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Authors: Lois Lowry

Tags: #ciencia ficción - juvenil

En busca del azul (19 page)

BOOK: En busca del azul
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Él se sacudió el lento discurso medido de sus recuerdos y sonrió.

—No, no. No había ningún peligro. Yo era un cazador experto. Uno de los mejores. Nunca tuve miedo en el bosque.

Entonces frunció la frente.

—Pero debería haber tomado precauciones. Sabía que tenía enemigos. Había envidias, siempre, y rivalidades. Aquí era lo normal. Tal vez lo siga siendo.

Nora hizo un gesto de asentimiento, pero recordó que él no la veía.

—Sí —dijo—, lo sigue siendo.

—Yo estaba a punto de ingresar en el Consejo de Guardianes —continuó él—. Era una posición de mucho poder. Había otros que querían el puesto. Supongo que esa fue la razón. ¿Quién sabe? Aquí había siempre hostilidad. Malas palabras. Hace mucho tiempo que no pienso en ello, pero ahora recuerdo las discusiones y los enfrentamientos…, aquella misma mañana, cuando se distribuyeron las armas…

—Hace poco volvió a ocurrir al comienzo de una cacería —dijo Nora—. Yo lo vi. Hubo peleas y malos modos. Siempre pasa. Es lo normal entre los hombres.

Él se encogió de hombros.

—Así que no ha cambiado.

—¿Cómo iba a cambiar? Es así. Es lo que se enseña a los niños, a luchar y disputar. Es la única manera de que cada uno consiga lo que quiere. A mí me habrían enseñado a hacer lo mismo, si no fuera por esta pierna —dijo Nora.

—¿Qué te pasa en la pierna?

No lo sabía. ¿Cómo lo iba a saber?

Nora se avergonzó de tener que decírselo.

—Tengo una pierna torcida. De nacimiento. Querían llevarme al Campo pero mi madre se negó.

—¿Se enfrentó a ellos? ¿Catrina? —su cara se iluminó con una sonrisa—. ¡Y se salió con la suya!

—Su padre vivía todavía, y era un hombre muy importante, según me decía. Por eso pudo quedarse conmigo. Pensarían que me iba a morir de todas maneras.

—Pero tú eras fuerte.

—Sí. Mi madre decía que el dolor me hacía fuerte —al decírselo ya no sentía vergüenza sino orgullo, y quería que él también se enorgulleciera.

Él le tendió la mano, y ella la estrechó.

Quería seguir oyéndole. Tenía que saber qué había ocurrido. Esperó.

—Yo no sé con seguridad quién fue —dijo él, reanudando la explicación—. Pero me lo imagino. Sabía que me tenía una envidia atroz. Aparentemente se me acercó sin hacer ruido, cuando yo estaba parado al acecho de un ciervo que iba siguiendo, y me atacó por la espalda: primero me dio un mazazo en la cabeza que me hizo perder el sentido, y después me apuñaló con un cuchillo. Me dejó por muerto.

—Pero tú viviste. Eras fuerte —Nora le apretó la mano.

—Me desperté en el Campo. Me imagino que me llevarían allí los acarreadores, como es habitual. ¿Tú has estado en el Campo?

Nora asintió con la cabeza, y al recordar nuevamente que era ciego lo dijo en voz alta:

—Sí.

Tendría que contarle cuándo y por qué, pero todavía no.

—Allí me habría muerto, como estaba previsto. No me podía mover, no veía. Estaba aturdido y tenía grandes dolores. Quería morir.

Hizo una pausa y prosiguió:

—Pero esa noche fueron al Campo unos desconocidos. Al principio pensé que eran cavadores, y traté de decirles que aún estaba vivo. Pero al oírles hablar noté que eran de fuera. Hablaban nuestra lengua, pero con un acento distinto, con otro son. Aunque estaba muy malherido, noté la diferencia. Y sus voces eran suaves, sedantes. Me acercaron a la boca una bebida de hierbas, que me alivió el dolor y me dio sueño. Me subieron a unas angarillas que habían hecho con troncos…

—¿Quiénes eran? —Nora, fascinada, no pudo por menos de interrumpirle.

—Yo no lo sabía. No les veía. Tenía los ojos destrozados y casi deliraba de dolor. Pero oía sus voces de consuelo. Así que bebí aquel líquido y me confié a sus cuidados.

Nora le escuchaba con asombro. En toda su vida no había conocido nunca a una persona del pueblo que hubiera hecho una cosa así. No conocía a nadie que estuviera dispuesto a apaciguar ni a consolar ni a ayudar a un ser muy malherido. Ni que supiera hacerlo.

Excepto Mat, pensó, acordándose de que el niño había cuidado a su perrito herido hasta devolverle a la vida.

—Me llevaron muy lejos a través del bosque —siguió diciendo su padre—. El viaje duró varios días. Yo me dormía, me despertaba, me volvía a dormir. Cada vez que me despertaba, ellos me hablaban, me lavaban, me daban a beber agua y aquella medicina que mitigaba el dolor. Todo era borroso. No recordaba lo que había pasado ni por qué. Pero ellos me curaron, hasta donde era posible curarme, y me dijeron la verdad: que no volvería a ver. Pero también me dijeron que ellos me ayudarían a vivir sin vista.

—¿Pero quiénes eran? —volvió a preguntar Nora.

—Quiénes son, deberías decir —dijo él con dulzura—, porque siguen existiendo. Y ahora yo soy uno de ellos. Eran personas, simplemente. Pero personas como yo, disminuidas. Personas que habían sido abandonadas a morir.

—¿Llevadas de nuestro pueblo al Campo?

Su padre sonrió.

—No sólo de aquí. Hay otros sitios. Gente de aquí y de allá, herida no sólo en el cuerpo sino también de otras maneras. Algunos habían recorrido enormes distancias. Es asombroso oírles contar las odiseas que han pasado. En cuanto a éstos que habían llegado al lugar donde yo me encontré, habían formado su propia comunidad. Que ahora es también la mía…

Nora recordó lo que había dicho Mat de un lugar donde vivía gente rota.

—Se ayudan mutuamente —explicó su padre con sencillez—. Nos ayudamos mutuamente. Los que ven me guían a mí. Nunca me faltan unos ojos que me ayuden. Los que no pueden andar tienen quien les lleve.

Inconscientemente, Nora se frotó la pierna mala.

—Siempre hay alguien en quien apoyarse —añadió su padre—. O un par de brazos fuertes para los que no los tienen.

Y siguió explicando:

—El pueblo de los recuperados existe hace mucho tiempo. Aún siguen llegando heridos. Pero ahora empieza a cambiar, porque han nacido niños que van creciendo. De esa manera, ahora hay entre nosotros gente joven, fuerte y sana. Y tenemos otros que nos encontraron y se quedaron con nosotros porque querían compartir nuestro modo de vida.

Nora intentaba imaginárselo.

—¿Así que es un pueblo como éste?

—Más o menos. Tenemos jardines. Casas. Familias. Pero es mucho más tranquilo que este pueblo. No hay peleas.

La gente comparte lo que tiene y se ayuda entre sí. Es raro que los niños lloren. Se quiere mucho a los hijos.

Nora miró al colgante de piedra que pendía sobre su camisa azul, y se llevó la mano al suyo.

—¿Tienes familia allí? —preguntó tímidamente.

—El pueblo entero es como una familia para mí, Nora —respondió él—. Pero no tengo mujer ni hijos. ¿Es a eso a lo que te refieres?

—Sí.

—Mi familia se quedó aquí. Catrina y el hijo que iba a venir —sonrió—. Tú.

Había llegado el momento de decírselo.

—Catrina… —empezó Nora.

—Lo sé. Tu madre ha muerto. Mat me lo dijo.

Nora asintió con la cabeza, y por primera vez en muchos meses lloró su pérdida. No había llorado cuando murió su madre; entonces se había dicho que tenía que ser fuerte, decidir lo que tenía que hacer y hacerlo. Ahora por la cara le corrieron lágrimas ardientes y se la cubrió con las manos. Los sollozos la estremecían. Su padre abrió los brazos para acogerla, pero ella se apartó.

—¿Por qué no volviste? —preguntó por fin, atragantándose con las palabras mientras intentaba dejar de llorar.

Mirándole a través del antifaz que se había hecho con las manos, vio que esa pregunta le dolía.

—Durante mucho tiempo —dijo él al cabo de unos instantes— no me acordé de nada. Los golpes que recibí en la cabeza pretendían matarme, aunque no lo consiguieran.

Pero me dejaron sin memoria. ¿Quién era yo, por qué estaba allí? ¿Tenía mujer, tenía casa? No sabía nada.

—Después, muy despacio, a medida que fui sanando, empecé a recordar. Pequeñas cosas del pasado. La voz de tu madre. Una canción que cantaba: «La noche viene, el color se va; se apaga el cielo, porque el azul no dura…».

Sorprendida por la aparición imprevista de aquella nana de siempre, Nora musitó la letra con él.

—Sí —dijo en voz baja—. Yo también la recuerdo.

—Hasta que, muy poco a poco, me fue viniendo todo. Pero no podía volver. No habría sabido encontrar el camino. Estaba ciego y debilitado. Y si hubiera sabido encontrar el camino, habría sido venir a la muerte. Porque los que me querían muerto seguían estando aquí.

Y siguió explicando:

—Al final, simplemente me quedé. Lloraba mis pérdidas. Pero me quedé y rehice allí mi vida, sin tu madre. Sin ti.

Después su cara se iluminó.

—Hasta que, al cabo de tantos años, apareció el niño. Estaba exhausto cuando llegó, y hambriento.

—Hambriento está siempre —dijo Nora con una leve sonrisa.

—Dijo que había ido hasta allá porque había oído que nosotros teníamos azul. Quería azul para su mejor amiga, que había aprendido a hacer todos los demás colores. Cuando me habló de ti, Nora, comprendí que tenías que ser mi hija. Y supe que tenía que venir con él.

Se estiró levemente y bostezó.

—El niño me buscará un lugar seguro para dormir cuando vuelva.

Nora le tomó una mano y la retuvo. Vio que incluso en la mano tenía cicatrices.

—Padre —dijo, empleando con timidez aquella palabra que nunca hasta entonces había pronunciado—, ahora no te harán daño.

—No, oculto estaré a salvo. Y cuando haya descansado nos iremos tú y yo sin decir nada a nadie. El niño nos ayudará a reunir provisiones para el viaje. Tú serás mis ojos para volver a casa. Y yo seré las piernas fuertes en las que tú te apoyes.

—¡No, padre! —dijo Nora, ahora excitada—. ¡Mira! —y con un brazo señaló las comodidades de la habitación, pero se detuvo avergonzada—. Lo siento. Sé que no puedes mirar. Pero puedes sentir lo cómodo que se está aquí. Hay otras habitaciones como ésta a lo largo del pasillo, todas vacías menos las que ocupamos Tomás y yo. Una puede ser para ti.

Él estaba meneando la cabeza.

—No —dijo.

—Tú no comprendes, padre, porque no has estado aquí, pero yo tengo un papel especial en el pueblo. Y debido a eso tengo un amigo especial en el Consejo de Guardianes. ¡Él me salvó la vida! Y cuida de mí. Sería largo de explicar, y sé que estás cansado; pero, padre, no hace mucho tiempo yo estuve en un gran peligro. Una mujer que se llama Vandara quería que me llevasen al Campo. Hubo un juicio. Y…

—¿Vandara? La recuerdo. ¿La de la cicatriz?

—Sí, la misma —respondió Nora.

—Fue una herida terrible. Me acuerdo. Ella le echaba la culpa al niño. Él resbaló al pisar una piedra mojada, se agarró a sus faldas y la tiró, y ella al caer se rajó la cara y el cuello con el filo de una roca.

—Pero yo creía que…

—El niño era muy pequeño, pero ella le echaba la culpa. Después, cuando murió envenenado con adelfas, se hicieron cábalas. Hubo quien sospechó… —hizo una pausa y dio un suspiro—. Pero no había pruebas contra ella.

—De todos modos, es una mujer cruel —añadió—. ¿Dices que arremetió contra ti? ¿Y que hubo un juicio?

—Sí, pero me dejaron quedarme. Me dieron incluso un puesto de honor. Tuve un defensor, un guardián llamado Jacobo. Y ahora él cuida de mí, padre, y supervisa mi trabajo. ¡Seguro que encontrará un sitio para ti!

Alegremente Nora apretó la mano de su padre, pensando en el futuro que iban a vivir juntos. Pero fue como si el aire de la habitación temblara. Las facciones de su padre se endurecieron. La mano que tenía asida se puso rígida y se apartó.

—¿Tu defensor, Jacobo? —su padre volvió a tocarse las cicatrices de la cara—. Sí, ya en otra ocasión quiso encontrar un sitio para mí. Jacobo fue el que intentó matarme.

Capítulo 23

Sola, a la tenue luz de la luna, cuando aún no había amanecido, Nora bajó a la huerta que con tanto esmero se había hecho para ella. Allí plantó el glasto, apelmazando la tierra con cuidado alrededor de las raíces húmedas. «Coger hojas frescas de glasto del primer año». Repitió las palabras de Anabela. «Y agua de lluvia blanda; con eso se hace el azul». Llevó agua del cobertizo en un cacharro y encharcó el terreno alrededor de las frágiles plantas. Tendría que pasar mucho tiempo hasta la cosecha del primer año. Ella no estaría allí para recoger las hojas.

Una vez regadas las plantas se sentó con el mentón apoyado en las rodillas, y se meció adelante y atrás mientras el sol empezaba a despuntar y un débil tinte rosa se extendía por la extremidad oriental del cielo. El pueblo aún estaba en silencio. Trató de poner en orden todo aquello en su cabeza, encontrarle algún sentido.

Pero nada tenía sentido, nada en absoluto.

La muerte de su madre, una enfermedad súbita y violenta, un caso aislado. Algo así sucedía rara vez. Lo normal era que la enfermedad se extendiera por el pueblo y muchos se contagiaran.

¿Habrían envenenado a su madre?

¿Pero por qué?

Porque querían a Nora.

¿Para qué?

Para adueñarse de su talento: de su habilidad para manejar los hilos.

¿Y Tomás? ¿Sus padres también? ¿Y los de Lol?

¿Para qué?

Para adueñarse de los talentos de todos.

Renunciando a entender, Nora contempló el jardín a la luz del alba. Las plantas brillaban y cabeceaban en la brisa, algunas todavía con flores de otoño temprano. Por fin se les había unido el glasto para darle el azul que anhelaba. Pero otra persona cosecharía las primeras hojas.

En algún lugar no lejano dormía su padre, haciendo acopio de fuerzas para regresar con su hija recién hallada al pueblo donde las personas recuperadas vivían en armonía. Juntos se escabullirían, él y Nora, abandonando el único mundo que ella había conocido. Le hacía ilusión el viaje. No echaría de menos la miseria y el ruido que dejarían atrás.

Extrañaría a Mat y sus travesuras, pensó tristemente. Y a Tomás, tan serio y entregado; también a él le iba a echar de menos.

Y a Lol. Sonrió al pensar en la pequeña cantora que saludaba tan ufana a la multitud en la Reunión.

Al pensar en Lol se acordó de una cosa. Con los nervios y la emoción de la llegada de su padre se le había ido de la cabeza. En ese momento volvieron a ella la conciencia y el horror, y ahogó una exclamación.

¡Aquel sonido apagado que la intrigó durante la celebración! Casi le parecía seguir oyéndolo, aquel ruido de metal arrastrado. Al comenzar la segunda parte del Cántico vislumbró su origen. Y al final, cuando el Cantor, después de corresponder al aplauso del público, después de que Lol descendiera del escenario dando brincos de contento, se dirigió a los peldaños para bajar y retirarse por el pasillo. En lo alto de los peldaños se recogió ligeramente el manto, y desde donde estaba sentada, al borde del escenario, Nora le vio los pies. Estaban descalzos y horriblemente deformados.

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