Al final quedaron sólo dos nombres: Bill Clinton… y Boris Nikolayevitch Yeltsin.
Yeltsin. El zar Boris. ¿Por qué no?
Pero Yeltsin sólo llegaba dentro de tres días. Y sus peores enemigos no estaban dispersos por el mundo, sino que vivían en su propio país.
—Ellos quieren a Clinton —constató Süberman.
—Sí, pero, ¿quién quiere a Clinton? —preguntó O'Connor—. ¿Y quiénes son ellos?
Süberman jugueteó con su vaso por la barra.
—Yo diría que eso depende del motivo que haya suscitado el atentado. Si tiene que ver con la economía mundial, el responsable puede ser cualquier grupo radical que «defienda» al Tercer Mundo.
—¿ La Liga de los Pobres? Es poco imaginable. Yo soy poco ducho en el tema, Aaron, pero que un puñado de activistas pro Tercer Mundo pueda saltarse este cinturón de seguridad no es creíble. Usted mismo ha dicho que es casi imposible asesinar a Clinton.
—Puede que sea verdad —dijo Süberman, reflexionando—. Además, sea lo que sea lo que tengan entre manos, debe de haber costado un montón de dinero.
—¿Y quién tiene la mayor parte del dinero?
—Los Estados. Quiero decir, los gobiernos. Eso es cierto. Una acción como ésa huele a nacionalismo. Con ello no sólo se desacredita a Estados Unidos, sino también al país anfitrión, Alemania. Y a todos los demás participantes en la cumbre.
—Bien. ¿Y quién odia más a los estadounidenses en este preciso instante?
—La pregunta tendría que ser, ¿quién odia más a la OTAN? ¿Y para quién sería la cabeza de Clinton el mayor trofeo de todos los tiempos?
—Para Serbia, para Müosevic.
—Se convertiría en un héroe popular.
—Sí.
—Lo convertirían en una figura mítica. Y Müosevic es en definitiva su propio mito, él se creó a sí mismo como una reencarnación del desdichado príncipe Lazar, y su propósito esta vez es ganar la batalla en el Campo del Mirlo, en Kosovo. —Süberman enarcó las cejas y miró a O'Connor—. ¿No es algo curioso? Todos los grandes fascistas tienen esa tendencia a lo mítico. Pienso que si prestáramos atención al concepto de los mitos que tengan los estadistas de este mundo, podríamos desarrollar una especie de detector temprano de hombres como Hitler.
—Sólo que… —O'Connor vaciló—. La teoría es concluyente. ¿Puede estorbarnos en algo el hecho de que Paddy sea irlandés?
Silberman negó con la cabeza.
—El terrorismo internacional tiene muchos responsables. Paddy no es la cabeza. La cabeza nos revelaría con quién tenemos que vérnoslas. Perdóneme un momento, Liam.
Silberman se dirigió al servicio y dejó a O'Connor solo con sus pensamientos.
El físico continuó bebiendo oporto mientras se preguntaba si acaso no estaban a punto de perder el juicio. Ahora que ya tenían una teoría, todo le parecía más absurdo y estúpido. Él era físico. Su especialidad eran los fotones, y su lugar de trabajo, el laboratorio. Escribía novelas e inventaba historias para meterse con alguien de vez en cuando, una ofensa bien dirigida al público de su mismo nivel social. ¡O'Connor jamás se peleaba con hombres por debajo de su estatus social! Lo máximo que buscaba era vivir un poco en la cuerda floja. El resto era trabajo, bienestar y placer. Con todo eso, O'Connor ya tenía suficiente para su personaje. La cruda realidad en la que se encontraba ahora lo confundía. Dos hombres adultos estaban de acuerdo en el hecho de que esa misma noche el presidente de Estados Unidos podía morir.
¿Se estarían comportando como niños? Tenían que ir a ver a Lavallier, eso era seguro. O'Connor creía que el comisario no habría avanzado todavía de un modo esencial en sus investigaciones. Lavallier y Bar sabían que O'Connor había ido al Holiday Inn. No cabía duda de que lo hubiesen ido a buscar si hubiese sucedido algo importante. Aunque fuera para atosigarlo de nuevo con sus malditas preguntas. ¡Cuánto las odiaba! De repente, de un modo inesperado, se dio cuenta de que echaba de menos a Kika.
El canal WDR se reveló como un lugar inabarcable. Wagner consiguió extraviarse en tres ocasiones. Después de subir y bajar varias veces por distintos pisos, así como de algunas infructuosas excursiones por pasillos casi idénticos, fue a dar por fin con el vestíbulo correcto, al que llegó con diez minutos de retraso.
Detestaba la impuntualidad. En su mente, mientras la secretaria mencionaba su nombre, empezó a formular una escueta disculpa, pero sólo para enterarse, acto seguido, de que el redactor estaba reunido en ese momento y que, lamentablemente, esa reunión lo mantendría ocupado durante otro cuarto de hora. De repente, se vio siendo ella la destinataria de las disculpas. Le dieron café y la confiaron a un sofá en un despacho vacío.
Cogió una galletita y la mordisqueó sin muchas ganas. El retraso le ponía patas arriba todos sus planes. A las seis y cuarto la esperaban en Hürth. La cadena estaba sopesando la creación de un segundo programa literario a fin de comentar algunos temas triviales para el pueblo llano, y la editorial había expresado su interés en ello. A la gente de la tele no le agradaba aplazar las citas. Todos en ese ramo eran inmensamente importantes y vivían con el correspondiente estrés, algo curiosamente opuesto a la posición real de cada uno. Para llegar a Hürth tendría que ir a la carrera. Poco tiempo para esta entrevista y poco aliento para la siguiente. Estaba claro que tenía todos los motivos para estar nerviosa. Y en efecto, lo estaba, pero por motivos muy diferentes.
Sus pensamientos giraban en torno a Kuhn y a lo que le pudiera haber pasado. Estaba preocupada. Todo en esta situación actual era profundamente inquietante.
Y lo más inquietante era el hecho de que O'Connor hubiera puesto patas arriba todos sus sentimientos.
Reflexionó sobre si debía aprovechar el tiempo para llamarlo al móvil. Ya había pasado una hora y media desde que lo había dejado en el aeropuerto, con un beso más bien fugaz y un abrazo apresurado. Después de tanta proximidad, ahora el vínculo parecía roto. Kika estaba irritada. ¿Cómo se podía estar tan cerca y al instante siguiente mostrarse tan ajeno? ¿Qué sentido tenía eso? ¿Era imposible dejarse llevar durante más tiempo que un instante mágico bajo un viejo árbol?
¿Por qué diablos todo tenía que ser tan difícil?
Recordó el texto del filósofo romano, de más de dos mil años de antigüedad, que había leído en una ocasión: «Si de repente sientes que existen mares entre tú y el otro, eso puede significar tanto el comienzo como el fin de un amor, tú sólo tienes que saber interpretarlo.» Si conociéramos con exactitud nuestros sentimientos, si conociéramos su verdadera naturaleza, todo se desarrollaría de un modo espontáneo. Pero tenemos que traducir a palabras el lenguaje de los corazones, mediante la cabeza, y los errores de traducción destruyen una comprensión más profunda del amor.
¿Surgía o moría algo entre ella y O'Connor?
En ese mismo instante, Kika tuvo claro que era el miedo al frío lo que provocaba el frío. Si todo acabase ahora, se quedaría sola. Al final sólo quedaría la sensación de haber entregado todo para comprobar que al otro no le resultaba suficiente; que ya nada valía; que ya no era la mujer más hermosa del mundo. «Eres una pava complicada», pensó.
Sacó el móvil y pasó los dedos, indecisa, por las teclas. De repente lo añoró. Al mismo tiempo, la corroía la culpa por no dedicar todo su pensar y su sentir al destino del editor. De un modo bastante burdo, se impuso la idea de llamar a O'Connor, precisamente por esa razón, sin necesidad de temer el haber expresado en alguna ocasión demasiado interés o haber puesto en peligro el equilibrio del poder. Una llamada se paga con otra llamada; el cariño, con cariño. «¿Has sabido algo de Kuhn?» Era un buen pretexto. ¡Repugnante!
Pero ¿iba a dejar de llamar por eso?
Eso sería igual de estúpido. ¡Maldita manía de usar tales tácticas! Detestaba tener que seguir cualquier táctica.
—¡Señora Wagner!
El redactor entró en la oficina con una ancha sonrisa de disculpa en el rostro, con la cual él mismo se dio la absolución, al tiempo que el curso de las ideas de Wagner llegaba temporalmente a un fin.
«Eres una cobarde», pensó antes de ponerse de pie y estrechar la mano del redactor. Y luego todavía tuvo tiempo para pensar en qué estaría haciendo ese eterno jugador despreocupado, qué estaría sintiendo y pensando. ¿O no estaría haciendo ninguna de las dos cosas?
¿Qué sentía?
Kika le había prometido venir lo más rápido posible, por si Lavallier no lo soltaba hacia el atardecer.
Normalmente, lo inquietaban tales promesas. A los oídos de O'Connor sonaban como amenazas. Siniestros anuncios de introducirse en su vida y querer someterlo a necesidades ajenas, a un horario no planificado por él mismo. Siempre se preguntaba, una y otra vez, por qué todo no podía componerse de comienzos, de primeras veces prolongadas al antojo. Había conseguido domesticar la fugaz naturaleza de la luz. ¿Por qué las historias de amor no podían permanecer en sus inicios, por qué no era posible frenar su progresión, como él hacía con los fotones? ¿Por qué los sentimientos no estaban sujetos a las leyes de la física? El caos daba a luz el instante, la atracción, el viaje a lo desconocido, la derogación de normas y formas. Había algo grandioso en eso. Libre de todos los vínculos forzosos, se consuma lo extraordinario, lo nunca visto, lo inmensamente electrizante. ¡Qué emocionante era descubrir América!
¡Qué tedioso y aburrido era poblarla!
Lo que seguía, eran las horas pasadas en común, como cuentas en un colgante, impecablemente ordenadas, con una frecuencia y una regularidad crecientes. Uno se apoderaba del tiempo del otro y con ello también de las circunstancias de su vida y de su persona. Se marcaban días fijos en los que uno se veía y se restringían otras cosas. A lo extraordinario le seguía lo ordinario. Y así comenzaba la prisión de cemento que en algún momento se llamaría «relación» y que no tendría, en esencia, mucho más que ver con un ritmo
vivace,
que el paso repetitivo de los minutos hasta la gran explosión.
O'Connor se sirvió más oporto e hizo circular lentamente en la copa el aromático líquido.
¿Acaso no era eso lo que siempre le había repelido? Ver cómo una pasión salvaje y explosiva se convertía de pronto en un pequeño fuego domesticado sobre el cual se cocía la vida cotidiana; cómo uno intentaba cambiar en el otro aquellas cosas por las que se había enamorado de él. Las relaciones fijas atentaban contra la esencia misma de la fascinación. Era así. El otro comenzaba a decidir sobre lo que era o no importante para uno. Uno se amueblaba su vida, y el otro cambiaba esos muebles. Asumía durante tiempo la personalidad del otro, hasta el punto de llegar a sentirse mejor en ella que su habitante original. El espíritu libre quedaba preso en un «nosotros». Sí, nos gusta ir a las montañas. No, no nos gusta ir a fiestas. Sí, nos encanta este coche. No, no le votamos a ese partido. La película nos ha gustado. El libro nos ha gustado menos. Ahora nos vamos a casa, es bastante tarde. Nos parece, opinamos, somos del criterio que…
¿No es cierto, cariño?
Y todo porque las cosas no se habían dejado al principio.
¿Por qué entonces la añoraba ahora?
Hasta ese momento no habían hecho dos cosas seguidas, salvo si excluían la circunstancia de haber hecho el amor varías veces. Pero eso había sido el azar, y las carnalidades no se repiten. Ahora, cuando su breve y rápido romance había llegado a un punto culminante, no habría ningún motivo para una continuación. Segundas partes nunca fueron buenas. Las series eran de lo más aburridas.
Todo eso estaba muy bien, y en cierto modo respondía a su concluyente y demostrado «o'connorismo».
¿Qué había salido mal en esta ocasión? ¿La palabra con «A»?
La preocupación lo embargaba. Le generaba inseguridad sentir aquellas cosas a las que no estaba acostumbrado. Había llegado incluso a insinuarse que se había enamorado. Y hasta era cierto. Se había enamorado del instante. Por el contrario, enamorarse de esa mujer a la que apenas conocía, con el resultado de querer verla de nuevo, era algo que se hubiera negado a aceptar. ¡No él! Liam O'Connor era una isla en el mar de la libre voluntad.
Ese viaje a Colonia lo había puesto todo patas arriba. En ese momento, Silberman regresó del lavabo. —¿Y bien? —preguntó—. ¿Se le ha ocurrido algo más? O'Connor se levantó. ¿Se le había ocurrido algo más? El oporto le había dado ánimos. En realidad, podían partir ahora mismo y darles su merecido a los terroristas.
—¿Tiene usted todavía el papel con el mensaje? —preguntó.
—Claro.
O'Connor le quitó el pedazo de papel y lo contempló por centésima vez.
¿Cuántas cosas no le habían pasado por la cabeza hacía un momento? Kika, las relaciones, Irlanda, las riñas. Su trabajo.
Su trabajo.
Por una fracción de segundo creyó estar viendo las cosas con claridad, haber separado bien cada uno de los aspectos, uno junto al otro, como en la iluminación de un estroboscopio. ¡La solución estaba allí, directamente delante de sus ojos! Entonces todo se borró de nuevo formando un caos difuso.
Su trabajo.
¿El trabajo de Paddy?
¿En cuántos lugares había trabajado Paddy?
Lavallier lo sabría, pero no se lo diría a O'Connor. Ni en cien años se lo diría.
Y O'Connor tampoco le preguntaría. ¡Así pasaran mil años!
—Escuche, Aaron. —Dijo O'Connor, al tiempo que le daba una amistosa palmada en el hombro al corresponsal—. Se me acaba de ocurrir una idea. Vamos a dividirnos. Usted va hasta la comisaría y les cuenta nuestra pequeña teoría. Quiero decir, que si Lavallier es de la misma opinión que nosotros, tiene tiempo todavía para desviar el vuelo del presidente a cualquier otro sitio. Es difícil que todos se sientan entusiasmados con eso y lo adoren por su decisión.
—¿Y usted qué va a hacer?
—Una misión secreta.
Silberman sonrió débilmente.
—Es usted injusto, Liam. Usted sabe que, como periodista, eso me interesa. Además, yo le he ayudado considerablemente a pergeñar esa teoría.
—Está bien. —O'Connor le devolvió la sonrisa—. Pretendo ir hasta la administración. Quiero saber cuáles son todos los lugares donde Paddy ha puesto su mano.
Silberman asintió.
—¿Cómo podré localizarlo?
—A través del móvil.
—Aguarde un momento, lo voy a apuntar.
Silberman anotó el número. Salieron juntos al exterior.