En el nombre del cerdo (17 page)

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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor, #Intriga

BOOK: En el nombre del cerdo
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En cuanto tiene pertrechado su pequeño artilugio toma aire profundamente y se encamina hacia el joven negro de la toalla dando pasos cortos y elásticos. Está claro el objetivo: el chico es demasiado alto para alcanzarle la cara con eficacia, hay que interpelarlo para que se sitúe de frente y entonces ir al vientre, directo al vientre, clavar y desclavar, suficiente para dejarlo perplejo. Después habrá que buscar algo en el contenedor repleto de escombros, un trozo de tubería, un palo, un ladrillo, e irse directo a por los otros, antes de que puedan reaccionar coordinadamente.

Lo que T no ve porque lo oculta el mismo contenedor de escombros, es que detrás hay aparcado un Mercury de color granate, y que todo lo que está haciendo el joven negro con su toalla enrollada y húmeda es sacarle brillo a los cromados del coche de su jefe, frutero de origen bengalí que le paga a cinco dólares la hora por hacer un poco de todo. Y ni él ni los tres estudiantes que fuman en las escaleras, tienen la más remota idea de lo que trae en la cabeza ese blanco atlético que se acerca con tanta decisión.

A las cinco en punto, después de pasarse por el hotel para lavarse bien las manos y cambiarse la ropa, T está ante el edificio del Instituto, relajado, compuesto y sin mácula. Y enseguida aparece Suzanne entre una avalancha de oficinistas con traje y corbata.

—¿Qué has estado haciendo toda la tarde? —pregunta ella.

—Darme cuenta de que ya no puedo dejar de pensar en ti —responde él.

—Bueno, bueno... Eso se lo dirás a todas...

—No, sólo a las que me vuelven loco.

EN EL MUNDO

Quique Aribau el escritor no ha olvidado traerse su libro de primero de bachillerato, lo tiene abierto hacia él sobre la mesa de despacho del comisario:

—Vamos a ver..., son todos de siete sílabas, ¿no?: heptasílabos...

—No todos —dice el comisario—, por ejemplo éste... —Señala un verso en el folio mecanografiado y gira el papel hacia su interlocutor. Quique cuenta tamborileando en la mesa con los dedos:

—Que-sees-con-deen-el-ver-so... Heptasílabo también..., hay dos sinalefas...

—Dos ¿qué cosa?

—Sinalefas: cuando una palabra acaba en vocal y la siguiente empieza también con vocal se cuenta como una sola sílaba, ¿ve?, como aquí. Y cuando el verso acaba en palabra aguda se suma una sílaba, como aquí, y cuando acaba en esdrújula se resta.

—Ah..., eso no lo sabía yo...

Quique consulta el libro mientras va hablando: —Vamos a ver,
Estrofas de Arte Menor...
—Pasa páginas, se detiene un momento y piensa—. En principio podría ser una copla:
arte menor con rima asonante de los pares...
Estos son asonantes...

—¿Y eso qué es?

—Rima asonante es cuando sólo se repiten las vocales a partir de la penúltima sílaba, como aquí: «guerrero» y «secreto», ¿ve? —señala el papel con la poesía mecanografiada—, se repiten sólo la «e» y la «o». Y rima consonante es cuando se repiten también las consonantes..., como..., no sé..., «salchichón» y «colchón», aunque francamente iba a ser difícil reunir estas dos palabras en un verso...


Guardo un salchichón / dentro del colchón
—dice el comisario, casi de inmediato.

—Eso es... —Quique sigue hojeando el libro.

—En cambio
Guardo un millón / dentro del colchón
sería rima asonante, ¿es eso?

Quique se detiene un momento para contar sílabas y le salen cinco y cinco:

—Comisario, ¿sabe usted que tiene talento para esto?

—De pequeño en el pueblo jugábamos a buscarle rimas a las cosas...
El cura tiene cara dura y el boticario trae mal fario...

Quique parece no escucharlo ahora:

—Espere, ya lo tengo. —Lee en el libro—:
Romance Endecha: Serie indeterminada de heptasílabos con rima asonante en los pares y sin rima en los impares...
Vamos a ver si funciona...

Quique gira hacia sí el poema mecanografiado y comprueba:

—Perfecto: es un perfecto romance endecha, no había oído hablar de semejante estrofa en la vida pero es justamente eso: 7 suelto, 7a, 7 suelto, 7a... Lo único que no acaba de encajar es que el último debería de ser un 7a y es un 7 suelto...

Al comisario le interesa lo que ha oído:

—Cómo..., ¿qué pasa con el último?

—Nada, que según los ejemplos del libro el último debería rimar. ¿Ve?...

Quique gira el libro para que el comisario pueda leer una estrofa de Gerardo Diego que se propone como modelo:

(7-)
Una humilde corona,

(7a)
dulce Enrique Menéndez

(7-)
de eternas siemprevivas

(7a)
quisiera entretejerte,

(7-)
que sobre tu sepulcro

(7a)
dobladas balanceen

(7-)
sus espigados tallos

(7a)
al soplo del nordeste.

—Todos los romances que aparecen como ejemplo acaban en un verso rimado, ¿ve?
romancillo, romance heroico, romance endecha...
Claro que a lo mejor es casualidad, y de todas maneras los poetas hacen lo que les da la gana con la métrica, así que...

El comisario ha vuelto a examinar el poema mecanoscrito, se concentra en él, tarda un poco en hablar:

—Quiere usted decir que si añadiéramos a estos diecinueve versos un vigésimo y último, rimado como el resto de los pares, todo encajaría mejor.

—Psí... De hecho ya da la sensación de estar inacabado...

—Sí, como una adivinanza —dice el comisario, pero ya está pensando en otra cosa—. Oiga: ¿así para el asunto de la rima sólo se consideran las dos últimas sílabas?

—Lo que venga a partir de la última vocal tónica...

—Es que me he fijado en una cosa...

—En qué...

—Mire... Todos los versos pares, los que riman..., tienen las misma vocales:
es el noble guerrero, en el Monte Perverso...
, todas igual:
del león es derecho, es el hombre de negro...,
siempre es E-E-O-E-E-E-O. Bueno, menos donde hay esas cosas que dice usted de las vocales seguidas..., ¿cómo era?

—Sinalefas... —Quique está leyendo en el folio vuelto hacia sí—. Tiene razón, no me había fijado. Pero no sólo se repiten las vocales, los acentos también, o las sílabas tónicas, fíjese... ¿Puedo escribir aquí? —toma un lápiz del vaso de cuero que hay en la mesa, el comisario le da permiso para escribir en el folio mecanografiado:

E-E-Ó-E-E-É-O

El comisario se queda mirando las letras que Quique ha escrito a lápiz y parece calcular algo mentalmente:

—¿Eso tiene algún nombre técnico? —pregunta—. Quiero decir lo de escribir siempre versos así...

—Seguramente, pero me parece que en el libro de primero de bachillerato no lo explican... Lo podemos buscar en Internet...

—Pero en cualquier caso ceñirse a ese patrón hace más difícil escribir el verso, ¿no?: que el número de sílabas sea el mismo, que rime, que tenga sentido y, además, que coincidan las vocales y los acentos...

—Bueno, cuantas más condiciones le imponga usted al verso más difícil es encontrarlo, desde luego.

El comisario se reclina en su butaca y se lleva las manos detrás de la nuca:

—Amigo Quique, no sabe usted lo que me ha ayudado... Le invito a un desayuno de tenedor en la cafetería, nos lo hemos ganado.

—Es que Sanchís me quería llevar a ver una autopsia, y no sé si sería buena idea ir con el estómago lleno... Claro que si lo manda el comisario principal siempre podría posponer la visita...

—Bah: las autopsias de los miércoles no suelen ser gran cosa... Las mejores son las del lunes, después del fin de semana.

—Pues casi que me paso un lunes...

El comisario se ha levantado de su butaca y está poniéndose la americana:

—Cambiando de tema —dice—, ¿así que no cree usted que tengo aspecto de notario?

* * *

El comisario llega a casa algo más tarde de lo habitual, con un folleto de Audi en la mano.

—Hola-hola —dice. Desde el recibidor trata de aspirar algún aroma que llegue de la cocina, pero no huele a nada salvo al nuevo ambientador de melocotón, o albaricoque, algo afrutado.

—Estoy en la plancha —vocea su mujer desde la habitación pequeña, junto al dormitorio. El comisario se dirige hacia allá. Recibe un beso en el bigote.

—Acaba de llamar Tomás ahora mismo... Hoy llegas tarde, ¿no?

—Sí, ahora te explico, me voy a quitar los zapatos... —Se aleja hacia la cocina—: ¿Qué cuenta Tomás?

—Ahora te explico yo también, no andes gritando por toda la casa que están las ventanas abiertas.

En la cocina, el comisario se detiene en los fogones para levantar la tapa de una cacerola. Albóndigas en salsa de almendras. De cerca sí huelen, muy bien: el comisario está tentado de meter un dedo en la salsa para probarla, pero todavía no se ha lavado las manos y se reprime. Después se quita los zapatos en la galería. Habla de regreso por el pasillo hacia el dormitorio, desabrochándose el cinturón:

—Bueno, qué, qué dice Tomás: cómo sigue la Gran Manzana. ¡Hola, Garfield!

Su mujer desde el cuarto de al lado:

—Pues... la cosa es que ya no está en Nueva York, llamaba desde Irlanda.

El comisario sale al distribuidor con los pantalones en la mano, deteniendo un momento la labor de doblarlos siguiendo la línea de planchado:

—¿Desde Irlanda?

—Sí, me ha dicho el nombre en inglés de un pueblo pero no me acuerdo de cómo era, sonaba como «Laigo», o algo parecido. Está en la costa atlántica del país, según me ha dicho.

—¿Y qué demonios hace en Irlanda?

—Pues no sé..., ha hablado poco, no parecía tener muchas ganas. Sólo ha dicho que estaba bien y que llamaba para decir que ya no estaba en el hotel de Nueva York. No ha dejado ningún otro número, pero dice que seguramente volverá a España en unos días.

—¿No ha pedido la beca de residencia en Estados Unidos?

—No sé, no me ha dicho nada de eso...

El comisario vuelve al dormitorio con sus pantalones ya doblados. Los cuelga en el respaldo de la silla, termina de ponerse la ropa de casa y entra en la habitación de la plancha abrochándose.

—¿No le habrá pasado algo malo? —pregunta.

—No creo... No, seguro que no. Pero la verdad es que sí que lo he encontrado un poco tristón. También me ha dicho que ha atravesado el país en tren y que no para de llover, que el clima es un poco deprimente. A lo mejor es eso. Y recuerdos para ti y que volverá a llamar si tarda en volver. Nada más.

El comisario se ha quedado con los pulgares prendidos de los tirantes, observando con atención la manga de la camisa blanca que su mujer está planchando.

—No sé —dice—, me parece un poco raro...

—A lo mejor es que no le ha gustado Nueva York. Una cosa es hacer planes desde aquí y otra cosa es llegar y ver aquello...

—Me extraña. La primera vez que llamó parecía muy contento. Cuánto hace de eso, ¿tres o cuatro semanas?

Su mujer sólo levanta las cejas y guarda silencio un momento:

—¿Y tú?, que es eso que tenías que explicarme —dice, sacando a su marido de la aparente concentración con que la está mirando planchar.

—Nada. Que me he pasado por un concesionario de coches. He traído un folleto para que lo veas.

—He hecho albóndigas para cenar, ¿te apetecen? Y de primero tengo para hacer una ensalada variada, con rabanitos de esos que te gustan. Iba a hacer una sopa de arroz pero empieza a hacer calor para sopas.

—Ya he visto las albóndigas en la cazuela...

—¿No habrás metido el dedo sin lavarte las manos?

—Noooo —el comisario se suelta los tirantes y se mira las manos—, ahora mismo me las voy a lavar.

—Bueno, pero deja las albóndigas tranquilas hasta que cenemos.

—Bieeeen, a las órdenes de vuecencia.

Saliendo del lavabo el comisario recoge el catálogo de Audi que ha dejado en el recibidor y se lo lleva al salón para remirarlo con tranquilidad. Pero ve el aparato de música y se le ocurre volver a oír el disco de Supertramp. Suena realmente raro, a veces parece que suena una orquesta de fantasmas, pero ha ido marcando algunos temas con un rotulador rojo a medida que se ha ido acostumbrando a ellos y empiezan a gustarle. Se lleva a la butaca la portada del disco, el rotulador rojo y el catálogo de coches. Cuando entra su mujer en la sala con un balde lleno de ropa para doblar suena
Even in quietest moments
y el comisario está mirando a las musarañas con el catálogo abierto sobre las rodillas.

—Mira que te ha dado fuerte con la musiquita... —se sienta en la mesita que usa para coser y empieza a volver calcetines del derecho metiendo la mano hasta el fondo.

—Si te molesta, me pongo los auriculares...

—Deja... Y no le des más vueltas a lo de Tomás, seguro que está bien. Le habrá apetecido conocer Irlanda...

—No..., estaba pensando en el chico que me vende los discos. No sé qué pasó que no me acordé de decírtelo el otro día: le dieron un cabezazo y le dejaron la nariz como un pimiento.

—Por Dios..., ¿al mariquita?

—Sí... Entraron dos a robar la caja y se ve que les hizo un comentario de los suyos. Uno se calentó y le arreó un cabezazo con el casco de la moto puesto.

—Madre mía..., ¿y está bien?

—Supongo. No era gran cosa, un par de puntos. Esta semana me pasaré a verlo.

—Pues dile que otro día no conteste, que esa gente son unos salvajes. —Pausa, enrolla calcetines—. Oye: ¿y el escritor?, ¿has sabido algo más de él?

—Sí, ayer desayuné con él —el comisario ríe—. Dice Sanchís que lo quiere ver todo y que lo tiene loco a preguntas, pero le da reparo ir a la sala de autopsias.

—No me extraña...

—Oye, ¿quieres ver el coche que me gusta?

—Bueno: a ver...

El comisario se levanta con alguna dificultad de la butaca y se sienta frente a su mujer, en la mesita convertida en muestrario de calcetines, bragas, calzoncillos y sujetadores. Abre el catálogo por la página que muestra un A3 gris oscuro metalizado, en escorzo frontal:

—Qué: qué te parece...

—Bien... ¿Cuánto vale?

—Un diésel que esté bien..., unos treinta mil euros.

—Uh..., ¿cinco millones?, qué barbaridad.

—Mujer, es un buen coche...

—¿Y no nos apañaríamos con algo más barato?

El comisario hace una mueca antes de contestar que sí. Luego vuelve el catálogo de nuevo en su dirección y se queda mirando la foto.

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