—Nigel... —Evers se miró las manos—. Nigel, en la NASA no se ha olvidado la operación Ícaro. Se recuerda su estratagema para comunicarse personalmente con el Snark... y yo también la recuerdo.
—No creo que esto último sea pertinente. Yo pasaba por una etapa de estrés. Mi...
—También pasará por una etapa de estrés allí arriba, cuando se reúna con el Snark.
—Será algo totalmente distinto.
—Quizá. De eso se trata: quizá. No se puede confiar en usted, Nigel. No obedece las órdenes.
—Es cierto, no soy una máquina.
—Otra vez lo mismo. Esa increíble flema británica, esos comentarios mediante los cuales se aísla de los demás. Pero sé que usted no es realmente así, Nigel. Su perfil de personalidad elaborado por los psicotécnicos no es ése.
—Y ellos me conocen mejor que nadie, por supuesto.
—De acuerdo, no son perfectos. Pero debe de existir un motivo para que muchísimos prohombres de la NASA le tengan simpatía, Nigel. Para que estén dispuestos a jugarse el pellejo y le hayan recomendado para la cita con el Snark.
—Ah, de modo que eso fue lo que sucedió.
—Claro que sí. Ya le he dicho que las opiniones fueron encontradas, no unánimemente adversas.
—Después de lo que usted dijo, sinceramente me pregunto por qué.
Evers lo miró perplejo.
—¿Se lo pregunta? ¿De veras?
—Bien... —murmuró Nigel—. Sí. Sí, me lo pregunto.
—¿No sabe con certeza lo que piensa de usted la NASA... la gente con la que usted trabajó?
—Yo...
—Realmente no lo sabe. ¿No sabe que para ellos usted es un... un símbolo?
—¿De que?
—De los objetivos del programa. Usted ha estado allí. Descubrió el primer artefacto procedente de otro mundo. Y ahora, forma parte del equipo que ha descubierto el segundo... el Snark.
—Entiendo.
—Es así. ¿No se da cuenta, verdad?
—Supongo que no.
Evers caviló un momento, estudiando a Nigel.
—Yo supongo lo mismo.
Nigel se encogió de hombros.
—Estoy aquí para ver esas cosas —prosiguió Evers, aparentemente recompuesto—. La materia prima con la que trabajo es humana. Y usted es el hombre a quien ahora debo entender.
—¿Cómo?
—Por intuición y con la ayuda de Dios, como decía mi padre.
—¿Preguntándome qué es el balonraqueta?
—Claro, ¿por qué no? Debo valerme de cualquier medio para descubrir por qué corre Nigel. Y corre muy bien, además. Es listo, está al día en cuestiones de técnica espacial, sabe de mecánica y ordenadores, de astronomía... es un profesional. El único problema consiste en que no entiende a las personas como yo.
—¿Cómo usted?
—A los administradores.
—Oh.
—A los adivinadores, mejor dicho. A los adivinadores profesionales.
—¿A qué se refiere? —murmuró Nigel, interesado a pesar de sí mismo.
—¿Recuerda el incidente del Detonador Chino?
—Leí el libro de Gottlieb.
—No está muy lejos de la realidad.
—Usted es la persona indicada para saberlo. Se metió en ese embrollo y dedujo lo que sucedería a continuación.
Evers hizo un ademán de asentimiento.
—Había indicios. Los chinos habían embarcado en submarinos un destacamento numeroso de infantería. No era lógico suponer que atacarían Australia u otro territorio al que podrían haber llegado por medios más convencionales.
—De modo que dedujo que iban a realizar un desembarco clandestino en California.
—La palabra “deducir” puede hacer pensar que el procedimiento fue más exacto de lo que en realidad fue. Adiviné. Adiviné que intentarían desencadenar una guerra nuclear con unas pocas armas tácticas colocadas en lugares estratégicos y por medio de un ataque de comandos para silenciar las comunicaciones durante veinte minutos vitales. Lo adiviné.
Nigel asintió con un movimiento de cabeza.
—Se me ocurre que quizás usted no siente mucho respeto hacia tales procedimientos intelectuales.
Nigel parpadeó.
—¿Quién le metió semejante idea en la cabeza?
—Nunca parece muy relajado cuando habla con sus... eh... superiores.
—¿Quiere decir cuando hablo con usted?
—Entre otros.
—Hummm. —Nigel estudió a Evers y después miró en otra dirección, hacia donde un holograma de pared mostraba una rutilante escultura Eckhaus tallada con rayos láser en un témpano de hielo. Las olas lamían su base. Nigel inspiró profundamente y pareció tomar una decisión—. Realmente no —dijo lentamente, buscando las palabras—. Hay algo de ponzoñoso en nuestra manera de hacer las cosas. Eso es todo.
—Es una palabra dura.
—Apropiada. Aquí hay gente muy buena, personas que individualmente son estupendas. Pero todas las organizaciones tienen su propia política y eso se interpone en el camino.
—¿En el camino de qué?
—De la verdad. De lo que la gente verdaderamente desea hacer. Escuche, ¿recuerda los primeros años? Los descensos de los Apolos y todo lo demás. ¿Qué clase de genio se necesita para convertir en una lata la mayor hazaña del siglo?
—Muy bien, de modo que la NASA no era ni es perfecta.
—No, no se trata sólo de la NASA. Se trata... se trata de todas aquellas circunstancias en las que los hombres niegan sus propias visiones interiores. O no las comunican correctamente.
—La organización no es posible sin compromisos —respondió Evers, y la hilaridad hizo más profundos los surcos que le rodeaban los ojos.
—Lo admito —asintió Nigel prudentemente—. Pero creo haberme encontrado en trances en los que no entendía la motivación...
—Quiere decir que la NASA arruinó la operación Snark.
—Iba a arruinarla. El mensaje que pensaba enviar al Snark era un galimatías.
—Probablemente. Pero eso se debía a que nos faltaban los datos que había recibido usted.
—Lo que a mí me parece es que no estaban de humor.
—Tiene que entender de dónde vengo, Nigel —murmuró Evers, encorvándose hacia delante.
—¿De qué me habla?
—Soy como soy en razón de lo que he hecho. Mi carrera fue muy azarosa hasta el episodio del Detonador Chino. Es cierto que vi los informes de Inteligencia. Todos los vieron. Caray, seguro que a muchos tipos se les ocurrió pensar que tal vez los amarillos se guardaban una baza en la manga. Adivinar es una cosa y actuar es otra.
—En eso estamos totalmente de acuerdo.
—Claro. Usted también lo hizo, en Ícaro.
—Con resultados regulares.
—Sí, pero obedeció a su olfato porque no tuvo más remedio. Lo respeto. Yo arriesgué el pellejo y ordené arrojar cargas de profundidad a los submarinos y acerté.
—Para que el comandante Sturrock se convirtiera en un héroe nacional.
—Sí. Bueno, usted sabe... —Un encogimiento de hombros—. Pero la versión de Gottlieb es correcta.
—Usted ascendió en el escalafón.
—Más o menos. La iniciativa que tomé cuando fui subsecretario, usted sabe, cuando le rompí el espinazo al cartel de la metalurgia en el año 97, me creó muchos enemigos, más de los que había previsto. —Hizo una pausa y pareció dejar a un lado sus cavilaciones personales. Se irguió cuando el sillón funcional cambió de forma para acomodarlo—. Pero he vuelto a la palestra. Y estoy ascendiendo. Creo que lo que quiero decir, Nigel, es que yo también soy una especie de rebelde.
—Lo entiendo. En ningún momento he dicho que no le respeto.
—No, en efecto. Pero yo tampoco se lo he preguntado. —Lanzó una risita.
—Supongo —murmuró Nigel cautelosamente—, que se trata de que sustentamos opiniones distintas acerca del uso que debe hacerse de las organizaciones.
—Correcto. Yo procedo de una comarca vecina a Mobile, Nigel, y allí se cuenta una vieja historia. En la época en que el Sur estaba postrado, muy postrado, proliferaban los conflictos raciales, como usted sabe. Un norteño que había venido a colaborar en la resolución de los problemas le preguntó a un pariente mío si no tenía que medir lo que decía en favor de los negros, en razón de que vivía allí y de que la policía era renuente al cambio y de todo lo demás.
—Sí.
—Entonces mi pariente pensó un minuto y respondió: “Oh, no, no tenemos que medir lo que decimos. Sólo tenemos que medir lo que pensamos.”
Nigel lanzó una carcajada.
—Está muy claro —asintió, sonriendo.
—Sé que usted tiene la cabeza bien plantada. Lo único que le digo es que para entenderse con la NASA tendrá que hacer concesiones... pero no hará falta que mida lo que piensa si procede con cautela. La situación no es tan mala. —Miró a Nigel con expresión cordial—. Hasta hoy mi carrera ha estado asociada a la defensa de Occidente, Nigel, y así es como interpreto esta misión. Pero es posible que ahora sea cuestión de defender al condenado planeta.
—Hummm.
—Está bien, quizá me equivoco. —Desechó el tema con un ademán—. No discutiremos. Hoy me he franqueado un poco para averiguar qué clase de tipo es usted, y me siento más tranquilo. Es un astronauta de primera, Nigel, el mejor y el más antiguo que tenemos. Su origen inglés le favorece... Es una gran ventaja, entre los norteamericanos. Una gran ventaja. Me resultará muy útil, cuando presente mi informe definitivo.
—De modo que me apoyará.
—Claro que sí. —Evers se distendió—. Acabo de decidirlo. Quiero estar seguro de entender al tipo que enviaré allí arriba. Sospecho que cuando el Snark resuelva bajar a la Tierra no nos lo comunicará con mucha anticipación... probablemente a propósito, para no darnos tiempo a montar defensas complejas. De modo que habrá que actuar deprisa y no podremos entretenernos con largas conversaciones. No le pido que esté de acuerdo conmigo, pero tengo que entenderle a usted, de alguna manera, para saber con certeza de qué me habla, cuando comience a oír su voz por la radio.
Nigel hizo un ademán afirmativo. Evers se levantó y le tendió la mano, sonriendo.
—Me alegra que hayamos tenido esta conversación, Nigel.
Cuando se alejó por el fluctuante Laberinto de Espejos dejó que una sonrisa furtiva le arrugara las facciones. En general, el resultado había sido muy positivo, y ahora encontraba sentido a lo que había averiguado durante su minuciosa investigación previa sobre los antecedentes de Evers, pero ciertamente había encontrado un estrato más profundo que el del impasible lustre burocrático. Era muy probable que Evers creyese que el chico franco y bonachón era el verdadero Evers. Cuando un hombre pasaba mucho tiempo ensayando un papel terminaba por asumirlo. Pero Nigel intuía algo más. Dentro de todo ejecutivo de aristas duras parecía agazaparse la sombra del joven ambicioso, y debajo de ésta se ocultaba aquello que le había impulsado a subir el primer peldaño. “Me alegra que hayamos tenido esta conversación, Nigel”. Un claro testimonio de que ahora Evers le consideraba un aliado, un jugador leal a su equipo, que respaldaría complacido a Evers cuando éste diera el próximo salto hacia arriba. “Quiero estar seguro de entender al tipo que enviaré allí arriba. Me alegra que hayamos tenido esta conversación”. Pero casi toda la conversación había corrido por cuenta del mismo Evers.
Era delicioso flotar, retenido por las hebillas y las almohadillas, y urdir blandas espirales de ilusión. Ése era el efecto de la gravedad cero. Abajo giraban las salpicaduras aleatorias de los cráteres, cada uno de los cuales se ocultaba detrás del horizonte combado antes de que él hubiera podido fijarlo en su memoria. Un viejo amigo extraviado sin un apretón de manos de despedida. El recuerdo de un millón de trances parecidos. “Cuando des la mano, no olvides los buenos modales, Nigel. Quítate antes los guantes” (la mordedura del frío en los dedos)...
Su mente vagaba a la deriva.
Lo cual no era correcto, se dijo. Debía mantenerse alerta. No estaba allí para disfrutar del paisaje. Y los tanques fragmentados de combustible de alta energía tampoco estaban montados a los costados, arriba, abajo y detrás de él, para su diversión. Esperaban la señal, la ligera pulsación de un botón, para suministrar impulso y dispararle de cabeza a la historia.
O al abismo que se extendía más allá de la trama terrestre, pensó. El Control de Hiparco —qué nombre tan portentoso para seis chozas de metal laminado sepultadas bajo siete metros de polvo— había estado un poco ambiguo al referirse al margen de error que habían dejado para el viaje de regreso. Quizá no había tal margen.
A su derecha, apareció a la vista la ribera norte del Mare Oriéntale: láminas de lava gris solidificadas en medio de sus convulsiones. El centro del cráter se hallaba quince grados al sur de su órbita casi ecuatorial, pero incluso desde esa escasa altura alcanzaba a divisar las cordilleras que se curvaban en dirección contraria a él, hacia dentro, hacia el foco. Se preguntó qué dimensiones tenía la roca que había causado este tétrico efecto: crestas de antiguas olas congeladas en forma de montañas. Un impacto de fuerza descomunal en las costillas de la Luna. Un puñal asesino. La muerte de un asteroide, un hermano de Ícaro...
—Aquí Hiparco —crepitó y chirrió una voz en su oído—. ¿Todo en orden?
Nigel titubeó un momento y luego respondió:
—Cállese.
—No se preocupe. Lo hemos calculado bien. Ambos estamos en la zona de interferencia radial de la Luna, por lo que concierne al Snark. No puede sintonizarnos.
—Pensé que no íbamos a correr ningún riesgo.
—Bien, esto no es precisamente un riesgo. —El tono de la voz era un poco burlón—. Sólo pretendíamos averiguar cómo marchan las cosas allí arriba. No recibimos ninguna telemetría. Usted podría haber muerto, sin que nos enteráramos.
No se le ocurrió ninguna respuesta, así que lo dejó pasar. El radiotelegrafista —¿quién sería? ¿ese hombrecillo menudo, Lewis?— parecía creer que ésa era una simple llamada cortés entre vecinos. Los auriculares chasquearon y restallaron durante otro rato mientras él aguardaba la comunicación de su interlocutor. Finalmente llegó la voz, un poco más fuerte.
—Bien, de todos modos hemos determinado las coordenadas de tiempo. Faltan aproximadamente cinco horas. En este momento volcamos la nueva información en su LogEx.
Junto a él vibró un zumbido electrónico cuando el ordenador absorbió los datos orbitales. Ahora tenía la certeza de que se trataba de Lewis. A éste le gustaba utilizar la jerga.
—¿Ha controlado los misiles? —preguntó Lewis.
—Sí. Correcto.