Natalia asintió, dolorida.
—¿Y qué piensas hacer? —insistí.
—Sólo hay una cosa que hacer, Gustav —me respondió—. Debo permanecer con mi familia.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Regresa con la tuya —me sugirió—. Marianne te necesita más que yo.
—Natalia, no puedes hablar en serio…
—No he hablado más en serio en mi vida, Gustav —murmuró—. Te quiero, tú lo sabes, pero por una vez debemos hacer lo correcto. Vete, por favor.
—¿Para siempre, quieres decir?
—Sí, Gustav. Para siempre.
16
Salí de casa de Heinrich furioso o, peor aún, devastado. No podía pensar en nada, el mundo —mi mundo— se había derrumbado de repente, sin que yo pudiese evitarlo. Ni siquiera puedo recordar qué hice durante las largas horas que siguieron a ese momento. Cuando finalmente escuché por la radio el mensaje que informaba del fallido golpe de Estado y de la buena salud del Führer, ni siquiera me sentí sorprendido: aquel día estaba predestinado a pasar a la historia como un gigantesco fracaso. Una estúpida ilusión. Una oportunidad perdida. Un engaño.
A partir de ese momento, arrepentidos o impenitentes, seríamos unos traidores. Yo lo era desde hacía mucho tiempo.
—¡Dios mío! —se lamentó Marianne—. ¿Y ahora qué va a ser de nosotros?
Al enterarme del espantoso final de la revuelta, de las muertes de Stauffenberg, Olbricht, Beck y otros de nuestros compañeros aquella misma noche, y de la persecución que Himmler se disponía a poner en marcha, no había tenido más remedio que contárselo a ella. Por una vez creí que tenía derecho a saber lo que ocurría.
—¿Por qué no me lo dijiste antes, Gustav? —su tono era maternal—. Ahora comprendo por qué has estado tan distante estos días. Lo hubiese comprendido, mi amor. Sabes que estoy de tu lado.
—¿Y para qué? —le respondí, grosero—. ¡Ahora te lo he dicho y lo único que puedes hacer por nosotros es rezar!
—¿Y Heinrich? —me preguntó después de unos minutos.
—No lo sé, habrá que esperar noticias.
—¿Puedo llamar a Natalia? —Había estado esperando que ella lo dijera.
—Sí —repuse—. Dile que, si necesita algo, cuenta con nosotros. Y que nos mantenga al tanto.
Luego yo también me puse a rezar.
17
El resto ya lo he repetido una y otra vez. A principios de agosto tanto el general Stülpnagel como varios miembros de su equipo —Heinrich entre ellos— fueron arrestados y, como cientos de conspiradores más, sometidos a espantosas torturas para que ampliasen la ya larga lista de culpables.
Aunque los demás sufríamos y nos mirábamos al borde de la locura, temiendo por él y por nosotros, durante unos pocos días podríamos haber gozado de una breve tregua, de una nueva y última posibilidad de recobrar lo perdido. Otra vez volvíamos a estar solos los tres, Marianne, Natalia y yo mismo. Sin embargo, durante aquellos días de dolor apenas nos vimos. Marianne y yo deambulábamos por nuestro hogar como si fuésemos extraños o, peor, fantasmas, cuerpos que ni siquiera se reconocen, que son más bien ausencia. Natalia, mientras tanto, se había encerrado en su casa. Cada uno rumiaba su propia desesperanza. Y comprobaba, horrorizado, que en la hora extrema no hay nadie en el mundo capaz de librarnos de nuestra aflicción.
18
Sólo dos semanas después del intento de golpe, el
Reichsführer-SS
Heinrich Himmler, a quien Hitler encargó directamente la persecución y el juicio de los conspiradores, se reunió con los
Gauleitieren
del Reich en la ciudad de Posen.
Aquellos hombres, las piezas clave de la administración nazi en Alemania, habían sido invitados con el único objetivo de que Himmler les informase detalladamente sobre la conspiración y las condenas aplicadas a los traidores. Su exposición tenía el doble objetivo de mostrar la providencial salvación del Führer y, además, el de amenazar a aquella gente en caso de que en algún momento tuviese la intención de oponerse a las políticas dictadas por Hitler y sus ministros. En cierto momento, Himmler se dirigió a ellos con estas palabras:
—Este crimen espantoso debe ser juzgado tal como lo hacían los antiguos pueblos germánicos —les dijo—. Su naturaleza es tan repugnante que deben ser tratados con el mismo rigor que las antiguas tribus teutónicas trataban a los traidores. Es la única forma de purificar a nuestro pueblo y de hallar un justo castigo para esas bestias. Por este motivo —prosiguió con su habitual frialdad—, introduciremos en este caso la responsabilidad absoluta no sólo de cada individuo, sino de su clan, de acuerdo con las prácticas de nuestros ancestros. Basta leer las antiguas sagas teutónicas para darse cuenta de que, cuando ellos declaraban que una familia había cometido una falta o se hallaba fuera de la ley, o cuando había sangre contaminada en algún miembro de una familia, todos debían ser condenados… Razonaban de este modo —y Himmler importaba la voz como un caballero medieval—:
Este hombre ha cometido un acto de traición; su sangre es mala; hay sangre de traidores en él; esta sangre debe ser extirpada
… Y para lograr esta purificación, la sangre de todo el clan debía ser extirpada hasta del último de sus miembros. Y así también la sangre de la familia del conde Stauffenberg y de los demás conspiradores deberá ser extirpada hasta del último de sus miembros…
Tras la ejecución de Stauffenberg y el proceso a su hermano Berthold, las autoridades nazis cumplieron las amenazas de Himmler y arrestaron al resto de la familia: un tercer hermano, despachado a Atenas, que no había estado al tanto de la conspiración; las esposas y los hijos de los tres hermanos, incluyendo a un niño de tres años; e incluso uno de sus ancianos tíos, de ochenta y cinco años de edad. Después de incautar los bienes de toda la familia, la condesa Stauffenberg y su madre fueron enviadas al campo de Ravensbrück, mientras que los niños fueron internados en un orfanato y rebautizados con el apellido Meister. Atrocidades similares fueron cometidas con las familias de Tresckow, Oster, Trott, Goerdeler, Schwerin, Kleist, Haeften, Popitz y otros muchos.
¿Cómo iba a ser alguien capaz de imaginar un castigo semejante? ¿Una venganza que llegase a tales extremos?
19
Vi a Natalia por última vez poco después del arresto de Heinrich. Ella había evitado mis llamadas, me había anunciado su deseo de no verme y le había indicado a la sirvienta que no me dejase entrar en su casa. Eludió todas mis súplicas y yo, consciente de su dolor, en un primer momento decidí respetar su duelo. Confiaba en que más tarde su carácter débil terminaría por devolverla a mis brazos y al consuelo que sólo yo podía ofrecerle.
Esa tarde ya no pude soportarlo más. Me acerqué a su casa y, sin esperar a que se negase a admitirme, forcé la puerta. Natalia bajó al escuchar el ruido, amortajada con una bata de noche color trigo. Miré su figura impávida y callada en lo alto de la escalera, similar a una vieja estatua a punto de caer hecha pedazos. Su dulce mirada había desaparecido: en sus ojos no había más que un oscuro vacío que no me sentí capaz de llenar. En ese mismo instante supe que la había perdido.
—Vete de aquí, Gustav, por favor —su voz era apenas un aliento.
—Comprendo lo que sientes —le dije.
—El dolor —me respondió con un tono lánguido que no admitía contradicciones— es lo único que me queda, lo único que me han dejado. No quiero que nadie me lo arrebate. Y tú menos que nadie. No quiero verte más, Gustav. Márchate.
—Te amo, Natalia —le grité, aunque supe que ya no le hablaba a ella, sino a su sombra—. Perdóname, por favor.
El 17 de agosto, un grupo de la Gestapo entró por la fuerza en casa de Heinrich —tal como lo había hecho yo poco antes— y detuvo, sin misericordia alguna, a Natalia. Como su marido, al que defendió hasta el final, fue ejecutada unas semanas después.
Marianne no pudo resistir la destrucción de su mundo. De un modo u otro, todos la habíamos abandonado. Al final de la guerra me enteré de que ella misma había acabado con su dolor. Sólo yo sobreviví. Sólo yo.
Leipzig, 9 de noviembre de 1989
Hoy por la mañana ha venido Ulrich para darme buenas noticias. Me ha dicho que mi caso está siendo revisado —otra vez— y que, si todo sale bien, quizás pronto puedan concederme el alta, es decir, la libertad. La libertad después de cuatro décadas de encierro. Cuarenta y dos años rodeado por los gritos interminables de los pervertidos, los maniáticos y los psicópatas que me han servido de compañía desde entonces. La libertad, al fin. ¿De verdad me será concedido contemplar el final de un siglo que ha terminado exactamente igual a como empezó? ¿La culminación de estos años de pruebas infructuosas, de este vasto simulacro en el que hemos crecido, de esta larga serie de tentativas abortadas? ¿La muerte de este inmenso error que hemos conocido como siglo XX?
Cualquier hombre de ciencia —y yo, a pesar de todo, sigo siéndolo— sabe que ninguna teoría es completamente cierta, que ninguna ley es absoluta, que ninguna norma es inmune al vaivén de los siglos. Si Newton no escapó a las críticas, a las revisiones y a las burlas; si las teorías de Einstein y compañía no tardarán en engrosar la lista de brillantes errores, de asombrosos equívocos y de hermosas y falsas metáforas; si la ciencia no es más que un conjunto de inciertas proposiciones que es necesario corregir a cada instante, ¿cómo no habría de ser yo, y mi época, algo más que un hato de equívocos y malentendidos de incierta memoria? Yo he sido alternativamente un héroe, un criminal, de nuevo un héroe y de nuevo un criminal —incluso un loco—: demasiadas transformaciones en el anónimo espacio de una vida. Si esto ha podido ocurrirme a mí, estoy capacitado para vaticinar que lo mismo habrá de suceder con todos los grandes héroes y los grandes villanos, las grandes ideas y las grandes mentiras de nuestra era.
Ahora que todos entonan el himno por el final de los tiempos, por la purificación de la humanidad y por el cese definitivo del horror —hace más de cuarenta años se suicidó Hitler y hace apenas unos días la Unión Soviética ha comenzado a hacer lo mismo—, no me queda sino creer que esta alegría no ha de durar mucho tiempo. Es demasiado sospechoso que de pronto el mundo esté de acuerdo, reservando para los criminales del pasado todas las culpas presentes. Siento parecer aguafiestas, pero lo único que puedo hacer ahora, lo único que pude hacer entonces es conservar el consuelo de que no hay nada definitivo, de que mi papel en la historia nunca quedará definitivamente fijado, de que siempre existirá una posibilidad —antes se le llamaba esperanza— de que todo, absolutamente todo, no haya sido más que un error de cálculo. Y, entonces, la historia empezará de nuevo.
—Le he contado toda la verdad… —le digo a Ulrích con una calma que no he sentido desde hace mucho tiempo.
—La verdad, la verdad —sonríe—. A veces pienso que ni siquiera usted cree sus propias palabras…
Comienza a ocurrir lo de siempre: el dócil y amable Ulrich se está convirtiendo en un médico oscuro e insensible, al que no le importa mi sufrimiento ni mi historia. Al principio creí que sería diferente, que se apiadaría de mi dolor, pero creo que me ha engañado. Su amabilidad sólo es una estrategia para arrinconarme, para contradecirme.
—Profesor —me dice con calma—, algo no concuerda. Comprendo su sufrimiento, pero tengo la impresión de que hay algo que no me ha contado… Nada explica el que usted haya tenido que permanecer tantos años en este lugar…
—¿Es usted adivino? —le pregunto con sarcasmo—. En efecto, falta una parte de la historia. El último eslabón de las traiciones. La peor traición de todas. ¿Quiere oírla?
—Desde luego, profesor.
—Al final de la guerra, yo lo había perdido todo. Todo lo que quería y todo lo que realmente me había importado —le explico—. Mi patria. Las matemáticas. Mi hogar. Y, sobre todo, a Heinrich, a Marianne y a Natalia… Entonces apareció alguien. Alguien que volvió a confiar en mí. Alguien capaz de sustituir, al me os por unos instantes, a aquellos que había amado y que ahora esta n muertos. Un nuevo amigo, ¿me comprende? Era físico y también miembro de las fuerzas norteamericanas que liberaron a Alemania del yugo nazi. Y, por una de esas extrañas coincidencias del destino, me necesitaba para que yo lo condujese hacia Klingsor. Su nombre era Bacon. Teniente Francis P. Bacon.
1
Bacon se sentía como una marioneta. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Irene trató de ofrecerle una disculpa, una postrera muestra de confianza, pero en el fondo él no era tan imbécil: ella había esperado hasta el último momento para confesar su traición, una vez que había sido descubierta y que no le quedaba más remedio que acogerse a su misericordia.
«¿Cómo has sido capaz?», le había dicho él, queriendo mostrarle toda su indignación y, al mismo tiempo, la fuerza de su cariño. No la incriminó desde el principio, no amenazó con denunciarla: se limitó a repetir esas palabras cargadas de ironía y de autocompasión.
Para paliar su supuesta vergüenza, ella recurrió al llanto. Las lágrimas siempre resultan útiles: transparentes, húmedas y frías, fáciles de manejar. Una buena dosis siempre termina por convencer a un amante indómito. «Lo siento, no tenía alternativa…» ¿Qué no la tenía? ¿No podía habérselo dicho desde el inicio? ¿No podía haber confiado en él, si en verdad lo amaba?
«¿Quién te paga por la información?», continuó Bacon, conservando un poco de dignidad. «¿Para quién trabajas? ¿Para los rusos?». Era obvio: lo mejor que podía hacer Irene era callar y asentir, y así lo hizo. Las palabras siempre terminan destruyendo la mente de uno, regresan a la memoria como avispas, en cambio las pausas y los silencios se olvidan con facilidad.
«¿Por qué?». Bacon, joven al fin, quería saber. Conocer sus motivos. En el fondo, quería encontrarle una justificación a los actos de su amada. Quizás la amenazaban, quizás estaba en peligro, quizás… Ella sabía qué responder: «Oh, lo siento tanto». Las tonterías sentimentales de siempre. Pero, Dios mío, Frank comenzaba a creerle.
Quería
creer en ellas.
Y entonces, una táctica que, no por haber sido empleada en tantas ocasiones, dejaba de resultar eficaz: «Debía hacer que te enamorases de mí. Pero de pronto todo cambió. Todo empezó a salir mal, Frank… Comenzaste a importarme pero yo ya no tenía otro remedio que seguir colaborando con ellos… Quieren a Klingsor a cualquier precio…». Una jugada genial, digna del mejor actor. «Quizás lo nuestro comenzó así, pero no contaba con que yo terminaría enamorándome de ti… ¡Lo juro! Todos los días me torturaba, quería confesártelo, pero me daba demasiado miedo… Debí hacerlo hace mucho, antes de que tú lo descubrieses… Te amo».