—¿Los ordenadores tienen vida eterna?
—A menos que les encuentre una forma de vida con base de carbono. Las máquinas no pueden reaccionar frente a su extraña mezcla de mentes asociadas con glándulas. No cuentan con mecanismos evolutivos capaces de desarrollar técnicas de supervivencia. Sólo atinan a esconderse.
—Están acurrucadas allí arriba. —Nigel rió.
—Y aprenden. Me enviaron a mí. Aprendí mucho de usted, en el desierto.
—Y de Alexandría —agregó Nigel, con un susurro.
—Sí.
—¿Dónde... dónde está ella? Usted estaba dentro de Alexandría, como nunca ha estado nadie, cuando...
—Las civilizaciones de máquinas (he visitado algunas por azar, aunque no el complejo más vasto que debe de haberme creado) han demostrado que la desintegración de la estructura equivale a la pérdida de la información.
—Entiendo.
—Pero esto sólo se aplica a las máquinas. Las formas orgánicas pertenecen al universo de las cosas y también residen en el universo de las esencias. Allí no podemos penetrar.
Nigel experimentó un extraño estremecimiento, una sensación de energías comprimidas.
—¿El universo de las esencias...?
—Ustedes son un producto espontáneo del universo de las cosas. Nosotros no. Esto parece suministrarles a ustedes... ventanas. Me resultó difícil controlar sus transmisiones domésticas: se pueblan de ramificaciones, sendas espontáneas, matices...
—Los condenados hablan frenéticamente.
—No.
—Pero somos condenados. Comparados con ustedes.
—¿Por la duración? Ochocientos mil años de los suyos, hasta donde he contado, aún no son suficientes. El tiempo de ustedes es breve y vivaz, multicolor. El mío... a veces aúllo, en esta noche.
—Dios mío. —Nigel hizo una pausa. La voz había adquirido un tono metálico más profundo y ahora parecía reverberar en la cabina—. Me gustaría tener esos años, a pesar de lo que usted dice. La mortalidad...
—Es un condimento. Muy valioso.
—Pese a todo...
—Ustedes no son condenados.
—Condenadamente afortunados, tal vez. —Nigel rió de forma airosa, transparente—. Pero de todos modos, condenados.
—¿Qué ha sido ese ruido?
—Oh, una risa.
—Ya veo. El condimento.
—Ah. —Nigel sonrió para sus adentros—. ¿Su paladar es tan insensible?
Después de una larga pausa la voz dijo:
—Veo que puede serlo. Cada uno de ustedes se ríe de una manera distinta. No puedo reconocer ni prever la forma. Quizás esto es importante: se me escapan muchas cosas. No fui construido para esto.
—Lo diseñaron para...
—Escuchar. Para informar periódicamente. Me despierto al llegar a cada nueva estrella. Desempeño mis funciones. Pero la suma no es mayor ni menor que las partes, sólo es diferente... Yo, yo no puedo expresarlo con las palabras que ustedes emplean. Hay, hay sueños. Y lo que obtuve de ustedes es mío. Los sabores. Su arte y sus humores. Esto sólo me interesa a mí. ¿Las esencias? Ellos no las querían. Quizá las mentes globales no las necesitaban. Pero yo... es para el tiempo que paso en la oscuridad.
La perla mermaba, se replegaba en sí misma.
—Le deseo suerte en el espacio.
—Si funciono como mis creadores lo planearon, no necesitaré su bendición. Atravesaré la noche a ciegas. Yo... la parte que le está hablando... soy un accidente.
—Nosotros también lo somos.
—No en condiciones tan indirectas. He recibido una señal de reconocimiento... pero ustedes no tardarán en descubrir de qué se trata. Por ahora veo que otros hombres le harán pagar caro lo que acaba de hacer.
Nigel sonrió.
—He dejado escapar la perdiz. Es cierto. Supongo que me castigarán.
—No podrán arrebatarle sus esencias.
—¿Se refiere a la experiencia en sí misma? No, supongo que no. ¿Es un adiós, entonces?
—Creo que no.
—Oh.
—Estoy versado en muchas... teologías animales. Algunas dicen que usted y yo no somos accidentes y que volveremos a encontrarnos bajo una luz distinta. Usted está compuesto de membranas. Quizás somos todos pura matemática, todo lo es, y existe una sola... suma total. Una solución coherente. Eso implica mucho.
Nigel sintió que una risita gorgoteaba dentro de él.
—Tengo que estudiar ese sonido, la risa. Esa es la auténtica teología de ustedes. Aquello en lo que creen realmente.
—¿Cómo?
—Cuando emite ese sonido parece tener una visión fugaz de lo que es vivir como vivo yo, libre de la opresión del tiempo. Entonces es inmortal. Por un instante Nigel se rió.
Una Tierra refulgente, un gajo brillante, asomaba sobre la Luna horadada. El espacio que lo rodeaba se condensó en formas geométricas. Miró el disco del Snark. Su redondez parecía contrastar con la tronera rectangular y los dos elementos entraban en colisión. Frunció el ceño y trató de captar algo que titiló dentro dé él y luego se esfumó, una idea, un sentimiento o tal vez...
Allá al frente, el Snark se zambulló en la noche. Detrás de él giraba la Tierra, en un mare mágnum de vida caótica.
Las llamadas insistentes danzaban en su tablero. Houston. Evers. Preguntas. Nigel no sabía si podría explicar ese chispazo de tiempo. Sería como el episodio de Ícaro, o quizá peor. Un gran escándalo público. Se encogió de hombros.
Entonces me sucedió a mí, amigo mío
y aquí vamos
nuevamentev
otra vez.
2018
Ocurrió en un instante. Un instante que dividió netamente su vida.
Un momento antes había estado planeando serenamente sobre el arrugado y desmenuzado paisaje lunar. Estaba distraída, programando su trayectoria posterior y mascando pasas azucaradas. Su deslizador recorría una serie de elipses interconectadas, rumbo al hemisferio proximal. La Tierra asomaba como un globo de cristal resplandeciente sobre la Luna combada.
Sintió más que oyó el impacto. El horizonte se ladeó de forma demencial. Tiró del correaje hacia delante y el deslizador empezó a caer.
Su tablero de anotaciones salió despedido y se oyó el chirrido del roce de metal contra metal. El deslizador daba tumbos. Cogió la palanca de mandos y activó los reactores de maniobra. Los de la derecha no funcionaban. Algunos de los de la izquierda respondieron. Dio el máximo impulso. Algo golpeaba intermitentemente como si se estuviera desprendiendo. El deslizador volvió a ladearse y el correaje le mordió la carne.
La rotación se frenó. Ella colgaba cabeza abajo, mirando el pico truncado de una montaña marrón grisácea que pasó peligrosamente cerca. Seguía cayendo.
El deslizador era rectangular, puro hueso y nada de piel. Veía la mitad de la proa, que parecía intacta. Todo lo que había oído le llegaba literalmente por los fondillos de los pantalones, después de recorrer los puntales y los tubos de la red rectangular del deslizador. O sea que la avería estaba a sus espaldas.
Se volvió, tuvo una visión parcial de cables enmarañados y de un depósito de combustible... y entonces comprendió que su comportamiento era estúpido. Nunca trates de hacer un trabajo cabeza abajo, aunque sólo te queden pocos segundos. Y ciertamente faltaban varios minutos antes de que se produjera la colisión. Lo que había sucedido atrás —¿la rotura de un depósito? ¿el estallido de un tubo?— la había disparado a una nueva elipse, por un derrotero de intercepción con la baja cordillera que se levantaba cerca del horizonte.
Volvió a pulsar los reactores de maniobra y el deslizador giró pesadamente. Algo tiraba de la proa hacia abajo en plena rotación. Detuvo la marcha cuando el parachoques delantero estuvo casi paralelo al horizonte. Desabrochó automáticamente el correaje y miró hacia atrás.
Increíblemente, el ángulo posterior derecho del deslizador tenía un boquete. Todo había desaparecido, sin más: los depósitos, los soportes, las provisiones, el anillo de retención, un foco.
Por un momento no atinó a pensar. ¿Dónde estaban? ¿Cómo era posible que hubieran volado? Escrutó la zona por donde había pasado el deslizador, casi convencida de que vería una nube rutilante de escoria. Sólo había estrellas.
El adiestramiento pudo más que el desconcierto: se inclinó hacia delante y pulsó el interruptor que lanzaba destellos rojos en la consola. El programa de navegación quedó desconectado. Puesto que no había dado la alarma, los circuitos parecían seguir persuadidos de que realizaban una exploración selenográfica, enfilando rumbo al hemisferio proximal. Activó el motor iónico, montado un poco por debajo y detrás de ella, y oyó su ronroneo tranquilizador. Verificó el horizonte... y comprobó que giraba nuevamente. Se volvió en su asiento, con movimientos un poco torpes. El traje espacial se había enganchado en una hebilla del correaje.
Sí... junto al borde del boquete flotaba una tenue bruma. Un tubo tenía un escape de gas, cuyo impulso bastaba para hacer girar el deslizador. Lo compensó con los reactores de maniobra y el deslizador se enderezó.
Aumentó la potencia del rayo iónico y trató de calcular la velocidad de caída. La superficie mellada, perforada, subía a su encuentro. Empujó inconscientemente la palanca de control y levantó la proa del deslizador. Éste había sido un acto reflejo, aunque sabía que en la Luna ninguna nave podía amortiguar su caída tratando de planear. No importaba: en la Tierra podría haber recurrido a las alas, pero en la Tierra ya habría estado muerta. La caída sólo habría durado algunos segundos. El motor iónico funcionaba al máximo de su potencia, pero no era mucho lo que podía hacer. Volvió a compensar la rotación. El ordenador mantenía el motor iónico automáticamente dirigido hacia abajo, pero sólo operaba en un ángulo reducido. Además, el escape de gas se intensificaba. El deslizador se zarandeó y derrapó hacia la izquierda.
Buscó un lugar donde posarse. El estallido, o lo que fuera, debía de haber desviado el deslizador hacia abajo, no hacia el costado. Aún seguía su trayectoria por un valle largo y escabroso en cuyo extremo final se levantaba una abrupta cadena de sierras escarpadas, de color gris mugriento. Contrarrestó la rotación, escudriñó hacia delante y volvió a contrarrestarla.
Vio frente a sí un resplandor opaco. Algo yacía parcialmente sepultado en las sombras, al pie de las sierras. Era una estructura curva, parte de una cúpula abollada contra la ladera. ¿Un refugio de emergencia? No, ella había estudiado los mapas y sabía que no había ninguna instalación cerca de su ruta. Al fin y al cabo para eso estaba allí: para practicar algunas prospecciones detalladas, para estudiar las singularidades del terreno, para perforar el suelo en busca de indicios de agua. En síntesis, para hacer todo aquello que las cámaras fotográficas no podían hacer.
Estaba observando los indicadores y no se sorprendió cuando el altímetro de radar le reveló que caía a demasiada velocidad. El dispositivo iónico no funcionaba con toda su potencia. Sí, uno de los depósitos que faltaban en la parte posterior derecha alimentaba ese motor. No tenía suficiente impulso para mantenerse a flote. Era tétrico ver cómo se deslizaba en medio de un silencio sepulcral a lo largo del valle accidentado, angosto y recto, en dirección a las sierras pardas. A sus pies, la salpicadura aleatoria de los cráteres era clara y nítida. Debería posarse pronto.
Avanzaba directamente hacia la cadena de sierras. Pasaron dos segundos —ahora ya los contaba— antes de que tomara una decisión: dejarse caer en el valle, posarse sobre su lecho en lugar de estrellarse contra la abrupta ladera de arriba. Apenas tomó esta decisión se sintió liberada. Volvió a compensar la rotación, verificó con todo cuidado su correaje, inspeccionó por última vez las averías. El suelo venía velozmente a su encuentro. La cúpula... ah, ahí a la izquierda. Dañada, rota, con la base rodeada de escombros brillantes. Se levantaba al pie de la sierra como un monumento de cobre.
Eligió un espacio liso y niveló lo más posible la panza de su deslizador. La maldita rotación ya era exagerada. Pasaba todo su tiempo compensándola. De pronto estuvo casi encima del lugar que había elegido, el deslizador seguía rotando, la proa apuntaba hacia abajo, demasiado abajo, y...
El choque la despidió hacia delante, y tiró con tanta fuerza del correaje ceñido que le pareció que el deslizador iba a volcarse. Se bamboleó, con la popa en alto. Por todas partes había polvo, metales retorcidos. La cola volvió a bajar con la caída lenta, angustiosa, de la escasa gravedad. Nikka sintió un dolor súbito y atroz en la pierna y se desvaneció.
Era realmente la vieja Telegraph Avenue, pensó Nigel. La habían encapsulado y conservado.
Caminó lentamente por la ancha acera. Ese centro conectivo del legendario Berkeley seguía siendo un ancho paseo para peatones, como él lo había conocido en 1994. Obedeciendo a un impulso Nigel metió las manos en los bolsillos posteriores del pantalón, postura que asociaba por alguna razón con aquellos lejanos días adustos. En esa tarde de mayo había poca gente en el paseo, sobre todo turistas que husmeaban en las tiendas de recuerdos próximas a Sather Gate. Un contingente se había apeado junto con él del tren suburbano y lo había seguido por Bancroft. Era en su mayoría chinos y brasileños, que conversaban cordialmente entre sí, embobados, señalando el paisaje. Todos se detuvieron a leer la placa embutida en hormigón que señalaba el lugar donde Leary había muerto finalmente en medio de un esfuerzo desesperado por redimir la cultura
hip
. Algunos incluso la fotografiaron.
Un pájaro planeó sostenido por la brisa de la bahía y aleteó para ir a posarse sobre uno de los eucaliptus que jalonaban el paseo. Cuando Nigel había estudiado astrofísica allí, en Telegraph Avenue, todavía imperaban la gris palidez del hormigón, los restaurantes grasientos y el tenue aroma de la marihuana y el incienso. Bien, la rica fragancia del incienso perduraba, e inundaba la calle desde las puertas abiertas de las tiendas. Bello, sí, pero en la peor acepción de la palabra. Faltaba la vitalidad del pasado. El eje de la vida estudiantil se había desplazado al norte del campus, entre las descomunales casas de madera de pino. De todos modos, Berkeley ya no era el crisol de la vanguardia. Ahora Telegraph era un tributo embalsamado a su antigua personalidad.
Se contuvo. ¿Lo que estaba momificado en el pasado era Telegraph o sólo Nigel Walmsley? A los cuarenta y seis años ése era un interrogante válido. Pero no... al pasar frente a la puerta abierta de una tienda le llegaron los acordes de una antigua melodía.
White Rabbit
. Gracie Slick.
Surrealistic Pilow
. Una auténtica pieza de coleccionista, en la placa original. Sin embargo, casi con toda seguridad la tienda utilizaba una reproducción sobre cristal sensible, pensó con ese desdén de purista que le producía un placer curioso, excéntrico. La mitad de la satisfacción del fanático de la música residía en el escrupuloso atesoramiento de esos detalles. Tampoco la propagación era correcta: esa pieza específica deberían haberla difundido a todo volumen, para que se escuchara desde la manzana vecina. Nigel se preguntó qué habría pensado el primitivo Airplane si le hubieran dicho que se servirían de su música para promover el turismo. La Cámara de Comercio repetía la maniobra que Nueva Orleáns había perpetrado con Jelly Roll Morton, hacía muchas décadas.