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Authors: Lois Lowry

Tags: #ciencia ficción - juvenil

En busca del azul (6 page)

BOOK: En busca del azul
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Nora se agachó y rascó al cariñoso chucho detrás de las orejas.

—Me han soltado —dijo a Mat.

El chico abrió mucho los ojos y sonrió de oreja a oreja.

—Entonces has de seguir contándonos historias a mí y a mis compas —dijo con satisfacción—. Vi a Vandara —añadió—. Salió haciendu así.

Y corriendo a la escalinata del Edificio la bajó muy tieso y con gesto altanero. Nora se sonrió ante su imitación.

—Ahora ha de odiarte de fiju —añadió Mat alegremente.

—Bueno, le han dado mi terreno —le explicó Nora— para que las otras y ella hagan un corral para sus hijos, como querían. Espero que no hayáis empezado a hacerme la barraca nueva —añadió, recordando el ofrecimiento.

Mat sonrió.

—Aún no empezamus —dijo—. Hubiéramos empezadu enseguida, pero en mandándote a las fieras no había necesidad.

Hizo una pausa y frotó contra Palo un pie descalzo y sucio.

—¿Dónde vives, pues?

Nora se dio un manotazo en el brazo para matar a un mosquito y se restregó la gotita de sangre de la picadura.

—No sé —confesó—. Me han dicho que esté de vuelta en el Edificio cuando den las cuatro. Tengo que recoger mis cosas —y soltó una risa leve—. No es que tenga mucho que recoger. Mis cosas se quemaron.

Mat sonrió.

—Tengu yo algunas guardadas —dijo feliz—, que las mangué de tu barraca antes de que la quemaran. No te lo dije hasta ver qué pasaba contigo.

Desde el camino, más allá de la matanza de los cerdos, los compañeros de Mat le llamaban impacientes.

—Ahora nos hemos de ir, Palu y yo —dijo—, pero para las cuatru te traigu las cosas. A las escaleras, ¿vale?

—Gracias, Mat. Quedamos en la escalinata.

Sonriendo, Nora le vio correr hacia sus amigos, levantando el polvo del camino con sus piernas flacas y costrosas. A su lado trotaba Palo, meneando su resto de rabo torcido.

Nora siguió atravesando la multitud y dejó atrás los puestos de comida y el griterío de las mujeres que discutían y regateaban. Los perros ladraban, y en el camino había dos que gruñían y se enseñaban los dientes por una piltrafa caída. Cerca de ellos un niño de pelo rizado los miraba con atención, y de pronto saltó ágilmente entre los dos, echó mano a la piltrafa y se la metió en la boca. Su madre, que había estado distraída comprando, al volverse y verle entre los perros le apartó de un tirón y le propinó una sonora bofetada. El crío sonrió malignamente, masticando con avidez lo que había recogido del camino.

El taller de tejido estaba más allá, en una agradable umbría entre árboles altos. Allí el ambiente era más silencioso y más fresco, aunque había más mosquitos. Las tejedoras, sentadas a los telares, saludaron a Nora al verla llegar. «Hay mucho que recoger», le gritó una, señalando con la cabeza mientras sus manos seguían trabajando.

Era el trabajo que Nora solía hacer, la limpieza. Todavía no se le permitía tejer, aunque siempre se había fijado atentamente en cómo se hacía y pensaba que sería capaz de hacerlo si la necesitaban.

Hacía muchos días que no iba por el taller, desde la enfermedad y la muerte de su madre. ¡Habían pasado tantas cosas! ¡Tantos cambios! Pensó que seguramente ya no iría más, ahora que su situación parecía ser otra. Pero, ya que la recibían con simpatía, recorrió el taller recogiendo las hilachas del suelo, entre el golpeteo de los telares de madera en movimiento. Uno de ellos no hacía ruido; no había nadie trabajando en él. Contó y vio que era el cuarto desde el fondo. Allí solía estar Camila.

Se detuvo junto al telar vacío y esperó a que la tejedora de al lado hiciera una pausa para ajustar la lanzadera.

—¿Dónde está Camila? —preguntó Nora con curiosidad. A veces era normal que las mujeres se ausentasen durante algunos días, para casarse, para dar a luz o porque temporalmente se les asignaba otra tarea.

La tejedora le lanzó una mirada sin dejar descansar las manos, y sus pies volvieron a mover los pedales.

—Se resbaló y tuvo una mala caída en el arroyo —dijo señalando hacia allí con la cabeza—. Estaba lavando y había musgo en las piedras.

—Sí, es un sitio resbaladizo —bien lo sabía Nora, que más de una vez se había resbalado en el lavadero del arroyo.

La mujer se encogió de hombros.

—Se rompió el brazo de muy mala manera. No tiene arreglo. No lo puede poner derecho. Ya no vale para tejer. Su marido se lo intentó estirar con todas sus fuerzas porque la necesita. Por los hijos y todo eso. Pero lo más seguro será que la lleven al Campo.

Nora se estremeció, imaginándose cómo tuvo que dolerle el brazo roto a Camila cuando el marido intentó ponérselo derecho.

—Cinco hijos tiene Camila. Ahora ya ni puede atenderlos ni trabajar. Los darán. ¿Quieres tú uno? —la mujer sonrió mostrando los dientes. Tenía pocos.

Nora negó con la cabeza, y sonriendo lánguidamente siguió su recorrido entre los telares.

—¿Quieres su telar? —gritó la mujer a sus espaldas—. Alguien tendrá que ocuparlo. Tú ya podrás tejer.

Pero Nora volvió a menear la cabeza. Antes sí quería tejer. Las tejedoras siempre habían sido buenas con ella. Pero ahora su futuro parecía distinto.

Los telares seguían golpeteando. Desde la sombra del taller, Nora vio que el sol empezaba a bajar. No tardarían en dar las cuatro campanadas. Se despidió con la cabeza de las tejedoras, y dirigió sus pasos por el camino hacia el lugar donde había vivido con su madre, el lugar donde había estado su barraca, donde estuvo el único hogar que había conocido. Sentía la necesidad de decir adiós.

Capítulo 6

La enorme campana del Edificio del Consejo empezó a sonar en la torre. La campana regía las vidas de todos: señalaba el comienzo y el cese del trabajo, y llamaba cuando había que reunirse en asamblea, hacer los preparativos de una cacería, celebrar un acontecimiento o armarse para el peligro. Cuatro campanadas —la tercera sonaba en aquel momento— significaban que podía acabar el trabajo del día. Para Nora significaba que era hora de presentarse ante el Consejo de Guardianes. Apretó el paso hacia la plaza central, entre las multitudes de gente que salía de trabajar.

Mat la esperaba en la escalinata como había prometido. Junto a él, Palo estaba muy excitado con un gran escarabajo tornasolado, al que bloqueaba el paso con una pata cada vez que intentaba escaparse. El perro alzó los ojos y movió el rabo al oír el saludo de Nora.

—¿Qué traes? —preguntó Mat, mirando al hatillo que llevaba a la espalda.

—No mucho —Nora rió tristemente—. Unas cuantas cosas que guardé entre las matas para salvarlas de la quema. El cestillo de los hilos y algunos retales. Y mira esto, Mat —y sacó del bolsillo un objeto alargado de forma irregular—. Encontré mi jabón donde lo había dejado, sobre una piedra. Menos mal, porque ni lo sé hacer ni tengo dinero para comprarlo.

Pero se echó a reír al darse cuenta de que el mugriento y desaseado Mat no sentía ninguna necesidad de jabón. Era de suponer que Mat tuviese madre, y lo normal era que las madres restregaran a los críos de vez en cuando pero Nora jamás le había conocido limpio.

—Ahí tienes lo que yo truje —Mat indicó una pila de objetos envueltos de cualquier manera en una tela sucia que tenía en la escalinata junto a sí—. Cosas que saqué antes de la quema, para que las tuvieras si te dejaban quedarte.

—Gracias, Mat —Nora se preguntó qué habría decidido salvar.

—Pero tú no las has de llevar, con ese andar hurrible —dijo Mat, refiriéndose a su pierna lisiada—. Yo seré el que las lleve, cuando te digan dónde has de vivir. Así me enteru yo también.

A Nora le gustó la idea de que Mat fuese con ella y supiera dónde iba a vivir. De ese modo resultaba todo menos extraño.

—Espérame aquí entonces —le dijo—. Tengo que entrar para que me digan dónde voy a vivir. Luego vendré a buscarte. Debo darme prisa, Mat, porque la campana ya ha dejado de sonar y me mandaron estar a las cuatro.

—Palu y yo esperamus. Truje una piruleta que mangué de un puestu —dijo Mat, sacándose del bolsillo un caramelo pringoso—, y Palu estará contentu en teniendo ese escarabaju tan grande para jugar.

El perro enderezó las orejas al oír su nombre, pero sus ojos no se apartaron ni por un momento del escarabajo.

Nora entró apresuradamente en el Edificio del Consejo mientras el niño se quedaba en la escalinata.

***

En el gran salón sólo la esperaba Jacobo. Nora se preguntó si por haber sido su defensor en el juicio tendría que ser ahora su tutor, y curiosamente sintió un pequeño arranque de irritación. Ya era mayor para bandearse sola. A su edad muchas chicas se preparaban para casarse. Ella siempre había sabido que no se casaría, era imposible con aquella pierna torcida; no podía ser una buena esposa, no podía cumplir los mil deberes que se les exigían; pero desde luego se las podía bandear sola. Su madre lo había hecho y le había enseñado a hacerlo.

Pero Jacobo le dio la bienvenida, y aquel asomo de irritación se disipó y pasó al olvido.

—¡Ya estás aquí! —dijo, y levantándose dobló los papeles que estaba leyendo—. Voy a enseñarte tus habitaciones. No están lejos. Es en un ala de este edificio.

Entonces la miró y vio el hatillo que llevaba a la espalda.

—¿Eso es todo lo que tienes? —preguntó.

Ella se alegró de que le hiciera esa pregunta, porque así tenía ocasión de hablar de Mat.

—No todo —dijo—. Es que no puedo cargar mucho porque… —hizo un gesto hacia la pierna, y Jacobo asintió—. Así que tengo un niño que me ayuda. Se llama Mat. Espero que no sea molestia, pero se ha quedado en la escalinata. Él tiene el resto de mis cosas. No sé si les parecerá bien que siga siendo mi ayudante. Es un buen chico.

Jacobo frunció ligeramente el ceño; después se volvió a llamar a uno de los ujieres.

—Que venga ese niño de la escalinata —dijo.

—Esto… —interrumpió Nora. Jacobo y el ujier se volvieron. Ella habló como si tuviera que pedir disculpas, y hasta notó que se encorvaba un poco—. Tiene un perro —dijo bajando la voz—. No va a ninguna parte sin él.

—Es un perro muy pequeño —añadió en un susurro.

Jacobo la miró con impaciencia, como si de pronto se diera cuenta de la carga que iba a ser. Acabó dando un suspiro.

—Que venga también el perro —dijo al ujier.

Les condujeron a los tres por un corredor. Formaban un extraño trío: Nora iba primero, tropezando en el bastón y arrastrando la pierna con aquel ruido de escoba, suish, suish. Detrás iba Mat, callado por una vez en su vida, con los ojos como platos ante la grandiosidad del lugar. Y en último lugar, con un repiqueteo de uñitas en las baldosas del suelo, iba el perro del rabo torcido, llevando muy ufano en la boca un escarabajo que se retorcía.

Mat dejó el fardo de las cosas de Nora pasada la puerta, pero no quiso entrar en la habitación. Lo contemplaba todo solemnemente con su mirada extasiada y observadora, y él solo tomó esa decisión.

—Yo y Palu esperamus aquí —anunció—. ¿Cómo se llama esto? —preguntó, recorriendo con la vista el ancho espacio donde se encontraba.

—El corredor —le dijo Jacobo.

Mat asintió.

—Pues yo y Palu esperamus aquí en el curredor. Yo y Palu no entramus en el cuartu por los insectus.

Nora se volvió rápidamente a mirar, pero el perro ya se había tragado el escarabajo. Además, de «insectu» no tenía nada; como había dicho Mat, era un escarabajo gigante.

—¿Qué insectos? —fue Jacobo el que preguntó, con el ceño fruncido.

—Palu tiene pulgas —explicó Mat mirando al suelo.

Jacobo meneó la cabeza; Nora vio que le temblaban los labios por contener la risa. Jacobo le hizo pasar a la habitación.

Se quedó atónita. La barraca donde había vivido toda su vida con su madre era una simple choza con el suelo de tierra. Las camas eran jergones de paja sobre una tarima. Guardaban las pertenencias y los alimentos en utensilios hechos a mano; siempre habían comido juntas en una mesa de madera que el padre de Nora hizo mucho antes de que ella naciera. Le daba pena que se hubiera quemado aquella mesa, que conservaba tantos recuerdos para su madre. Catrina le había descrito cómo su padre alisaba la madera con sus fuertes manos y redondeaba las esquinas para que el niño que iba a venir no se hiciera daño en los picos. Ahora todo eran cenizas: la madera alisada, los cantos suaves, el recuerdo de aquellas manos.

En aquella habitación había varias mesas muy bien hechas, con finos relieves. Y la cama era de madera con patas, y estaba cubierta con colchas de tejido ligero. Nora no había visto nunca una cama igual, y pensó que las patas serían para estar a resguardo de las fieras o de los insectos. Pero allí, en el Edificio del Consejo, seguro que no los había; hasta Mat lo había intuido, y no había querido que las pulgas de su perro pasaran del corredor. Había ventanas con cristales, y a través de ellas se veían las copas de los árboles; la habitación daba al bosque que había detrás del edificio.

Jacobo abrió una puerta interior, y Nora vio otro cuarto más pequeño, sin ventanas y lleno de anchos cajones.

—Aquí se guarda el manto del Cantor —dijo él. Tiró de un cajón grande, y Nora vio el manto doblado, con sus hilos de vivos colores. Jacobo lo volvió a cerrar y señaló hacia los otros cajones más pequeños.

—Ahí tienes materiales —dijo—. Todo lo que te puede hacer falta.

Volvió al dormitorio y abrió una puerta del otro lado. Nora vislumbró un suelo que a primera vista parecía de piedras planas; eran baldosas de un tono verde claro.

—Ahí tienes agua —explicó Jacobo—, para lavarte y para todas tus necesidades.

«¿Agua? ¿En un edificio?».

Jacobo se asomó a la puerta y echó una ojeada. Mat y Palo estaban allí esperando, Mat sentado en cuclillas y chupando su piruleta.

—Si quieres que el niño se quede contigo, puedes lavarle ahí. Y al perro también. Hay una bañera.

Mat le oyó, y alzó los ojos a Nora con alarma.

—No. Yo y Palu ya nos vamus —dijo. Después, con cara de preocupación, preguntó—: ¿no te tendrán presa aquí, verdad?

—No, no va a estar presa —le tranquilizó Jacobo—. ¿Por qué piensas eso? Te traerán la cena —dijo a Nora—. No estás aquí sola. El Entallador vive allá, al otro lado —y apuntó hacia una puerta cerrada.

—¿El Entallador? ¿Ese chico que se llama Tomás? —dijo Nora muy sorprendida—. ¿Él también vive aquí?

—Sí. Puedes ir a su habitación si quieres. Durante el día tenéis que trabajar los dos, pero puedes comer con el Entallador. Ahora familiarízate con tu cuarto y con tus herramientas. Descansa. Mañana veremos en qué consiste tu trabajo. Me voy acompañando al niño y el perro.

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