—¿Cómo Twain? ¿Demasiado cerca del río?
—Algo se ha perdido. Es lo único que sé.
Ichino dijo en voz baja, lentamente:
—Ojalá tengas la fuerza necesaria para zafarte, Nigel.
Avanzaron por una media luna en forma de silla de montar hasta el valle siguiente. Los pinos, de corteza agrietada y seca, eran más escasos cuando los dos hombres llegaron al punto culminante de su itinerario. Allí el aire tenía una flamante transparencia. Los enebros de la sierra se sujetaban a las cornisas desnudas, y sus ramas delgadas y blanquecinas seguían la orientación del viento. A Ichino le pareció que las ramas nudosas estaban muertas, pero en sus extremos unas motas verdes salpicaban la madera. Al pasar acarició un tronco y sintió bajo la mano una solidez áspera, reconfortante.
La estación apenas comenzaba y nadie más transitaba por los senderos pedregosos. Cuando iniciaron el descenso, el ritmo de la marcha se hizo sistemático. A sus pies, los lagos glaciales escalonados titilaban como promesas azules entre los bosques umbríos. Ichino sabía que esa noche estaría más entumecido y dolorido que el día anterior. Sin embargo, de ningún modo habría renunciado a esa oportunidad inusitada de contemplar los restos de la Sierra agreste. Nigel había recibido las reservas y una noche, mientras cenaban juntos —en medio de un silencio casi total, como de costumbre— le había invitado a ir con él. La invitación terminó de consolidar su creciente amistad.
Durante los últimos meses Ichino había pasado cada vez más tiempo en compañía de ese astronauta inquieto, divertido y caprichoso. Al considerarle en forma retrospectiva, se daba cuenta de que esa amistad tenía una cierta lógica intrínseca, no obstante sus diferencias de carácter. Ambos estaban solos. Ambos compartían el proyecto de Snark como una presencia omnímoda en sus vidas. Y ahora, después del exabrupto de Ichino en la reunión de la Comisión Ejecutiva, ambos trabajaban bajo la misma vaga sombra de sospecha proyectada desde la cúspide.
Se habían encontrado por casualidad unas pocas veces después de que Nigel volvió de sus “vacaciones” en el desierto. Resolvieron juntos problemas de ordenador, introduciendo y confluyendo matrices para el Snark, y hablaron de los habituales lugares comunes: libros, el tiempo, la política. Estuvieron de acuerdo en que Estados Unidos y Canadá deberían ponerse firmes y vender a la Reserva Mundial de Alimentos, a cualquier precio, los datos que recogían los satélites. Esto también se aplicaba a la fabricación orbital, incluyendo el precioso espacio de las ciudades cilíndricas. Conversaban, bebían vino, discutían minucias con cómodos remolinos de palabras.
Después, gradualmente, Nigel empezó a hablarle del Snark, de Alexandría, de lo que llevaba dentro...
Ichino miró la mochila bamboleante de Nigel, que marchaba delante de él por el sendero. Durante todo el viaje su compañero había impuesto un ritmo extraño, demasiado rápido o demasiado lento en relación con las posibilidades del terreno, urgiéndose innecesariamente en las pendientes precarias, escalonadas. Elegía momentos insólitos para descansar. Se estiraba hacia delante, proyectando la mandíbula. Siempre le interesaba la disposición del tramo futuro, no lo que lo rodeaba. Durante las pausas saltaba de un tema a otro, sin secuencias lógicas, y siempre hablaba de algo distante, de una idea nueva y ajena a los espacios libres que los circundaban. Estaba y no estaba allí. No veía el rayo oblicuo de sol que cercenaba la oscuridad del bosque ni siquiera cuando lo atravesaba, con la cabeza gacha, en tanto que la luz le arrancaba un destello cobrizo del cabello. Lo que tenía por delante lo arrastraba a través del presente.
Nigel se volvió bruscamente.
—La órbita que planean... es casi de intersección, ¿verdad? —preguntó con tono cortante.
—Así fue como la describió Evers. Sin embargo, sólo oí un resumen. No conozco los detalles.
—Yo debería haber ido. —Nigel se mordió distraídamente el labio—. Me disgustan las reuniones, pero...
—Aún puedes solicitar el puesto. Habla con Evers.
—No creo que me tenga mucha estima.
—Respeta tu historial. Tus conocimientos.
Nigel introdujo los pulgares bajo las correas de la mochila, allí donde se cruzaban sobre su pecho.
—Quizá. Si le parezco suficientemente dócil...
Ichino esperó. Intuyó que dentro de Nigel se generaba una pequeña tensión.
—Sí, demonios. Es cierto. Quieren que alguien se ponga al acecho en la Luna. Iré. A la caza del Snark. Correcto.
Con un ademán rápido, entusiasta, le palmeó la espalda a Ichino. Bajo el dosel de pinos, la palmada sonó ahogada, con sordina.
Nigel cogió un autobús rumbo al centro de Los Ángeles y pasó la mañana hurgando en las tiendas de antigüedades que había allí. Encontró un libro que sólo recordaba vagamente:
The Hunting of the Snark
(La cacería del Snark). Era una vieja edición, Macmillian, de 1899, subtitulada
An Agony, in Eight Fits
(Una agonía, en ocho crisis), e incluía nueve grabados de Henry Holiday. Las figuras grotescas parecían abstraídas en sus propias preocupaciones, reconcentradas en sí mismas aun mientras afilaban hachas, hacían repicar campanas y golpeaban los norays. Nigel pagó una suma sideral por el libro —ahora estaba de moda tener en casa cualquier tipo de volumen encuadernado de más de una década de antigüedad, que no estuviera copiado en papel sensible— y se lo llevó a Carter Park, donde se sentó al pie de la estatua gris de un político muerto.
Abrió el libro cuidadosamente, menos envalentonado ahora que la arcaica reliquia era suya, y empezó a leer. Saboreó las páginas pulcras, rígidas, la austera alineación formal de las palabras de tipografía antigua. ¿Realmente había leído ese poema hasta el fin? Aparentemente no, porque había pasajes íntegros que no recordaba.
Había comprado un inmenso mapa que
representaba el mar
,sin el menor vestigio de tierra
,y la tripulación íntegra se regocijó al
descubrir que era un mapa que todos entendían.
Nigel sonrió, pensando en la Comej. Levantó la vista hacia el político de granito, que ahora era el salpicado colega de las palomas.
Porque, aunque los Snarks comunes son inofensivos
,tengo el deber de advertiros
¡ay si vuestro Snark es un Boyum! Porque entonces
os desvaneceréis mansa y súbitamente.
Nigel se sintió complacido por el frágil pasar de las páginas, por las líneas contorsionadas de los enanos arrugados que abordaban con impaciencia su cacería. Sentado en ese seco parque norteamericano, se sintió de pronto muy apacible e inglés.
3Pues el Snark es una criatura peculiar, que
no se deja cazar sencillamente.
Haced todo lo que sabéis hacer, y ensayad todo
lo que ignoráis
;hoy no hay que perder ninguna oportunidad.
El último piso del JPL era ahora un territorio de ejecutivos, totalmente consagrado al manejo de la operación Snark. Varios corredores se ramificaban en pasadizos que daban acceso a abigarrados despachos. Nigel se extravió y, al abrir por error la puerta de una sala de conferencias, sobresaltó a un círculo de hombres adustos. Éstos levantaron la vista y sus rostros dejaron vislumbrar que lo reconocían, pero no dijeron nada. Detrás de ellos, la pizarra estaba cubierta de símbolos indescifrables. Nigel los saludó con una inclinación de cabeza, sonrió y se fue.
Ah, por fin: Evers y Compañía. Los anónimos corredores azulejados se trocaron en el laberinto de los espejos. A su lado, las paredes fluctuaban con luz líquida, respondiendo al calor de su cuerpo. Un capullo de encaje rosado lo siguió por el pasillo hasta que éste se ensanchó para formar el área de recepción, salpicada de muebles funcionales. Nigel reconoció el modelo y buscó la discreta firma. Ahí estaba, incrustada en oro, relegada a un ángulo: WmR. Fabricaba Entornos Totales destinados a quienes eran suficientemente ricos, o poderosos, como para encargárselos.
De modo que Evers había conquistado esa clase de prestigio. Muy interesante. A pesar de que el Snark continuaba siendo un secreto oficial —y muy bien guardado—, Evers lo había utilizado igualmente como palanca para ganarse la atención del Gobierno. Muy interesante.
—¿El doctor Walmsley? —le preguntó una secretaria.
—El señor Walmsley.
—Oh. Bueno. El Señor Evers le recibirá enseguida.
Nigel dejó de observar las paredes iridiscentes y la miró.
—De acuerdo.
Se volvió para contemplar una tridimensional empotrada, sin hacer caso del joven elegante que descansaba en un sillón próximo. El individuo estudió discretamente a Nigel y después volvió a relajarse detrás de sus ojos de párpados pesados, con los pulgares enganchados en el cinturón justo por encima de la ingle acolchada a la moda. Nigel conjeturó que era el guardaespaldas de Evers, elegido con fines de ostentación más que de seguridad.
Nigel pulsó el control de la tridimensional. En marrón: inmensas pilas de basura erizadas de puntas. En la colina lejana, el punto blanco incandescente de la llama de fusión. En primer plano, una comentarista, desnuda hasta la cintura, como se estilaba, contaba la historia de tres trabajadores —picadilleros, los llamaba— que habían quedado atrapados en las cintas encargadas de alimentar la caldera de reciclaje. Por supuesto no habían quedado rastros de ellos, y para reconstruir el accidente había sido necesario recurrir a sus hojas de trabajo y a sus posiciones aproximadas en el Basupark. La llama de fusión les había reducido a sus átomos elementales, y después los espectrómetros de masa habían extraído del plasma eterno el fósforo, el calcio y el hierro, tan valiosos, para fabricar ladrillos. El hidrógeno, el carbono y el oxígeno se habían convertido en combustible y agua, dando una sepultura útil a un hombre y dos mujeres que —se podía presumir oficialmente— habían estado un poco torpes, o un poco estúpidos, aquel día. Pero el meollo de la noticia consistía en que evidentemente no habían sido víctimas inocentes. Se habían alistado pocas semanas antes. Se habían acercado peligrosamente a la boca de las cámaras de fusión, donde la radiación y el escape de plasma eran amenazas constantes. Por tanto, se trataba de una pandilla de basureros, que hurgaban los desechos de las décadas pasadas en busca de antigüedades perdurables o metales preciosos. Los trabajadores del Basupark no tenían derechos para intentar la recuperación de materiales, ¿pero quién iba a vigilarlos tan cerca de las llamas de fusión? “¿Cuántos otros se habrán infiltrado en estos terrenos de relleno?”, preguntó lúgubremente la comentarista.
Se volvió para enfrentar la trompa de la tridimensional, indiferente, al parecer, a los ornamentos enjoyados que pendían de sus pezones artificialmente abultados. Las gemas colgantes enviaban destellos azules y rojos a la tridimensional. “Creo que al resolver y escarbar estas colinas, descubrimos algo más que la materia prima para los fusores. Encontramos algo más que la bazofia opulenta de mediados del siglo XX. No —hizo una pausa, y su rostro se ensombreció—, nos encontramos a nosotros mismos. Nuestra codicia. Nuestra nostalgia por el pasado decadente ¿Cuántos han muerto, sin que nadie lo sepa, en las cintas y las pinzas automáticas? ¿Cuántos han sido triturados y absorbidos como gelatina viscosa por las llamas eternas?”. La cámara barrió las colinas abigarradas.
Nigel se levantó y desconectó el aparato.
—¿Señor Walmsley?
Dejó atrás la puerta de roble lustrado que mantenía abierta la secretaria y estrechó la mano de Evers.
—Le prometí que le daría una respuesta —le dijo Evers—. Siéntese. —Sonrió cordialmente y se desplazó hasta un cómodo sillón alejado del escritorio de nogal—. Lo discutí arriba —agregó.
—El encuentro con el Snark.
—Sí.
—No se trata sólo de integrar el equipo de rastreo... sino de ejecutar concretamente la misión.
—Correcto.
—¿Y?
—Bien, me formularon muchas preguntas.
La risa de Nigel sonó como un ladrido.
—Eso sucede siempre.
—Algunos pusieron en duda que usted esté en la primera categoría de vuelo.
—Viajo regularmente a Houston y Ames. Paso mucho tiempo en los simuladores.
—Es cierto. ¿Y los deportes?
—Montañismo. Squash. Balonraqueta.
—¿Balonraqueta? ¿En qué consiste eso?
—Es una combinación de squash y balonmano. Una raqueta corta, compacta. Se juega en una habitación, los tiros al cielorraso están autorizados, y hay que devolver la pelota a la pared del frente después de cada bote.
—Entiendo. ¿Es rápido?
—Bastante.
—¿Tanto como el squash?
—No. La pelota bota mucho.
—No le caigo simpático, ¿verdad, Nigel?
Nigel permaneció callado. Sus facciones se mantuvieron impasibles y desplazó los pies sobre la mullida alfombra.
—Sinceramente, no he pensado en eso.
—Oh, vamos. —Evers se inclinó hacia delante, con los dedos apoyados en los brazos del sillón y las manos entrelazadas.
—Bueno, sinceramente no puedo...
—Quiero ser franco con usted.
—Entiendo.
—No, no entiende.
Nigel se apoyó contra el respaldo y cruzó las piernas.
—Usted viene a verme y me pide que le encomiende la misión de encuentro con el Snark. ¿Verdad? Yo lo pienso. Leo su historial.
—Lo discute arriba —dijo Nigel parsimoniosamente.
—Ni más ni menos. Es una decisión importante.
—Que usted puede tomar por sí solo.
—No. Solo no.
—Usted dirige esta operación. Es la máxima autoridad después de la misma NASA, de modo que...
—De modo que
nada
. Debo escuchar la opinión de los expertos que trabajan a mis órdenes, porque de lo contrario no los necesitaríamos para nada.
—Entonces... escúchela.
—Si lo hago, no le gustará.
Nigel hizo una mueca.
—El veto canónico, ¿no es cierto?
—Digamos que hubo opiniones encontradas.
—Hermosa frase.
—¡Maldito sea! —Evers dio un manotazo al brazo del sillón—. No permitiré que usted se instale delante de mí y capee la tormenta con la frialdad de un Gary Cooper.
—No sé de qué habla, pero si lo que pretende es que conteste, formúleme de una vez una pregunta.