—Es como volver a la escuela —dice el francés.
—Al grandote no lo conozco.
—Lo llaman el Boing, ya te imaginas por qué... Pero todo lo que es de grande es inocente. En la semana estudia en el valle, es por eso no lo has visto antes.
—Ah, ya, Betoven me habló de él.
—El peor es el Malacaín, no tiene respeto. Y cuando bebe..., ay, ay...
—Sí, eso me han dicho.
—Fue matarife antes que San Martín..., pero ahora trabaja directo para el Propietario. A mí me hizo la vida imposible cuando llegué, con sus amigos del valle. Querían que rezara en francés, o me llamaban mariquita porque usaba
eau de cologne...
Bueno, él siempre pasa el día llamando maricón a todo el mundo, como una obsesión... Más con el uno que no se atreve es con el carnicero, nunca están más juntos en el mismo bar, cuando llega el carnicero el Malacaín sale disparado. Algo pasa entre ellos, pero con los del pueblo nunca se sabe qué...
—También me dijo Betoven que le gusta hacer experimentos con hierbas...
—Sí, eso dicen. Estramonio. ¿Tú conoces?
—Me suena, es una planta alucinógena, ¿no?
—Sí, hierba de brujas. En la Mediana Edad se hacían... cremas mágicos con grasa animal y mezcla de hierbas... A veces se ponían pomada en la vagina con un palo de escoba. Por eso la imagen de la bruja volando con la escoba...
—Ya...
—Pero también funciona en infusión, así que cuidado con lo que tú bebes si está el Malacaín por aquí...
* * *
Antes de salir del Hostal, P mete la mano en el neceser, toma el estuche de joyería que anda suelto por ahí y se lo guarda en el bolsillo de la chaqueta tejana.
Hay niebla en el exterior, una bruma que deja jirones alrededor del campanario. La mañana es fría, pero el sol promete calentar pronto. P va a tomar café y a fumar el primer cigarrillo al bar de los soportales. Charla un poco con la Susi, que cada mañana le pregunta qué tal va todo, pero él no se entretiene hoy contándole las novedades del día anterior, a quién ha conocido o a quién todavía no conoce, y tampoco quiere hablarle de sus planes para la mañana.
Al salir se encamina a la Calle del Puente, en realidad un camino que se aleja de la población siguiendo el riachuelo. Tras las últimas casitas bajas de ladrillo, mucho más humildes que las de la Calle Mayor, aparece un viejo molino en ruinas, sin tejado, con los muros maestros descarnados a lado y lado del curso que atraviesa sus bajos. Después viene un puente de piedra sobre el riachuelo y, enseguida, el cruce con un camino rural que trepa hacia el bosque sin perder anchura, suficiente para dar paso a un camión grande. Hay roderas en el piso, todavía brillante de escarcha en las zonas de umbría, y la fronda castigada por el ir y venir de las cabinas frigoríficas forma un túnel de tenue techumbre permeable al sol. P entrevé de lejos el blanco y rojo de un edificio industrial que parece anidar en la espesura como una aeronave en reposo. Se distingue entre los árboles la torreta cuadrangular con un logotipo, «Uni-Pork», también en rojo vivo sobre blanco. Llegado al final de lo que apenas es ya un camino mal asfaltado, gira a la izquierda y se encuentra dos portones abiertos. Los custodia un vigilante en su garita, que se retrepa en la silla al ver que P se acerca.
—Buenos días —dice P. El vigilante no contesta, corre primero la pequeña ventanilla de cristal para oír mejor.
—Hola —repite P—, venía a las oficinas...
El hombre se parece al viejo John Barrymore en
Qué bello es vivir,
y tiene las manos igual de deformadas por la artrosis. Mr. Potter en la Barrera. Parece contrariado, no debe de ser habitual que se presente alguien a pie, un tipo que quiere ir a las oficinas y que no parece ni representante de comercio, ni mayorista, ni inspector de sanidad.
—¿Le esperan a usted?
—Pues no, no creo que me esperen...
—¿Qué quería?
—Quería hablar con el responsable del departamento de personal.
El hombre duda, quizá porque no existe el Departamento de Personal, o quizá porque se llama de otra manera. Pero los modales de P lo convencen, la dicción, la sonrisa, una nebulosa de buenas impresiones que P sabe que irradia.
—Tendrá que dejarme su carné de identidad.
P se lo pasa a través de la ventanilla. El hombre abre un cajón, saca una libreta, mira el reloj; con la pésima letra que sale de sus manos deformadas apunta la hora, el nombre, el número... Después le devuelve a P el carné acompañado de una tarjeta con una pinza para colgar de la solapa, VISITANTE, dice la tarjeta, y P se la prende cuando John Barrymore le dice que tiene que llevarla siempre visible.
Ya superada la barrera casi todo es aparcamiento, líneas, flechas, carriles pintados sobre el asfalto muy negro; dos camiones de la empresa, un furgón, algunos coches corrientes, un Porsche negro con capota de lona blanca y llantas doradas. El edificio es una nave industrial moderna, lo más moderno que ha visto P desde hace semanas, dos pisos de altura, sin ventanas, toda ella roja y blanca, con la torreta del logotipo sobre lo que parece la entrada formal.
Al paso de P se abren las puertas acristaladas. El espacio al que accede tiene algo de lujoso al estilo de los noventa, abeto aclarado con anilinas, acero mate, lámparas halógenas y grandes sillones de rojo vivo, como coágulos de sangre. Los dos ordenadores del mostrador son de la marca Apple, P ha visto antes ese modelo, parecido a un enorme huevo translúcido, también rojo. Tras el mostrador, una empleada con el accesorio para hablar por teléfono encajado en la cabeza, casi a juego con el
piercing
que lleva clavado en la ceja. Madonna en el Matadero. P decide ser todo lo encantador que sabe.
—Buenos días —dice Madonna viéndolo acercarse.
—Buenos días, quería hablar con el responsable de personal, si es posible.
—Pues..., en este momento no se encuentra en el recinto. ¿Qué es lo que quería?
—Bueno, he sabido que hay una lista de espera de aspirantes a un empleo.
—Ya... —cara de haberlo calado al primer golpe de vista— ¿Es usted vecino de San Juan?
—Pues sí.
—Sólo se admiten solicitudes de habitantes de la comarca, con preferencia de familiares de empleados ya en plantilla...
—Bueno, yo vivo en el pueblo desde hace un tiempo.
Madonna parece no creer, pero no contradice, sólo trata de desanimar.
—No sé si sabe usted que las solicitudes tardan meses en ser aceptadas...
—Ya... ¿Muchos meses?
—A veces uno o dos años, si es que realmente encaja usted en algún puesto...
—Bueno, me interesa apuntarme de todas maneras.
Visto que el desconocido no se echa atrás, Madonna decide desembarazarse de él dándole papeles.
—Tendría que rellenar estos impresos y traerlos con un Curriculum detallado y una foto.
P toma las dos hojas grapadas que le tienden, agradece, da media vuelta y sale de la recepción. No hay mucho más que hacer allí dentro.
De nuevo en el aparcamiento comprueba que está en un punto ciego tanto para Madonna como para John Barrymore en su cabina. Enciende un cigarrillo y echa a caminar siguiendo la longitud de la nave hacia el fondo del recinto. Rumor de máquinas; huele a algo, a carne cruda, a sangre. Ha superado ya la mitad del recorrido cuando desde el fondo aparece doblando la esquina un hombre con el mismo uniforme azul que John Barrymore. Camina apresurado y lleva la gorra de plato en la mano. Ya de lejos parece extrañarle la presencia de P, quien decide reforzar su aire inocente caminando con más decisión aún. Pero el guardia ha enlentecido el paso, se ha puesto la gorra y no deja de mirarlo. «Buenos días —le dice a P a dos metros—, ¿busca usted a alguien?» P se detiene y responde que sí, «al jefe de personal, me parece que está abajo», señala vagamente hacia el final de la nave. «No, disculpe —dice el guardia—, tenga usted la bondad de pasar por las oficinas, allí le informarán». «Ah, bien, gracias» dice P, y, siempre con mucha decisión, cambia el sentido de su marcha y camina detrás del guardia, que va más deprisa que él pero de vez en cuando se vuelve para comprobar que P hace lo que le han dicho. Eso obliga a P a volver a entrar en la recepción mientras el guardia sigue hacia la cabina de John Barrymore, y una vez dentro ha de acercarse de nuevo al mostrador y decirle algo a Madonna, que disimula mal su fastidio al ver entrar por segunda vez al mismo pesado.
—Perdona, ¿no tendrías una tarjeta con vuestra dirección postal?, así os podría enviar la solicitud por correo...
Madonna le da una tarjeta con una sonrisa falsa y P puede salir de allí pasando frente a John Barrymore y el otro guardia que hablan en la puerta de la cabina. Saluda con la mano, ellos contestan de la misma manera y lo vigilan con disimulo hasta verlo salir del recinto.
Más allá de la entrada al matadero, el camino que lo ha traído continúa el ascenso por la espalda gibosa del Horlá, convertido ahora en un sendero limitado por zarzales que angostan el paso. Pero han pasado por allí motocicletas todoterreno y también algún coche esporádico, a juzgar por las roderas cubiertas de hierba. Un poco más adelante, junto al camino, se erige una pequeña construcción de piedra y pizarra que parece un refugio para pastores, aunque también parece una capilla, o un panteón, sobre todo por la hornacina con una imagen de piedra porosa estragada por las heladas, sin apenas facciones en el rostro, plantada sobre un pedestal en el que se lee «Ntra. Sra. del Horlá» en pintura negra. P se acerca más y está a punto de tocar la pequeña escultura atraído por su superficie desgastada, pero alrededor del pedestal hay una orla de plástico entre cuyas hojas y pétalos descoloridos han construido sus trampas las arañas. Eso lo hace retroceder con un escalofrío de pánico; encoge el cuello entre los hombros, se toca la nuca, aprieta los puños, toda una constelación de gestos fóbicos que le sirven para desembarazarse de la horrible idea de que alguna araña puede haber saltado sobre él y estar colándose por alguna abertura de su ropa.
Sigue camino arriba, cada vez más en pendiente, hasta llegar jadeante a lo que podría ser un hombro del Horlá. La superficie es allí arriba bastante llana, rocosa, del tamaño de una cancha de baloncesto, y parece estar rodeada de cielo por todas partes menos por la que la une al cuello del gigante. En el centro del espacio hay una cruz de piedra sin inscripciones, y a su pie varios ramos de flores atados a la cruz con alambre; flores secas de meses o años.
P recorre el perímetro de la terraza natural. Hacia el sur la bajada es relativamente suave y muy forestada, apenas se alcanza a ver unas pocas casas del pueblo entre la fronda, a veinte o treinta metros en vertical. Hacia el norte el suelo de roca pelada acaba abruptamente y, cortado a pico, se pierde en una caída abismal a la que uno no se atreve a asomarse francamente. Desde allí se domina una perspectiva de siluetas montañosas superpuestas y, al fondo, muy lejos, relucen las nieves perpetuas de la gran cordillera alpina. Se entiende que sea un lugar tentador para lanzarse, basta una breve carrerilla y dar un salto al final para irse directo abajo, perder el conocimiento a medio camino y morir soñando volar.
P no se lo piensa mucho. Saca el estuche que lleva en el bolsillo, lo abre y extrae su contenido.
Jewel Zoo,
lee por última vez en el estuche de madera encerada, justo antes de dejarlo caer y verlo casi flotar hasta perderse de vista. Luego mira el anillo que ha quedado en su mano, el aguamarina azul y el pequeño diamante, más bien incrustados que engarzados sobre un lecho cuadrangular de oro blanco. Con un poco de buena voluntad se tiende a ver un asteroide azul iluminado por su sol brillante y lejano,
isn't it romantic?
P cierra el puño sobre él, retrocede unos metros para tomar impulso, da tres pasos de lanzador de jabalina hacia el abismo, y sacude un latigazo con el brazo al tiempo que abre la mano. Algo brillante sale volando primero hacia el cielo, luego se pierde sobre el azul, y por último brilla otra vez un momento, ya cayendo hacia la nada, invisible, perdido, irrecuperable.
P hace un gesto de adiós con la mano y toma el camino de bajada hacia el pueblo.
* * *
Media tarde en el pub. No hay clientes. Entra P.
—Chico, estás triunfando —dice Madame Bovary.
—¿Por?
—Bueno, has superado el primer mes, ¿no?
—No ha sido tan difícil, la verdad.
—Y además tienes buena prensa. En parte es gracias al Betoven; está chiflado, pero se le reconoce olfato para discernir entre forasteros. Te llama Pedro el Grande; claro que sus motes no suelen cuajar, a mi me llama Madame Bovary... Lo más probable es que te quedes con el que te ha puesto la Heidi: Bond, James Bond; dice que eres policía, o algo parecido... La cuestión: ¿aún buscas trabajo?
—Claro.
—¿Conoces al Sicomoro?, el que hace conmigo los turnos de noche el fin de semana...
—Sí.
—Pues le ha salido curro de empaquetador en el matadero y a partir de la semana que viene no podrá venir.
—Interesante...
—Así que le he dicho al Propietario que el forastero andaba buscando trabajo... Cosa que por otro lado él ya sabía...
—¿El Propietario...?
—El propietario de todo: del matadero, del hostal, de este bar y de media comarca...
—¿El del Porsche negro?
Madame Bovary asiente.
—¿Y qué te ha dicho?
—Que te pregunte si has trabajado alguna vez en un bar. Basta que me digas que sí y que te presentes el viernes a las cinco de la tarde. Bueno, mejor vente el jueves y te enseño cómo funciona la barraca. Como verás no hay muchos candidatos al puesto.
—¿Horarios?, ¿paga?
—Viernes, sábado y vísperas de festivos desde las cinco hasta el cierre: sobre las tres, o las cuatro, o hasta que le salga de los cojones al último borracho que quede en pie. 8 euros a la hora, sin papeles, claro. Acabarás hasta los huevos de esta gentuza, pero en los dos días te puedes sacar fácil 150 o 160, y si hay fiestas entre semana más. Eso sí, el turno de noche incluye evitar que se líen tanganas demasiado sonadas, así que puede que alguna vez tengas que hacer de segurata... Por eso el propietario quiere a un tío los fines de semana, y ha ayudado bastante la manera como le paraste los pies al Malacaín el otro día. Por cierto, te tiene atravesado, no para de llamarte marica y cagarse en tus muertos.
—Ya se le pasará... 150 por dos noches no está mal. Es lo que pago en el hostal por toda la semana.