En Silencio (16 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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Junto a ella, Kuhn volvía a recobrar el color.

Entonces acabó la conferencia y vino el turno de las preguntas. Unos minutos más para responder en chino a otras preguntas formuladas en el mismo idioma. Wagner se relajó. En realidad, ya no podía suceder mucho más.

Al menos así se lo había imaginado ella, ¡hasta que esa estudiante de mejillas sonrosadas anunció con su mirada húmeda que quería hacer una pregunta personal!

Kuhn volvió a cambiar de color. Un camaleón no era nada frente a él. Dirigió su mirada primero a Wagner, y luego a la estudiante. Sus labios se deformaron en una súplica silenciosa.

Demasiado tarde.

—Doctor O'Connor, usted nos ha impresionado mucho a todos hoy. Pero luego hemos pensado que… hum… que precisamente alguien como usted tiene que tener algún punto débil. Una pequeña debilidad humana. ¡De modo que dígalo! ¿Cuál ha sido su mayor error?

La chica lo miraba con gesto atrevido y se lo comía con los ojos. O'Connor difundió una sonrisa.

—Responder a preguntas como ésta —dijo.

Schieder suspiró y se rascó la barba.

En ese momento, con tan sólo cambiar de tema, la estudiante hubiese podido salir corriendo y escapar de las arenas movedizas de la malevolencia de O'Connor. Pero la joven parecía como hechizada. Su mirada mostraba todavía el ingenuo enamoramiento que le había provocado el físico, a pesar de que algo le decía que había cometido una estupidez. El resultado fue una expresión facial de desamparo.

Entonces cometió un error fatal:

—¿Por qué?

O'Connor soltó un silbido de resignación, como si no pudiera entender cómo una persona apaleada públicamente puede ser tan estúpida de arriesgarse a nuevas derrotas.

—Verá usted —dijo con paciencia—. En principio usted podría estar leyendo un libro. Yo, en este mismo tiempo, podría estar jugando al golf o trabajando o escribiendo uno de esos libros que usted debería leer. Por otra parte, me gustaría decirle personalmente lo que ya usted sabe. Pero en ese caso, por lo menos, lo que yo espero es una confrontación que me muestre la existencia de un espíritu, de vida inteligente. Sin embargo, en su lugar, usted me hace preguntas estúpidas. ¿Puedo preguntarle cuáles son sus objetivos personales en esta vida?

—Eso… no lo sé.

—Entonces permítame que le dé un consejo. Deje de adorar a los seres humanos. Apiádese de ellos. Dedíquese a lo que importa.

—Eso he hecho —balbuceó la estudiante. Poco a poco se daba cuenta de que O'Connor la estaba reprendiendo. Además, en la pronunciación del físico se revelaba una pesadez que otorgaba a su tono cierto matiz suficiente y desdeñoso—. ¡Yo no adoro a nadie! —gritó la joven—. No se me ocurriría la idea de adorarlo. Intento saber más sobre los seres humanos que han hecho obras admirables. ¿Es eso tan grave?

—No. Pero tenga en cuenta que los homenajes son siempre problemáticos para quien tiene que recibirlos. Créame, la adoración de los héroes es algo que no le proporciona alegría por lo menos a una persona: al héroe mismo. Los hombres torturan a sus dioses. Oran porque quieren algo de ellos. Lea mis libros, y si alguna vez me encuentra en algún bar donde nos veamos en condiciones de proclamar una zona totalmente libre de ciencia, puede usted preguntarme lo que quiera sobre mis lados débiles. Aquí estamos en la universidad. Siguiente pregunta.

La estudiante echó una ojeada de desamparo a sus apuntes.

—¿Qué prefiere hacer cuando no está investigando?

—Escribir.

—¿Y cuando no escribe?

—Beber. Han sido tres preguntas. Si tuviera usted ahora la intención de averiguar por qué estoy soltero, le diré que no es por su causa. ¿Quisiera tener una familia?

—¿Cómo dice?

—Soy realmente de la opinión de que sería necesario vencer alguna prueba de aptitud cuando se tienen intenciones de que alguien nos financie una carrera universitaria. Todos los que acarician grandes planes hasta el momento en que pueden intercambiarlos por algunos gritos de bebé de varios decibelios, deberían visitar la escuela de amas de casa y no vivir a costa de la investigación.

—Pero…

—Todavía no ha respondido a mi pregunta.

—Sí, pero yo…

—Usted ha dicho que no sabe cuáles son sus objetivos. Eso es sospechoso. ¿Quiere tener hijos?

La joven miró a O'Connor como si fuera la viva encarnación de mister Hyde.

—Pienso que sí.

O'Connor se inclinó hacia adelante. Su tono volvía a ser amable, casi clemente.

—Yo le diré lo que usted quiere, preciosa. Usted tiene un corazón de oro, de eso estoy seguro. De oro puro. Y a usted le gustaría cambiarlo por moneda contante y sonante. Sólo que en unos tres años, a más tardar, encontrará usted a alguien que lo haga. Alguien que cambie su corazón en monedas con las que se puede comprar cualquier cosa que haga la vida agradable sin elevarla. Bienvenida a la mediocridad.

O'Connor apartó la vista de ella como si la chica hubiera dejado de existir y se dirigió a todos.

—Michael Collins, el pobre hombre que no pudo bajar a la superficie de la Luna porque se vio obligado a quedarse en la nave, dijo una vez de su mujer que habían tenido constantes discusiones por culpa de esas historias del espacio. Ella, sencillamente, no entendía cómo alguien podía volar a la Luna mientras en casa la vajilla estaba todavía sin fregar. Más tarde o más temprano, la mayoría de los aquí presentes se dejarán comprar sus sueños y sus visiones a cambio de un enmohecido V cálido sitio en la clase media. ¿Y por qué? Porque intentan ser alguien que ya existe, y eso no funciona. Quieren ser un segundo Einstein, un segundo Hawking, un segundo no sé quién. Al hacerlo, olvidan que Einstein no quería ser un segundo cualquiera, sino un mejor Einstein. Ése es su problema y el problema de la mentalidad de los investigadores alemanes. A todos aquí les gustaría hacer los inventos que otros han hecho pero, por desgracia, a la mayoría de ellos les falta el fuste del visionario. En algún momento descubren que pueden recitar de memoria, de cabo a rabo, todas las obras clave, pero al mismo tiempo se destacan por una escandalosa falta de inspiración. Cuando la Ilustración declaró la guerra al misticismo, los sabios de la Edad Media tampoco se propusieron romper con los grandes antiguos, con Aristóteles, con Platón o con Demócrito. Pero por lo menos se sintieron como enanos sobre hombros de gigantes. De ese modo pudieron seguir mirando hacia el mundo desde una atalaya algo más alta, y la generación siguiente de enanos se subió a otra un poco más elevada. ¿Y qué hacen ustedes? Se aprenden todas esas cosas, se las aprenden de memoria, y sus profesores les valoran en dependencia del parentesco genético que tengan ustedes con el papagayo. Mientras la ciencia siga siendo repetitiva, no será ciencia. ¿Pueden ustedes entender eso, por favor? Mientras en una hora como ésta no tengan otras preguntas que hacerle a una persona como yo, salvo lo que me gusta comer o cómo me rasco cuando me pica el trasero, terminarán en los programas de preguntas y respuestas de la tele. ¿Por qué escuchan de mi boca todo lo que ya saben? ¿Con cuánta frecuencia quieren ustedes rezar el rosario de lo que ya conocen? ¡Investiguen! ¡Cuestionen! ¡Duden! ¡Duden de mí! ¡Pregúntenme algo realmente incómodo! Mientras no lo logren, la mitad masculina de ustedes acabará trabajando en el ramo de las investigaciones aplicadas, y la parte femenina le dará a sus maridos la sensación de estar en condiciones de mover montañas para luego, después de una boda exitosa, impedirles que lo hagan. Siguiente pregunta.

«Qué cabronazo», pensó Wagner. ¿Por qué nos suelta todo eso? —le preguntó a Kuhn en voz baja—. Esa chica no le ha hecho nada.

—No se trata de eso —murmuró el editor—. Ella sólo le ha dado el pie para expresar su opinión. En la concepción del mundo de O'Connor, todo el mundo es de algún modo un pie para hablar.

—Su opinión de las mujeres es lamentable.

—Su opinión de todo el mundo es lamentable. Salvo la de los celtas, que le parecen estupendos. También sus mujeres, por cierto. Probablemente porque los auténticos celtas ya no viven y no pueden defenderse.

Otra estudiante levantó la mano.

—Doctor O'Connor. ¿Cómo pretende usted desviar la luz? Quiero decir, ¿pretende llevarla por trayectorias razonables? Hasta el momento sólo ha conseguido hacerla más lenta.

—Es muy sencillo —respondió O'Connor, visiblemente contento—. Por cierto, ya lo hemos hecho. Hemos enviado hacia el cristal una segunda onda sonora en un ángulo recto respecto a la primera. De ese modo puede usted empujar la luz hacia donde quiera y transportarla al lugar que prefiera sobre el semiconductor, antes de dejarla escapar de nuevo.

—¿Eso quiere decir que usted puede conectar datos entre distintas fibras de vidrio?

—Sí. Eso es totalmente correcto.

Schieder volvió la cabeza hacia Wagner.

—Ya tiene usted la respuesta a su pregunta. Las grandes empresas de telecomunicaciones trabajan desde hace años en elevar las capacidades de los trayectos de datos. Ellas le financian su investigación.

Wagner asintió. Mientras tanto, la primera estudiante ya había conseguido reponerse e intercaló otra pregunta.

—Doctor O'Connor ¿No podía usted, en teoría, retener la luz infinitamente, forzándola a girar en círculos a través de distintas ondas sonoras en circulación?

O'Connor abrió la boca. Luego la cerró otra vez y miró a la estudiante como si la joven acabara de entrar en el recinto.

—Eso sería teóricamente posible. Pero la luz es fugaz. Estimo que tendríamos que llegar a un segundo de tiempo de almacenaje.

—Y… —Wagner vio cómo las mejillas de la chica comenzaban a arder—. ¿Eso quiere decir que si usted hace más lenta la luz, también estaría haciendo más lento el tiempo perceptible?

—¡Oh! —O'Connor sonrió, y fue una sonrisa realmente simpática—. ¿Se refiere al tema de que la velocidad del tiempo es igual a la velocidad de la luz? Esa máxima estuvo algún tiempo de moda. En realidad la luz está muy relacionada con muchas historias de viajes en el tiempo. Claro que si usted se mueve a la velocidad de la luz, el tiempo, en cierto sentido, se detiene. Su masa se vuelve infinita. Y si se mueve a una velocidad superior a la de la luz, se alejaría prácticamente del tiempo y se desvanecería en el futuro. Gracias a los agujeros negros conocemos algunos síntomas similares de distorsión del tiempo. Desde el nunto de vista subjetivo de un observador en mi cristal, hago más lento el tiempo, sin duda, pues éste experimenta la información que porta un fotón de un modo diferente del que experimentaría si pasara por su lado a la velocidad habitual de trescientos mil kilómetros por hora. ¿Qué pretende construir usted, una máquina del tiempo?

—Tal vez —dijo la joven, arrugando sus apuntes—. Siempre y cuando no me llore mi bebé.

O'Connor la miró fijamente. Luego se rió.

—Ante esta genialidad en germen de la que me honra haber sido testigo, espero que no sea así. Pero los bebés no son el problema. El problema es que nos gusta demasiado usarlos para encontrar una justificación que explique por qué hemos dicho adiós al gran equipo y nos hemos enterrado en la mediocridad. Los bebés no pueden hacer nada cuando sus padres deciden involucionar y vivir como hombres de las cavernas. En cuanto se anuncia su descendencia, los hombres empiezan a comportarse como chimpancés. Ya no hay visiones, no hay objetivos elevados, ninguna generalidad, sólo existen los instintos primigenios. Y seguimos oyendo las mismas sentencias aburridas: antes quería conmover al mundo, quería encontrar un remedio contra el cáncer, quería viajar a Marte y representar a Shakespeare, pero desde que nació Fulanito todo ha dejado de tener importancia. A partir de entonces todo gira en torno a quien es, por lo visto, el diablillo más importante del mundo. Se espera que todos miremos fascinados cómo el pequeño vomita su papilla sobre el babero. ¡Y pobre del que pretenda hablar de otra cosa! Si realmente desea construir una máquina del tiempo, construya una, maldita sea. Con o sin bebé. ¡Buena suerte! Apuesto cualquier cosa a que no va a funcionar, pero sólo por declarar su propósito, me pasaría horas sosteniéndole la llave de tuercas, y usted podrá tener todos los hijos que quiera.

—Vaya apuesta —cuchicheó Kuhn—. La semana pasada dijo justamente lo contrario.

—¿Quiere decir entonces —intervino un periodista que creyó haber encontrado el filón de un nuevo tema—, que los viajes en el tiempo no son posibles?

—Quiero decir —dijo O'Connor—, que, cuando los hombres empiezan a ser razonables, comienzan a morir. La razón es profundamente enemiga de la fe, es reaccionaria. La razón tendría que exhortarlo a regresar a casa cuando alguien pretende contarle la historia de que ha detenido la luz. Fue un placer hablar con ustedes. La conferencia ha terminado.

1998. 14 DE DICIEMBRE. PIAMONONTE. LA MORRA

A última hora de la mañana del día siguiente, Maxim Gruschkov estaba mirando con fijeza una carpeta mientras movía ligeramente los labios. Sobre su cráneo calvo relucían los reflejos de los tubos fluorescentes. Aunque fuera brillaba un claro sol invernal y el cielo era de un azul como de ópalo, Gruschkov prefería mantener las persianas bajadas y la luz artificial. Leía aquellas pocas líneas con tal concentración que cualquier ruido, incluso el zumbido del ordenador, parecía languidecer por deferencia hacia él. Luego cerró la carpeta lentamente y la colocó sin prisa encima de la mesa alrededor de la cual se habían reunido, Silvio Ricardo, Jana y el propio Maxim Gruschkov.

Se frotó las sienes. Juntó los labios y, por un segundo, su mirada pareció desviarse hacia dentro y enfocó luego a sus dos interlocutores.

—No pueden estar diciéndolo en serio —dijo.

Su voz sonó imparcial y objetiva, del mismo modo que hablaba siempre. Sólo en una ocasión había perdido el control. De eso hacía varios años, y había ocurrido a miles de kilómetros de distancia de allí, y ésa había sido la razón por la que ahora vivía en Italia y no en Moscú.

—Pues sí —Ricardo alzó los hombros y extendió las manos—. Yo también dije algo parecido.

El encuentro tenía lugar en la «cocina del diablo» de Gruschkov. Allí, en el Departamento de Desarrollo de Neuronet, el jefe de Programación cocía soluciones de software y satisfacía con ello a los mercados ávidos de innovación. Se habían retirado al salón de reuniones y cerrado la puerta. La habitación estaba insonorizada. Eso era lógico, pues en ninguna parte el espionaje industrial había alcanzado tales dimensiones como en el negocio de la informática y de las comunicaciones on line.

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