—¿Te tira la carne? —le pregunta a Suzanne cuando la ve salir por la puerta giratoria del edificio del Instituto.
—Qué carne...
—La de comer.
—Psssí...
—Pues vamos a comer carne.
—¿Adonde?, tengo que estar de vuelta en una hora...
—A siete manzanas
uptown. Y
no sueñes con encontrar un taxi libre, ¿quieres que te lleve a cuello o prefieres correr?
—Mmmm... mejor llévame a cuello.
—Entonces tendrás que quitarte la falda, no puedes sentarte a horcajadas con eso puesto. Y no te preocupes por la gente, el otro día vi a un negro en calzoncillos en la Quinta Avenida y nadie hacía caso.
Caminan deprisa, más aún que el común de los transeúntes, y apenas hablan por el camino. Cuando llegan al restaurante acalorados se encuentran con dos grupitos de oficinistas esperando mesa en la barra de la entrada, y otros que comen allí mismo, sentados en un taburete. T quiere que Suzanne le pregunte al camarero cuánto tardará en quedar libre una mesa para dos, pero ella lo anima a practicar su inglés. Después de pensarlo un poco, él propone una fórmula para hacer la pregunta:
Should we wait too long for a table?
Suzanne arruga la nariz y aconseja
How long should we have to wait for...
T se lo repite a sí mismo y, muy despacio para no atrabancarse, interpela al primer camarero que se le pone a tiro. Es un tipo sospechosamente bajito y moreno, y en efecto contesta en español que unos diez minutos. Piden dos medias pintas para hacer tiempo y el camarero las sirve junto con dos ejemplares de la carta. T no sabe lo que es
Prime Rib
ni
Sirloin;
Suzanne explica que chuletón y solomillo. El encuentra más palabras que no entiende, pero son tantas que renuncia a seguir preguntando y anuncia que va a pedir un
Cajun Steak Rib.
No tiene muy claro lo que será eso, pero aparte de la langosta es lo más caro que hay en la lista y quiere que Suzanne se sienta cómoda respecto a los precios, bastante altos por lo demás. Ella le pregunta si ya sabe lo que es un pedazo de carne de 28 onzas (
28 oz
., dice en la carta, junto al nombre del plato). Él niega y ella le advierte que son más de tres cuartos de kilo de chicha roja. «Bueno, tengo apetito», dice él. «Pues yo voy a pedir la sopa del día y
Roast Beef Hash»,
dice ella. «Qué significa
Hash.»
«Picadillo.» T no conoce los vinos, todos franceses o californianos, y Suzanne dice que tampoco, pero que prefiere no probar ninguno porque tiene que trabajar por la tarde. T trata de reprimirse pero no puede evitar preguntar qué demonios es el
Crackling Pork Shank with Firecracker Applesauce
que viene anunciado como plato del año según
USA Today's.
«Algo como pierna de cerdo crujiente con compota de manzana». «Ah...» Cuando al fin otro camarero les avisa de que pueden seguirlo hasta el comedor del piso alto no han hecho más que hablar de comida.
El salón al que son conducidos es acogedor pese a sus dimensiones. Bonitas lámparas colgantes y lucernarios en el techo que dejan ver las puntas lejanas de los edificios colindantes. La mayor parte de las mesas están ocupadas por parejas de anglosajones excepcionalmente discretos, el murmullo de voces resulta tan suave como el estándar de Cole Porter que suena de fondo. La mesa que les indica el camarero es buena, junto a una ventana a la Tercera Avenida. Hacen el pedido y T se alegra de contar con la ayuda de Suzanne para responder a la batería de preguntas respecto a los acompañamientos, las aguas y todo lo demás. Enseguida les traen la bebida, panecillos y mantequilla, y se quedan solos.
—¿Has visto?, manteles —dice T acariciando el paño—. Es la primera vez que veo un mantel de tela en la ciudad.
—Y cubiertos de metal —dice Suzanne alzando tenedor y cuchillo como el coyote de los dibujos animados—. Nos lo harán pagar, ¿has visto los precios?
—Bueno, invito yo, estoy celebrando que hace una semana que te conozco... ¿Sabes qué me gustaría?: un día tenemos que ir al Ambassador.
—Ah... Por alguna razón especial...
—Porque de niño fui pobre. Paupérrimo. Si te fijas en el fondo de mi mirada, verás la cicatriz.
Suzanne lo mira a los ojos tratando de encontrar algo adecuado que decir:
—Yo no veo nada...
—Porque no miras bien. La pobreza vivida en la infancia siempre deja huella. En el mejor de los casos da lugar a un sentimiento de superioridad condescendiente respecto a todos los que fueron niños acomodados. Y en el peor deja una amargura que reclama desquite constante. Yo lo llevo bastante bien, pero tengo que medicarme con algún lujo de vez en cuando.
Ella no termina de tomarlo en serio, quizá por el tono desenvuelto con que él habla. Parece querer resultar ingenioso; forzadamente, incluso.
—A ver, cómo de pobre fuiste, a qué se dedicaba tu familia...
—Tendrás que reformular la pregunta: el concepto «familia» no tiene para mí el mismo sentido que para ti.
Tono más serio de Suzanne:
—¿Eres... huérfano..., o algo así?
T ríe sin emitir sonido:
—Técnicamente soy un expósito. Es una palabra de sonido feo y ya nadie la usa, pero eso es exactamente lo que soy. Un expósito.
—No estoy segura de saber lo que significa...
—Equivale al inglés
foundling
, que supongo que deriva de
found:
encontrado, hallado, como Moisés en su canastilla. Pero la etimología latina tiene connotaciones más sórdidas. «Expósito» viene del verbo
expono, exponere,
etcétera, que significa exactamente «poner fuera», «sacar». En latín se le llamaba así a cualquier recién nacido expulsado de su casa, literalmente puesto de patitas en la calle. Los griegos solían matar a sus hijos no deseados, pero en Roma el
paterfamilias
sólo tenía derecho por ley a sacarlos a la calle y dejarlos allí para que se murieran. O para que cualquiera los recogiera. Si tenía algún interés en ellos, siquiera como esclavos... ¿Te aburro?
—En absoluto. Es... No me aburres en absoluto.
—¿Seguro? En mi desquiciado universo emotivo siento que todos los niños abandonados de la historia son mis antepasados, así que puedo hablar de estas cosas como si contara batallitas familiares.
Suzanne tarda un poco en responder:
—Me parece interesante saber de tu familia, sea cual sea la que tú consideres tu familia. Yo..., me sonaba que los expósitos eran los niños huérfanos que vivían con las monjas...
—También. Eso fue después. En la Edad Media se agudizó el concepto de culpa y vergüenza asociado a la generación de niños y la gente empezó a exponerlos anónimamente a la puerta de las iglesias, o en las plazas públicas. Pero a menudo eran devorados por los perros antes de que nadie tuviera oportunidad de recogerlos, así que en el siglo XVII la Iglesia empezó a crear lo que llamó «Casas de Expósitos». Eran edificios muy particulares, con un mecanismo llamado «torno» a la entrada. ¿Sabes lo que es un torno? —ella niega con la cabeza—. Era una especie de vertedero de niños. Solía tener forma de nicho giratorio, empotrado en el muro exterior del edificio, muy parecido a un nicho de cementerio, y solía tener una inscripción grabada en el frontón:
Mi padre
y
mi madre me arrojan de sí / la caridad divina me recoge aquí.
La madre o quien fuera dejaba sus desechos orgánicos en aquel contenedor y hacía sonar una campanilla. Los de dentro le daban vuelta al torno y el niño pasaba al otro lado del muro sin que se supiera quién lo había dejado. La mayoría moría en cuestión de semanas, por la sífilis congénita, o la desnutrición, pero para un cierto porcentaje de ellos allí empezaba el calvario de vivir.
—¿A ti te dejaron en un torno? —pregunta Suzanne muy seria. T ríe:
—No, yo tuve más suerte... Los tornos dejaron de funcionar hace mucho, al menos en España. Y también hace mucho que es ilegal abandonar niños sin darse a conocer, aunque de vez en cuando aparece alguno en un contenedor de basura. Pero las cosas han cambiado, de hecho ya ni siquiera está permitido usar a niños expósitos para hacer experimentos médicos. ¿Conoces la historia de la primera vacuna?
—No.
—Bueno, otro día te la cuento, no es conversación para tener en la mesa.
T ha pronunciado las últimas palabras viendo que llegaban los entrantes.
Bon apetit,
dice antes de probar la sopa.
Suzanne se queda unos momentos pensativa, como si estuviera haciéndose muchas preguntas y no supiera por cuál empezar:
—¿Nunca has tenido una familia adoptiva? Disculpa si te parezco indiscreta, es que... me interesa.
—Sí, una vez, durante unos meses, cuando tenía cinco o seis años. Pero casi no tengo recuerdo de eso. Me devolvieron al orfanato, al parecer en no muy buen estado... De eso sí me acuerdo: del día que volví al orfanato, aunque procuro no tenerlo presente. Luego era ya demasiado mayor para que nadie me quisiera.
Suzanne finge que come, pero apenas da unas cucharadas desganadas antes de volver a preguntar.
—¿Y nunca has sentido curiosidad por saber quiénes eran tus padres?
—Como la mayoría de los huérfanos. En cuanto cumplí la mayoría de edad cometí el error de rastrear mi origen, de hecho creo que ésa fue mi primera investigación policial.
—Por qué «el error»...
—Porque a veces más vale no saber.
Suzanne pone cara de no entender. T hace una mueca como de impaciencia:
—Bueno, te pondré un ejemplo: imagínate que descubres que eres hija de un violador de menores que dejó preñada a una de sus víctimas...
Suzanne no se atreve a decir nada y T se siente obligado a alegrar un poco el tono:
—De todas maneras sí tengo algo parecido a una familia... quiero decir un matrimonio mayor con quien comer en Navidad, y a quien llamar por teléfono para avisar de que llegué bien aquí, por ejemplo.
—¿Ah sí?
—Sí... Él ha sido una especie de mentor, en realidad lo más parecido a un padre que conozco. Y su mujer viene a ser como una tía cariñosa, más o menos. No tienen hijos, así que, bueno..., nos tenemos un poco ese cariño filial.
—¿Viven en España?
—Sí. Él es comisario de policía..., comisario principal, en realidad, está a cargo de la Jefatura Central, pero hoy día es casi un cargo honorífico, y además se jubila este año. Fue mi instructor cuando ingresé en la Academia, hace como veinticinco años de eso.
Se acerca el camarero con los segundos. El de T es una costilla que parece de dinosaurio, servida en un enorme grial adornado con montañitas de puré de distintos colores.
* * *
El jueves por la tarde, después de la comida, a T se le ocurre entrar en Tiffany para hacer tiempo hasta que salga Suzanne del Instituto. Naturalmente no es todavía el momento de regalar joyas, y además comprar algo asequible en Tiffany tiene un punto de vulgar, de tópico para turistas, así que casi se alegra de encontrar bastante anticuado todo lo que ve en las primeras vitrinas.
¿Qué más puede hacer hasta las cinco? El poder de fascinación de la ciudad se ha ido difuminando en los últimos días hasta quedar en nada. Había sido Adán explorando un extraño paraíso hiperpoblado, en cualquier dirección en que mirase encontraba algo relevante, sustantivo; pero ahora todo le parece circunstancial: lo que era tema se ha convertido de repente en simple escenario. Quizá porque Adán ha encontrado su propia historia que vivir con Eva, piensa T, y ahora el mundo vuelve a ser tan pequeño como suele serlo para la mayoría de las personas, un universo centrado en los propios deseos y necesidades, siempre vistos tan de cerca, tan delante de los ojos, que a su lado toda una ciudad con su gente y su trepidar se empequeñecen hasta formar un fondo vago. Eso es: el perro muerto se ha convertido en fondo vago.
Y en el fondo vago hace calor esta tarde, de manera que interrumpe el callejeo para entrar a tomar una cerveza en un bar que parece la versión tronada de un viejo pub inglés. La anglosajona que sirve en la barra es muy atractiva según los cánones en vigor: facciones angulosas, cuerpo escuálido, movimientos elásticos y grandes pechos de silicona, todo ello bajo el gobierno de la mirada dura y la voz desabrida de las mujeres de la ciudad. Cuando T paga su cerveza ella dice
Thank you
y se lo queda mirando fijo. Sin duda es otra invitación sexual, la enésima, de modo que T desvía los ojos hacia su copa para desentenderse. Ella, consciente del rechazo, vuelve tranquilamente a sentarse sobre la nevera corrida y reanuda su conversación con otra blanca sentada en la barra, gordita y feúcha pero tan
metropolitan
y segura de sí misma como la otra. Al menos aquí las mujeres aceptan con deportividad una negativa, piensa T, están acostumbradas a tomar la iniciativa y por tanto a ser desestimadas.
Entonces se le ocurre que es extraño que justamente en esta ciudad haya encontrado a Suzanne. No puede imaginársela insinuándose a un desconocido: no tanto por timidez o tradicionalismo: sobre todo por orgullo. Ese anticuado orgullo femenino: la mujer como criatura excelsa que el hombre ha de esforzarse en merecer, vanidad femenina perdida para siempre, sobre todo aquí. Y sin embargo, paradójicamente, quizá sólo aquí es posible encontrar a una mujer como Suzanne, del mismo modo que sólo aquí puede encontrarse un punki negro o unos zapatos de piel de sapo venenoso. Pero Suzanne es única, aquí y en cualquier parte: es la madona de Bellini, y ha tenido que venir a encontrarla al otro lado del mundo.
Saliendo del bar después de tres cervezas, camina despacio de vuelta al Instituto, con las manos en los bolsillos. Sin saber cómo, simplemente al azar de sus pasos, se encuentra de pronto en una de esas calles intimidantes, de película de pandilleros. No hay tránsito de vehículos ni de personas, sólo tres jóvenes negros sentados en las escaleras de acceso a un edificio abandonado, y, frente a ellos, en la misma acera por la que camina T, otro joven negro bailoteando junto a un contenedor de escombros. No se sabe qué hace detrás del contenedor, sólo se distingue que es alto como un jugador de baloncesto y que lleva en la mano una toalla húmeda que hace restallar como un látigo. En conjunto, los cuatro parecen estar esperando a que pase alguien propicio para ser asaltado.
T siente un impulso inapelable, radical, que lo hace buscar en el bolsillo de los pantalones las llaves de su apartamento en España. Siempre las lleva encima, cuando menos son útiles para improvisar un arma con ellas. Basta tomar en la palma el llavero, cerrar el puño, y dejar salir entre las falanges la punta del llavín. Eso le da al puño más peso y dureza, pero, sobre todo, otorga la ventaja de un punzón hiriente, sólo hay que tener la precaución de golpear partes blandas.