

—Lo vi un par de veces —mintió Bacon—. Era más pulcro en persona de lo que se cuenta.

—Una profesión que te obliga a pensar todo el tiempo —repitió Irene maquinalmente—. Para mí sería una tortura.

—Una tortura.

—¿Y en qué pensabas tú?

—En las partículas atómicas: electrones, neutrones, protones…

—No te daba tiempo para pensar en ti mismo.

—No comprendo.

—¿Sólo te entretenías con los átomos? ¿Y dónde quedabas tú?

—Dando vueltas alrededor de la física, como si yo también fuese un electrón. Atraído y rechazado por la energía de las mujeres —rió—. Mi madre, mi novia y mi amante. ¿Te sorprende?

—Nunca pensé que fueses tan chauvinista.

—No lo soy. Me limito a referir un fenómeno. Las mujeres son como las estrellas: brillan y te deslumbran, pero en el fondo, te atraen con esa fuerza superior a la gravedad que se llama enamoramiento. Los hombres, en cambio, son como pequeños asteroides: giran en torno a las estrellas, les rinden pleitesía, se someten a sus designios, pero todos sabemos que, si el campo gravitatorio de las mujeres no fuese tan poderoso, ellos escaparían a la menor oportunidad. ¿Y sabes para qué? Sólo para caer en la órbita de otra estrella…

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