Silencio sucio: rumor débil de tráfico, el aire acondicionado, la respiración de la ciudad en reposo... T no quiere volver a dormirse; escucha ahora los ruidos de la grifería, el agua corriendo por las venas del edificio. Quisiera ver mejor, por la ventana apenas entra un fulgor nocturno entorpecido por la cortina enrollable. Pone los pies en el suelo y enciende la lámpara de la mesilla. La otra cama de la habitación, la suya habitual, se ha convertido en soporte de varias prendas de ropa dispuestas para evitar arrugas; en el suelo sobre la moqueta, unos zapatos de medio tacón; cerca, sus propios zapatos y su ropa interior. La luz hiere y apaga la lamparita. Se le ocurre fumar. Decide no hacerlo todavía, mejor esperar y ver si hay que seguir durmiendo o levantarse definitivamente. De pronto se siente incómodo desnudo. Enciende de nuevo la luz, recupera sus calzoncillos del suelo y se los pone. Apaga y se queda sentado en la cama en estado de vigilia atenuado.
A las seis y diecisiete en los dígitos rojos del despertador se abre la puerta del baño y la luz recorta por un momento la silueta de Suzanne. T se mueve hacia la mesilla buscando otra vez el interruptor. «No enciendas la luz —dice la silueta en un susurro—, duerme, es muy temprano.» «¿Adónde vas?» La silueta se está vistiendo: el vestido, los zapatos... «Tengo que pasar por casa», «Te acompaño», «No, tengo prisa.» T se pone en pie: «Dame sólo tres minutos, voy contigo». «No, de verdad: si no salgo ahora mismo llegaré tarde al Instituto». T no quiere obedecer, vuelve a sentarse en la cama para buscar a tientas sus calcetines sobre la moqueta, pero Suzanne ha terminado de vestirse antes de que él encuentre el segundo. Ella ha dicho adiós y se dirige a la puerta. Él la detiene cuando está abriéndola. «Espera...» le pide, la toma en medio abrazo y la besa cerca de la oreja, dos veces, tres veces, apresuradamente. «Hasta luego», dice T, «Adiós», repite ella. La pesada puerta que parece blindada se ha abierto a la luz mortecina del corredor. T la sujeta, se asoma al quicio, ve la espalda de Suzanne alejándose, girando el recodo y desapareciendo con su movimiento de engranaje complejo bajo el vestido ajustado de lana. Ahí se queda él un momento, como hipnotizado, no quiere cerrar la puerta y encontrarse solo en la oscuridad de la habitación.
Pero está en calzoncillos y con un solo calcetín puesto, así que entra y se sienta en la cama. Piensa si estará a tiempo de vestirse a toda prisa, salir corriendo y atrapar a Suzanne mientras trata de conseguir un taxi. Ahora debe de estar esperando ante los ascensores. T ha encontrado el segundo calcetín, se lo pone. Ella ya debe de estar bajando..., planta 14, planta 12, planta 11. T comprende que no puede salir a la calle sin pasar unos minutos por el baño, sin al menos orinar y lavarse la cara, sin peinarse un poco... Planta 7, planta 6, planta 5. T echa la espalda en la cama: mejor darse una ducha, vestirse con ropa limpia y llamarla después a tiempo para el breakfast. Los dígitos rojos del despertador dicen 06:28... Nota fresco en el torso desnudo, pero le da pereza levantarse para apagar el aire acondicionado. Mejor meterse debajo de la sábana, solo un rato. Suzanne habrá salido ya del edificio, caminará unos pasos por la acera, quizá le pedirá a Goliat que le pare un taxi...; no: seguramente Goliat no ha empezado todavía su turno y ella tiene efectivamente que caminar esos pasos por la acera: clinc, clonc, clinc, clonc...
Dilucidando esta cuestión se queda dormido.
* * *
El despertador no está activado y el reloj interno de T también deja que pasen las ocho sin oponerse. Abre los ojos cuando el sonido del tráfico es ya de pleno día y la luz empuja con fuerza tras la cortina enrollable.
Al subirla se encuentra con las pisadas de un sol joven y vigoroso manchando los pisos altos del patio interior, y al abrir el palmo practicable de ventana entra en la habitación algo que reconoce como la fragancia de la primavera en la ciudad, tibia y rica en aromas artificiales: otra primavera que trae consigo todas las primaveras vividas. Pone la radio y acierta a sonar el L.O.V.E de Nat King Cole: «L», is for the way you look at me / «O» is for the only one I see / «V» is very, very extraordinary / «E» is even more than anyone that you adore. En la cama vecina no queda más ropa que la suya, y en el suelo sólo sus zapatos; sin embargo permanece un recuerdo invisible, un olor, un fantasma. El cepillado de dientes, el repaso a la barba, la ducha, estrenar la camisa de color berenjena y rociarse con un soplo de Boucheron son una sucesión de delicias bailables al son de la radio. Hasta se pone su gorra de cuero.
Ya bajando en uno de los ascensores, los huéspedes apretujados se le antojan inusualmente bien educados; en la recepción luce elegante el guardia de seguridad de las mañanas; la calle parece la más pintoresca del mundo, llena de oficinistas en su peso ideal, vendedores de Rolex a 5 dólares y borrachos con gabardina. Naturalmente la congregación de fumadores a la puerta de la cafetería le parece aún más enternecedora que de costumbre, el café largo le sabe a néctar y el primer Lucky Strike corto es ambrosía sublimada en humo. Pero no hay tiempo para gozar de todos los frutos que ofrece el Edén: necesita por lo pronto enviar unas flores, urgente, y pese a que entiende tanto de flores como de pintura o de ríos trucheros, llega a discurrir que estaría bien una combinación de fresias y anémonas. Sencillas, coloridas, fragantes: una mancha de primavera en la mesa de despacho de Suzanne. ¿Pero se cultivan fresias y anémonas en América?, ¿cómo se dirá «floristería» en inglés?: ¿Flowers shop? ¿Little shop of horrors? Tan amables enigmas se multiplican en el pensamiento de T como una carnada de conejos, y siente una impaciencia eufórica animada por la banda sonora de Nat King Cole que se le ha quedado pegada a la memoria: Take my heart and please don't break it / 'Cause LOVE was made for you and me.
De vuelta al hotel se plantea si el hecho de enviar flores, aunque sean anémonas, se considerará a estas alturas de la Historia Universal un gesto demodé, incluso kitsch, algo como quitarse la gorra en los interiores o decir «Jesús» cuando alguien estornuda. Zanja la cuestión recordando el consejo que le han dado la noche anterior: «Te aconsejo ser espontáneo, es lo mejor». Bien: eso es exactamente lo que va a hacer: ser espontáneo. De modo que entra en la recepción y se dirige a un mostrador en el que una moza WASP vestida de azafata vende rutas turísticas en autobús por los barrios étnicos. Excuse me, la aborda T tocándose absurdamente el ala de la gorra, I wanna send some flowers to my girlfriend, and I'm wondering where can I buy it. Pese a tan innecesaria y macarrónica explicación, la muchacha entiende lo que se espera de ella y hasta muestra una suerte de solidaridad con la girlfriend en vías de ser homenajeada de tan romántica manera. Sale de su trinchera tapizada de fotos de Harlem y Chinatown y le indica a T un pasillo del propio hotel que constituye una minúscula galería comercial. A él se le ocurre rodear a la encantadora muchacha con un brazo y dejar una huella duradera en sus labios, pero a lo más que se atreve es a pronunciar un Thank you seductor entre cuyas líneas puede entenderse que le parece un cielo de chica pero que su corazón pertenece a otra.
Encargar el envío de las flores no es difícil. Cierto que no encuentra ni rastro de fresias o anémonas en la floristería, pero, casi mejor que eso, le gustan unos tulipanes anaranjados que la Big Mamma negra que regenta la tienda promete componer al gusto que expresa T: nada de old fashioned sino más bien smart & cool, adjetivos que la buena mujer glosa como European Style, isn't it? También pregunta si hay que adjuntar alguna tarjeta personal y T dice que no, pero la Big Mamma intuye en él la apostura del enamorado, ese aura principesca, y alarga la conversación expresando su absoluta seguridad de que las flores van a gustarle mucho a su chica. I hope so, dice T sonriendo, I'm for asking her to marry me. Aquello debe de sonar bastante inteligible en inglés porque la señora, emocionada, recoge las palmas descoloridas entre sus grandísimos pechos y dice: God bless you, son, I'm sure she will say yes.
De modo que, así, estimulado por el brillo de ilusión romántica que ve en los ojos amarillos de una florista de 150 kilos, es como T decide que además de unas flores necesita un anillo. An engagement ring, para ser exactos; eso es; conoce la palabra engagement, «compromiso», que le suena a ligazón física, algo a medio camino entre «enlace» y «enganche», y de hecho significa también «combate», aunque eso no lo sabe T y nadie medianamente sensible se lo haría notar esta mañana. Por otra parte son ya las diez y media, demasiado tarde para el breakfast con Suzanne; lo mejor será verse para almorzar y llegar provisto de un buen engangement ring. Desde luego, caso de que regalar flores sea kitsch, regalar un anillo de compromiso tiene por fuerza que ser peor, un verdadero atentado a la transposmodernidad. Pero ya se ha hecho a la idea de hacer exactamente lo que su deseo espontáneo le dicte, así que decide emplear el resto de la mañana en recorrer la ciudad en busca del anillo como un Sauron enamorado.
Y entre tanto la ciudad, ciertamente reducida a simple fondo vago en los últimos días, se revela ahora como un fondo vago plenty of colours, no se entiende cómo no tiene fama de romántica, igual que París o Venecia. A los ojos de T todo es perfecto: la gente parece de anuncio de Benetton, las limusinas de anuncio de Max Factor y los rascacielos de película de Spiderman, no se puede pedir mejor escenario para un springtime romance. En este punto logra reprimir la tentación de componerle prosas poéticas a la ciudad en primavera, al sol sobre los taxis, a las paradas de baratijas y a los carritos de hot-dogs, sin embargo no puede evitar caminar agrupando bocinazos hasta escuchar voces en contrapunto, efectos dodecafónicos y hasta ritmos bailables. En determinado momento, cierto, llega a comprender que a sus 43 años presenta síntomas de estar perdiendo la chaveta por una medio irlandesa de 24 a la que apenas conoce, y hasta se para a reflexionar sobre ello fingiendo que mira el escaparate de una peletería. Y la pregunta que logra formularse mientras fija la vista en dos lagartos convertidos en botas de tacón mexicano es la siguiente, a saber: «¿Debo abandonarme sin resistencia a esta felicidad dudosamente fundamentada, o sería más sensato comportarme como el adulto descreído que en realidad soy y prepararme para el anticlímax que llegará tarde o temprano?» Pero no hay esta mañana reflexión capaz de mitigar sus puras ganas de gozar de sus sensaciones, «V» is very, very, extraordinary, así que sigue caminando con su gorra de irlandés de opereta sobre la coronilla, sonriendo sin motivo aparente, y sacándole pecho al mundo como quien se cree inmune a las balas.
La Séptima está en su apogeo matutino y la 34 parece más llena de tenderetes que nunca. Se detiene en una joyería que le pasa por al lado y examina el escaparate: colgantes, pulseras, cadenas, anillos..., todo en diseños bastante vulgares. Desde luego necesita un anillo de lo más smart & cool, algo que no sea muy dorado ni brille mucho, en definitiva algo que atenúe el fondo kitsch de la cuestión. Por otra parte un anillo de compromiso, por muy cool que sea, debe ser caro, tan caro como uno pueda permitirse con esfuerzo, ésa es sin duda la diferencia entre un ring cualquiera y un engagement ring en toda regla; ¿correcto?, correcto. Bien: ¿cuánto puede gastar él haciendo un esfuerzo? Enseguida cae en que su límite financiero en aquel continente sin ruinas romanas es el del crédito mensual de su tarjeta VISA, no hay más. Así que después de unos cálculos mentales concluye que pueden cargarle unos 2.000 dólares extra sin comprometer su supervivencia en lo que queda de mes. ¿Es mucho, es poco, es suficiente para un engagement ring homologable? Es todo su capital en aquel momento, así que sin duda es el presupuesto adecuado.
Bien: aunque descartada Tiffany días atrás, lo mismo se aleja hasta las Cuarenta de la Quinta Avenida pensando en Bulgari, pero una vez en la puerta no se atreve a entrar de tan bunquerizada como le parece la tienda. A cambio prueba un poco más abajo, en una boutique de relojes y joyas cuadrangulares, carísimas y bastante cool, pero desafortunadamente muy poco smart. Luego se acerca hasta las tiendas judías de la calle 47, donde los diseños le parecen tan ortodoxos como los tipos que circulan por allí con sus sombreros y sus ricitos y sus levitones. El tiempo pasa deprisa recorriendo las aceras siempre atento a los escaparates, se acerca la hora de comer, pero se resiste a la idea de volver a ver a Suzanne sin haber hecho todavía su compra. Es la tozudez del que lo quiere todo tan perfecto que corre el riesgo de estropearlo, como un adolescente relamiendo su carta de amor. El anillo se ha convertido en un garante, en un amuleto, y de algún modo es como si la tenacidad en su búsqueda lo protegiera de que algo pudiera salir mal; ¿correcto?, no: incorrecto, y sin embargo cierto.
Para en un teléfono público del Rockefeller Center y llama al Instituto. Contesta Debie-Diane Keaton; dice que Suzanne ya ha salido a comer y T casi se alegra de no verse obligado a inventar una excusa para no verla a mediodía. Al colgar el teléfono se le ocurre olvidarse de la Quinta Avenida y explorar el SoHo: también tiene fama de exclusivo pero al estilo alternativo, moderno, audaz. Media hora después sale del metro en la parte baja de Broadway, se desorienta y echa a caminar en dirección a Little Italy; pero da igual porque está bajo el auspicio de la diosa Venus y va a parar precisamente a la zona de tiendas de última tendencia que se extiende más allá de Lafayette Street. Y para rematar una de esas carambolas del azar que sólo se dan en la realidad y en los libros de Paul Auster, se tropieza al poco rato con la tienda que andaba buscando sin saberlo: Jewel Zoo, dice el rótulo en banderola, y es una pequeña joyería: la pequeña joyería más cool y smart queT ha visto jamás. El escaparate es un largo acuario empotrado en la fachada de hormigón en bruto, pulquérrimo, con fondo de gruesa arena blanca, rocas de pizarra, unos pocos peces negros nadando muy holgados y, sutilmente destacadas a la luz ultravioleta, grupos de joyas sumergidas en el agua y alzadas desde la arena por finos soportes de acero. Piezas simples, sólidas, de bordes suaves, con recuerdos a Henry Moore y a Miró; a primera vista le gusta un anillo con un aguamarina poligonal y un diamante minúsculo en los que, con un poco de buena voluntad, se tiende a ver un asteroide azul iluminado por su sol brillante y lejano. Isn't it romantic?