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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (62 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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El teniente la escuchó con el corazón encogido. ¿Es que ella tenía el descaro de utilizar una estrategia tan burda? ¿Podía subestimar tanto su inteligencia? ¿Ésa era su forma de seducirlo? Dios mío, si yo hubiese estado ahí para hacerle ver al teniente la zafiedad de aquella confesión… Por desgracia —lo sé muy bien—, el amor es una maldición que no sólo nubla el entendimiento, sino que destruye el alma. En el fondo, lo único que deseaba Bacon era estrecharla de nuevo contra su cuerpo, llenarla de besos y hacerle el amor como nunca antes, como nunca después… No obstante, era un oficial de inteligencia y sabía que era justamente lo que no debía hacer. ¿Pero hasta dónde llegaría su disciplina y hasta dónde sus sentimientos? ¿Hasta dónde su inteligencia y hasta dónde su pasión?

Frank se marchó y la dejó sola, aparentemente desconsolada, y se dispuso a recorrer las calles de Gotinga en busca de una explicación, de una respuesta, de un armisticio. La amaba. La amaba por encima de todo. Más que a sí mismo. Más que a Dios y más que a su patria. Más que a su honor. Y más que a la verdad.

2

—¡Frank, has vuelto!

Por primera vez en mucho tiempo, el semblante de Irene reflejaba una felicidad auténtica; yo no puedo afirmar que se debiese a sus maravillosos y entrañables sentimientos hacia el teniente Bacon, o por la vaga idea de que él podría perdonarla, pero sí estoy seguro de que al verlo, ella se dio cuenta de que tenía una última oportunidad para convencerlo y no sólo salvar su amor, sino su carrera y acaso su vida.

—Has vuelto porque confías en mí, ¿verdad?

—Aún no sé por qué razón he venido, Irene —las palabras de Frank trataban de ser duras, pero el solo hecho de que estuviese allí bastaba para mostrar su debilidad.

Irene trató de abrazarlo, pero Bacon se hizo a un lado prudentemente; todavía no había llegado el momento de recuperar el entusiasmo: Irene debía tener paciencia y esperar un poco más. Estaba a punto de ganar la partida, no debía desesperar y arriesgarlo todo por un desaire sin importancia.

—Frank, yo te quiero —Irene seguía paso a paso un guión aprendido de memoria. Quizás los soviéticos incluso tengan un manual para seducir agentes extranjeros.

—Lo sé —mintió.

Si no había sido una capitulación, al menos podía haberse confundido con una.

—¿Qué puedo hacer para que me creas? —otra jugada de ajedrez: un muy apropiado gambito de dama. Sacrificar un peón al principio de la partida para obtener una mejor posición en el centro del tablero.

—Quiero la verdad, Irene —¿y qué otra cosa?—.
Toda la verdad
. De otro modo no podré volver a confiar en ti.

La verdad. Otra vez. ¿Por qué estaremos tan obsesionados con ella, con pedirla, exigirla o suplicarla, cuando en el fondo lo único que queremos es confirmar nuestros propios puntos de vista?

—Te diré todo lo que quieras —Irene no podía haberlo dicho mejor:
lo que quieras
: lo que te complazca, lo que te seduzca, no lo que sé o lo que pienso. No la verdad.

—Te escucho —culminó Bacon su falsa amenaza.

—En el fondo no somos muy diferentes, Frank —comenzó Irene—. Los dos hemos luchado por lo mismo. Los nazis eran nuestros enemigos comunes, no debes olvidarlo. Durante años ellos se dedicaron a destruir cuanto yo amaba… Cuando Hitler se convirtió en Canciller, mi padre, que era miembro del Partido Comunista Alemán, fue detenido. Murió en la cárcel antes de que se iniciara la guerra. Mi familia lo perdió todo, Frank… Tenía que oponerme a ellos, como tú…

—¿Y qué hiciste? —el interés que mostraba Bacon era una prueba más de que había caído en la trampa.

—Yo tenía quince años cuando me presenté en la casa de un amigo de mi padre que había logrado mantenerse en la clandestinidad —prosiguió Irene su heroico relato—. Le dije que quería unirme al Partido… Aquel hombre se me quedó mirando, sorprendido por la ira de una muchacha de esa edad, larga y flaca, que en su opinión estaría mejor jugando a las muñecas. «¿Estás segura?», me dijo. «Sí, camarada», le respondí con decisión. Lo pensó unos minutos y por fin me entregó una dirección anotada en una hoja de papel: «Muy bien», me dijo, «ve a ver a este hombre, él te dirá qué hacer».

—Y tú fuiste…

—¡Claro que fui! —exclamó Irene—. Era en uno de los peores barrios de Berlín. Me recibió un hombre pelirrojo y desdentado. Le entregué la hoja con la dirección y esperé. «¿Qué quieres de nosotros, niña?», me preguntó sin mucho entusiasmo. «Quiero afiliarme al Partido», le respondí. El hombre rió con ganas, mostrándome aquella dentadura rota y percudida. «Veo que estás decidida, jovencita. ¿Cómo te llamas?» «Inge», le dije (ése es mi verdadero nombre, Frank: Inge Schwartz). «Pues a partir de ahora te llamarás Irene Hofstadter», me indicó, «y no te afiliarás al Partido, sino que trabajarás para nosotros sin que nadie más esté al tanto de ello, ¿me has comprendido? De este modo nos serás mucho más útil».

—¿Así que ahora debo llamarte Inge? —masculló Bacon.

—Como prefieras…

—Y, desde luego, no tienes un hijo llamado Johann.

—No.

—Entonces te convertiste en espía…

—Al principio, simplemente hacía trabajos de mensajera —prosiguió Irene—. Él me pedía que entregase paquetes a ciertas personas, y a eso se limitaba todo mi trabajo. Me sentía un poco decepcionada, pero yo estaba convencida de que aun con esa pequeña labor ayudaba a la causa. A los dieciséis tuve mi primera misión de verdad. Yo había dejado de parecer una niña. Karl, el pelirrojo del que te he hablado, me dijo entonces que, si yo quería, podría realizar tareas más importantes. Le respondí que estaba dispuesta a seguir sus órdenes. «Te has convertido en una joven muy bella», me dijo, «quizás podríamos transformar esa belleza en un arma».

Durante sus años en la OSS, Bacon había oído hablar de las bellas mujeres que trabajaban para los soviéticos, pero jamás pensó que conocería a una.

—Seducías a los hombres que ellos te indicaban para sacarles información.

—Sólo era una forma de contribuir a nuestra lucha. Una misión como cualquier otra, Frank. Como la tuya… —añadió Irene o Inge para zaherirlo.

—No es lo mismo…

—¿Y por qué no? —lo contradijo ella—. Tú también has utilizado tus conocimientos científicos para servir a tu país… No es distinto, Frank —éste no tuvo más remedio que callar y seguir escuchando—. Yo luchaba por mis ideales del mejor modo que podía, no puedes juzgarme por ello… Teníamos que vencer a Hitler a cualquier precio.

—¿Cuántas veces lo hiciste?

—¿Qué?

—Acostarte con hombres para luchar por tus ideales…

—¿Y eso qué importa? —Inge o Irene había logrado el control de la situación—. ¿Qué quieres oír, Frank? Decenas, decenas de veces… —Lo único que importaba era cumplir tu trabajo, ¿no?

—Así fue. Me convertí, y lo digo sin orgullo, Frank, en una de las mejores.

—Supongo que debo sentirme halagado —ironizó Bacon.

—Para los rusos eres un asunto prioritario —repuso Inge sin contemplaciones—. Por eso me enviaron a mí, Frank. Pero ahora ya no estoy dispuesta a seguir trabajando para ellos. Por primera vez en mi vida estoy verdaderamente enamorada…

—¿De mí? —rió Bacon—. ¿Y por qué yo iba a ser diferente de los otros? ¿Por qué razón debería creerte?

—Porque te amo, ¿es que no lo entiendes? —insistió Inge—. Lo dejaría todo por ti. Absolutamente todo. Lo único que me importa es estar a tu lado… Iremos a donde tú decidas, Frank. ¿Qué tengo que hacer para demostrártelo?

—¿Me estás diciendo que pretendes traicionar a los rusos? —Sí.

Bacon se quedó en silencio unos momentos. En el fondo él poseía una certeza atroz: aunque ella le estuviese mintiendo descaradamente, él no podría dejar de amarla.

—¿Vendrías conmigo a Estados Unidos? ¿Colaborarías para mi gobierno?

—Haré lo que me pidas —Inge no dudó un segundo. Estaba decidida a vencer.

—De acuerdo —musitó Bacon.

Una amplia sonrisa se dibujó en los labios de Inge. ¡Lo había conseguido! Bacon dejó que ella lo besara con furia y agradecimiento.

—Te lo repito, Frank: haré lo que me indiques.

—Yo también dejaré esto —se aventuró Bacon—. Volveré a mi trabajo como físico… A mis números y a mis teorías…

—Será estupendo —Inge comenzaba a sobreactuar.

—Haré los preparativos necesarios —parpadeó el teniente—. Debemos dejar Alemania cuanto antes…

Por desgracia, aún faltaba un punto más. Un detalle insignificante. Un último servicio que ella todavía debía cumplir.

—Frank —le dijo con suavidad, acariciándole el rostro, casi postrada ante su amante, ante su víctima—, temo que no es tan fácil. No puedo marcharme así como así. Los rusos lo impedirían… Lo sé. Para engañarlos, tenemos que fingir hasta el final.

—¿Qué quieres decir?

—Tengo que cumplir con la misión que me han encomendado, de otro modo no me quitarán la vista de encima. Preferirían matarme…

—¿Y qué diablos buscan? —exclamó Bacon, indignado.

—Lo mismo que tú —era obvio—. Quieren a Klingsor. —¡Pero si ni siquiera nosotros sabemos quién es Klingsor!

—Sí que lo sabemos, Frank…

—¿De qué hablas?

—De Links.

3

Desde hacía varios minutos Bacon se había imaginado, dolorosamente, esta posibilidad, pero aun así se sorprendió al escucharla de viva voz.

—¿Gustav? No tenemos ninguna prueba…, Inge. Quizás él haya enrevesado las investigaciones, pero ello no lo convierte en criminal.

—Si me atrevo a decírtelo es porque es cierto, Frank —añadió con dramatismo—. Tú me has pedido que te diga la verdad, y lo estoy haciendo. Todas nuestras investigaciones apuntan hacia él.

—Entiendo que no te simpatice, pero de ahí a creer…

—Desde el principio ha querido incriminar a Heisenberg —Inge no soltaba prenda—. Te hizo seguir una larga investigación, cuidadosamente diseñada por él, para que llegases a esta conclusión absurda. Los dos somos conscientes de que Heisenberg colaboró de cerca con los nazis, pero nunca fue uno de ellos. Era egoísta y fatuo, quizás desleal, pero no un monstruo. Links, sí.

—Pruebas, pruebas, pruebas —se irritó Bacon—. Sin pruebas tus sospechas no valen nada, Inge. Quiero una prueba.

—Te contaré cuanto sé, luego tú decidirás —Inge hablaba precipitadamente, para hacer evidente un nerviosismo que no sentía—. ¿Qué sabes de Links fuera de lo que él mismo te ha contado? Lo único que parece salvarlo, y que él utiliza como un escudo permanente, es haber formado parte de la conspiración del 20 de julio. Sin embargo, hay que tomar este punto con precaución. Links dice que, cuando ésta fue descubierta y aplastada, fue detenido por culpa de Heinrich von Lütz, su mejor amigo, uno de los cabecillas del golpe. ¿Y sabes por qué? Porque supuestamente Lütz descubrió que su esposa, de nombre Natalia, mantenía una relación adúltera con él… Parece más probable que haya sido al revés: Links denunció a Lütz para librarse de su rival…

—De acuerdo, Inge, tus palabras prueban que Links ha mentido. Prueban, incluso, algo peor: que traicionó a su mejor amigo, y no sólo una, sino dos veces, primero al acostarse con su mujer y luego al denunciarlo… No imagino mayor vileza y, si esto se confirma, Links debe pagar por ella —Bacon hacía lo posible por mostrarse razonable—, pero su aberrante conducta entra, más bien, en el terreno de los crímenes pasionales. Nada demuestra que sea Klingsor.

—Muy bien, ahora escucha esto —prosiguió ella—. Tras ser detenido, Links debió ser juzgado y ejecutado como Heinrich y el resto de sus compañeros. Por alguna razón, no fue así. Él afirma que salvó su vida gracias a un inesperado golpe de suerte: justo en el momento en que su caso iba a ser decidido en la Corte Popular, un bombardeo aliado sobre Berlín dañó la Sala de Justicia y el juez Roland Freisler murió de inmediato como consecuencia de un golpe en la cabeza producido por un desprendimiento del techo. Este hecho es cierto: es decir, en efecto Freisler falleció y la sentencia para los acusados que iban a ser condenados se aplazó indefinidamente. Sin embargo, de acuerdo con los sumarios del proceso, ese día sólo fueron juzgados cuatro reos, y ninguno de ellos era él… A partir de ese momento, Links dice haber sido trasladado de una prisión a otra, hasta ser liberado por una unidad norteamericana, pero tampoco existe constancia de que haya sido así. Al final de la guerra apareció en Gotinga sin que nadie supiese exactamente de dónde venía. Más tarde fue desnazificado por los ingleses, pero los soviéticos nunca dejaron de albergar sospechas en su contra. ¿Te das cuenta? Lo más probable es que nunca fuese invitado a participar en la conjura: se enteró de la participación de Lütz gracias a Natalia, y aprovechó la oportunidad para deshacerse de su competidor…

—Hay algo que no concuerda —razonó Bacon con presteza—. Links me contó que Natalia, la mujer de Heinrich, también fue detenida y ejecutada. Si Links era Klingsor, ¿cómo no impidió la muerte de su amante?

—Supongo que, a pesar de todo, Links jamás imaginó que la venganza de Hitler llegase a esos extremos… Al denunciar a Heinrich se jugó su carta más fuerte, y perdió… Quizás por eso Marianne, la esposa de Links, haya terminado por suicidarse en Berlín…

—De acuerdo, Inge: tu historia es coherente, pero ello no quiere decir que sea cierta —Bacon trataba de defenderme hasta el final—. Se trata de una interpretación de los hechos, pero puede haber otras… Imagina por un segundo que Links haya podido salvarse sólo por haber denunciado a su amigo. Ello explicaría todo lo anterior sin necesidad de afirmar que sea Klingsor…

Pero Inge no iba a soltarme. No cuando estaba tan cerca de la victoria.

—A pesar del aparente desinterés que Hitler mostró hacia la investigación atómica —cambió de enfoque—, en realidad necesitaba tener un hombre en el proyecto que le comunicase directamente los avances. Hacia el final de la guerra, la relevancia de estos informes era todavía mayor. Recuerda que en 1945 la bomba era la última esperanza de Hitler para obtener la victoria… ¿Quién mejor que Links para cumplir esta tarea? Trabajaba con Heisenberg, estaba al tanto de todos los avances… —Inge apenas podía contener su animosidad—. A partir de la detención de Heinrich y Natalia, su rastro se pierde hasta el final de la guerra y luego reaparece, sano y salvo, en Gotinga. Sólo alguien como Klingsor, con el poder suficiente para mover los hilos de la administración nazi, y a la vez con la capacidad de esconderse detrás de una fachada respetable, pudo haberlo logrado… Todo encaja, Frank, admítelo… Los rusos creen que Links es Klingsor. Si yo no se lo entrego terminaré pagándolo. ¿Por qué no dejas que ellos lo decidan? Ésta es la única posibilidad que yo tengo de salvarme.

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