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Authors: Lois Lowry

Tags: #ciencia ficción - juvenil

En busca del azul (11 page)

BOOK: En busca del azul
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—Este pardo oscuro es de los brotes de la vara de oro, ¿no? —Nora sostuvo los hilos a la luz de la ventana—. Parece más claro que cuando estaba húmedo, pero sigue siendo un pardo muy bonito —pocos días atrás había ayudado a la tintorera a preparar los brotes para la tintura.

Anabela llevó los jarritos a la mesa, y mirando a las hebras que Nora tenía en la mano hizo un gesto de asentimiento.

—La vara de oro florecerá enseguida. Emplearemos los capullos frescos, no secos, para el amarillo más brillante. Los capullos se cuecen poco tiempo, no tanto como los brotes.

Más conocimientos que había que fijar y retener en la memoria. Le pediría a Tomás que lo pusiera por escrito con lo restante. Bebió un sorbo de la tisana, caliente y concentrada, y volvió a pensar en el ruido amenazador de aquello que la acechó en el bosque.

—He pasado mucho miedo al venir —confesó—. De veras, Anabela, es que no corro nada. Esta pierna es una inutilidad —bajó los ojos y miró su pierna con vergüenza.

La anciana se encogió de hombros.

—Te ha traído hasta aquí —dijo.

—Sí, y eso lo agradezco. ¡Pero me muevo tan despacio! —Nora acarició la áspera superficie del jarrito de barro, pensando: «cuando Mat y Palo vienen conmigo no me persigue nada. Quizá Mat me dejaría traerme a Palo todos los días. Bastaría un perrillo para tener a raya a las fieras».

Anabela se echó a reír.

—No hay fieras —dijo.

Nora la miró de hito en hito. Claro que no había fieras que se acercaran a aquel claro con hogueras encendidas. Y daba la impresión de que la anciana no salía nunca del claro, no hacía nunca el camino hasta el pueblo. «Todo lo que necesito está aquí», había dicho a Nora, hablando con desprecio del pueblo y su ruidosa vida. Pero de todos modos había vivido hasta las cuatro sílabas y había adquirido cuatro generaciones de sabiduría. ¿Por qué hablaba de pronto como un crío ignorante, fingiendo que no había peligro? ¡Como Mat cuando se aporreaba el pecho soltando bravatas y se pegaba espartina diciendo que eran pelos de hombre!

No por hablar así se estaba más seguro.

—La oí gruñir —dijo en voz baja.

—Nombra los hilos —ordenó Anabela.

Nora dio un suspiro.

—Milenrama —dijo, y puso un amarillo pálido al lado del pardo oscuro. La tintorera asintió.

Nora examinó a la luz otro amarillo más brillante.

—Tanaceto —decidió finalmente, y la tintorera volvió a asentir.

—Gruñía —dijo Nora otra vez.

—No hay fieras —repitió la tintorera con firmeza.

Nora siguió clasificando y nombrando los hilos.

—Granza —dijo acariciando aquel rojo intenso, que era uno de sus favoritos. Tomó un lavanda pálido y frunció el ceño—. Éste no lo conozco. Es bonito.

—Baya de saúco —dijo la anciana—. Pero no es sólido. No dura.

Nora envolvió los hilos color lavanda en la mano.

—Anabela —dijo por fin—, gruñía. De verdad.

—Entonces sería un ser humano haciendo de fiera —le dijo Anabela con voz firme y rotunda—. Alguno que ha querido asustarte para que no vengas al bosque. No hay fieras.

Entre las dos, despacio, clasificaron y nombraron los hilos.

Más tarde, al regresar a casa por el bosque silencioso, sin sonidos atemorizadores en la espesa maleza que flanqueaba el camino, Nora se preguntó qué ser humano la habría seguido y por qué.

* * *

—Tomás —le dijo mientras cenaban juntos—, ¿tú has visto alguna fiera?

—Viva no.

—¿Muerta sí?

—Todos las hemos visto. Cuando las traen los cazadores. La otra noche, ¿no te acuerdas? Las trajeron después de la cacería. Había un montón enorme en el patio del carnicero.

Nora arrugó la nariz al recordarlo.

—¡Soltaba un tufo! —dijo—. Pero, Tomás…

Él esperó a su pregunta. Esa noche, para cenar, les habían servido carne en una salsa espesa. Al lado, en el plato, venían unas patatitas asadas.

Nora apuntó a la carne de su plato.

—Esto es lo que trajeron los cazadores. Es liebre, me parece.

Tomás asintió con la cabeza.

—Todo lo que trajeron los cazadores era como esto. Conejos. Algunas aves. No había nada, en fin, que fuera muy grande.

—Había ciervos. Yo vi dos en la carnicería.

—Pero los ciervos son pacíficos, asustadizos. Los cazadores no traen nada que tenga garras ni colmillos. No cazan lo que se dice fieras.

Tomás se estremeció.

—Afortunadamente. Una fiera podría matar.

Nora pensó en su padre. Se lo habían llevado las fieras.

—Anabela dice que no existen —confesó.

—¿Que no existen? —Tomás puso cara de extrañeza.

—Eso es lo que dijo. «No hay fieras».

Siguieron comiendo en silencio, hasta que Nora volvió a preguntar:

—¿Así que tú no has visto nunca una fiera de verdad?

—No —reconoció Tomás.

—Pero conocerás a alguien que la haya visto.

Él se quedó pensando un momento, y después negó con la cabeza.

—¿Tú sí? —preguntó.

Nora miró a la mesa. Siempre le había costado trabajo hablar de ello, incluso con su madre.

—A mi padre se lo llevaron las fieras —dijo.

—¿Tú lo viste? —preguntó él, con la voz alterada.

—No. Yo aún no había nacido.

—¿Tu madre lo vio?

Ella intentó recordar lo que contaba su madre.

—No. No lo vio. Mi padre fue a la cacería. Todos dicen que era un cazador excelente. Pero no volvió. Vinieron a decírselo a mi madre, que le habían atacado las fieras y se lo habían llevado estando en la cacería —le miró perpleja—. Pero Anabela dice que no las hay.

—¿Y ella qué sabe? —dijo Tomás escépticamente.

—Es tetrasílaba, Tomás. Los que llegan a cuatro sílabas lo saben todo.

Tomás hizo un gesto de asentimiento y bostezó. Había trabajado mucho durante todo el día. Sus herramientas yacían aún sobre la mesa, escoplos pequeños con los que retallaba meticulosamente y devolvía su forma a los lugares desgastados y lisos del lujoso báculo que utilizaba el Cantor. Era una labor muy minuciosa, que no admitía el menor descuido. Tomás le había dicho que muchas veces le dolía la cabeza, y que tenía que parar cada poco rato para no cansar la vista.

—Me voy para que descanses —le dijo Nora—. Yo tengo que recoger el trabajo antes de irme a la cama.

Regresó a su habitación y dobló el manto, que aún yacía sobre la mesa. Había estado toda la tarde remendando desde que volvió del bosque. Se lo había enseñado a Jacobo, como hacía cada día, y él había manifestado su aprobación. Ahora también Nora estaba cansada. Las largas caminatas de cada día hasta la casita de la tintorera eran agotadoras, pero al mismo tiempo el aire puro le hacía sentirse limpia y tonificada. Tomás debería tomar más el aire, pensó, y luego se rió para sus adentros, diciéndose a sí misma que parecía una madre regañona.

Después de darse un baño —¡cómo disfrutaba ahora del agua caliente!—, se puso el sencillo camisón que le traían lavado cada día. Luego fue en busca de la caja tallada, y sacando el trapito se lo llevó consigo a la cama. Aún no se le había pasado del todo el susto del camino, y pensó en ello mientras le venía el sueño.

«¿Será verdad que no hay fieras?». Sus pensamientos enmarcaron la pregunta, y su mente respondió con un susurro, mientras en la palma de la mano yacía el trapito hecho un ovillo caliente.

«No las hay».

«¿Y entonces mi padre, que se lo llevaron las fieras?». Nora se adormeció, y de sus pensamientos cayeron resbalando las palabras. Su respiración se hizo suave y acompasada sobre la almohada, y la pregunta pasó a ser un sueño.

El trapito dio algo así como una respuesta, pero no fue más que un aleteo, como una brisa que pasó por ella y que no recordaba cuando se despertó con el alba. Le contó algo de su padre, algo importante, algo serio; pero ese conocimiento entró en su mente dormida con el temblor de un sueño, y a la mañana no supo que lo había tenido.

Capítulo 12

Cuando la campana tocó a levantarse, se despertó con la sensación de que había habido un cambio: notaba una diferencia, pero no sabía decir qué. Sentada en el borde de la cama, caviló durante unos momentos. Pero no fue capaz de descubrir qué era, y al final dejó de intentarlo. Sabía que a veces era más fácil recuperar los recuerdos perdidos y los sueños olvidados no pensando en ellos.

Afuera el tiempo estaba tormentoso. El viento sacudía los árboles y lanzaba cortinas de fuerte lluvia contra el edificio. El suelo de tierra dura se había convertido en barro durante la noche, y estaba claro que no era día de ir a la barraca de la tintorera. Mejor, pensó; había mucho que hacer en el manto, y el otoño temprano, la fecha de la Reunión, se aproximaba. Últimamente había días en que Jacobo la visitaba un par de veces para comprobar sus progresos. Parecía contento con su trabajo.

—Aquí —le había dicho dos días antes, pasando la mano por la extensión sin decorar— será donde empieces a hacer tu propia labor. Cuando pase la Reunión de este año, cuando hayas terminado la restauración, tendrás toda esta parte para trabajar durante años.

Nora tocó el lugar donde Jacobo había puesto la mano. Trató de ver si sus dedos sentían allí la magia. Pero no, sólo había vacío. Una sensación de necesidad insatisfecha.

Él, como si notara su incertidumbre, quiso tranquilizarla.

—No te preocupes —dijo—. Te explicaremos lo que queremos que representes ahí.

Nora no contestó. Aquellas palabras la inquietaron. No serían instrucciones lo que necesitase, sino que la magia acudiera a sus manos.

Recordando esa conversación, de pronto cayó en la cuenta: ¡Jacobo! ¡A él le puedo preguntar sobre las fieras! Jacobo había dicho que él iba en la cacería aquel día, que había visto la muerte de su padre.

Y quizá le preguntase también a Mat. Con lo pequeño y salvaje que era, no cabía la menor duda de que Mat se había saltado las normas muchas veces y había ido a sitios donde no debían ir los niños. Nora rió para sí pensando en Mat y sus travesuras. Todo lo fisgaba, todo lo sabía. Si ella y Tomás no lo hubieran impedido, se habría ido a la cacería detrás de los hombres y se habría puesto en peligro. Acaso lo hubiera hecho ya alguna otra vez.

Acaso hubiera visto fieras.

Cuando vino la auxiliar con el desayuno, Nora pidió que le encendieran las luces, porque la tormenta ensombrecía la habitación incluso al lado de la ventana, donde ella se sentaba a trabajar. Por fin se instaló con el manto extendido y colocó en el bastidor la siguiente sección en espera de arreglo. Como había hecho a menudo, recorrió con la vista y con los dedos la compleja historia del mundo retratada en el manto: el punto de partida, ya remendado hacía tiempo, con el agua verde, las fieras oscuras en la orilla y los hombres ensangrentados por la cacería. Más lejos aparecían pueblos, con viviendas de todas clases: el humo de los fuegos estaba hecho con puntadas curvas de grises violáceos y mates. Era una suerte que no hubiera que repararlo, porque Nora no tenía hilos a juego. Pensaba que debían de estar teñidos con albahaca, y Anabela le había dicho lo difícil que era la albahaca y cómo manchaba las manos.

Después, ráfagas de fuego complejas y arremolinadas: naranjas, rojos, amarillos. Esos fuegos salpicaban el manto por unos sitios y otros; era un motivo repetido de ruina, y Nora, dentro de los intrincados dibujos que formaban los brillantes y destructivos hilos de fuego, veía retratadas figuras humanas: gentes aniquiladas cuyos pueblecitos se derrumbaban, y más tarde ciudades todavía mayores y mucho más espléndidas, quemadas y arrasadas por la destrucción ardiente. En algunos sectores del manto se intuía el final de mundos enteros. Pero siempre, a poca distancia, surgía nueva vida. Nuevas gentes.

Ruina. Reconstrucción. Ruina otra vez. Renacer. Conforme Nora iba siguiendo las escenas con la mano, mayores eran las ciudades que aparecían y mayor la destrucción. Era un ciclo tan regular que su desarrollo adoptaba una forma clara, un movimiento de sube y baja como una ola. Desde la esquina diminuta donde empezaba, donde se producía la primera ruina, iba agrandándose progresivamente. Los incendios crecían a medida que crecían los pueblos. Todos seguían siendo muy pequeños, creados con los más minúsculos puntos y combinaciones de puntos, pero se veía una pauta de aumento, y que cada vez la ruina era peor y la reconstrucción más difícil.

Pero las secciones tranquilas eran exquisitas. Flores en miniatura, de infinitos colores, florecían en prados veteados de hilos de sol dorado. Las figuras humanas se abrazaban. El dibujo de los tiempos pacíficos transmitía una inmensa calma en comparación con el caos torturado de los otros.

Siguiendo con el dedo el perfil de las nubes blancas con visos rosados sobre cielos pálidos grises o verdes, Nora volvió a añorar el azul. El color de la calma. «¿Qué era lo que había dicho Anabela, que allá tenían azul? ¿Qué quería decir eso? ¿Quiénes lo tenían, y dónde era allá?».

Más preguntas sin respuesta.

Los cortinones de lluvia que azotaban la ventana la distrajeron. Suspirando, Nora contempló cómo el viento agitaba y doblaba los árboles. Los truenos sonaban en la lejanía.

Se preguntó dónde estaría Mat y qué haría con aquel tiempo. Sabía que la gente normal, los que vivían por donde su madre y ella tuvieron la barraca, estarían hoy sin salir de casa, los hombres malhumorados y tensos, las mujeres quejosas porque el mal tiempo les impedía atender a sus quehaceres. Los niños, encerrados, estarían peleándose y berreando por las bofetadas que les propinaban sus madres.

Su vida, con una madre viuda que hablaba con dulzura, había sido distinta. Pero también la había apartado de los demás, y había provocado la hostilidad de gente como Vandara.

—¡Nora! —oyó que Tomás llamaba a la puerta.

—Pasa.

Él entró y se puso a mirar la lluvia por la ventana.

—Estaba pensando qué hará Mat con este tiempo —dijo Nora.

Tomás se echó a reír.

—Eso te lo digo yo. Se está terminando mi desayuno. Llegó esta mañana pronto, calado y diciendo que su madre le había echado de casa por alborotar y dar guerra. Yo creo que más bien era que quería desayunar.

—¿Y Palo también?

—Palo también, naturalmente.

Como si les hubiera oído, en el corredor sonaron las pisaditas del perro, y Palo apareció en la puerta, ladeando la cabeza con las orejas tiesas y meneando furiosamente el rabo torcido. Nora se arrodilló y le rascó la nuca.

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