—Todavía nos falta mucho por saber sobre qué sucedió en América en épocas prediluvianas, llamémoslas así. Por cierto que el diluvio universal, que es descrito por el lenguaje aymara, bien pudo hacer desaparecer los rastros de la civilización que diseñó aquello. Yo creo que se trata de una cultura que sabía mucho del ser humano, porque su semántica es sabia; describe al ser humano como lo haría la psicología moderna. Aquellas gentes pensaron en valores que aún hoy nos parecen utópicos, e incluso pudieron inspirarse en el funcionamiento del cerebro para transmitir su mensaje al futuro. A fin de cuentas, ¿qué es un ordenador sino una imitación de un cerebro? Es un modelo burdo cuyos circuitos permiten cierto nivel de deducción lógica.
—Claro que —objeté— observando nuestro cerebro, o la placa base de un ordenador, es difícil deducir cómo funciona. ¿Cómo pudo nadie hacerlo en el 6000 a.C?
—Quizá manejaron cosas que hoy suponemos que no manejaron. Aunque no creo que se necesitara una industria electrónica para conseguirlo.
¿O sí?
Para los antiguos los cielos descansaban sobre cuatro puertas, y únicamente a través de ellas los humanos podíamos penetrar en sus secretos. Se trataba de umbrales mágicos que sólo se abrían en otros tantos momentos significativos del año y que coincidían matemáticamente con la llegada de solsticios y equinoccios.
Nuestros antepasados, armados de sus poderosos calendarios, aguardaban con expectación la llegada de aquellos días, y para no cometer el error de dejarlos pasar, erigieron monumentos colosales que sirvieron para marcar tan significativas jornadas. Entonces, y sólo entonces, se dejaban impregnar de la magia cósmica que destilaban los cielos.
A los ojos de un ciudadano de la era de internet, todos estos esfuerzos no parecen más que extravagancias propias de pueblos supersticiosos y poco desarrollados. Pero nada más lejos de la realidad. Todos aquellos preparativos ante la proximidad de las «puertas» obedecían a una buena razón: solsticios y equinoccios marcaban los cambios estacionales, señalaban los días más cortos y más largos del año, y su conocimiento resultaba vital para los propósitos de una cultura emergente basada en el dominio de la agricultura, que necesitaba domesticar a la naturaleza si quería prosperar.
De alguna manera, nuestra civilización ha perdido ese interés por el control de los cielos. Hoy los calendarios son fijados por las autoridades competentes, y se nos evita un considerable esfuerzo de observación para saber en qué momento del año nos encontramos. Sin embargo, ese alejamiento del ejercicio de vigilancia del ciclo del tiempo nos ha apartado también de la comprensión de muchos misterios de nuestro pasado relacionados con éste.
El razonamiento es obvio: al no mirar a las estrellas, o al «camino» que traza el Sol y la Luna en los cielos en el transcurso del año, perdemos la noción de para qué se levantaron ciertas construcciones, o por qué se puso tanto celo en orientarlas con una precisión que hoy nos asombra.
No fue extraño, pues, que a comienzos del año 2000, en compañía de Robert Bauval, me decidiera a abrir simbólicamente las «cuatro puertas del cielo» de los antiguos, y estableciera un plan de trabajo para admirar los solsticios y equinoccios de este año desde lugares clave del planeta. Bauval sabía de la importancia de la magia cósmica de nuestros ancestros mejor que nadie, y se ofreció generosamente a mostrarme cómo funcionaba su mecanismo íntimo. Su conocimiento de la astronomía egipcia presagiaba que la aventura iba a ser interesante.
Así pues, tal y como estaba previsto, la primera de las cancelas celestiales cedió en tierra de faraones, frente a las patas de la Esfinge
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, mientras que la segunda —la del solsticio de verano— hizo lo propio ante nosotros mientras contemplábamos una misteriosa «doble» puesta de Sol en un singular recinto de la isla canaria de Tenerife, a 4.500 kilómetros al oeste de las pirámides de Giza.
Aparentemente, uno y otro lugar tenían poco que ver entre sí… pero ya sabe el lector que, a menudo, las apariencias engañan.
En efecto. Bauval y yo habíamos viajado hasta allí para ver con nuestros propios ojos un fenómeno que había sido descubierto en 1991 por un grupo de investigadores del Instituto Astrofísico de Canarias(IAC)
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, y que atestiguaba que los montículos de piedra junto a los que nos encontrábamos aquel 21 de junio de 2000 fueron erigidos pensando en una función astronómica muy precisa. Según ese estudio, se trataba de unos evidentes marcadores solsticiales. Y no sólo del solsticio de verano que nos disponíamos a observar, sino también del de invierno, ya que cada 21 de diciembre el astro rey nace precisamente sobre unas escaleras que atraviesan la más exterior de las pirámides del conjunto de Güímar, muy cerca del Atlántico.
La historia de estos montículos, en realidad verdaderas pirámides escalonadas unidas entre sí por rampas y patios geométricos, es más que curiosa. Nadie había sospechado, hasta hacía sólo diez años, que en Tenerife pudieran existir pirámides. Y mucho menos que éstas, según los primeros indicios recogidos y que desataron una verdadera batalla campal entre las instituciones universitarias de la isla y arqueólogos aficionados, pudieran haber sido erigidas por los guanches —el pueblo autóctono canario— antes de la llegada de los españoles en el siglo XV.
Los expertos de la Universidad de La Laguna aún defienden hoy que se trata de construcciones agrícolas, levantadas en tiempos recientes por campesinos locales para el cultivo de tuna o la cría de un parásito llamado cochinilla, muy apreciado para la fabricación de tintes naturales.
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Esos mismos expertos, cuando comprobaron la inexcusable alineación de las pirámides, minimizaron el descubrimiento aduciendo que, como mucho, los majanos de Güímar —como llaman a las pirámides— pudieron haberse erigido sobre antiguos
almogarenes
o santuarios guanches que tenían aquella peculiar disposición celestial. Y eso era todo. Fin del misterio… para ellos.
Decidí no discutir sobre este asunto en un momento como aquél. A fin de cuentas, la hipótesis de que tanto aquellas pirámides en Güímar como otras descubiertas en Icod de los Vinos (Tenerife) o en los Cancajos, en la isla de La Palma, eran antiguas se asentaba en referencias históricas como la
Historia de la conquista de las siete islas canarias
, escrita por el franciscano Juan Abreu Galindo. Este cronista fue inequívoco no sólo al confirmar la existencia de pirámides prehispánicas en su narración, sino incluso al explicar para qué se utilizaban éstas en la isla de La Palma.
Eran estos palmeros idólatras; y cada capitán tenía en su término adonde iban a adorar, cuya adoración era en esta forma: juntaban muchas piedras en un montón en pirámide, tan alto cuanto se pudiese tener la piedra suelta; y en los días que tenían situados para semejantes devociones suyas venían todos allí, alrededor de aquel montón de piedra, y allí bailaban y cantaban endechas, y luchaban y hacían los demás ejercicios de holguras que usaban; y éstas eran sus fiestas de devoción.
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Pero, como digo, decidí aparcar momentáneamente el debate.
Con el mar a nuestras espaldas, y la principal de las pirámides escalonadas del recinto de Güímar frente a nosotros, aguardamos impacientes a que el Sol cayera para comprobar la precisión de aquel reloj de piedra levantado por los antiguos. Éste había iniciado ya su camino de descenso y amenazaba con esconderse tras la abrupta cordillera dorsal de la isla.
Fijamos la mirada en el oeste.
En aquel instante, una muchedumbre de curiosos agolpados contra el muro que señalaba en qué dirección contemplar el espectáculo, comenzó a murmurar: «Ya se pone, ya». Y así era. El Sol, sin tregua ni pausa, había comenzado a ocultarse por detrás de la abrupta cadena montañosa que se alzaba frente a nosotros, y a la que se conocía como Caldera de Pedro Gil.
Un astrónomo del IAC invitado al acto, armado de un potente megáfono, se apresuró a dar una última instrucción: «En breve podrá verse el Sol emergiendo de nuevo por una abertura del risco tras el que se está ocultando en este momento. Cuando reaparezca, lo veremos durante dos minutos más. Esto sólo puede contemplarse en un día como hoy, y por eso lo llamamos la "doble puesta de Sol"».
El milagro sucedió tal y como nos había sido predicho. Roben Bauval y yo cruzamos una rápida mirada de complicidad y sonreímos. De nuevo estábamos ante un rastro de la sabiduría de los antiguos. Una marca cuyas dimensiones y aspecto exteriores recordaban poderosamente a Egipto. No en vano, sabemos que los antiguos guanches eran —como los egipcios lo habían sido antes— adoradores del Sol, momificaban a sus muertos siguiendo técnicas muy parecidas a las nilóticas, y por si fuera poco trepanaban cráneos como los médicos faraónicos. Además, tenían la curiosa costumbre de enterrar con ellos a sus perros, para que les sirvieran de guías en el más allá, igual que el chacal Upuaut hacía las veces de «abridor de caminos» a los difuntos egipcios.
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Pero es que, por si todas estas coincidencias fueran pocas, a tenor de los monumentos que teníamos enfrente, bien podía decirse que los primeros canarios ¡también construyeron pirámides!
Naturalmente, entre la época en la que se levantaron las primeras pirámides egipcias y el momento de mayor expansión de la cultura guanche existe un gran abismo histórico. Un trecho de más de dos mil quinientos años que a ojos de los historiadores hace prácticamente inexplicables tantas semejanzas.
Las coincidencias en este caso son graves. Y es que, a decir de los expertos en la cultura canaria, no existen pruebas de asentamientos humanos en las islas hasta después del siglo I d.C.
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Las dataciones obtenidas gracias al radiocarbono muestran que los primeros grupos aborígenes insulares comenzaron a organizarse socialmente casi al tiempo que Egipto vivía sus últimos estertores como civilización bajo el reinado de Cleopatra. Así pues, si los constructores de las pirámides de Güímar levantaron sus terrazas escalonadas a partir de esa fecha —incluso es previsible que mucho tiempo después—, resulta evidente que debieron de acceder a una tradición anterior que les «iluminó», invitándoles a imitar un modelo arquitectónico y religioso que tenía miles de años más de antigüedad.
El verdadero problema es averiguar cómo pudo transmitirse esa tradición. Y, por supuesto, tratar de determinar en qué términos se produjo el trasvase de mitos entre un pueblo —el egipcio— que agonizaba en Oriente, a otro —el guanche— que nacía en Occidente.
No podía ni imaginar que en Canarias acariciaría una posible respuesta a estos interrogantes.
Las jornadas en Güímar fueron agotadoras y excitantes a la vez. Tras cada día de trabajo, Robert Bauval, Graham Hancock —que también se sumó a nuestra visita a Tenerife con un equipo de televisión que rodaría para su serie
Underworld
— y los miembros del equipo de investigación del programa radiofónico
Esencia de medianoche
, que habían hecho posible el milagro de reunimos a todos en la isla, conversábamos sobre algunos aspectos misteriosos de la cultura insular.
De inmediato se suscitó cierta controversia: ¿cómo pudo transmitirse tanta información en el pasado entre pueblos tan distantes cultural, temporal y geográficamente como los guanches y los egipcios? ¿Cómo podría explicarse, más o menos razonablemente, que cierta sabiduría astronómica o científica se halle por igual en el antiguo Egipto, en las fachadas de algunas catedrales o en las pirámides de aquella isla?
La idea romántica de ciertos «iniciados» responsables de la transmisión del saber de un lugar a otro, «despertando» a pueblos enteros a su paso, resultaba demasiado inverosímil. Cierto es que referencias a dioses instructores que llevan consigo los pilares de la civilización se encuentran por doquier, pero buena parte de la transmisión de esa sabiduría a la que me refiero ha cambiado de manos en tiempos históricos, en fechas relativamente recientes como el siglo XII en el que nació el arte gótico, cuando ya nadie hablaba de dioses portadores de cultura.
En La Casona de Santo Domingo, un hotel rural de Güímar convertido en nuestro cuartel general durante los días del primer solsticio de 2000, Graham Hancock acabó dando con la clave:
—Para una civilización de hace, pongamos por caso, doce mil años, que quisiera transmitir su sabiduría a las futuras generaciones, no debía de ser buena idea dejarla por escrito. Transcurrido ese tiempo, es seguro que nadie sería capaz de leer sus textos. Fíjate en los escritos del valle del Indo: apenas tienen cuatro mil quinientos años de antigüedad y ya nadie sabe lo que significan…
Graham, un escocés de mirada azul y piel tostada por los días previos pasados en Malta en busca de antiguos templos megalíticos sumergidos, se adelantó a mi siguiente pregunta.
—Sin embargo —dijo—, creo que existe una fórmula para transmitir ideas sin recurrir a la escritura. Una estrategia que permite trasvasarlas de pueblo en pueblo, utilizando un sistema de codificación que coloque todo lo que deseamos transmitir en un «vehículo», y que no presente el inconveniente de los cambios de idioma. Y ese «vehículo» es una historia, una gran historia que sea repetida de boca en boca.
—¿Una historia? —repetí sorprendido.
—Sí. Un cuento, una leyenda, un relato… Tú sólo tendrías que instruir a quien te escuchara para que esa historia fuera narrada lo más fielmente posible, aun cuando fuera traducida, para que el contenido encriptado en ella no se perdiera al pasar de pueblo en pueblo.
—¿Quieres decir que en los mitos y leyendas del pasado más remoto puede encontrarse información científica de valor? ¿Que fue ahí donde escondieron la enorme sabiduría que periódicamente hemos visto emerger en uno y otro rincón de la Tierra?
Graham asintió con la cabeza.
—Quienes transmiten esas historias especiales de las que hablo no tienen por qué conocer su significado oculto. Les basta con repetirlas para preservar lo que hay en ellas. Y como a los humanos nos encanta contar historias, la transmisión está asegurada. De hecho —añadió abriendo sus ojos claros—, estoy convencido de que ésta fue una de las vías utilizadas por las grandes mentes del pasado para la transmisión de su saber. Ellos usaron la astronomía y codificaron abundante información astronómica en estas historias. Esa información está allí. Y sólo hay que saber usar la llave adecuada para acceder al significado profundo que se encuentra tras esas parábolas.