El resto del día pasa como solían pasar los sábados, a pesar de que hoy es lunes: comida en casa, larga siesta y paseo por el pueblo. Las calles resultan ahora mucho más transitables, libres de veraneantes y domingueros. Como por arte de magia se han hecho visibles los lugareños, gente que no camina a ritmo de paseo, ni está especialmente bronceada, ni viste pantalones cortos y camisas floreadas. También parece haber crecido la proporción de extranjeros de edad avanzada, parejas de nórdicos grandes y rubicundos dispuestos a disfrutar aún más del benévolo otoño mediterráneo que de su tórrido y asfixiante verano. No hay cochecitos de niño, ni adolescentes atronando las calles con sus motocicletas, ni perros jadeantes amarrados a la puerta de los comercios.
Estimulados por la inaudita cantidad de mesas vacías, el comisario y su mujer se sientan en una terraza cercana a la iglesia y piden unas cañas a un amable camarero, sin síntomas apreciables de estrés por saturación de trabajo. Cuando ella saca a colación el tema de la cena, «¿Te apetecen chuletas adobadas para esta noche?», el comisario empieza a soltar trapo con voz cantarina y dotada de una desacostumbrada determinación tratándose de hablarle a su mujer:
—Esta noche cenamos fuera —le dice.
—Ah sí, ¿dónde? —pregunta ella, adivinando de inmediato que debe tomar una actitud entre intrigada y risueña.
—Es una sorpresa. —El comisario mira el reloj—. Venga, vamos a vestirnos, tenemos mesa para las nueve y media.
—Ah... ¿hay que vestirse especialmente para ir a cenar? —pregunta ella, con una coquetería que no usa desde hace tiempo—, pues no sé qué voy a ponerme...
—Tú haz lo que yo te diga. Hoy mando yo...
Así que antes de las nueve suben al apartamento y el comisario saca de su escondite la funda para trajes y la maleta. Su mujer, sabedora de que está siendo objeto de una especie de homenaje, opta por tomarlo todo a risa y no lo riñe por haber doblado su vestido de gasa sobre la percha para que cupiera en la funda para trajes. Sin embargo no puede evitar llevarse una mano a la frente cuando él abre la maleta y saca zapatos, algunas alhajas, y un sobre con un par de medias sin estrenar:
—Madre mía, tiemblo sólo de pensar cómo me habrás dejado los cajones de revueltos.
—No he revuelto nada: lo he dejado todo tal como estaba.
—Si lo has dejado como estaba será porque antes has revuelto, ¿no?... ¿Y me has traído medias de invierno?
—Ah... No sabía que había medias de...
—¿Y qué sujetador quieres que me ponga con un traje negro de gasa?, ¿no ves que esto se tiene que llevar con uno sin tirantes, de color negro?
Por un momento el comisario es presa de la frustración, lleva una semana planeando esta noche y parece estar a punto de fracasar ya en el primer paso. Por fortuna su mujer, decidida a no estropearle el homenaje, es capaz de pergeñar un atuendo plausible para los dos aprovechando parte de lo que el comisario ha traído en secreto y añadiendo lo que encuentra por los armarios, en su mayor parte prendas sencillas de pleno verano. Para ella elige unos pantalones finos y una camiseta de tirantes de color negro, ambos comprados en el mercadillo, y encima se pone a modo de echarpe el pareo de grandes hibiscos rojos que suele usar para bajar a la playa. A él, aunque se ha traído el traje negro de la cena de jubilación, le hace dejarse los pantalones grises que lleva, ponerse un polo rojo oscuro que hace juego con los hibiscos del echarpe, y llevar encima sólo la americana del traje. Y de esta guisa, disfrazados de magnates recién desembarcados en casual wear, bajan a la calle y recorren la avenida hacia el puerto, agarrados del brazo.
El restaurante en el que el comisario ha reservado mesa está en el cabo que remata el puerto deportivo, elevado sobre los mástiles de los veleros, a vista abierta de toda la bahía. Es uno de los más caros y elegantes de toda la costa, frecuentado por propietarios de yate, o de las espléndidas casas aisladas que asoman a las calas más recónditas de la zona. El olor del mar, muy intenso, invita a respirar con fruición el ligero Poniente, y se detienen al pie de la escalera de acceso al local para observar el cielo, todavía coloreado en el horizonte, y la perspectiva del arco litoral punteado de luces rielantes.
Arriba, en el restaurante, encuentran madera de teca encerada, sólido mobiliario de estilo colonial, y luz suave con destellos coloreados en las lámparas de mesa de diseño Mondrian. Los recibe una muchacha vestida con traje sastre y les pregunta si tienen mesa reservada. «Sí, a nombre del comisario principal Pujol, de la Jefatura Central de Policía; me aseguraron que sería la mejor». Al llamar por teléfono el viernes, el comisario mencionó su cargo completo para obtener beneficio privado por primera vez en su vida profesional; y fue justamente cuando, ya jubilado, no podía hacer uso de él ni siquiera oficialmente.
Pero seguramente gracias a esa pequeña astucia, ahora son acompañados a una mesa aislada entre biombos, en un espacio equivalente al de un salón doméstico, con una pared transparente que se alza sobre la destellante bahía. El comisario comprende que necesitarán beber un poco para sentirse sueltos en aquel lugar, y lo primero que pide es una botella de champán bien frío. Desestima los nacionales y se deja aconsejar un Taittinger rosado cuyo precio en la carta de vinos procura ignorar. La consigna de la noche es tomar lo que nunca toman, aún a costa de incurrir en una desbarrada colección de exquisiteces tópicas.
No hablan mucho durante la comida, primero boquiabiertos por la vista, después distraídos en las recomendaciones del chef y, más tarde, porque están muy ocupados degustando cada nueva delicia que les traen a la mesa. Cuando a los postres el comisario pide la segunda botella de champán indicando al camarero que él mismo llenará las copas y el joven se retira discretamente más allá de los biombos, su mujer tiene las mejillas coloradas y le brillan un poco los ojos. Él mismo, poco acostumbrado a la ingesta de alcohol, se siente ya lo bastante audaz para decir lo que tiene que decir; saca el pequeño estuche que guarda en el bolsillo de la americana y lo desliza sobre la mesa hasta ponerlo al alcance de su mujer. Ella, aunque segura ya de que esta cena extraordinaria es la réplica en su honor de la que la semana pasada ha recibido su marido, no espera algo así en absoluto, de modo que esta vez su sorpresa está desprovista de condescendencia. Abre el estuche y, muy seria, alterna varias veces la mirada entre el brillante que refulge engarzado en el anillo y la cara de su marido.
—Es un anillo de pedida —dice el comisario, haciendo un esfuerzo para no obviar ni una sola de las palabras que quiere pronunciar—. Lo que quiero pedirte con él es que sigas siendo mi mujer en esta nueva vida que empezamos. Has sido extraordinariamente generosa desde el día en que lo dejaste todo para seguir allá adonde fuera a un policía recién salido de la academia. Durante todos estos años, mientras yo me entregaba a mi trabajo, tú me has dado un hogar, me has hecho sentir querido y confortado, has sido mi sostén y mi alegría, y espero que no sea demasiado tarde para empezar a devolverte un poco de todo lo que he recibido. Sólo puedo decirte en mi favor que, si hoy me aceptas por segunda vez, voy a dedicar lo que me quede de vida a procurar tu felicidad en exclusiva.
Ella, atónita ante semejante declaración, deja rodar dos lágrimas:
—Mi felicidad es haber llegado hasta aquí contigo —dice, y se levanta para acercarse a la silla de él, tomarle la cara con las dos manos y besarle los labios—. La respuesta es sí: quiero —saca el anillo del estuche y se lo entrega a él para que se lo ponga. El comisario se levanta también de la silla para hacerlo. Con un punto de solemnidad, desliza la sortija en el anular que ella ofrece y después no tienen más remedio que abrazarse para ocultarse los rostros el uno al otro. Permanecen así unos segundos, tratando de recuperar la compostura antes de separarse con dos, tres, cuatro besos breves y mostrarse de nuevo frente a frente sentados a la mesa. «Hay que brindar por esto», dice el comisario, cuando se ha pasado ya la servilleta por la cara. Ella, tratando también de volver a su pragmatismo habitual, acerca el diamante de la sortija a la luz de la lámpara de mesa:
—Madre mía, debe de haberte costado una fortuna, ¿cómo lo has comprado...?
—Llevo un tiempo ahorrando de mi dinero de bolsillo, y también te he sisado un poco...
—¿Ah sí?, cómo...
—Bueno, el Audi no cuesta en realidad lo que te dije...
Cuando salen del restaurante caminan cogidos de la mano, despacio, por la acera que va desde el puerto deportivo hasta el de pescadores. Luego siguen las redes tendidas en el suelo hasta el punto en que deben tomar el paso de peatones hacia el apartamento. Ella hace el gesto de girar por allí, pero la mano del él sigue tirando en línea recta: «Espera, todavía no se ha terminado la velada». «¿Ah, no? —pregunta ella—, chico: no vamos a ganar para sorpresas». Se adentran en el solitario aparcamiento de coches de la playa, más oscuro que el paseo, y llegados ante el Audi plateado el comisario suelta la mano de su mujer para pulsar la llave que lleva en el bolsillo. Abre el portaequipajes y, a la luz del piloto interior, saca de la bolsa de deportes dos toallas, un bañador de señora azul añil y otro de caballero rojo oscuro.
—¿Y eso?
—Baño a la luz de la luna. Bueno, no es que haya mucha luna, pero casi que mejor.
Ella, abandonada a los efectos de la emoción y del champán, ríe:
—¿Lo dices en serio?
—Completamente en serio. Venga, quítate la ropa y ponte esto, que ahora no nos ve nadie.
Abre las dos puertas traseras del coche tomando la precaución de cerrar la luz interior y empieza él mismo a desnudarse parapetado por la portezuela. Ella sigue riendo, incrédula, «Madre mía: a nuestra edad...», pero empieza también a desvestirse cuando la estampa de su marido en calzoncillos en medio de un aparcamiento público la termina de convencer de que está completamente decidido a seguir hasta el final. Ella tarda un poco más en estar lista, empeñada en completar la operación en el interior del coche mientras él otea los alrededores, y al terminar le toma la mano a su marido y tira de él hacia la arena, al parecer encantada con la travesura que se le ha propuesto. Pasan entre las barcas varadas como una familia de cetáceos acostados, casi en completa oscuridad bajo la fina luna creciente, y llegando a las últimas de ellas, muy cerca ya del agua, el comisario se detiene. «Espera —dice—, dicen que de noche lo mejor es nadar en porretas». Y ante la risa que su mujer trata de ahogar para no hacer ruido, se desprende del bañador, lo deja en el interior de una de las barcas y avanza hasta pegar su cuerpo al de ella, que se había vuelto de espaldas y se dobla muerta de risa. Él trata de bajarle los tirantes del traje de baño. «Quieto, no...», «Venga, ¿no se supone que el tímido soy yo?», y aquello se convierte en una pequeña lucha sobre la arena, «No seas tonto: adonde vas con eso colgando», dice ella riendo, y ante el gesto instintivo del comisario para protegerse del manotazo, encuentra oportunidad de desasirse y correr hacia la barca, quitarse rápidamente el bañador que tras el forcejeo lleva ya bajo los pechos, y meterse corriendo en el agua, evitando con una finta ser atrapada por el comisario que la espera a medio camino en posición de luchador. Splash, splash, ruido de salpicaduras, ella echa a nadar a braza mientras él avanza caminando hasta que el agua le llega al ombligo y se lanza a bucear.
Bajo el agua él le atrapa las piernas, ella grita y patalea, pero la profundidad no la cubre, se pone en pie con los senos medio flotando sobre la superficie y le hace una aguadilla al comisario cuando saca la cabeza para respirar. «Está muy buena el agua» dice ella. «Tú sí que estás buena, dame un beso» «No seas tonto...», pero lo mismo le echa las manos al cuello y se alza ingrávida en el agua hasta quedar ligada a él a horcajadas. Él la sujeta por las nalgas como en una acrobacia de rock and roll y así se besan largamente, chorreando agua salada. No cambian de postura cuando el comisario echa a andar hacia la orilla sin hablar, acusando cada vez más el peso de ella a medida que el nivel del agua va descendiendo cuerpo abajo. Pero sigue caminando hasta las primeras barcas; ella pone entonces los pies en el suelo, el comisario se sienta y luego se tumba en la arena y le dice «ven» tomándole la mano e invitándola a montar sobre su cuerpo. Ella lo hace y ambos buscan el modo de acoplarse, sincronizando sus respiraciones con el lento y sin embargo brioso vaivén del mar.
No es sábado por la noche, es lunes: lunes 10 de septiembre del año 2001. Al día siguiente, martes 11 de septiembre, se levantan tardísimo, y por la tarde se ven obligados a suspender el paseo y quedarse en casa estremecidos, mirando los noticiarios especiales de la televisión.
* * *
Ya instalado el sistema de calefacción en Calabrava, todavía tienen dos semanas de margen para repintar el apartamento antes del viaje a París, previsto para mediados de noviembre. Han pedido presupuesto a un operario, que les advierte además que no podría empezar el trabajo antes del mes de diciembre.
—¿Qué te parece? —pregunta Mercedes cuando el operario se ha marchado dejando una tarjeta con su teléfono.
—Carísimo. ¿Sabes qué estoy pensando?
—Qué.
—Que vale lo mismo pintar el apartamento que pasar una noche en la suite presidencial del Ritz en París. Venía la tarifa en los folletos.
—Y qué quieres decir con eso...
—Pues que con ese dinero podríamos pasar allí la última noche del viaje, como si estuviéramos de luna de miel...
—Oye, ¿cuántas lunas de miel quieres tener tú?
—Pues, no sé... ¿una cada dos o tres meses?
—¿Y serías capaz de gastar ese dinero en una noche de hotel, por mucha suite presidencial que sea?
—Si pintara yo el apartamento sería como si nos saliera gratis..., ¿no?
—Menuda forma de hacer las cuentas... Además ¿tú crees que podrías pintar todo el piso?, mira que ya no estás acostumbrado al trabajo físico...
—¿Tienes algo que objetar a mi estado de forma?
—No seas tonto...
—Venga, no me digas que no te gustaría dormir allí como una reina..., si se te caía la baba con las fotos del cuarto de baño...
—Eso no es para nosotros...
—Vale, mirémoslo de otra manera. En vez de encargarle pintar a ese señor, ¿no me lo encargarías a mí si te cobrara lo mismo? A él le sobra el trabajo, ya lo has oído, y en cambio a mí me vendría bien ganarme un extra.