—Pero a ti te gusta ése, ¿no? —dice ella.
—A mí sí. Es un capricho, ya lo sé...
—¿Y qué nos darían por el nuestro? Está bien cuidado, y ha dormido siempre en el garaje.
—Psé, puede que medio millón..., poco más. Es un modelo antiguo.
Durante unos minutos el comisario sigue hojeando el catálogo con una mejilla apoyada en la mano. Su mujer enrolla calcetines, todos negros excepto unos marrones. Cuando termina con ellos empieza con los calzoncillos, que va amontonando a la derecha bien doblados, todos blancos. Por último se ocupa de las bragas, de rosa y azulón y color carne, y después de un par de sujetadores cuyas copas encaja la una en la otra. Rompe el silencio justo cuando el aparato de música hace una pausa entre canciones:
—Bueno, pues si a ti te gusta ése, compramos ése, ya está.
Se levanta de la silla para amontonar en el balde la ropa ya doblada. Pero ahora es el comisario el que se echa atrás:
—No... es caro, podemos mirar otra cosa.
Ella ya está de espaldas, saliendo del salón, cuando dice:
—Ya es hora de que te permitas algún capricho. —Después, desde el pasillo, añade en voz alta—: Y apaga esa música, anda, que van a dar las noticias y es hora de cenar.
* * *
Al comisario le preocupa un poco lo que ha estado leyendo en el libro de Hare sobre la mirada de los psicópatas. Fría, dura, como de tiburón, o de muerto. Le viene a la memoria una foto de Boris Karloff caracterizado de Frankenstein que recuerda desde niño, con los párpados caídos sobre pupilas de pez, grandes, oscuras y enteladas. El comisario ha oído decir que cuando uno lee sobre una enfermedad tiende a encontrar en sí mismo muchos de sus síntomas, y también sabe que ni remotamente puede atribuírsele a él ningún rasgo de psicopatía: ni tiene una mente fría y superficial, ni una personalidad egocéntrica y presuntuosa, ni es incapaz de arrepentimiento, ni poco empático, ni manipulador, ni mentiroso. Pero aun así no puede evitar mirarse los ojos al espejo de su baño privado cuando se levanta para ir a orinar antes de salir del edificio. Mirada de muerto, sí: como Boris Karloff en el papel de Frankenstein, de no ser porque Frankenstein no es capaz de sonreír como el gato Gardfield... Prueba a quitarse la corbata y arremangarse. Sigue pareciendo Boris Karloff: más gordo y quizá en pleno bodorrio de puros y aguardientes, pero con los mismos ojos. Prueba después a ponerse la americana sin la corbata. La imagen que ve ahora es la de un notario venido a menos. Con ojos de Boris Karloff... Pero algún día tiene que ser el primero si uno decide prescindir de la corbata, así que no se mira más y sale de su despacho.
En el Departamento de Criminología está Puértolas de guardia. Eso es justamente lo que el comisario ha previsto.
—Comisario..., qué sorpresa... A qué se debe..., a qué se debe, la..., cómo diría...
—¿La visita?
—El placer, sí..., naturalmente..., el placer... inesperado, ¿verdad?
El comisario procura ir al grano cuanto antes. Saca unos folios doblados que trae en el bolsillo de la americana.
—Ahora se lo explico, primero lea esto.
Le tiende una de las hojas con el poema mecanografiado:
Hábil, astuto, cruel,
es el noble guerrero,
oro calza la yegua
del Señor que en secreto
rige con voz de mando
en el Monte Perverso.
¡Luz se liará sobre el nombre
que se expone de lleno
a quien supla la falta
en el orden perfecto!
Consejero de diablos
es el hombre de negro,
emplear bien sus zarpas
del león es derecho.
Rogad al mal romance
que se torne sereno:
descubrís que el virrey
que se esconde en el verso
ofrendó sacrificio...
Puértolas emplea medio minuto en la lectura y ya está a punto de abrir la boca cuando el comisario decide no dejarlo hablar todavía.
—Déjeme que le explique de dónde lo he sacado... ¿Se acuerda de la última vez que hablamos, sobre el asunto Uni-Pork?
—Sí, naturalmente..., sí.
—Teníamos un cadáver descuartizado en un matadero. Y teníamos un mensaje que alguien dejó junto a los restos: EN EL NOMBRE DEL CERDO. Bien: pues una semana antes de encontrarnos con todo eso, el propietario del matadero en cuestión publica en el periódico local el poema que acaba de leer...
—Interesante..., sí, interesante... Muy..., muy, ¿cómo diría?..., sugerente, ¿verdad?
—Espere... La composición es lo que se llama «romance endecha», versos de siete sílabas con rima asonante de los pares... Fíjese ahora en la frase que encontramos en el cadáver —el comisario tamborilea en la mesa—:
En el nombre del Cerdo:
también siete sílabas, con rima idéntica a la del poema... Pero fíjese aún más: esas siete sílabas contienen las vocales E-E-O-E-E-E-O, exactamente igual que los versos pares de la poesía, y no sólo eso: exactamente con el mismo ritmo, con acentos en la tercera y la sexta vocal: pa, pa, pam, pa, pa, pam, pa.
Puértolas, mientras el comisario habla, ha vuelto a revisar el texto mecanografiado:
—Mmmm..., no es muy bueno pero es..., delicioso..., delicioso, sí: delicioso... De dónde..., cómo ha podido, ¿verdad?..., ¿sabe..., sabe usted algo de...?
—¿De poesía?, ni papa. Hablé el otro día con Quique Aribau...
—Ah..., Quique..., muy simpático, eh..., sí. Precisamente hablamos..., del Jardín..., del Jardín de las Delicias, naturalmente, sí..., simpático...
El comisario está a punto de perder el servicio pero en el último momento lo recupera:
—Sí, muy simpático... Pero verá: mire: vamos ahora con lo que dicen los versos. Al principio no entendía quién era el Señor del secreto, ni el noble guerrero, ni nada de nada. Pensé que podía ser el Diablo..., cruel y todo eso... Pero fíjese en este trozo:
Oro calza la yegua / del Señor que en secreto / rige en el Monte Perverso.
Bien: se me ocurrió que era una metáfora con la que se pretendía expresar que el Señor en cuestión era rico, ¿de acuerdo?, pero ¿qué pensaría si le dijera que el propietario del matadero, es decir, el autor del poema, tiene un Porsche con las llantas chapadas en oro?
—¿Oro?, ¿en serio?... Qué..., qué exquisita escatología..., ¿llantas chapadas?
—Como lo oye: chapadas en oro mate. Eso me hizo pensar que el autor estaba haciéndose un autorretrato. Y desde ese punto de vista todo coincide: «virrey» y «consejero de diablos»..., la mitad de los alcaldes de la comarca son parientes suyos, tiene influencias en todas partes, sería largo de explicar pero he recabado información en la Provincial y el pájaro viene a ser casi un señor feudal, su familia mangonea en aquel territorio desde hace generaciones...
El hombre de negro...,
siempre viste de negro. ¿Y qué es el Monte Perverso? Pues es el Monte Horlá: es dueño titular de media montaña, hasta la lleva en el apellido, Juan de Horlá, no es un pseudónimo, es su nombre de nacimiento...
Puértolas, inopinadamente, no tiene nada que decir, sólo sigue mirando atentamente el verso con una mano tapándole el embozo y cabecea ligeramente, como asintiendo. El comisario continúa pues:
—Pero vamos a tirar por otra parte... Fíjese lo que dice:
Luz se hará sobre el nombre /... / a quien supla la falta / en el orden perfecto.
Al principio tampoco lo entendía, pero fíjese: un romance endecha suele terminar en un verso par, rimado como el resto de los pares, y en cambio éste termina en verso impar, sin rima. ¿Cuál es esa falta que hay que suplir entonces? —el comisario toma la hoja mecanografiada de las manos de Puértolas y, con un lápiz que saca del bolsillo de su camisa, escribe una línea final añadida al poema:
Hábil, astuto, cruel,
es el noble guerrero,
oro calza la yegua
del Señor que en secreto
rige con voz de mando
en el Monte Perverso.
¡Luz se hará sobre el nombre
que se expone de lleno
a quien supla la falta
en el orden perfecto!
Consejero de diablos
es el hombre de negro,
emplear bien sus zarpas
del león es derecho.
Rogad al mal romance
que se torne sereno:
descubrís que el virrey
que se esconde en el verso
ofrendó sacrificio
EN EL NOMBRE DEL CERDO.
El comisario sigue hablando mientras Puértolas considera el añadido:
—Ahí lo tiene: torne usted el romance sereno, es decir, complételo hasta equilibrarlo y descubrirá que el Señor que se esconde en el verso ofrendó sacrificio en el nombre del Cerdo. Es él.
Puértolas se decide por fin a decir algo: —Brillante..., eh, brillante, ¿verdad?..., brillante, no hay duda, naturalmente. Pero creo..., creo..., creo que se ha centrado usted... Los pares, naturalmente, los pares...
rimados. Pero quizá hay algo más que... le... interesará..., sí, sin duda...
—Qué...
Puértolas le pide al comisario el lápiz y, con él, rodea con un círculo la primera letra de todos los versos impares. El resultado permite leer de arriba a abajo «H-O-R-L-A» en la primera estrofa y «C-E-R-D-O» en la segunda. El comisario queda por un momento atónito y se da un palmetazo en la frente:
—
Luz se hará sobre el nombre / que se expone de lleno:
que se expone de lleno: ¡de lleno!: con todas sus letras... No me había dado cuenta de eso...
—Comisario..., mis... felicitaciones: lo tiene usted.
El comisario se queda mirando fijo a Puértolas, sin darse cuenta de que está poniendo ojos de interrogatorio, asomando justo por encima de las gafas:
—Lo tengo sí: sé quién es, pero no tengo ni una sola prueba sólida. Sólo la convicción...
—Suficiente para... investigar por ese... camino, ¿verdad?: suficiente, sí.
—Sólo me preocupa saber por qué nos lo está poniendo tan claro.
—Bueno... en realidad, no tan claro, ¿verdad?, naturalmente si usted..., si usted no... hubiera, no hubiera captado la importancia... Pero también por..., la vanidad, ¿verdad?, la típica... vanidad del psicópata...
—Sí... he leído en el libro que me recomendó. Lo estoy terminando.
—En efecto, sí..., les gusta..., les gusta ser muy..., listos, ¿verdad?, naturalmente..., inteligentes y..., audaces..., sí, audaces.
* * *
Calabrava, domingo por la mañana. Mercedes, la mujer del comisario, está preparando su capazo playero en el vestidor. El comisario asoma a la puerta:
—Mercedes: que vengo contigo a la playa.
Ella se gira y lo mira incrédula:
—¿A la playa-playa?..., ¿en bañador?
—Claro.
Ella no añade más, se limita a ir al cuarto de baño para recogerse el cabello en un moño y atarse un pañuelo a la cabeza. Mientras, él se prepara a solas en el vestidor y, antes de que ella termine ante el espejo del lavabo, aparece a su espalda. Se ha puesto el bañador nuevo, granate, largo hasta medio muslo, ajustado con una lazada del ceñidor que le cuelga por delante. También lleva las gafas, unos calcetines negros y las zapatillas de andar por casa.
—¿Qué tal estoy?
—¿No te afeitas?
—No..., hoy no. Qué: qué tal.
—¿No te habrás puesto calcetines para bajar a la playa?
—Bueno, cuando lleguemos me los quito.
—¿Y vas a bajar así?
—No mujer: ahora me visto encima. ¿Se me ve muy gordo?
—Mmmno —consigue pronunciar ella. El comisario se encara al espejo. Es una imagen conocida: él sin camiseta en el espejo del baño: desde Buda nada nuevo bajo el sol. Pero algo falla porque su mujer no lo está animando mucho.
—Oye, ¿no te dará vergüenza que te vean conmigo en la playa?
—¿Serás tonto...? Venga, quítate esos calcetines y ponte algo encima.
—¿Qué quieres que me ponga?
—Pues nada: una camisa de manga corta y los mocasines blandos. Pero quítate los calcetines, haz el favor.
—Pues yo he visto a muchos turistas llegando a la playa con calcetines...
La protesta no merece respuesta, sólo un fruncimiento general del rostro.
—¿Y pantalones tampoco?
—¿Para qué quieres pantalones?, ya llevas el bañador, ¿no? Lo que sí habrá que comprarte para otra vez es una gorra. Y unas chanclas.
Al comisario le produce aversión la mera palabra «chanclas», es un repelús incluso fonético, pero se siente lo bastante inseguro como para no contradecir de momento a la experta. Vuelve al vestidor, se quita los calcetines, se pone una camisa blanca abrochada hasta el penúltimo botón y vuelve a presentarse ante el jurado: «Qué». El jurado se acerca, le desabrocha tres botones de la camisa y se aleja, pero el efecto sigue siendo el de un mantel sobre una mesa para cuatro, así que termina de desabrocharle la camisa, le abre un poco los faldones y le remete los cordones del bañador por dentro.
—¿Así tengo que ir, enseñando toda la pelambrera por la calle?
—Bueno, si quieres te depilo antes de bajar...
Por un momento al comisario se le pone cara de alarma. A ella casi se le escapa la risa:
—Venga, no seas tonto, que estás bien. Si estás harto de ver a señores como tú que van así por la calle, aquí todo el mundo va igual...
—Ya, pero son turistas...
—Y qué: tú y yo también somos turistas. Nacionales pero turistas.
El momento de abandonar la penumbra del portal es difícil para el comisario. Hay gente por la calle, pero no ve a nadie en bañador, al menos a nadie como él, así que trata de ocultarse tras la menuda figura de su mujer, que camina delante por la acera. Otro problema importante es qué hacer con las manos. Decide enlazarlas a la espalda, aunque eso deje los faldones de la camisa libres para abrirse tanto como quieran. Afortunadamente la playa está apenas a cien metros, si bien hay que superar el cruce del paseo, justo el más concurrido de la población, y como un
beatle
obeso y en calzones recorre las franjas blancas del paso de peatones procurando no mirar a ninguna parte. Sí él no ve a nadie, puede que nadie lo vea a él, ésa es la lógica.
Por fin superan también la acera ajardinada del paseo, el aparcamiento de coches, y llegan al borde de la arena, punto donde de ordinario el comisario le da un beso a su mujer y retrocede tierra adentro buscando la sombra del bar de la estación de autobuses, asistido del periódico de la mañana y de una deliciosa ración de boquerones rebozados. De modo que su mujer le pregunta si hoy no pasa por el kiosco para tener algo que leer y él tiene que negar con la cabeza, incapaz de hablar porque lleva un rato reteniendo aire para convertir en tórax una parte de lo que en condiciones normales es abdomen.