—¿Aún estás en el hostal? Menuda ladrona es la encargada, al francés le cobraba 75 por semana el año pasado.
—No tengo otro sitio donde ir...
—Teniendo trabajo en el pueblo alguien se arriesgará a alquilarte algo. Hay un montón de casas vacías cayéndose a pedazos, no creo que lleguen a pedirte más de 200 al mes por un piso. Pregunta por ahí, en el Consorcio, o en la Susi...
—¿Sólo 200 al mes, en serio?
—Yo pago 150... ¿Por qué te crees que esto es el paraíso de los desarrapados?, con la paga de tres o cuatro días puedes cubrir el alquiler de un mes, el resto te lo puedes gastar en coca o en alcohol; la marihuana es casi comunitaria, basta que te pases por los huertos de ahí atrás. Pero tampoco esperes nada decente por 200 euros, no tendrás calefacción, ni muebles, y probablemente tendrás que dormir con paraguas cuando llueva, pero siempre será mejor que estar en el hostal con los sordos por 150 a la semana.
—Oye, es verdad, ¿sólo están los sordos, en el hostal?, aquello parece una catedral, sólo se oyen los pasos resonando.
—¿Tú has visto a alguien más que a los sordos?
—No... Dos parejas de ancianos. Sordomudos los cuatro.
—Pues eso. Llegaron hace años y no salen nunca, nadie sabe de dónde son ni qué demonios hacen allí encerrados. La Heidi dice que son brujos... Yo lo llamo El Misterio de los Sordos del Hostal, uno de tantos, como El Misterio del Reloj del Campanario, El Misterio de los Suicidas Felices o El Misterio de la Maruja Despedazada... Stephen King debería pasarse por aquí una temporada... Bueno, qué, ¿te interesa el curro?
—Sí, claro. Pero hay que celebrarlo. Te invito a lo que quieras, ¿te apetece abrir una botella de champán?
—Gracias, pero en cuanto bebo champán me deprimo, me recuerda a mis tiempos de publicitaria, cuando salíamos a cenar después de firmar un contrato... Te aceptaría mejor una rayita, el cubata correspondiente ya me lo paga la casa.
—Pues lo siento pero no tengo material...
—Bueno, si puedes pagar un gramo lo tendremos aquí en un rato, lo que le cuesta al Robocop hacer un viajecito en la moto y volver. Seguro que lo conoces, se pasa el día bebiendo cerveza en la terraza de la Susi. Te iba a decir que está como una puta cabra, pero en eso no se distingue de los demás.
—Ya... Uno con pantalones cortos y botas militares...
—Ése. Hace dos años que no lleva pantalones largos, ni en verano ni en invierno, desde que dejó de ser guardia jurado en el matadero y juró que no volvería a ponerse un uniforme. ¿Sabes qué hace cuando hiela?, se frota las piernas con grasa para que no se le congelen haciendo viajes en esa mierda de motoreta que lleva; te lo juro, lo he visto hacerlo. Bueno, qué me dices, ¿te pasas por la Susi y le das recado?
—Bueno...
Entra la Heidi. Viste de forma inhabitual: falda, maquillaje..., los zapatos de tacón han elevado su estatura por encima del 1,80.
—Guauuu —dice Madame Bovary.
—No me mires, parezco una gilipollas de mierda.
—¿Adónde vas?
—Al valle, para un
interview.
Necesitan profesora de inglés en el Ayuntamiento. Dame un chupito de vodka, lo necesito ya. —Mira a P, se dirige a él—: ¿Todavía estás aquí, Mr. Bond?
—Todavía.
—Peor para ti, gilipollas...
Madame Bovary le llena a la Heidi un vasito con Moskowskaya frío que saca de la nevera. La Heidi lo bebe de un trago, arruga las facciones, aaaaahg, deja el vaso con un golpe y le habla a P: «Ven aquí, Mr. Bond, necesito un beso de buena suerte». Ha avanzado hasta él, lo atrapa por la nuca y lo fuerza a acercar su cara a la suya. P se resiste, interpone una mano de canto sobre la garganta de ella. Ella no tiene más remedio que dejar de hacer presión; luego le suelta la nuca a P, se separa un poco y le da una bofetada rotunda, punitiva.
—Idiota: nunca rechaces a una mujer que quiere besarte.
P lo piensa un poco:
—Todavía no me consta que seas una verdadera mujer, Mrs. Heidi.
—Ah, no: y esto qué es, gilipollas —se levanta el fino jersey de lana rosa y enseña los pechos desnudos; los bambolea ante P y suelta una carcajada que espantaría a las palomas.
* * *
Un martes, última hora de la tarde, en el Consorcio. El carnicero bebe güisqui a solas, P toma cerveza con San Martín, que está esperando al Robocop para ir al Kingdom en la furgoneta que les presta el francés. Al rato llega el Robocop vestido con un viejo abrigo gris que sólo deja ver la caña de las botas militares y las piernas desnudas allí donde se le acaban los botones. San Martín le propone a P que los acompañe al Kingdom, «aunque sólo sea a tomarte un pelotazo», dice. De modo que P acepta y le toca viajar sentado en la zona de carga de la furgoneta, sin asientos. El lugar está a unos cuarenta kilómetros que tardan casi una hora en recorrer, y el camino se entretiene bebiendo cerveza en lata, fumando cigarrillos impregnados en cocaína y acelerando bruscamente para hacer rodar a P por la cabina, pirueta que los dos de delante celebran con grandes risotadas, aunque habla sobre todo San Martín, el Robocop apenas abre la boca más que para pedir algo.
Sobre las diez de la noche llegan al lugar, a pie de carretera general, muy visible aunque de acceso complicado. El edificio tiene aspecto de chalet grande, dos plantas, cubierta plana, recorrido de extremo a extremo por varias líneas de neón violeta y rojo que se retuercen al llegar a la esquina derecha para dar lugar a la palabra «Kingdom» realzada con una corona real amarilla. Hay un pequeño aparcamiento delante, con tres coches y un camión de tres ejes. Allí dejan la furgoneta.
El aire huele fuertemente a estiércol cuando salen y se encaminan a la puerta de entrada al chalet, opaca, de madera aplafonada pintada de negro. Hay un timbre a la derecha; San Martín es el que lo pulsa. No tarda en abrir un hombre alto, cincuentón, en camisa arremangada, con una fea corbata marrón colgándole floja del cuello desabotonado. La expresión de su cara es más que seria amenazadora, pero después de echarles un vistazo a los tres se aparta un poco y dice «adelante, caballeros», quizá con demasiada soltura para resultar respetuoso.
Acceden a un vestíbulo con escasa luz del que arrancan unas escaleras en curva. A la derecha se abre un amplio umbral que da al bar. Allí es adonde se dirigen los tres siempre encabezados por San Martín. Suena música latina; el interior está tan oscuro como el vestíbulo, excepto en los puntos en los que potentes focos direccionales iluminan la barra, las mesas bajas y una pequeña pista de baile. Hay diez o doce chicas y sólo dos hombres alternando en la barra, así que la mayor parte de ellas está echando monedas en las máquinas tragaperras, o leyendo revistas apoltronadas en un sofá, bajo alguno de los focos. La llegada de tres nuevos clientes hace que todas presten atención y sonrían, pero antes de nada los dejan que se acomoden en la barra y pidan bebidas: güisqui para San Martín y P y cerveza para el Robocop.
—Cagüendiós, no está la Katty —dice San Martín, casi para sí mismo.
—Olvídate de la Katty, no hay que encariñarse de ninguna tía —recomienda el Robocop, y es raro que haya dicho algo tan largo.
P echa un vistazo más detenido a las muchachas. En realidad todas se asemejan mucho; además de vestir similares minifaldas y suéteres varias tallas más pequeños de lo que cualquier mujer llevaría por la calle, todas son de piel oscura sin llegar al negro, todas son más bien rechonchas, y casi todas llevan el pelo largo, planchado y teñido de algún color llamativo, con preferencia el rubio. Las Venus Rollizas. Alguna muestra verdaderas lorzas y un vientre abultado asomando entre el top y la minifalda, en especial hay una con los muslos tan gruesos que se ve obligada a caminar zamba, como una diosa estatopígea montada sobre zapatos de tacón. La excepción es una muchacha de cabello castaño, quizá remotamente rojizo, que echa monedas en una tragaperras. P no puede verle la cara más que fugazmente, pero le parece también distinguir que es muy joven, y el cabello parece dócil y sin embargo denso, se nota en el bucle recogido a lo heroína de Hitchcock.
Una vez los recién llegados han dado los primeros tragos empiezan a acercarse las chicas: «Hola, papito, qué tal», dice la que lleva dos trencitas de abalorios que le cuelgan sobre la cara. Como parece haberse dirigido preferentemente a San Martín, éste dice «hola, guapa» y le tienta las nalgas con la mano a modo de saludo. Ella le aparta delicadamente el brazo y pide que la invite a una copa, ante lo cual San Martín titubea y termina diciendo que ha venido a ver a la Katty. «Está ocupada, corazón —dice la chica—, pero si quieres te puedo presentar a otra amiga». Luego mira a P: «A ti que eres tan guapo y tienes cara de hablar inglés ya sé a quién voy a presentarte: ya verás que rusita tengo para ti; tráete la copa, mi vida», y sin más lo toma de la mano y tira de él hacia las máquinas tragaperras, donde la joven del cabello rojizo sigue echando monedas. En realidad la que ejerce de anfitriona no conoce todavía el nombre de P, así que tiene que preguntárselo antes de hacer las presentaciones, «Pedro, ésta es Tatiana», y allí los deja a los dos solos ante la tragaperras.
Tatiana resulta que sabe decir «hola», «¿tienes monedas?», «¿me invitas?», y varias otras cosas en español. En inglés en cambio apenas sabe decir nada, pero aun así se las arregla para llevarse a P a un sofá y mantener con él una conversación hecha de gestos y palabras sueltas en tres idiomas, incluido uno ininteligible que resulta no ser ruso sino ucraniano, aunque, según explica Tatiana con toda clase de ejemplos, los dos idiomas se parecen mucho. También explica que lleva un mes allí, que vive en ese mismo edificio, que un par de domingos ha ido al pueblo vecino a pasear y que le gusta mucho la playa pero que todavía no ha podido ir, todo lo cual le resulta a P de lo más deprimente, hasta el punto de sugerirle a la chica que se traslade a la capital donde sin duda estará más distraída. Incluso le insinúa que si alguien la obliga a quedarse allí él podría ayudarla: «Me recuerdas a un retrato que tengo —le dice—, es como si te conociera de toda la vida».
Pero no: nadie la obliga, dice Tatiana, lo que ocurre es que tiene una hijita en Kiev, que se pronuncia «Kif», y ha de enviar dinero para ella. Es el colmo para P, pero como ella habla siempre sonriendo, auténticamente alegre, la conversación deriva a nimiedades como el clima o el sistema de loterías ucraniano. Eso hasta que la chica le pregunta a P si tiene 70 euros, a lo que P, que siempre lleva encima todo su dinero, responde que sí, y entonces ella le propone subir al piso de arriba. «Tú gustas mucho —le dice—, muy guapo.» En realidad P no ha venido con intención de contratar servicios personales, y además está tomando ya el tercer güisqui, pero algo en el ambiente, seguramente la gran cantidad de muslos y pechos que pasan por delante de sus narices, o quizá el perfume intenso que impregna todo el local, un batiburrillo de ambientador y colonias dulzonas, le han inducido un estado fascinado que lo sitúa al borde de la franca excitación, en especial estimulado por el contacto de Tatiana, que ha estado sentada muy pegada a él y le acaricia una pierna mientras le habla, y a veces hasta apoya la frente en su hombro cuando algo le da risa.
Así que P dice que vale, que de acuerdo, y eso hace resplandecer la sonrisa de Tatiana, que se levanta y lo toma de la mano y tira de él para que la siga. Salen del bar hacia el vestíbulo, donde el cincuentón alto de la corbata horrible ya los ve venir de lejos y se sitúa detrás de un pequeño mostrador que hay junto al arranque de las escaleras. Tatiana le indica a P que ha de pagar allí, y P entrega dos billetes de 50 a cambio de los que recibe 30 y una bolsita que contiene lo que parece una sábana blanca muy bien planchada y doblada de la que termina por hacerse cargo Tatiana.
Arriba un pasillo en penumbra y muchas puertas a lado y lado, todas abiertas, parece que no hay nadie más en toda la planta. Tatiana elige una y entran en una pequeña habitación que se ilumina con luz roja al accionar el interruptor. Justo después de la entrada hay un minúsculo cuarto de baño que en realidad sólo tiene inodoro y lavamanos, y al fondo un catre de noventa centímetros arrimado a la pared. Mesita con cenicero y despertador, una silla y una ventana de guillotina por la que entra el tremendo olor a estiércol del exterior.
Tatiana cierra la ventana, toma el despertador y lo manipula, «Veinte minutos, ¿eh?, si no vendrán a llamar...».
Luego empieza a desnudarse, se quita primero el top y pone al descubierto dos magníficos pechos; después los zapatos y la minifalda, lo que la deja con unas breves bragas de color indefinible a la luz roja, y por último se suelta la pinza que le mantiene el peinado en alto. P ha subido todavía dudando de si aprovechar los 70 euros, pero termina por ceder al instinto ante el cuerpo de la chica, espléndido.
«¡Venga, desnudo!», dice ella muy alegre, y saca de la bolsa la sábana que extiende sobre el catre y también un preservativo y dos pequeñas toallas, una de las cuales entrega a P, que está ya en calzoncillos y se ha quitado el crucifijo que le cuelga del cuello para depositarlo con mucho cuidado en la mesilla junto al despertador y el preservativo.
Todo sigue rodando con normalidad, con jugueteos y caricias y risitas, hasta que Tatiana vuelve del baño mostrando el pubis completamente depilado, lo que enfría a P a ojos vista. «Qué pasa —pregunta ella haciéndose cargo de la situación—, ¿no te gusta así?» «No mucho», dice P reducido sobre el catre a una desnudez ya inerme. «Ah, lástima», dice la chica, y su voz contiene un punto de auténtica decepción, así que recurre a unos cuantos trucos del oficio que sin embargo no logran hacer olvidar a P el olor a estiércol, la mención a esa playa no visitada, la niñita sin mamá en algún lugar de Kiev que se pronuncia
Kif,
y el tacto rasposo de lo que ya procura no mirar para no empeorar las cosas.
No ha pasado un cuarto de hora cuando P decide dar por fallido el intento y empieza a vestirse empezando por los calzoncillos. Tatiana, sin abandonar su actitud bien dispuesta aunque un tanto compungida, pretende ayudarlo incorporándose en la cama para tomar la cadena y el crucifijo que ha dejado P en la mesilla. Pero antes de entregárselo a él lo deja colgar ante sus ojos curiosos y se ríe un poco, no se sabe muy bien de qué.
Es en ese momento cuando él le arrebata violentamente el colgante y, sin abandonar su posición sentado en la cama, la abofetea con fuerza, plaf, con tanta fuerza que la cabeza de ella rebota contra la pared sobre la cama y produce un sonido contundente que se mezcla con su grito, quizá más de sorpresa que de dolor. Pero P está ya de rodillas sobre el colchón y le toma una muñeca y la zarandea tratando de encontrar de nuevo acceso a la cara oculta por los pelos que le caen a greñas. Ella procura hurtar el rostro y grita otra vez, de modo que P sólo puede hundirle un mazazo de puño en el vientre que la enmudece de súbito y la obliga a llevarse las manos a la zona agredida. Su cara, que ahora expresa algo a medio camino entre el dolor y el pánico, queda de nuevo desprotegida y a punto para recibir el directo en el tabique nasal que P le lanza. Otra vez la cabeza de cabello rojizo golpea en la pared por encima de la almohada, pero esta vez de forma tan violenta que retumba toda la diminuta habitación y el cuerpo desnudo de la muchacha rebota inerte hasta quedar comprimido contra la pared, con la barbilla tocando el pecho y una expresión de estupidez en el rostro salpicado de sangre.