—¿Y ahí quedó todo?
—Evidentemente, no. También existió una tradición arquitectónica importante. Se erigieron monumentos megalíticos gigantes en todo el mundo que fueron creados por culturas muy diversas, en diferentes épocas, después de que recibieran ese legado primitivo. Yo sí creo que existió un plan deliberado y planetario que persiguió la preservación del conocimiento de una civilización perdida. Y creo, además, que ese plan funcionó a la perfección.
La seguridad de Hancock me abrumó. Lo que él proponía era, a fin de cuentas, la creación de una especie de «arqueología davinciana» donde, como hiciera el genial Leonardo en el Renacimiento, los investigadores de nuestro pasado no sólo se limitaran a remover escombros en busca de vestigios de un pueblo perdido, sino que abrieran con las piquetas del intelecto los misterios ocultos en los mitos de nuestros antepasados.
Algo así hizo Marcel Griaule al sumergirse en el misterio de la cosmogonía de los dogones que abría este libro. Y una línea de investigación similar —la más reciente que haya llegado hasta mi mesa de trabajo— es la que proponían Florence y Kenneth Wood en su obra
La Ilíada secreta de Homero.
[150]
Cuando me encontré con Hancock en Tenerife estaba enfrascado precisamente en su lectura. Lo que los Wood narraban en ese texto era la aventura personal de Edna Johnston Leigh, un ama de casa de Kansas que se interesó por la astronomía en los años treinta a raíz de que el hijo de un granjero de su estado, Clyde Tombaugh, se hiciera mundialmente famoso por su descubrimiento de Plutón.
Edna no era sólo una incondicional de la ciencia astronómica, sino también una devoradora compulsiva de textos clásicos griegos. Visitó Atenas y Delfos en 1946, y descubrió que en este último lugar podían disfrutarse de los mismos cielos negros, cuajados de estrellas, que en su Kansas natal. Comenzó entonces a tomar notas de posiciones estelares y de las leyendas helénicas relativas a ellas, y llegó a la conclusión de que buena parte de los textos de Homero, concretamente la
Ilíada
y la
Odisea
, en realidad tenían una segunda lectura mucho más relacionada con la astronomía que con los enfrentamientos entre los pueblos de la antigua Grecia que relata.
Para Edna, la
Ilíada
era un cuento pensado para narrar el movimiento de las estrellas. De hecho, asegura que «cuando Homero se refiere a los mares como si fueran vino oscuro, en realidad quería que miráramos a los cielos, no a los océanos».
Según dejó explicado en las notas que su hija Florence rescató tras su muerte, el libro segundo de la
Ilíada
, en el que el poeta enuncia los cuarenta y cinco regimientos de griegos y troyanos, forma la base del catálogo estelar que empleará Homero en adelante. «Cada uno de los veintiséis escuadrones griegos y dieciséis troyanos que lucharon en Troya —escribe Florence, su hija— se identifica con una constelación, y los comandantes de esas unidades se identifican con las estrellas más brillantes de sus respectivas constelaciones.»
[151]
Según Edna Johnston, tras conocer la clave de lectura adecuada de la
Ilíada
, es posible acceder a todo un tesoro de conocimiento. Los dioses se revelan como metáforas de planetas
[152]
, héroes como Aquiles o Héctor se deben leer como alusiones a Sirio y Orión respectivamente, mientras que las acciones de la trama homérica como la caída de Troya —donde la ciudad es entendida como la Osa Mayor— deben ser comprendidas como el movimiento de descenso de la Osa Mayor tras el horizonte griego entre el 8000 y el 1800 a.C. y el cambio de la estrella Thuban de la constelación del Dragón como estrella polar, por Kochab.
A grandes rasgos, esta lectura astronómica de la
Ilíada
nos está remitiendo a acontecimientos estelares que precedieron en milenios al surgimiento de la cultura helénica. Y lo hace de forma similar al modo en que las grandes pirámides de Giza se elevaron para reflejar una posición estelar en torno al 10500 a.C.
La intuición de Hancock al respecto podría ser acertada, aunque, en cualquier caso, él no ha sido el primero en enunciar algo semejante. En un sugerente ensayo escrito a comienzos del siglo XX, el medievalista lituano Jurgis Baltrusaitis sugería que en la más remota antigüedad debió forzosamente de existir una «religión primordial» de carácter astronómico. Y apuntaba muy certeramente cuál pudo ser el canal de distribución de esa sabiduría.
El origen de todos los dioses, de todos los cultos, se remonta a la religión primordial de los astros, que floreció en todo Oriente y, en primer lugar, en Egipto. Este método se aplicó primero a los grandes poemas con cuyas reliquias se ha formado el cuerpo de la mitología egipcia y griega… Poemas solares y lunares que narran los recorridos o viajes de Baco, de Osiris y de Isis, cuyos protagonistas son el Sol y la Luna y cuyo escenario es el cielo.
[153]
Contrariamente a lo que pueda suponerse, el culto primordial de carácter astronómico que se esconde tras estos mitos no es un compendio de supersticiones. Más bien se trata de un conjunto de observaciones estelares de alto contenido científico, del que los pueblos de la antigüedad fueron depositarios y celosos custodios.
Cada vez estoy más convencido de que ése es el verdadero tesoro que debemos buscar quienes nos enfrentamos a la investigación de los misterios del pasado. Porque, parafraseando a Hugo Reichenbach, es evidente, a la luz de todos los indicios aportados en este libro, que «existió una Edad de Oro cuando el oro no existía».
Primer libro en la
Casa de José
,
Las Matas, 21 de julio de 2000
JAVIER SIERRA ALBERT, (Teruel, 11 de agosto de 1971) es un periodista, escritor e investigador, que estudió Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid.
Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente es consejero editorial de la revista Más allá de la Ciencia y participa en diversos espacios radiofónicos y televisivos (presenta la sección "El hombre de los libros" en Milenio3). Durante los últimos años, ha concentrado buena parte de sus esfuerzos en viajar e investigar los enigmas del pasado y misterios históricos supuestamente nunca aclarados por los estudiosos más ortodoxos. Sus novelas tienen como propósito común resolver misterios históricos, basándose en documentación e investigación de campo, centrándose en misterios de la Historia que, según él, "llevan siglos aguardando a ser desvelados".
Desde hace años, Sierra trabaja acompañado de expertos nacionales e internacionales como Graham Hancock y Robert Bauval con el propósito de estudiar la existencia de una supuesta edad de oro de la Humanidad, fechada en nuestro pasado más remoto, que debió extinguirse unos 10.500 años antes de nuestra era y que fue el origen de todas las civilizaciones que conocemos.
Desde muy temprano se sintió fascinado por el mundo de la comunicación. A los doce años conducía su propio programa radiofónico en Radio Heraldo, a los dieciséis colaboraba regularmente en prensa escrita, con dieciocho fue uno de los fundadores de la revista Año Cero, y con veintisiete accedió a la dirección de la veterana publicación mensual Más allá de la Ciencia.
Javier Sierra es el primer escritor español que ha entrado en el Top Ten de la lista de los más vendidos de Estados Unidos, elaborada por The New York Times. Lo consiguió en marzo de 2006 con su obra The Secret Supper, La Cena Secreta, alcanzando el número 6. Esta novela se ha editado en 42 países y lleva vendidos más de tres millones de ejemplares, colocando al escritor como el segundo escritor español contemporáneo más traducido, tras Carlos Ruiz Zafón (45) y por delante de Juan Gómez-Jurado (41). Varias productoras estadounidenses se han mostrado interesadas en llevar la novela al cine.
En 2008, Sierra presentó el programa de Antena 3 El Arca Secreta. Sin embargo, el programa duró poco tiempo, debido a los bajos índices de audiencia.
En la actualidad, Javier Sierra es colaborador del programa de Cuatro TV Cuarto Milenio, presentado por Íker Jiménez. Sierra presenta la sección del programa Obras Malditas, donde relata la historia de los libros censurados a lo largo de la historia.
[1]
D. Benest yj. L. Duvent, «Is Sirius a Triple Star?»,
Astronomy and Astrophysics
, vol. 299, 1995.
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[2]
Unos años antes, en 1844, el astrónomo alemán Friedrich Bessel hizo una deducción similar a la de Benest y Duvent, pero en relación a Sirio B. Él concluyó que una compañera oscura e invisible debía estar en órbita alrededor de Sirio A, y lo hizo gracias a sus minuciosos cálculos de los cambios de posición continuos de Sirio. Bessel fue el primero en suponer acertadamente que la existencia de esa compañera invisible afectaba gravitacionalmente a la gran Sirio.
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[3]
En especial su obra cumbre sobre la cosmología dogona,
Le renard pâle
. Institut d'Ethnologie. Musée de l'Homme, París, 1991.
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[4]
Doctor E. C. Krupp (coord.),
In search of Ancient Astronomies
. Doubleday, Nueva York, 1978, p. 265.
<<
[5]
Ibid.
, p. 160.
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[6]
En efecto. Los paralelismos con las historias del origen de los dioses egipcios son asombrosos. Amma tiene su equivalente en Anión, al que llamaban «el oculto» desde tiempos predinásticos, y a quien se le atribuía el don de «morar en todas las cosas» participando de la esencia misma del Universo. Él creó a los demás dioses, en especial a Osiris, que también fue sacrificado y que resucitó para traer el conocimiento a los humanos. ¿Quién influyó en quién? ¿Los dogones en los egipcios o viceversa? La duda no está resuelta.
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[7]
Ibid.
,p. 467.
<<
[8]
Doctor E. C. Krupp,
op
. ext., p. 269.
<<
[9]
Bernard R. Ortiz, «The Dogon People Revisited»,
Skeptical Enquirer
, noviembre-diciembre de 1996.
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[10]
La edición actualizada de este ensayo fue publicada en 1998 por la editorial Timun Mas de Barcelona.
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[11]
Javier Sierra, «Robert Temple, el señor de Sirio», Más Allá, n.° 155, mayo de 2000.
<<
[12]
Vladimir V Rubtsov, «Beyond the Sirius Lore»,
Ancient Skies
, vol. 12, n.° 4, septiembre-octubre de 1985.
<<
[13]
Citado por Christian Jacq,
El misterio de las catedrales
, Planeta, Barcelona, 1999, p. 36.
<<
[14]
Power Places Tours, una agencia norteamericana responsable de las últimas peregrinaciones de masones, rosacruces y otros «iniciados» al Egipto moderno.
<<
[15]
Para más información puede consultarse el libro de John Anthony West,
La serpiente celeste
, Grijalbo, Barcelona, 2001.
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[16]
En Egipto los misterios se apilan unos sobre otros. En efecto, de las aproximadamente cien pirámides censadas en todo Egipto, en ninguna se ha encontrado jamás el cuerpo de un faraón. La única ocasión que se estuvo cerca de un hallazgo similar fue a mediados de los años cincuenta, cuando el egiptólogo egipcio Zacarías Goneim descubrió los restos de la pirámide del faraón Sekhemkhet en las arenas de Sakkara. Este faraón no llegó a finalizar su obra, pero la cámara sepulcral se descubrió cerrada y sellada. Intacta. Goneim, entusiasmado, organizó una «apertura oficial» del recinto con cámaras de televisión y prensa de todo el mundo, y cuando procedió a abrir la tapa, ante la expectación de los presentes, el sarcófago apareció ¡vacío! Tan vacío como los del resto de las pirámides. La duda, pues, es más que obvia: ¿sirvieron las pirámides como tumbas tal y como nos han hecho creer los historiadores?
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[17]
Robert Bauval y Adrián Gilbert,
El misterio de Orión
, Emecé, Barcelona, 1995.
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[18]
Ibid., p. 136.
<<
[19]
R. O. Faulkner,
The ancient egyptian Pyramid Texts
, Oxford University Press, Oxford, 1969.
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[20]
En realidad, Badawy tomó estos datos de las mediciones realizadas por Flinders Petrie mucho antes. «Los canales de aire que parten de la Cámara del rey —escribió— fueron medidos en el exterior de la pirámide; el norte varía de 30 grados 43 minutos a 32 grados 4 minutos en los treinta pies exteriores; el sur varía de 44 grados 26 minutos a 45 grados 30 minutos en los setenta pies exteriores.» Citado en The
Pyramids and Temples of Gizeh, Histories and Mysteries of Man
, Londres, 1990, p. 29.
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[21]
Los egipcios parecían disponer de unos conocimientos astronómicos fuera de lo común. Bauval, empeñado en demostrármelo, jugó con un argumento impecable. Según él, los egipcios construyeron la Gran Pirámide dotándola de una altura original de 146,729 metros. Esta medida, hoy reducida a apenas 137 metros, fue obtenida a finales del siglo XIX por el prestigioso egiptólogo Flinders Petrie. Pues bien, esa medida es a escala 1:43.200 la del propio planeta Tierra. Me explico: si multiplicamos 146,729 por 43.200 obtenemos la cifra de 6.338.692 que son —quince kilómetros por abajo— los kilómetros del radio polar de nuestro planeta. Hay otras medidas similares deducibles de la Gran Pirámide que abundan en la idea de que el monumento es un modelo matemático de las dimensiones terrestres, a sabiendas de su esfericidad y volumen. ¿Otra casualidad?
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